Felisberto Hernández:
Escritor maldito o poeta de la materia

Claudio Paolini

En el año 2002 se cumplieron cien años del nacimiento del escritor uruguayo Felisberto Hernández (Montevideo, 1902-1964). Investigar actualmente sobre la crítica de su obra, significa explorar los análisis de una narrativa singular que desde hace varias décadas se ha convertido en motivo de estudio en casi todas las Universidades de Occidente. Pero, esa singularidad no fue siempre reconocida.

Si bien, el microcorpus de sus primeros cuatro libros (Fulano de tal, 1925; Libro sin tapas, 1929; La cara de Ana, 1930; y La envenenada, 1931) mereció, a través de un pequeño grupo de escritores y cronistas muy cercano al autor,1 una opinión positiva; a partir de la crítica literaria que emergió hacia 1945, la apreciación de su obra cambió sustancialmente.

Con la aparición de este conjunto de críticos surgidos a través del semanario Marcha y algunas revistas literarias, como Clinamen y Número, la posterior obra de Hernández se verá abordada durante un largo período por dos sectores: uno que lo valora desfavorablemente (promovido por Emir Rodríguez Monegal), y otro de forma positiva (encabezado por Ángel Rama), que a través de sus alternancias en espacios de poder defenderán su postura. A lo largo de varias décadas, fueron innumerables las polémicas en que intervinieron los integrantes de estos grupos; de este modo resulta interesante observar, desde una perspectiva actual, un panorama de la crítica sobre la obra de Hernández, a través del enfrentamiento entre sus dos principales figuras.

El primero de estos críticos que escribió sobre el autor fue Rodríguez Monegal, poco después de asumir la dirección de la página literaria de Marcha.2 Por medio de un artículo titulado “Nota sobre Felisberto Hernández”, intenta aproximarse al análisis de tres obras: Por los tiempos de Clemente Colling,3 El caballo perdido4 y “Las dos historias”.5 Decimos que es un intento, ya que el crítico se limita a enumerar los errores estilísticos y de sintaxis que en su opinión poseen dichos relatos. De esta forma, acerca del primero señala que

cada página de la narración reconstruye con paciencia un momento pasado, pero esa delicada reconstrucción no significa recuperación; significa sólo esfuerzo tenaz. La imposibilidad de lograr la posesión viva del recuerdo otorga una suerte de solitaria y quieta angustia al tono sencillo, apenas irónico, y a la descuidada sintaxis en que están dichas estas experiencias humanas. (Rodríguez Monegal, 1945: 15).

Con respecto al sentido de las evocaciones que el escritor intenta darles en El caballo perdido, observa que “ese misterio no arranca de las cosas ni se logra al desnudarlas de apariencias, sino que es producido por la impotencia del creador al no penetrar la anhelada desnudez, al vestirla de prejuicios y palabras desvaídas. Es un misterio falsificado” (1945: 15). También señala que los procedimientos estilísticos de Hernández se caracterizan por “las ambigüedades en la exposición lógica y la imprecisión en la sintaxis -un estilo pleno de incorrecciones y coloquialismos” (1945: 15).

Acerca de estas irregularidades sintácticas, que Rodríguez Monegal retomará en sus siguientes artículos, Nicasio Perera San Martín sugiere que pueden deberse a “la concreción de un rasgo estilístico trabajosamente elaborado” (Perera San Martín, 1977: 246), mediante el cual se justificarían esas supuestas torpezas que ya no serían producto del descuido o la escasa formación del escritor. Esta tesis a favor de una disposición estilística intencionada y realizada con rigor, también es apoyada por algunas declaraciones de quienes lo conocieron con profundidad,6 que destacan su permanente preocupación por releer y corregir sus textos con persistencia.

Más adelante, el crítico realiza un juicio valorativo, pero antes de citarlo, resulta interesante observar lo que le expresara en una entrevista a Roger Mirza,7 en noviembre de 1985: “Yo escribí una nota sobre Felisberto en «Marcha» que nadie va a leer porque en este país se habla sin leer. Esa nota dice que Felisberto es un escritor de la categoría de Kafka y de Joyce.8 Y si usted tiene alguna duda vaya a consultar la colección de «Marcha»”. (Mirza, 1985 c: 10). La cita a la que se refiere Rodríguez Monegal es la siguiente: “Sería interesante indicar los contactos superficiales y las diferencias radicales con Proust, Kafka y Rilke” (1945: 15). Es evidente, que decir que la obra de Hernández tiene contactos superficiales y diferencias radicales con Proust, Kafka y Rilke (no Joyce), no es lo mismo que decir que Hernández tenga la categoría de aquellos. Es indudable que, en el año 1945, Rodríguez Monegal había leído la crítica realizada con anterioridad sobre la obra de Hernández; de esta forma, tenemos la sospecha que en aquella nota, lo que estaba haciendo era una alusión indirecta a los artículos en los que se comparaba la obra de Hernández con alguno de estos escritores.9 En cierta medida, la intención del crítico era desautorizar dichas comparaciones, de ahí el señalamiento previo y reiterado de los supuestos fallos estilísticos y el fracaso en el logro de ciertas imágenes. Paradójicamente, la nota finaliza anotando “que nuestra literatura actual proporciona pocos textos tan interesantes, tan vivos como estos de Felisberto Hernández” (1945:15).

En agosto de 1947 Rodríguez Monegal inaugura en Marcha una sección sobre reseñas de revistas literarias. La primera que aparece es sobre Alfar,10 en la que figura el cuento “Mi primer concierto”, de Hernández. Como confirmando lo contradictorio del juicio final de la nota anterior, aquí señala escuetamente que se trata de un “relato laxo, que se recobra algo al final. La descripción, como siempre, vacilante, insegura. Algunos rasgos de humor que nadie agradecerá: «Era el (espíritu) de Bach y debía estar muy lejano»” (Rodríguez Monegal, 1947: 15).

Ese año se edita en Buenos Aires Nadie encendía las lámparas.11 El volumen, según expresa Hernández en su Autobiografía,12 “figura en el «Libro del Mes» y en «La Cámara del libro Argentina» entre los mejores de 1947” (Hernández, 1987: 74).13 La revista Sur, de la vecina orilla, en su sección “Revista de libros”, presenta una serie de breves reseñas firmadas por Arturo Sánchez Riva. Entre ellas se destacan los comentarios sobre Viaje al corazón de Quevedo, de Pablo Neruda; Gran Chaco, de Raúl Larra; Nueve dramas, de Eugene O´Neill; y Nadie encendía las lámparas, de Hernández. La reseña de este último libro figura en primer lugar. Allí, el periodista destaca las “llamativas imágenes y prosa esmerada” (Sánchez Riva, 1947: 132), y finaliza señalando que “este libro de cuentos se impone a fuerza de talento literario”. En contraposición a estos hechos, las páginas literarias de Marcha no dan cuenta de la edición de este volumen, y en el “Panorama bibliográfico” correspondiente a ese fin de año, Rodríguez Monegal en el breve espacio que destina a las letras nacionales, tampoco lo menciona.

Habrá que esperar unos meses y fuera del semanario,14 para que este crítico escriba una nota sobre dicho libro. En el Nº 5 de la revista Clinamen, de mayo-junio de 1948, Rodríguez Monegal no sólo arremete contra la obra de Hernández, sino que también se refiere a cuestiones personales del autor. Allí, sostiene que

el escritor no se reconoce límites, ni siquiera los impuestos por la sobriedad o el ingenio. La mano o el ojo, ven, tactan todo. Y al abalanzarse sobre las formas más mezquinas de lo material, abundan también en lo malsano. Ya el muchacho de El caballo perdido (1943) levantaba las fundas o polleras de las sillas para mirarles las patas o el asiento. Aquí este mismo niño, crecido pero ostentando una soltería infeliz e impotente (o si se prefiere, contaminado por una solterona), sigue levantando otras fundas o fisgoneando por las puertas. (…)

Es claro, debí haber empezado por decir que hay un niño detrás de este relator. Ese niño está ahí, fijado irremediablemente en su infancia, encadenado a sus recuerdos por la voluntad de Hernández, y forzado a repetir -abandonada toda inocencia- sus agudezas, sus precocidades de antaño. (…)

Porque ese niño no maduró más. No maduró para la vida ni para el pensamiento, no maduró para el arte ni para lo sexual. No maduró para el habla. Es cierto que es precoz y puede tocar con sus palabras (después que los ojos vieron o la mano palpó), la forma instantánea de las cosas. (Alguien afirmará que esto es poesía). Pero no puede organizar sus experiencias, ni la comunicación de las mismas; no puede regular la fluencia de la palabra. Toda su inmadurez, su absurda precocidad, se manifiesta en esa inagotable cháchara, cruzada (a ratos), por alguna expresión feliz, pero imprecisa siempre, fláccida siempre, abrumada de vulgaridades, pleonasmos, incorrecciones. (Rodríguez Monegal, 1948: 51-52).

Se observa, que la intención de Rodríguez Monegal hasta aquí, es realizar un análisis de la personalidad del escritor que está por detrás de esas páginas, y no del contenido del libro. Un estudio, que se intenta construir a través de algunos conceptos que denotan proximidad con el psicoanálisis. El artículo termina con una “nota”, en la que el crítico pretende indicar algunas incorrecciones estilísticas que, en algunos casos, llegan al extremo de lo puntilloso. Veamos algunos ejemplos:

En la página 10 escribe: «todos estábamos parados» por «todos estabamos de pie». (…) En la página de enfrente cuenta: «Cuando estaba por dormirme, arrollé sin querer los dedos de los pies» por «encogí sin querer». (…) En la página 116 calcula: «Deseaba que hubiera poca gente porque así el dessastre [sic] se comentaría menos; además habría un promedio menor de entendidos». (Quiere decir, es claro, un número menor, etc.). (1948: 52).

En un artículo publicado en Marcha el 1º de octubre de 1954, en respuesta a una carta de un lector, Rodríguez Monegal se refiere a la función social de la crítica, señalando que el crítico “escribe para el público. No escribe para corregir defectos o ensalzar virtudes (quemar incienso o arrojar vitriolo). Escribe sí, para fijar patrones estéticos, para marcar niveles con ejemplos concretos, para llamar la atención sobre una obra valiosa y no advertida, o para denunciar una obra importante pero errónea” (Rodríguez Monegal, 1954: 14). Es evidente, que estos conceptos no son los mismos que los empleados en el artículo publicado en la revista Clinamen. En aquel, sí se escribió para corregir defectos y apenas se fijaron patrones estéticos. El artículo que se refería a la función de la crítica, lo escribió siete años después de la nota sobre Nadie encendía las lámparas. Se podrá decir que el crítico pudo haber cambiado de idea en el interludio. Cuando se observe el siguiente escrito sobre Hernández, de 1961, se podrá apreciar por cuál postura se decidió Rodríguez Monegal, por lo menos, en lo que se refiere a la obra de este escritor.

Una circunstancia azarosa a señalar, es que en la misma página en donde finaliza el artículo de Clinamen, comienza otro titulado “Generación va y generación viene”. Se trata de uno de los primeros artículos escritos por Ángel Rama,15 en el que expresa su opinión sobre el debate generacional.16

Es interesante recordar que unos meses atrás, Rodríguez Monegal había escrito en Marcha un breve comentario sobre el primer artículo que había publicado Rama,17 en el que se puede descubrir el germen de una rivalidad que no tendrá fin. Allí, Rodríguez Monegal sostiene que es un “examen valioso, aunque demasiado esquemático” (Rodríguez Monegal, 1947: 15). Finalizando que “sería de desear que Rama ampliase su estudio”.

En 1948, Hernández regresa a Montevideo luego de usufructuar una beca en Francia y, según informa José Pedro Díaz, tiene “la alegría de ver publicado en la revista Asir y aún en un periódico, La Mañana, un juicio laudatorio de quien era por esas fechas el maestro de la crítica literaria del Uruguay, don Alberto Zum Felde”18 (Díaz, 2000: 131). Como contrapartida, se entera de la última nota de Rodríguez Monegal. Al respecto, María Inés Silva Vila en su libro Cuarenta y cinco por uno, recuerda sus encuentros con Hernández, y 

la manera casi despavorida que tenía de comentar las cosas, sobre todo los artículos de Emir Rodríguez, a partir de una mentada crítica que le hizo. Emir … con Felisberto se equivocó. … Por lo que recuerdo, más que hacer una crítica de su obra, intentó sicoanalizarlo y se lo perdió. Las manos cortitas de Felisberto se aturullaban más que nunca al hablar del episodio. (Silva Vila, 1993: 66).

En octubre de 1949, con motivo de una pausa de Rodríguez Monegal en Marcha, se hacen cargo de la dirección de la página literaria Rama y Manuel Flores Mora. Un mes más tarde se desata una intensa polémica con motivo del fallo del “Concurso de remuneraciones a la labor literaria” correspondiente a 1948 y otorgado por el Ministerio de Instrucción Pública. Por un lado está Rodríguez Monegal, integrante del jurado, y por otro Rama y Flores Mora cuestionando la capacidad de algunos miembros del jurado y catalogando de vergonzoso el fallo, en el que señalan, entre otras cuestiones, la omisión de una “elemental mención para Felisberto Hernández” (Flores Mora - Rama, 1949: 15). El debate se prolonga hasta el mes siguiente, en el que Rama aprovecha para publicar “El cocodrilo”,19 como reafirmando el concepto anteriormente citado.20 Este desafío está acompañado por la revista Escritura, que pocos meses después publica el relato “Las Hortensias”,21 escrito por Hernández durante su estadía en Francia. Este hecho es anunciado por Rama en la sección “Gaceta” de Marcha del 10 de marzo siguiente y será el motivo de su primer texto sobre la obra de Hernández, publicado el 28 de abril de 1950. Allí sostiene provocativamente que “sus libros, y muy especialmente la estupenda colección Nadie encendía las lámparas señalaron -esto es preciso repetirlo porque a los críticos mentecatos las anteojeras no le permitieron notarlo- una modificación sustancial en nuestra narrativa” (Rama, 1950 b: 15), en clara alusión a las palabras de Rodríguez Monegal. Y continúa expresando que “después de repetir durante años con poco o mucho acierto los moldes novelescos que en nuestras letras acuñara un Acevedo Díaz, entre otros, Felisberto Hernández presenta de pronto una materia y una forma distintas, absolutamente originales” (1950 b: 15).

En 1959, en un número especial de Marcha con motivo de los veinte años desde su publicación, mientras Rama realiza un extenso artículo en el que la obra de Hernández es la más destacada, junto a la de Juan Carlos Onetti;22 Rodríguez Monegal se limita a dar un panorama histórico-literario del período, sin realizar destaque de escritores.23

En 1960, editorial Alfa publica el libro La casa inundada.24 El relato homónimo obtiene una mención en el Concurso literario de ANCAP (Administración Nacional de Combustibles, Alcohol y Portland).

Con Rodríguez Monegal definitivamente alejado de Marcha, Rama reasume la tutela de la página literaria y no demora en marcar un perfil distinto. Inmerso en un período fuertemente influido por el triunfo de la Revolución cubana, la sección realiza un giro hacia el continente mestizo. Esto trae como resultado una jerarquización de las letras latinoamericanas y una atención especial en las nuevas promociones literarias de nuestro país. De este modo, se dejan de lado varios aspectos destacados por la gestión de Rodríguez Monegal, como el culto a la civilización sajona, y la aplicación de la estilística y el psicoanálisis como instrumentos para la crítica. Rama se inclina por una apertura hacia la sociología, la antropología y el marxismo. Este cambio, además, se refleja en la edición del 11 de noviembre de 1960, en que el semanario dedica tres páginas para homenajear a Hernández, con motivo de sus treinta y cinco años de escritor, a través de textos de Rama, Lucien Mercier y José Pedro Díaz.25

Unas semanas después, Rama revela una encuesta titulada “¿Qué leen los uruguayos?”,26 realizada a algunos editores y libreros de Montevideo, en la que Benito Milla señala que ya lleva vendidos setecientos ejemplares de La casa inundada, de Hernández.

Inmediatamente, Rodríguez Monegal, desde la dirección de la página literaria del diario El País, publica un artículo sobre la obra de Hernández, titulado “Uno de nuestros escritores malditos”. Haciéndose eco de la encuesta publicada en Marcha en la que se informaba la cantidad de ejemplares vendidos del último libro del escritor, el crítico se pregunta: “¿Habrá llegado la hora de la fama para este narrador maldito?” (Rodríguez Monegal, 1961: 8). Y, a continuación responde: “Sí, a juzgar por lo que escriben sus apologistas: obra maestra, creación artística de perfecto rigor en la línea de Proust, de Kafka, del mejor superrealismo. No, de acuerdo con otros críticos. En estas mismas páginas, Ruben Cotelo reiteró a propósito de La casa inundada los reproches que se hicieron a Nadie encendía las lámparas en 1948…” (1961: 8).27 De este modo, el crítico nos revela que su juicio sobre la obra de Hernández no ha cambiado, y que ahora se siente respaldado por un cómplice en la persona de Cotelo.28 Al mismo tiempo, continúa refutando sus declaraciones, ya citadas, en las entrevistas de Mirza y Campodónico, acerca de las proximidades del autor con Kafka y otros, desde el momento que señala que esa tesis es la que sostienen los apologistas de Hernández, y no Cotelo que reitera los reparos que él ya hiciera. Mas adelante, observamos que el articulista inicia un leve reconocimiento de la obra de Hernández, sosteniendo que “con la perspectiva del tiempo, no es difícil reconocerle virtudes. Ha mejorado increíblemente su sintaxis o ha mejorado la sintaxis de sus amigos. Administra mucho mejor el humor y la poesía. Usa y generalmente no abusa del tono socarrón, de pobre inocente, que es su marca de fábrica” (1961: 8). Pero, todo ello en un tono irónico y despectivo. Además, a continuación nos damos cuenta que este reconocimiento forma parte de una estrategia retórica, en la que primero se ponderan algunos aspectos menores, para después intentar destruir otros más importantes. 

Ya que de inmediato declara que para ser el gran autor que sus amigos proclaman le falta a Hernández estatura y profundidad. Sus hallazgos son de detalle. Cada cuento se basa en una intuición que daría para un aforismo, para el resumen de un apunte, de esos que los poetas hacen en altas horas de la mañana. De allí no pasa Hernández. Esa intuición no se ahonda, ese apunte no se integra, el cuento no camina. Frases aisladas, aquí y allí, demuestran que hay una sensibilidad, alguna obsesión y muchas frustraciones. (1961: 8).

Unas líneas más abajo, renueva esa estrategia aceptando que “la materia prima existe. En la obsesión por personajes débiles, absorbidos o domados por mujeres viejas y gordas, en los excesos sentimentales de sus criaturas, en sus fantasías eróticas con muñecas, en sus moderados caprichos de voyeur literario, hay un tema” (1961: 8). Pero, enseguida reanuda el ataque sosteniendo que el aplauso a coro de sus admiradores no logra disimular “que no se organice jamás, que no consiga sino chispazos de poesía, que quede siempre en deuda con la invención” (1961: 8). Queda claro que en este artículo no se nota la intención de psicoanalizar al escritor, ni dar cátedra sobre posibles errores estilísticos, como había sucedido en el anterior. Pero, sí se mantiene la misma disposición irónica y despreciativa.

Hernández fallece en la madrugada del 13 de enero de 1964. Varios son los críticos que despiden al escritor.29

En Marcha, Rama también lo homenajea con el artículo “Burlón poeta de la materia”, en el que realiza un panorama de la vida y obra del autor. Lamentándose por el suceso, señala que 

familiares, algunos escritores, artistas y filósofos, lo despedían. Roberto Ibáñez, a nombre de ellos, dijo su fe en el reconocimiento de su obra literaria para dentro de veinte años, y nada más triste que esta exacta referencia a la situación de Felisberto Hernández en nuestras jerarquías culturales. Resulta casi increíble que sobre su cadáver todavía deba pelearse esta afirmación: ha muerto uno de los grandes narradores del Uruguay, de los más originales, auténticos y talentosos. Tener que decirlo así, en tono polémico, o, como Ibáñez, tener que remitirse al reconocimiento futuro, es comprobar la inercia del país para percibir el arte cuando no nace en el mundillo agitado y frívolo de los que se creen dueños de la cultura, cuando nace fuera del trillo convencional que esos mismos han decretado para la literatura, sin que nadie sepa con qué autoridad o conocimiento. (Rama, 1964: 30).

Y más adelante, destacando la capacidad del autor para cosificar el mundo circundante, expresa que “en ningún escritor nuestro, ni siquiera en aquellos sensuales, como Onetti, he encontrado un tan intenso e interior regusto de la vida material, como en Felisberto, aunque claro está que no en las formas naturales sino en aquellas íntimas e insólitas que esta materia puede esconder. Se le podría definir como el poeta de la materia” (1964: 30).

Nueve días después del artículo de Rama, también lo despide Rodríguez Monegal, desde las páginas del diario El País, con el artículo “Un escritor original”. Ya desde el título se trasluce un cambio en la actitud del crítico, debido seguramente al característico respeto que se impone cuando se está hablando de alguien recientemente desaparecido. Debemos convenir que aquí sí, Rodríguez Monegal se aproxima a las pautas que apuntara en aquel artículo ya citado, sobre la función social de la crítica. Uno de los primeros conceptos que señala, es el que Hernández contaba con pocos lectores, pero algunos “tan calificados como Carlos Vaz Ferreira, tan leales como Esther de Cáceres, tan elocuentes como Jules Supervielle” (Rodríguez Monegal, 1964: 8). El resto de la nota, consiste en realizar un breve repaso de la obra del autor. Llegado el momento de referirse a Nadie encendía las lámparas, el crítico explica que se había animado a 

escribir una reseña para la revista Clinamen en que analizaba algunas … obsesiones. Eso bastó para que la capilla me contara, inmerecidamente, entre los peores enemigos de Hernández y para que el propio autor (con un sentido del grotesco que era envidiable) fingiera ante mí un terror sacrosanto. La verdad era menos espectacular: siempre pensé que había en Hernández un escritor de grandes dotes pero malogrado por la adulación de los amigos. (1964: 8)

Es indudable, por lo que ya señalamos en relación con los artículos anteriores, que las razones para que se tuviera a Rodríguez Monegal como uno de los peores, sino el peor enemigo del autor, no habían sido tan inmerecidas como expresa ahora el crítico. Y, el que Hernández fuera un escritor de grandes dotes, no fue un juicio que se reflejara en ninguno de los artículos anteriormente citados. En relación con La casa inundada, el crítico sostiene que dicho relato “sirvió para demostrar que Hernández seguía produciendo su obra extraña, personal, cómica y a la vez profundamente neurótica. Asimismo demostró que una nueva generación de lectores podía sentirse atraída por él pero nunca entusiasmada, como ante Espínola, ante Morosoli, ante Onetti, escritores que realmente tocan la sustancia humana más general” (1964: 8). Y más adelante agrega que “una visión puramente crítica de Hernández debe subrayar ante todo su carácter de creador fuera de serie, lo que no significa de ninguna manera un genio”. Finalmente, declara que 

lo increíble es que limitado por estos gustos (Las Hortensias es la crónica delirante del amor del protagonista por unas mujeres de goma, con circulación de agua caliente en sus venas falsas) Hernández haya sido capaz de escribir algunos relatos que se levantan sobre lo meramente morboso e introducen una visión cómica, irónica y hasta poética del Uruguay de los años veinte y treinta que es el momento de su mayor felicidad de cronista. Por esos cuentos y por las evocaciones de Clemente Colling se conservará en nuestra literatura el nombre de Felisberto Hernández.

Al morir, aliviado del desdén de las masas lectoras y del incienso de la capillita. Hernández puede ingresar en la literatura uruguaya junto a un Isidoro de María, un Daniel Muñoz, un Roberto de las Carreras, es decir: junto a esos escritores que no están en la gran corriente creadora nacional pero alimentan zonas marginales y fecundan tierras desconocidas (1964: 8).

Es evidente que aquel tono pesadamente burlón y agresivo de los artículos anteriores, deja su lugar a un estilo más parco, más respetuoso si se quiere.

Tres meses después de estos artículos se produce otra polémica en la que participan ambos críticos. En esta oportunidad Rodríguez Monegal se sirve de la novela El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, para vislumbrar una semejanza entre lo allí narrado y la revolución cubana, y de ese modo atacar a ésta. En contraposición, Rama descarta dicha relación en forma documentada y oficia de defensor de Carpentier y la isla.30

En 1965, editorial Arca publica póstumamente el volumen Tierras de la memoria.31

La década del sesenta también está impregnada por el debate siempre latente acerca de los rasgos literarios de la generación, que Rodríguez Monegal denomina del 45, y Rama crítica. Esto se verá plasmado, primeramente con la publicación del libro Literatura uruguaya del medio siglo (1966), de Rodríguez Monegal; y después La generación crítica (1972), de Rama.

En lo que respecta a Hernández, Rodríguez Monegal en su libro avanza un poco más en el reconocimiento del escritor. En el apartado que menciona a la generación cuya fecha central de gestación ubica en 1932, el crítico señala que ésta “cuenta con algunos escritores muy importantes, como Morosoli, Hernández y Espínola” (Rodríguez Monegal, 1966: 50), ubicándolos en un mismo nivel. Acerca de esto, recordemos que en su última nota, Rodríguez Monegal había expresado, como ya citamos, que los lectores de Hernández nunca podrían entusiasmarse del mismo modo que lo harían ante la obra de Espínola, Morosoli y Onetti. Juicio distinto del anotado en este libro. En cuanto a Rama, también se refiere a él en el capítulo sobre el ensayo. Allí señala que su doble postura de crítico y practicante lo “ha llevado en estos últimos años a una exasperación del juicio cuando trata autores nacionales contemporáneos que no beneficia su autoridad como juez literario” (1966: 373). No obstante, enseguida reconoce que “su obra de recuperación del pasado nacional, aunque todavía escasa y dispersa, es en cambio mucho más valiosa y ya contiene páginas recordables” (1966: 373). Pero a continuación, y refiriéndose al compromiso de Rama con la Revolución cubana, vuelve a emplear su estilo irónico sosteniendo que el crítico 

se ha transformado en nuestro medio en el portavoz del oficialismo cubano. Su ardor monocorde, su tendencia rocambolesca a denunciar las peores motivaciones en quienes no acatan sus oscilantes decretos, su asunción permanente del tono de voz más chirriante (para él el alarido parece la forma natural del discurso), han terminado por fijar la imagen de un obseso que a la larga hace sospechosa la causa que pretende representar. Un McCarthy provinciano es su mejor caracterización. (1966: 373).

Sus opiniones sobre este crítico no variaron demasiado hasta el final, dado que en la entrevista concedida a Mirza, ya mencionada, sostiene mordazmente que entre ellos no habían tenido “una polémica seria sobre nada, porque yo soy un especialista en crítica literaria y Rama un publicista. Rama como crítico para mí no existe, nunca existió” (Mirza, 1985 b: 9). Pero, a continuación reconoce que Rama “es una de las personas que ha hecho una obra más grande para la difusión de nuestra literatura. La Enciclopedia Uruguaya, por ejemplo, es admirable y fuera del país la Biblioteca Ayacucho que es una gran obra” (1985: 9). En cuanto al libro La generación crítica, sentenció de forma despectiva que “es la guía de teléfonos del Uruguay. Es un libro brillante para leer, pero usted se encuentra con 780 escritores en Uruguay y nadie se va a tomar en serio un libro crítico que hable de 780 escritores en dos o tres puntos” (1985: 9).

Mientras se publica el libro de Rodríguez Monegal, se desata otra controversia a raíz de la invitación que este crítico realiza al escritor cubano Roberto Fernández Ratamar, para colaborar en la revista Mundo Nuevo que aquel dirigirá desde París. La negativa del escritor, por considerar que la revista está vinculada al Congreso por la Libertad de la Cultura, ente financiado por la CIA, desencadena un largo cruce de cartas y artículos que se publican en Marcha y en otros medios americanos, a favor y en contra de esta tesis, en el que intervienen los ya citados escritores, más Rama, Aldo Solari, Benito Milla, Hugo García Robles y Mario Vargas Llosa, entre otros.

A propósito de Vargas Llosa, y con la intención de representar aún más la rivalidad que existió entre los dos críticos uruguayos, resulta oportuno evocar lo que expresara poco después de la muerte de Rama:

Todo organizador de simposios, mesas redondas, congresos, conferencias y conspiraciones literarias, del Río Grande a Magallanes, sabía que conseguir la asistencia de Ángel y de Emir era asegurar el éxito de la reunión: con ellos presentes habría calidad intelectual y pugilismo virtuoso. (…) las diferencias entre ambos uruguayos fueron providenciales, el origen de los más estimulantes torneos intelectuales a los que me ha tocado asistir, una confrontación en que, gracias a la destreza dialéctica, la elegancia y la cultura de los adversarios, no había nunca un derrotado y resultaban ganando, siempre, el público y la literatura.32

En 1968, Rama prepara el fascículo número 29 de la colección Capítulo Oriental dedicado exclusivamente a Hernández, y acompañado por el libro El cocodrilo y otros cuentos.33 Es una edición con profusa cantidad de fotos del autor, algunos textos inéditos y un extenso artículo sobre su labor literaria.34 Acerca de las características de la obra hernandiana, Rama señala, entre otras consideraciones, que a través de la construcción de sus narraciones intentó siempre abarcar un mundo poético, y aclara:

Entendámonos: no intentó agregar poesía a la prosa narrativa, como del otro lado del Plata hizo Ricardo Güiraldes; sino que, un poco a imagen de la conducta de los ultraístas (piénsese en Ramón Gómez de la Serna) se desentendió de las reglas convencionales acerca de los géneros literarios y consideró que la obra de arte era una invención de poesía. (Rama, 1968: 452).

La década del 70 encuentra a la obra de Hernández en pleno reconocimiento. Esto queda reflejado en la publicación de sus Obras Completas; la traducción de varios de sus textos al francés, italiano, portugués y alemán; la inclusión de muchos de sus cuentos en antologías hispanoamericanas; la profundización del análisis de su obra en el ámbito internacional, a partir del libro editado por Alain Sicard;35 y la ponderación de su narrativa por parte de escritores reconocidos mundialmente, como Julio Cortázar, Italo Calvino, Onetti y Gabriel García Márquez, entre otros.

Asimismo, esta década y el inicio de la siguiente encuentran a Rodríguez Monegal y a Rama en el exilio, y desempeñándose, entre otras actividades, como docentes universitarios.36 Acerca de un Encuentro académico en el Mont Clair College, en marzo de 1980, Rama comenta en su Diario 1974 - 1983 una intervención de Rodríguez Monegal, describiéndola como “discurso laxo e incoherente repitiendo, en inglés, lugares comunes y comentarios irrelevantes; asombrosa decadencia de un hombre que fue allá en nuestro país un scholar que trabajaba con muy escaso horizonte intelectual pero con alguna seriedad académica” (Rama, 2001: 141).

El último texto sobre Hernández publicado por estos dos paradigmas de la crítica uruguaya del 45, también es de Rama. Se trata de un artículo aparecido en un número especial de la revista Escritura, consagrado al escritor.37

Rama fallece el 27 de noviembre de 1983, y dos años después Rodríguez Monegal, el 14 de noviembre de 1985. Pocos días antes de morir, este último crítico, en la ya citada entrevista a Mirza, avanza aún más en su reconocimiento del escritor, al punto de manifestar insólitamente: “A Felisberto Hernández lo descubrí yo” (Mirza, 1985 c: 10). También, expresa que cuando había escrito sobre el autor “sabía perfectamente lo que decía. Rama, con su enorme talento para la intriga y la superchería desde ese momento me acusó. Felisberto se lo creyó y entonces me convertí en el enemigo de Felisberto. Nunca he escrito ninguna línea contra Felisberto” (1985 c: 10). Como ya hemos visto, esta visión tan simplista de los hechos no se condice con lo que sucedió. Más adelante, sostiene que desempeñándose como profesor en la Universidad de Yale, en Estados Unidos, en un número de homenaje al semanario Marcha organizado por la revista Fiction, había logrado la inclusión de “El cocodrilo”;38 y que tiempo después, con la realización de una antología en dos tomos sobre literatura latinoamericana, en inglés, quiso incluir dos cuentos de Hernández, pero una de las hijas del escritor no lo autorizó.

De este modo, estas declaraciones demuestran su intención por dejar enterrado en el pasado aquel tono irónico, y constituyen la aceptación definitiva de la obra de Hernández por parte de su mayor disidente. En conclusión, representan el reconocimiento de un escritor que, como expresara Jules Supervielle en 1943,39 “tiene el sentido innato de lo que será clásico un día” (Supervielle, 1943: 5). Una frase premonitoria, si se tiene en cuenta la recepción de la obra de Hernández en las últimas décadas.

NOTAS:

[1] Carlos Vaz Ferreira, Esther de Cáceres, Alfredo Cáceres, Carlos Mastronardi, Mercedes Pinto y Antonio Soto, entre otros.

[2] Emir Rodríguez Monegal dirigió la sección literaria de Marcha entre 1945 y 1958, con algunos interludios.

[3] Por los tiempos de Clemente Colling, Montevideo: González Panizza Hnos. Editores, 1942, 95 págs.

[4] El caballo perdido, Montevideo: González Panizza Hnos. Editores, 1943, 88 págs.

[5] Cuento que había sido publicado en la revista Sur, Buenos Aires: Nº 103, abril 1943, pp. 70-82.

[6] Por ejemplo: Paulina Medeiros, en Felisberto Hernández y yo, expresa que “lograda la creación, el texto seguía persiguiéndolo. Releía infinidad de ocasiones los originales -solo o entre escasos amigos- corrigiendo o reponiendo el texto incesantemente” (Medeiros, 1982: 16). Y Esther de Cáceres, en “Testimonio sobre Felisberto Hernández”, destaca un “estilo tan trabajado, tan elaborado…” (Cáceres, 1970: 11).

[7] Se trata de una entrevista publicada en tres entregas, en La Semana de El Día, los días 16, 23 y 30 de noviembre de 1985. Probablemente sea la última que se le realizó en Uruguay. Las entregas comenzaron a publicarse dos días después del fallecimiento del crítico, en New Haven (Estados Unidos).

[8] Similar afirmación también le había manifestado a Miguel Ángel Campodónico en: “Rodríguez Monegal: «Me habían sacado del país, pero ahora es mío otra vez»”(entrevista), Aquí, Montevideo: Año III, Nº 129, 5/11/1985, p. 24.

[9] Por ejemplo: Paulina Medeiros, reseñando el libro El caballo perdido, sostiene que en esas páginas se manifiestan “el horror indecible de «La metamorfosis» de Kafka y la tragedia angustiosa del desdichado Bartleby, siempre humillado y siempre presente” (Medeiros, 1944: 5).

[10] Alfar, Montevideo: 2ª época, Año XXV, Nº 86, 1947.

[11] Nadie encendía las lámparas, Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1947, 181 págs. Contiene: Nadie encendía las lámparas, El balcón, El acomodador, Menos Julia, La mujer parecida a mí, Mi primer concierto, El comedor oscuro, El corazón verde, Muebles El Canario y Las dos historias.

[12] Se trata de una Autobiografía que Hernández escribiera a solicitud del editor Gustavo Rodríguez Villalba, con el fin de que pudiera servir de base para el prólogo de la 2ª edición de El caballo perdido (1963). El escrito que fue publicado en dicha edición fue el resultado de una adaptación realizada por Rodríguez Villalba, hecho que significó una modificación sustancial al original. El texto completo, y tal como lo había redactado Hernández, fue publicado por primera vez dentro del artículo “(Más)caras de Felisberto Hernández: Biografías ocultas”, en la Revista de la Biblioteca Nacional Nº 25, diciembre 1987, con introducción, estudio y notas de Pablo Rocca.

[13] Resulta oportuno señalar que en su Autobiografía, Hernández se encarga de subrayar todos los artículos favorables a su obra; pero omite, sin indulgencia ninguna, las notas adversas. De este modo, no aparecen los artículos de Rodríguez Monegal, Ruben Cotelo y Carlos Ramela, entre otros.

[14] En enero de 1948 Rodríguez Monegal se aleja por un tiempo de las páginas de Marcha. Durante ese período, la sección literaria del semanario estuvo dirigida por Carlos Ramela. En cuanto a la obra de Hernández, en un inicio este crítico continúa la misma línea que su antecesor, aunque de un modo más respetuoso y sin ironía. (Ver: “Cuentos de Felisberto Hernández” Marcha, Montevideo: Año X, Nº 423, 9/4/1948, p. 14; y “Revista de Revistas”, Marcha, Montevideo: Año X, Nº 438, 23/7/1948, p. 15). No obstante, en esta última nota, con relación a Clinamen Nº 5, señala la “excesiva severidad, casi la violencia inútil, de un comentario de Emir Rodríguez Monegal sobre el libro de Felisberto Hernández, Nadie encendía las lámparas” (Ramela, 1948 b: 15). Hasta que, en un artículo escrito junto a Homero Alsina Thevenet acerca del fallo del jurado sobre las obras literarias de 1947 para el premio del Ministerio de Instrucción Pública, realizan un planteo tímido, pero planteo al fin, en el que señalan como uno de los postergados al conjunto de relatos Nadie encendía las lámparas. (Ver: “El jurado que falló”, Marcha, Montevideo: Año X, Nº 458, 10/12/1948, p. 15).

[15] Asimismo, Ángel Rama era uno de los tres integrantes del Consejo de Redacción de la revista (junto a Manuel A. Claps e Ida Vitale) y el redactor responsable.

[16] Una controversia que habían iniciado José Pedro Díaz y Carlos Maggi en las páginas de Escritura, y que continuó en Marcha con artículos de Rodríguez Monegal, Carlos Ramela, Adolfo Silva Delgado y Manuel Flores Mora.

[17] “Sobre la composición del gaucho Martín Fierro”, Clinamen, Montevideo: Año I, Nº 2, mayo-junio 1947, pp. 31-44.

[18] Zum Felde escribe “La «Cuarta Dimensión» en la actual narrativa uruguaya”, en Asir, Mercedes: Nº 6, noviembre 1948, pp. 251-254; y en el diario La Mañana (Suplemento), Montevideo: Nº 690, 20/3/1949, p. 4. (transcripción de una nota aparecida en el suplemento literario del diario La Razón de La Paz, Bolivia, el 19 de setiembre de 1948). Varios años después, retomaría su análisis sobre la obra de Hernández, en Indice crítico de la literatura hispanoamericana. La narrativa, Tomo II, México: Editorial Guarania, 1959, pp. 456-463.

[19] “El cocodrilo”, Marcha, Montevideo: Año XI, Nº 510, 30/12/1949, pp. 14-16.

[20] Es el único cuento de Hernández publicado en forma completa en Marcha. Muchos años después, Rama presenta un breve pasaje, en ese momento inédito, de “Tierras de la memoria” (Marcha, Montevideo: Año XXVII, Nº 1.280, 12/11/1965, p. 29); y Jorge Ruffinelli publica los fragmentos de tres cartas de Hernández a Paulina Medeiros, con motivo de la publicación del libro Felisberto Hernández y yo, el que contiene un extenso epistolario del escritor (Marcha, Montevideo: Año XXXV, Nº 1.654, 24/8/1973, p. 31).

[21] “Las Hortensias”, Escritura, Montevideo: Nº 8, diciembre 1949, pp. 56-100. La revista, cuyo Consejo de redacción estaba integrado por Julio Bayce, Hugo Balzo, Adolfo Pastor, Isabel Gilbert de Pereda, José María Podestá y Carlos Real de Azúa, si bien indica en la tapa que corresponde al mes de diciembre de 1949, el pie de imprenta de la última página, señala que se había terminado de imprimir el 21 de marzo de 1950.

[22] Ver: “Testimonio, confesión y enjuiciamiento de 20 años de historia literaria y de nueva literatura uruguaya”, Marcha, Montevideo: Año XXI, Nº 966, 2ª sección, 3/7/1959, pp. 16-30.

[23] Ver: “Veinte años de literatura nacional”, pp. 32-31.

[24] La casa inundada, Montevideo: Editorial Alfa, 1960, 55 págs. Incluye el relato homónimo y “El cocodrilo”.

[25] Rama, Ángel, “Otra imagen del país”, p. 22; Mercier, Lucien, “El género «cuento»”, pp. 22-21; Díaz, José Pedro, “Una bien cumplida carrera literaria”, p. 23; en: Marcha, Montevideo: Año XXII, Nº 1.034, 11/11/1960.

[26] “Una encuesta de Ángel Rama. ¿Qué leen los uruguayos?”, Marcha, Montevideo: Año XXII, Nº 1.038, 9/12/1960, pp. 22-23.

[27] Se refiere a: “La casa inundada”, El País, Montevideo: Año XLIII, Nº 13.636, 19/12/1960, p. 36. Además, unos años más tarde Cotelo escribiría, en la misma línea, sobre la segunda edición de El caballo perdido: “Crisis de un escritor”, El País de los Domingos de El País, Montevideo: Año XLVI, Nº 14.691, 26/7/1964, p. 3. No obstante, en 1969, este crítico se encarga de la compilación de una antología en la que incluye el cuento “El cocodrilo”: Narradores uruguayos, Caracas: Monte Avila editores, 1969, pp. 176-188.

[28] Al año siguiente se desata una polémica entre este crítico y Rama a raíz de la novela Nos servían como de muro de Mario C. Fernández.

[29] Benito Milla desde las páginas de Acción, Arturo S. Visca desde El País, Ida Vitale desde Época, y otros artículos sin firmar desde los matutinos El Día, La Mañana y El País.

[30] Se trata de una polémica que se dio en los meses de abril, mayo y junio de 1964. Rodríguez Monegal desde las páginas de El País y la revista Número, y Rama desde Marcha.

[31] Tierras de la memoria, Montevideo: Editorial Arca, 1965, 128 págs. Contiene la nouvelle homónima y el artículo de José Pedro Díaz “Felisberto Hernández: Una conciencia que se rehusa a la existencia”. En 1967 se publica la segunda edición.

[32] En un artículo publicado en El Comercio de Lima, en diciembre de 1983. (Cita extraída del prólogo de Rosario Peyrou a Ángel Rama. Diario 1974-1983, Montevideo, Ediciones Trilce, 2001, p. 15).

[33] El cocodrilo y otros cuentos, Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1968, 66 págs. Contiene: La pelota, El acomodador, Mi primer concierto, Muebles El Canario, El cocodrilo, Lucrecia y Mur.

[34] Este artículo fue reproducido, con algunas variantes, con el título “Felisberto Hernández, humorismo y fantasía”, en: Actual, Año II, Nº 3-4, setiembre 1968 - abril 1969; y Revista de la Unión de escritores y artistas de Cuba, La Habana: Año VI, Nº 2, junio 1969.

[35] Sicard, Alain (ed.). Felisberto Hernández ante la crítica actual, Caracas: Monte Avila, 1977.

[36] Rama, en su Diario 1974 - 1983, anota que al inicio de 1981, en la Universidad de Maryland (Estados Unidos), da un curso destinado a examinar los análisis psicoanalíticos de la crítica literaria, sobre algunos textos de Hernández.

[37] “Su manera original de enfrentar al mundo”, Escritura, Caracas: Año VII, Nº 13-14, enero-diciembre 1982, pp. 243-258.

[38] En: “A tribute to Marcha”, Fiction, New York: City College, 1976.

[39] En una carta que el diario El País publica en carácter de “inestimable primicia”, bajo el título “Un juicio de J. Supervielle sobre la obra de Felisberto Hernández «Por los tiempos de Clemente Colling»”, el 12 de enero de 1943. Y que, además, es incluida en la primera edición de El caballo perdido, de ese mismo año.

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© Claudio Paolini 2003

Este artículo fue publicado (con mínimas variantes) en Hermes Criollo (Revista de Crítica y de Teoría Literaria y Cultural), Montevideo, Año 2, Nº 3, Julio-octubre 2002, pp. 47-58.

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