El corazón sin límites de Julián Carranza
(Segundo Premio del concurso “Juan Rulfo 2003” de Radio Francia Internacional)
Julio César Parissi

Para hablar de Julián Carranza habría que saber un poco de la historia de Alberto Hughes y Andonaegui, el escritor que lo rescató del olvido, aunque sería exagerada esta afirmación porque no fue un rescate con buena suerte ya que los dos, Carranza y Hughes, se encuentran olvidados en nuestros días. Fue una casualidad que me haya enfrentado con el nombre de Alberto Hughes. Sucedió en la Biblioteca Nacional mientras buscaba datos sobre las primeras publicaciones criollas editadas desde fines de 1820 en adelante, porque son las que descubren algunas aristas de nuestro pensamiento que aún hoy sobreviven en las capas más oscuras del famoso ser nacional. En los primeros años del siglo diecinueve todavía no sabíamos bien que éramos, pero ya en la tercera o cuarta década de ese siglo estábamos convencidos de todo lo que no éramos y que intentábamos ser. Me refiero al cambio en el pensamiento de nuestros intelectuales que querían hacer una nueva fundación del espíritu primitivo de la gesta de Mayo.

Alberto Hughes nació de la unión de una jovencita criolla con un inglés que vino al Río de la Plata a relevar, en el más alto nivel, las posibilidades británicas de penetración en la América del Sur y el sudeste asiático. El trabajo de este marino, como tantos otros desperdigados por el mundo, nutrían de datos a un informe elaborado en 1797, y luego vuelto a elaborar en 1800 por el general británico Maitland, sobre esas posibilidades. Estos trabajos quedaron descartados hasta la entrada de la segunda década del 1800, donde la historia mostró que se aplicaron con gran éxito. El noviazgo de Alberto Hughes fue corto y culminó en un casamiento rápido, un placer para esta familia —los Andonaegui— de poder cruzarse con un británico, y duró el tiempo que Hughes estuvo en Buenos Aires. Sus obligaciones con el almirantazgo requirieron que volviera a las islas, dejando a su mujer en la espera de un pronto regreso. Un texto biográfico me informó que su ausencia no fue corta, pues el inglés Hughes, que vino en 1797 como amigo y se casó con una hija de los Andonaegui a la que dejó embarazada, volvió en 1806 pero como un enemigo a las órdenes de Beresford, y fue muerto en uno de los combates de esas invasiones inglesas. Tal como leí un tiempo después de conocer el relato en el ejemplar de la revista «La Moda» de 1837 que obtuve en esa biblioteca, cuando se hizo mención a la vida de Alberto Hughes se destacó que padre e hijo jamás conocieron sino por las muchas cartas que el inglés cruzó con su madre durante esos largos años sin verse. Si bien es un detalle menor, la crianza de un niño sin padre siempre deja secuelas en la personalidad de un hombre.

En esa revista estaba publicado un trabajo breve de Alberto Hughes. Era un cuento que relataba, según el escritor, un suceso real acontecido en aquel Buenos Aires dominado por la mano de hierro de don Juan Manuel de Rosas, un gobierno duro que se acentuó más a partir de la suma total de los poderes que logró en 1835. Al leerlo, mi memoria tuvo la presunción de que ese relato era bastante similar a otro que pertenece a la base fundadora de la literatura argentina, escrito por Esteban Echeverría y publicado varios lustros después de su muerte. Lo que narraba Hughes era demasiado parecido a «El Matadero», aunque no tenía ni la enjundia literaria de Echeverría ni su intención moralizadora y combativa. Otra cosa que me atrajo, además de esa similitud, fue su evidente extracción de la realidad sin aditamentos ni veleidades artísticas. Tal vez Hughes —lo confirmé más tarde— intentaba ser trabajosamente un escritor. En ese intento, supongo, se le fue la vida. Y el tema sobre el cual escribió se le presentaba como una joya puesta en sus manos para ser pulida.

Alberto Hughes no demora su relato con una inundación que impidió por muchos días el ingreso de hacienda al Matadero de Buenos Aires, como en el relato de Echeverría, si queremos creer que este texto fue el que inspiró al gran escritor, algo que, de verdad, dudo. En el fondo, lo digo como descargo, todas estas similitudes que aparecen en las dos historias no hayan sido más que meras coincidencias a las que nos tiene acostumbrados la vida real, aunque no dejan de ser destacables. De todas maneras, el relato de Hughes es interesante por la historia que encierra, la cual tiene un final que conocí un tiempo después. Debería decir que descubrí sin proponérmelo.

Lo que sí figura es la disparada del toro que se larga fuera del potrero y la persecución de éste por muchos de los que allí estaban, entre ellos uno que tenía como sobrenombre Refucilo. En el relato de Echeverría hay un personaje que tiene un apodo, Matasiete, y esto también puede ser una simple coincidencia. Si bien Matasiete suena mucho mejor, porque nos remite a la índole de bravucón de quien porte ese mote, Refucilo debe tener su motivo en alguna cualidad de rapidez o efectividad en su oficio de faenar. Uno puede entender que un individuo con un apelativo como Matasiete no tenga compasión por su víctima, ese desconocido unitario cajetilla, guapo sólo de apariencia pues trae pistoleras por pintar, como se decía en esa época y en el relato de Echeverría, a quien termina degradando en el Matadero, y por ese escarnio se precipita a la muerte. En el relato de Hughes el contrincante de Refucilo es un conocido, no un jinete desconocido que acertaba a pasar por el matadero. Y más que eso: agrega que entre ellos dos hay en disputa una jovencita de la zona del Matadero. En este detalle se detiene Alberto Hughes. Según datos recogidos por el autor, Hughes pone a esta figura femenina como eje central de lo que allí ocurre aunque, en forma concreta, no aparezca en ningún momento. La describe con precisión como si la conociera —y es probable que la haya conocido—: no le da más de veintidós años, dice que es morocha cetrina, de rostro formado por finos rasgos, ojos grandes y cejas pobladas, y una larga cabellera, apenas ondeada. Su cuerpo, ceñido por ropas sencillas, compite con los más hermosos de las damas porteñas, y en muchos casos es más elegante que aquellas mujeres de peinetón y mantilla. Lleva por nombre Amalia. Por otro lado, no hay certeza que ese hombre sea un unitario; el relato lo sitúa como alguien no devoto de Rosas pero lejos de los insurrectos que pelearon contra el Restaurador, los que en años posteriores a estos hechos fueron protagonistas de alzamientos que siempre terminaron en derrota y muerte. Si hay algo que es evidente, es que cuando los acontecimientos están ocurriendo, los matices políticos no se ven con claridad, y muchas veces son la fuerza de los hechos quienes embarcan a los hombres en cosas que su libre voluntad no hubiera aceptado nunca.

Cuando Refucilo va tras la res que huye, se cruza con este hombre del cual conoce mucho más que el personaje del relato de Echeverría. Este hombre se llama Julián Carranza, va bien montado, bien vestido y tiene la piel demasiado oscura para el color tan claro de su pelo. Se lo reconoce tan valiente como Refucilo y, además, galanteador con las mujeres, según la narración de Hughes. Esa rara mezcla de pelo claro y tez oscura tal vez sea el atractivo de aquello misterioso que seduce al alma femenina. Es que Julián Carranza es hijo de una hermosa negra, sin padre conocido, pero en su entorno todos saben, sin decirlo, que su madre quedó preñada de un marino rubio y borracho servidor en la escuadra del corsario Brown. Este hecho, que figura en el relato, no me llamó la atención sino un tiempo después, cuando accedí a una perdida edición de biografías de un tal Alfredo Sienra, escrita cerca del fin del siglo XIX y que intentaba rescatar a todos los literatos, famosos y desconocidos, que habían pasado a lo largo de esa centuria. Allí, en un lugar modesto junto a otras decenas de nombres también desconocidos, estaba el de Alberto Hughes y Andonaegui, hijo de tal y cual, y recién en ese momento caí en la cuenta que el escritor y su personaje eran dos hombres sin padres. Por otro lado, el hecho de que su nombre figurara en esa sintética recopilación de vidas me dio la pauta que otros escritos de Hughes podrían estar compilados en algún libro, escondido quizás en los anaqueles de la Biblioteca Nacional. Existía uno, sobreviviente de quién sabe que donación, el que me fue alcanzado por un empleado longevo y memorioso, uno de esos pocos que todavía quedan en el establecimiento. Gracias a él tuve una idea más acabada del autor y sus personajes. En ese libro había algo que mucho tenía que ver con el cuento de Julián Carranza y Refucilo, y del que voy a escribir más adelante.

Al principio del relato, Alberto Hughes habla de los dos hombres, traza un breve perfil de ellos, describe la zona y luego entra de lleno en el hecho que va a ser el nudo de la historia, que no tiene otra pretensión que la de dibujar, como en una acuarela, un hecho extraordinario de lo cotidiano. Hughes dice, ya en la segunda página:

«Refucilo, persiguiendo a la res, se encontró con Julián y se cruzaron miradas de ojeriza y desafío. El primero le gritó de malas maneras que saliera de su camino.

—¡Que se aparte el vago que viene un federal trabajador! —vociferó el carnicero, al tiempo que lo topeteaba con el caballo. Por desgracia Julián, que no esperaba ese golpe, salió despedido al barro de la inmunda calleja. Pero se levantó enseguida, sucio del agua de los charcos. Refucilo le encabritó el caballo delante de él, provocándolo. Empero, Julián, aunque en el suelo, no se intimidó.

—¡Bájate, cuchillero cobarde! —le gritó, desbordado de rabia e impotencia. Sus pistoleras habían quedado en la silla y no encontraba manera de defenderse o lanzarse al ataque. Ese grito al provocador era su única arma.

—A la m… —dijo Refucilo. Herido en su amor propio, se apeó y fue hacia Julián.

—¿Te duele que te quité a la Amalia? —prosiguió Julián, encimándose en el insulto de Refucilo para aumentar la provocación, porque con esa frase le recuerda al federal la muchacha que los dos pretenden. Es que Julián quiere confirmarle que el pleito está definido: está diciendo que ella le otorgó su amor, y no a Refucilo.

Refucilo recibió la estocada verbal.

—¡Mientes, pícaro! ¡Me sobra coraje para demostrarte lo contrario! —volvió a vociferar, dispuesto a cualquier tipo de pelea, incluso a batirse con la cuchilla, que ya tenía en la mano, frente al joven desarmado. No dio ni dos pasos cuando llegaron sus amigos, que también perseguían al toro escapado y vieron la escena. Uno de ellos reconoció que Julián no era de los suyos y, amparado en el número, gritó:

—¡Es un cajetilla! ¡Viene montado en silla, como los gringos!

—¡Agarren a ese unitario! —gritó otro de los de a caballo, redoblando la innoble apuesta del primero. En estos años, con ese grito se sentencia a muerte, y son muchos los que lo usan sin meditarlo.

—¡Hay que sobarlo al salvaje! —dijo otro.

A medida que llegaban, fueron dejando los caballos y comenzaron a rodearlo. Dos de ellos, con movimientos sorpresivos y arteros, propios de peleadores taimados, le trabaron los brazos.

—¡Hagámosle la resbalosa! —dijo uno de los que lo sujetaban, tal vez sin pensar realmente lo que decía, quizás por pura diversión de muchachos toscos.

Varios botijas del barrio del Matadero empezaron a acercarse al tumulto, sintiendo que iban a tener una función inesperada y emocionante.

—Miren, no lleva la cinta de luto en el sombrero —advirtió uno de esos muchachitos, señalando a Julián y recordando el luto que todo buen federal debe llevar por el fallecimiento de la madre del Restaurador. Su inocencia no le permitía medir las consecuencias de la observación porque, luego de lo dicho, surgieron de los de a caballo frases rudas preñadas de obscenidades.

—¡Tócale el violín! —se sintió decir a uno, atizando la cosa.

Un entrometido, de los que nunca faltan en toda chusma, sacó una cuchilla y se acercó a Julián queriendo rozarle el cuello con la punta, pero éste, aunque arrinconado y en desventaja, le largó un puntapié en el muslo. El hombre gritó un insulto y con su otra mano, cerrada y violenta, le descargó un golpe en la boca. La sangre brotó en borbollón del labio herido, desfigurando el rostro de Julián Carranza.

—¡A tusarlo y verga, como a un perro! —se sintió desde el fondo. La sangre los puso más agresivos, todavía.

—¡Mejor, el degüello! —gritó otro—. ¡Vamos, Refucilo, degüella al unitario!

Julián Carranza, ensangrentado, afirmó sus ojos sobre el del matadero, desafiando su decisión.

—Bien te sirve mi muerte, Refucilo. Sólo así podrás quedarte con la mujer que ya me pertenece. Amalia es mía —le dijo como quien escupe palabras, con sangre y saliva rabiosa. Éste se paró en seco. Esas palabras lo conmovieron; dentro de él bullían mil pensamientos. Podríamos imaginar que se dijo:  «Así no se mata a un valiente». La pelea fortuita por un encontronazo en la calle o su supuesta rivalidad política estaba tapando la verdad: Amalia era el objeto de tanta ira y odio. Por eso Refucilo no quería ni herirlo. Si Julián Carranza creía que él no es rival en el corazón de Amalia, lo necesita vivo para que vea cuánto se equivocaba.

—¡Suéltenlo! —gritó Refucilo.

—¡No, a degüello! —volvió a insistir la voz—. ¡A degüello con ese salvaje!

—No, no lo degüellen —se sintió una voz desde atrás. Todos se dieron vuelta y vieron que se acercaba el Juez del Matadero. La Providencia hizo que apareciera este personaje, uno de los pocos a quienes los alborotados federales le rinden respeto y acatan sus decisiones.

Imponiendo su autoridad frente al grupo, les impuso soltar al joven mestizo. Refucilo, sin mirarlo, se dio vuelta y se encaminó hacia su caballo. Los demás, viendo que la fiesta estaba terminada, también montaron y se fueron tras el rastro del toro que se resistía a morir en la faena. Dios iluminó una calle perdida del barrio del Matadero, y por suerte en esa jornada no tuvimos una muerte más.

Julián Carranza fue quien me contó todo esto. Agregó que, cuando lo dejaron solo, se enjugó como pudo la sangre de su herida, compuso su maltrecha ropa y montó, tomando el rumbo opuesto a los demás. Este joven país aún no logró la paz que todos los buenos criollos anhelamos y los odios reprimidos estallan todos los días, en cualquier lugar y por cualquier motivo».

Este es el final de la crónica de Alberto Hughes y el incidente del Matadero. Quien la haya leído no la va a encontrar trascendente. Hughes no era de aquellos que escriben en blanco y negro, al contrario, pinta los grises de la naturaleza humana porque, en el fondo, se ve en sus textos la búsqueda de los lazos que unen a todos los hombres y no las diferencias que los separan. En ese sentido, uno intuye que este escritor, por alguna razón, había superado lo peor de su momento histórico. Escrito en una época de odios sin límites, este texto parece decir que nadie es tan malo ni es tan bueno. Y que la verdad de cada uno no es más que un fragmento de una verdad total. Para comprobar que esto es así, me fui a un libro posterior, publicado a finales de 1850, cuando su oficio ya había madurado y mostraba todo lo que podía dar, como escribí al principio, este modesto talento trabajado en forma laboriosa y esforzada. No pude encontrar otros libros de Hughes y estimo que éste que llegó a mis manos en la Biblioteca debe ser el único que publicó en su vida. En él, junto a otros relatos, hay uno que el que da el título al libro. Lo llamó «Estampas de una guerra entre hermanos», y allí cuenta un nuevo episodio de la historia de Julián Carranza y Refucilo. Algo que llevaba como destino ser una pequeña tragedia cotidiana, la vida lo transformó en una pintura de la época. Para relatar estos nuevos hechos no necesito más que transcribir el cuento de Alberto Hughes, que es un homenaje a la sencillez y modestia de un lenguaje al servicio de narrar cosas que conmueven, aunque no deja de tener algunos pequeños momentos de neta poesía.

“El mundo ha dejado de estar en su lugar. Lo que antes parecía simple ya no lo es. Lo que se nos hacía eterno, tampoco. Nadie nunca, en las costas del Paraná, había visto un despliegue tal de soldados cruzándolo en barcazas, balsas o lo que fuere. Julián Carranza era uno de los veinticuatro mil hombres que venían hacia Buenos Aires a disputarle el dominio a un gastado Rosas, el jefe único de la Restauración. Julián tuvo suerte de escapar de la leva de los hombres del federal Pacheco, pero no de los de Urquiza. Por eso está en las huestes antirrosistas, encaminándose hacia los campos de Caseros luego de haber tomado, sin resistencia, Santa Fe y Rosario.

El tres de febrero es el día señalado para la mayor batalla de la América, que al final no se da. Apenas son escaramuzas de las vanguardias; luego de ellas, los rosistas se desbandan y se vuelcan en Buenos Aires a la que, según se dijo, saquean. Julián no está en esas vanguardias y sólo observa lo que pasa, entre aprontes y vigilias. En esos encontronazos de las dos fuerzas, los de Urquiza y los de Rosas, caen muchos prisioneros. Para los de Urquiza, el máximo trofeo son los prisioneros que tomaron entre la gente del asesinado comandante Aquino. Ellos van a sentir el horror de la derrota mucho más que ninguno de los veintitrés mil de Rosas. Todos sabían quién había sido Aquino. Este comandante de división, que sirvió a Rosas en las filas de Oribe, terminó plegándose a las fuerzas que Urquiza alistó con el apoyo de orientales y brasileños. Junto con él se llevó a toda la división. Pero lo que Aquino ignoraba era que toda esa división seguía fiel hasta los tuétanos a don Juan Manuel de Rosas; no entendió que la gente simple es fiel sin darle vueltas a un por qué; que la indecisión o la duda es para el que sólo especula y nunca actúa. Una noche, cuando avanzaban junto a las otras fuerzas antirrosistas, esos hombres se sublevaron, mataron a su comandante y se dirigieron hacia Buenos Aires para unirse a la defensa de la Federación en la anunciada batalla de Caseros. Volvían para estar con los que siempre consideraron que eran los suyos. Por eso, cuando sobrevino la derrota federal, estos hombres fueron la presa codiciada de los vencedores. Donde los encontraban, los tomaban prisioneros y para ellos reservaban el peor destino: sus cuerpos masacrados iban a ser puestos en picas a lo largo del camino desde Caseros hasta la residencia de Rosas en los bosques de Palermo, ahora tomada por los partidarios de Urquiza. Era la marca de la presencia unitaria, vencedora y deseosa de tomar revancha. Era la explosión de tanto odio acumulado durante más de veinte años.

Los de la división del comandante Aquino se los reconocía por el uniforme. Cuatro de ellos fueron a parar, maniatados, a una tienda del campamento en donde estaba militando Julián Carranza. En la noche del tres de febrero yo me acerqué por ahí buscando noticias para un periódico unitario de Buenos Aires que, tras el triunfo aplastante de Urquiza, decidió salir a la calle, entre gallos y medianoches. Tuve la suerte de cruzarme con Julián. Él me reconoció enseguida, a pesar de no vernos por más de diez años. Me contó lo que le había acontecido unas horas antes y me rogó que no lo divulgara.

—Trajeron a cuatro hombres del finado comandante Aquino —empezó a relatarme—, y a mí y a otro compañero nos dieron la orden de cuidarlos hasta que vengan a llevárselos.

—Ya sé en que termina eso —le dije—. Cuando venía para acá desde Buenos Aires vi a muchos clavados como costillares de reses—. Lo miré con desazón y no niego que mis ojos se nublaron un poco cuando agregué—: Son las cosas de esta guerra.

Julián Carranza siguió hablando como si no me escuchara:

—Uno de ellos es Demetrio Guzmán —me contó, y esperó que yo dijera algo. Pero nada dije porque no sabía que era lo que él esperaba escuchar. Entonces añadió—: Demetrio Guzmán es el Refucilo.

—Refucilo —dije, acordándome de aquella historia de tres lustros atrás. Lo dije como en un suspiro, porque Julián me miró y sus ojos me rogaban discreción.

—Lo vi desde afuera de la tienda y no lo podía creer. Le pedí a mi compañero que se quedara de guardia mientras yo entraba para hablar con él—. Respiró hondo—. Usted sabe como son estas cosas; luchamos entre hermanos y todos nos conocemos. Cuando me acerqué, él también me reconoció; tenía la mirada triste de quien se lo ha jugado todo. Vi que ya no tenía esperanzas de nada, y si ayer daba la vida por el Restaurador, hoy Rosas iba en camino a la casa de los ingleses custodiado por marineros. Por decirle algo, le dije: «Hermano, mira cómo te encuentro». «Julián», me respondió muy bajito, «justo a ti te mandaron para matarme». «No, Refucilo, yo sólo tengo órdenes de cuidarte», le dije y sentí que mi voz salía enronquecida y no era yo, el Julián que lo conocía de siempre, sino su verdugo. «Ya se encargarán otros de hacerlo. Nadie les perdona la muerte de Aquino», le agregué. «No podíamos traicionar a don Juan Manuel», dijo. Otro de los prisioneros giró su cabeza hacia mí. «No, no podíamos», dijo también. Luego volvió la cara hacia la pared y no habló más. Se hizo un silencio entre los dos. Yo no sabía como seguir; tenía una pregunta por hacer y no encontraba la forma de decirla. «Al final», me dijo al cabo de un momento, «te fuiste con Urquiza. Yo sabía que eras unitario». «Entré en la leva cuando andaba por Entre Ríos», le respondí, «yo no soy ni federal ni unitario, y tampoco sirvo para esto». Mientras hablaba, sentía la pregunta que venía a hacerle y que tenía que ver con Amalia. Como usted se acordará, aunque hace ya quince años o más que se lo conté, Amalia estaba entre él y yo, cuando tuvimos la pelea cerca del Matadero y Refucilo no dejó que aquel bravucón federal me pasara la cuchilla por el cuello. Allí supe que me salvó la vida para que fuera testigo de que, en realidad, Amalia era para él, que siempre lo había sido. Esa disputa yo la tenía perdida, y lo sabía. Nunca se lo conté: él se quedó con Amalia y yo me fui de Barracas, un poco por aventurero y otro poco para no sentirla cerca. Amalia... ¡cuántas veces soñé con ella! Tomé fuerzas y se lo pregunté: «¿Y Amalia?», le dije muy bajo, casi en secreto. Él levantó la mirada. «Amalia», dijo con un quejido. Pensé que estaba aventurando algo trágico. «¿La has visto?», volví a preguntarle. «Con ella tengo cinco hijos», contestó. Junto a esa respuesta me golpeó un mazazo en mi cabeza, y esos quince años de ausencia los sentí inútiles. Amalia seguía siendo de Refucilo. Hizo una pausa, y luego continuó: «A mí también me agarró una leva, por suerte, federal, y terminé con el general Oribe sitiando Montevideo. Pude volver varias veces para acercarme a verlos y llevarles la paga. Para ir viviendo, porque la paga de un soldado da para eso, nada más. Pasé tanto tiempo frente a los muros de la ciudadela para nada», dijo, mordiéndose los labios. «A mí me parecía que esta guerra que no se iba a terminar más. Los años volaban y yo no podía desertar. No podía esconderme, andar a monte, dejándola a ella y a mis hijos librados a los caranchos». Volvió a callarse. Bajó la mirada, rebuscó en su cabeza algo, y preguntó: «¿Y tu vida?». «Lo mío es andar por cualquier lado. Si tengo hijos, los debo tener por algún lugar, pero yo no lo sé», le contesté. De nuevo se hizo un silencio, esta vez casi definitivo. No nos teníamos nada más que decir ni el momento era el indicado para hablar. Nos quedamos callados y yo, sin que lo advirtieran, salí de la tienda como una sombra.

Julián Carranza terminó el relato y me tomó del antebrazo.

—No puedo dejar que lo maten —me dijo—. Por favor, se lo digo a usted pero no quisiera que nadie más sepa lo que pienso. Por lo menos, por esta noche.

—De acá no salen vivos, Julián. Usted sabe eso mejor que yo.

El rostro de Julián se ensombreció.

—Amalia se quedará sola. Tiene cinco gurises que podrían haber sido míos. ¿Qué va a hacer si no está Refucilo con ellos?

A esa pregunta no le pude dar respuesta.

Julián Carranza se despidió y se alejó. Fue la última vez que lo vi esa noche. Por sus palabras descubrí algo que nunca le había contado a nadie: había estado muy enamorado de Amalia y jamás dejó de quererla. Comprendí lo que le pasaba. Le sucedía algo que los seres humanos no pueden reprimir, esconder o acallar. Algo que nace y crece a nuestro lado, o dentro, y no nos deja. Porque el amor es eso, un temblor continuo, un mar de fondo espeso que siempre está allí aunque los años pasen y la madurez o la decrepitud lleguen. En la cabeza de Julián había una búsqueda: la forma de salvar a Amalia de un destino incierto o terrible aunque esa forma tuviera la figura de quien, en otro tiempo y con otros fervores de pasión, fue quien se la quitó. Supe que buscaría la manera de salvar a Refucilo porque en ello iba la salvación de la que no había dejado de amar a pesar de la distancia y el tiempo transcurrido. Y también noté una decisión llevada al límite.

Esa noche la pasé en el campamento unitario. Me despertaron a la madrugada unos gritos destemplados y órdenes dadas con premura. Me enteré, por alguien que compartía mi fogón, que se habían escapado cuatro presos y que estos eran los de la división del finado Aquino. Me agregaron que uno de los guardias fue golpeado y el otro salió en persecución de los que huían. Esa noche, luego de un rato, todo volvió a la calma, los gritos se alejaron y no pasó nada más. En la mañana conseguí que un coche me arrimara hasta Buenos Aires en donde daría cuenta de la crónica del tres de febrero, un suceso que ya había entrado en la historia como la mayor ruptura de su devenir luego de aquel veinticinco de mayo del año diez, tan lejano. Salimos apenas despuntó el día, que prometía ser bastante caluroso, y nos fuimos siguiendo la ruta que exhibía lo más terrible de una guerra: cada tanto, como un estandarte macabro que quizás nunca más volveríamos a ver por estas tierras, un soldado de la división de Aquino estaba ensartado como res en una pica ensangrentada. Se nos encogía el corazón viendo a esos pobres diablos pagando las culpas de los otros.

El coche andaba rápido a pesar de los pozos. Por eso alcanzamos un grupo de soldados que marchaban en igual sentido que nosotros, pero más lentos. El cochero tuvo que aminorar la velocidad y sofrenar a los caballos. Adelante había un precario puente, más angosto que la huella por la que transitábamos, y tuvimos que esperar que lo cruzaran estos soldados para luego hacerlo nosotros. Uno de ellos pasó cerca del coche. Por preguntar algo, le dije:

—¿Van a verlo a Urquiza?

—Algo así —dijo el hombre. Y explicó—: Anoche, en el campamento de Caseros se escaparon cuatro federales y hoy les dimos caza, tempranito.

—¿Los federales de Aquino? —pregunté, intuyendo que se trataba de ellos.

—Los mismos —respondió—. ¿Sabía usted eso?

—Sí, yo vengo del campamento y anoche hubo un revuelo padre.

—Pues son los mismos, vea usted.

—¿Los conocía de antes?

—No, solo de mentas. Me dijeron que un muchacho nuestro los persiguió, pero no hay ni rastros de él. Estos bárbaros lo deben haber matado y tirado en algún pajonal.

—Sí no los conoce, ¿cómo sabe que son los de Aquino?

—Por el uniforme, amigo —respondió rápido el soldado—. Además, me dijeron que uno de ellos era un famoso de otras épocas entre los federales. Un tal Refucilo, un matarife de Buenos Aires. Pero, esta vez no fue tan rápido como decían —agregó, sin gracia y con cierta amargura, y luego espoleó el caballo. Salió detrás de los demás que ya habían atravesado el puentecito. Nosotros hicimos lo mismo y empezamos a ganar terreno. La columna de soldados tenía más de cien varas de largo, y nuestro coche fue bordeándola a mayor velocidad. En la mitad de esa columna iba una carreta descubierta y eso era lo que tornaba lenta su marcha. Arriba de la carreta estaban atados los cuatro de Aquino. Era cierto, sus uniformes eran diferentes; cualquiera, sin conocerlos, podría identificarlos como gente de la desmembrada división del asesinado comandante Aquino. Los vi a la carrera cuando asomé medio cuerpo hacia afuera. Iban con las cabezas gachas, estaban sucios y desolados. Entre ellos, el pelo claro de uno se destacaba de los demás. Lo volví a mirar, mientras sentía un golpe frío en el pecho. Miré su cara, casi escondida entre los hombros. Era de piel oscura. El hombre alzó apenas su rostro y por un instante me observó, con la mirada igual a la de aquel toro que iba al matadero. Ahogué una exclamación; la apreté en la garganta pero aun se hizo espacio y salió, lenta y apagada:

—Ése no es Refucilo —me dije. Luego entré el cuerpo, me encogí en el asiento, sentí frío en el calor de la mañana de febrero y miré hacia la nada. Ya no hablé; sólo pensé—: Ese es Julián Carranza.”

Julio César Parissi
De "Selección de Cuentos"

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