El aguafiestas
Julio César Parissi

Todo comenzó hace unos meses atrás —aunque decir que comenzó es pura retórica—. Fue en una reunión a la que había asistido por invitación de un amigo. Era un encuentro informal de un grupo de estudiantes de filosofía y, aunque nada sé sobre el tema, acepté ir sólo para complacer a mi amigo. La charla se prolongó muchas horas, más de las que yo tenía ganas de soportar. Estaban demasiado entusiasmados con la discusión y se les notaba que gozaban la controversia de un modo visceral. Eso no me impidió interrumpirles la fiesta —por supuesto, no tuve otro remedio—. Y lo tenía que hacer yo, nada menos que yo, que nunca me preocupé por los temas filosóficos ni siquiera frecuenté ningún texto más o menos importante. A pesar de eso, decidí hablarles, para sacarlos de ese engaño en que estaban metidos.

—Ustedes no existen —les dije—. Es más, el universo entero no existe. Por mi capricho las cosas suceden y se desarrollan como se me ocurre que sea. Porque todo está dentro de mi cabeza; fuera de ella no hay nada —agregué. Se callaron un instante y me miraron. Más de uno quiso hablar pero, como son amables (o en ese momento yo quise que lo fueran), me dejaron continuar. Además, puse las dos palmas de mis manos hacia adelante para impedir que alguno respondiera—: Ya sé lo que van a argumentar ustedes, no se molesten en decírmelo. Dirán: lo que tengo dentro de la cabeza es lo que reciben mis sentidos. O sea, cosas del exterior; por lo tanto eso es la comprobación que el afuera existe. Pero no es así, porque los sentidos también son un invento mío. Yo imagino que tengo esas percepciones, imagino que los veo y los escucho, imagino que ustedes son así o asá, que me discuten, que se enojan conmigo y que no creen en nada de lo que digo. También argumentarán por qué yo sufro el mundo cuando, si todo puedo hacerlo a mi manera, tendría que buscarme sólo creaciones para el placer. Pero no lo hago, y me castigo, porque pienso que merezco sufrir un poco, crear cosas desagradables y sensaciones molestas. No necesito que acepten lo que les digo porque en este momento, para molestarme a mí mismo, estoy haciendo que ustedes no estén de acuerdo y que intenten rebatirme. O, en el peor de los casos, que ninguno diga nada y traten de ignorar lo que acabo de afirmar para que me duela un poco más. No lo puedo evitar; soy así.

Dejé de hablar y, luego de un silencio, uno de los de la reunión retomó el tema que yo había interrumpido. Pensé que ese era el momento de dejarlos que siguieran creyendo en su libre albedrío. Desde la cómoda sombra de un sillón me dediqué a observar a mis marionetas el resto de la noche.  A los pocos días me di la cuenta que esa reunión fue una bisagra en mi vida. Porque, con mayor frecuencia, fui imaginando un mundo más agresivo hacia mí, como si se hubiera desatado en mi cabeza un constante deseo de flagelarme con mis creaciones. Tal vez, como lo dije en esa oportunidad, debe haber en mi ser un sentimiento de culpa y es por eso que me castigo. El caso es que con más continuidad comencé a imaginar discusiones, peleas, caras agrias que me reprochaban cualquier cosa, desde el olvido más insignificante hasta enormes desastres; sentía gritos que herían mis oídos y gritos que salían de mí para agredir a los otros, todas invenciones terribles armadas por mi voluntad. Hasta que una vez imaginé cuchillos, manos crispadas, insultos, imaginé jadeos, frases insultantes, cortes, heridas, me imaginé con las manos manchadas de sangre; incluso imaginé el asqueroso olor de la sangre. Imaginé gente rodeándome, inventé una escena terrible con hombres vestidos de blanco, golpes, manos sobre mí, intenso dolor en el cuerpo y en el alma, lágrimas en mis ojos, arrepentimiento por no sé qué cosas hechas. Muchas de las cosas que yo siempre imaginé en otros seres que inventé para que sufrieran el mundo, ahora las imaginaba para mí y, en el fondo, no sentía verdadero placer en eso, pero igual las imaginaba, como si la fábrica de crear que era mi cabeza se hubiera desbocado y no pudiera parar de inventar hecatombes. Esto, de imaginar todo y de que todo exista porque yo existo, ya se los expliqué a cuantos me ha querido escuchar. Insisto en convencer a mis criaturas que son sólo inventos. Por desgracia, siempre imagino seres que no me creen. Aunque a veces invento a algunos que sí lo hacen; por ejemplo, en este lugar en donde inventé que estoy, imagino que hay varios que me creen, pero no los tomo en cuenta porque inventé seres sin poder de convicción que deambulan por los corredores como lo hago yo cuando los carceleros, que inventé también, me dejan salir. Si bien pude descubrir la verdad de todo, siempre me había dolido aceptar que soy el único. No le encontraba sentido que yo sólo esté para servirme a mí, sin otro objeto que estar, nada más. Sin motivos, sin trascendencia, pensando que mi única misión es hacerles saber a mis creaciones que son eso: sólo figuras que inventa mi cabeza. Menos mal que hoy ha sucedido algo distinto. Me visitó Él.

Cuando llegó y se presentó, le dije a Él que él mismo tampoco existía; le participé que no era nada más que otra de mis creaciones, y no había motivo para sostener lo contrario. Pero esta vez Él me convenció de que existía. Me dio pruebas —yo no puedo revelarlas por ahora— que me convencieron de su real existencia. Esa aceptación de su ser independiente de mí, en lugar de hacer que me sintiera desplazado, me alegró, por el hecho de confirmar que no estoy solo. Gracias a su aparición, sé que puedo compartir con alguien todo el universo, que puedo polemizar y, acaso, disentir con otro que no sea siempre una invención mía como, sin ir más lejos, en el caso que me plantee que Él siempre estuvo, aun antes que yo; afirmación que generará, sin lugar a dudas, una discusión entre nosotros dos, porque eso no está probado ni mucho menos.

Pero esta primera visita que me hizo no fue para iniciar una charla. Vino sólo a dejarme una advertencia. Me dijo, con visible enojo, que está cansado de mis revelaciones sobre la falsedad del universo. Me pidió que no hablara más del asunto; no acepta que eche por tierra todo su enorme trabajo. Porque a Él le costó mucho —digamos que le costó una eternidad— construir esta gran mentira.

Julio César Parissi
De "Selección de Cuentos"

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