El absurdo como resistencia a la dictadura uruguaya

Claudio Paolini

Universidad de la República, Uruguay

En el imaginario colectivo actual de los uruguayos coexisten tradiciones que participaron en etapas pretéritas de nuestra identidad nacional, junto con elementos recientes y la búsqueda de nuevos paradigmas. En este sentido, no es difícil percatarse en nuestros días que muchos mitos y creencias del pasado están en crisis; que de aquel imaginario gestado y asumido –principalmente– durante las primeras décadas del siglo XX, sólo quedan algunos remanentes. Lo que había sobrevivido en la segunda mitad del pasado siglo, se fracturó en la década del setenta, con la dictadura cívico-militar (1973-1985), a través de la violación de los Derechos Humanos, el agravamiento de la situación económica, la censura de los medios de comunicación, el exilio masivo, etc.

 

Si bien las libertades democráticas y las garantías constitucionales más importantes ya habían comenzado a degradarse en los últimos años de la década del sesenta, con la dictadura se instauró un ambiente de inseguridad y represión que resultó agobiante. En ese ámbito, varios aspectos esenciales de la vida cotidiana de los uruguayos, como los espacios públicos como lugares de encuentro, el resguardo de la propiedad privada, y el derecho de las personas detenidas a defenderse y a no ser maltratadas, quedaron cercenados.

 

A pesar de todo esto –y con el paso de los años–, en algunos sectores de la sociedad uruguaya se fue instaurando un sentimiento de rebeldía que organizó –poco a poco– lo que Rafael Bayce (1989) denomina “islas de resistencia” contra la dictadura, conformadas por diversos movimientos, como las cooperativas de vivienda, las asociaciones estudiantiles, y la mayoría de los integrantes del canto popular, el carnaval y el teatro.

           

En esta dirección, el teatro –que en los primeros años de la dictadura había sufrido el cierre de salas, la proscripción de elencos, la prohibición de obras de autores nacionales y extranjeros, y la exclusión de directores, actores y técnicos (siendo, muchos de ellos, encarcelados o forzados al silencio o al exilio)–, se convirtió en uno de los espacios de comunicación alternativa y contrapuesto al discurso ideológico dominante. Un lugar en donde un segmento de la sociedad pudo expresar su oposición al gobierno, e intentar la reconstrucción de algunos aspectos del imaginario tradicional que habían sido intensamente sacudidos. De esta forma, el teatro inició la profundización de sus métodos de resistencia hacia fines de la década del 70.1 Esto se reflejó en varias cuestiones: En 1978, el Teatro Circular, en conmemoración de sus veinticinco años, convocó a un Seminario de autores y a un Concurso de obras dramáticas –el primero desde 1973–. Ese mismo año, se inauguraron las salas Teatro de los Pocitos y Teatro El Reloj; y en 1979, el Teatro Tablas, además de la reapertura de la Escuela Municipal de Arte Dramático. Por estos años se consolidaron algunos grupos nuevos como Teatro de la Gaviota y Teatro de la Ciudad, al igual que la aparición de elencos jóvenes que organizaron, en 1980, el “Primer Encuentro de Teatro Joven”. Los textos de autores nacionales y latinoamericanos comenzaron a ponerse en escena con más asiduidad que en los años anteriores, del mismo modo que las representaciones de determinadas piezas clásicas del teatro universal que contenían un mensaje político contrario o revelador del poder hegemónico de ese momento, como Mariana Pineda de Federico García Lorca2 y El enemigo del pueblo de Henrik Ibsen,3 ambas en 1980. Los sistemas textual y espectacular, mediante la acentuación del poder de su lenguaje polifónico, se transformaron en elementos de resistencia ideológica a través de, por una lado, la utilización de textos que destacaban los tópicos del poder, la libertad y la represión, mediante metáforas y alegorías; y por otro, la explotación –al máximo– de gestos, entonaciones y ademanes; todos ellos para referirse a la amenazante situación existente. Y, por último, todos estos factores se reflejaron en el aumento de la participación del público al reconocer en el teatro otro espacio propicio para manifestar su rebeldía y su necesidad de desahogo.

           

Desde esta perspectiva, resulta interesante aproximarnos a las vivencias de inseguridad, desamparo y opresión padecidas durante el último período dictatorial en Uruguay, a través de la observación de la presencia de elementos del absurdo como resistencia y denuncia a dicha dictadura, en dos obras dramáticas de autores uruguayos: Alfonso y Clotilde de Carlos Manuel Varela (Dolores, 1940) y El huésped vacío de Ricardo Prieto (Montevideo, 1943).

 

Alfonso y Clotilde se estrena el 14 de mayo de 1980 en la sala del Teatro del Centro, por el elenco de Teatro de la Ciudad, y dirigida por Carlos Aguilera.4

Sintéticamente –y para una mejor ubicación de los aspectos absurdistas que más adelante destacaremos–, la pieza –en un extenso acto– muestra un matrimonio maduro que espera, en un paraje desolado semejante a los médanos de una amplia playa, algo que, avanzada la obra, nos enteramos es un transporte. Durante la espera, desde el terreno arenoso, asoman manos azules –presumiblemente de personas enterradas allí–, y más tarde se da la llegada de Paco, un sindicalista que trabajaba en la misma fábrica que Alfonso. Paco está desnudo y con heridas en la espalda. Con la intención de evadirse de estas apariciones, Alfonso y Clotilde se entretienen en recordar cuestiones de su pasado común que derivan en pequeñas discusiones y ridículos episodios. Unos minutos después, el sindicalista muere y este hecho desencadena una nueva evocación en la que se intenta explicar que la situación actual de la pareja se debe a que, durante una cena con el dueño de la fábrica, Clotilde incurrió en la imprudencia de manifestar su admiración por Picasso, por su “¡... gran talento! ¡Y qué grandes ideas!” (Varela, 1988: 175); cuestión que dio lugar a que los denunciaran y la consiguiente huida. Mientras continúan recordando, llega la noche y con ella el transporte esperado, pero éste sigue de largo, llevándose sólo a Paco y a los demás cadáveres. Al final, la pareja –sola y casi a oscuras– empieza a padecer un creciente proceso de desintegración de su lenguaje, su percepción y su identidad.

 

En un artículo titulado “Teatro uruguayo: del enmascaramiento al significado explícito” Varela sostiene:

 

En Uruguay, durante la dictadura militar, el escritor teatral no pudo seguir ejerciendo su tarea de comunicador de acuerdo con la tradición. Fue necesario fracturar el espejo y recurrir a un lenguaje “enmascarado”. [...] En ese sentido, se operó un cambio de estilo; las estructuras socio-políticas empujaron al escritor del realismo fotográfico o costumbrista de antes al nuevo “realismo alucinado”. Fracturado el espejo, el espectador debía asumir la tarea de recomponer las imágenes y ver entre las grietas. (1992: 49).

           

Con estas palabras del autor, queda claro que la aplicación de recursos absurdistas –en esta pieza– no fue un fin en sí mismo, sino un medio para “enmascarar” una realidad dolorosa, amenazante y que no estaba permitida reproducir.

           

De este modo, coincidimos con Jorge Dubatti (1995) en que esta obra no puede catalogarse como absurdista –en su definición clásica–, sino que sostiene y configura su propuesta sobre una base realista, apoyada sobre la tesis de la existencia de persecución ideológica y tortura en el país; y acompañada por una serie de episodios ambiguos, fingidos y extravagantes, con claros intertextos en la poética del absurdo.

Su carácter realista, se funda en que las acciones de la pareja están regidas –en su mayoría– por una lógica entendible y muy vinculada a la coyuntura política. Alfonso y Clotilde huyen porque sospechan que el dueño de la fábrica y su mujer los denunciaron y que los están buscando. Sus conjeturas y temores se materializan con la aparición –primero– de las manos azules y –después– de Paco, con visibles marcas de tortura. Su situación de espera es porque su vehículo se quedó sin combustible. Y su aspiración, dirigida al futuro inmediato, es recobrar el bienestar de su anterior situación acomodada e indiferente a las circunstancias del país.

 

No obstante, la trama de la pieza está vinculada con un sello típico del absurdo: el de la espera interminable apoyada en el aplazamiento de la acción, intertextualizando a una obra precursora como Esperando a Godot de Samuel Beckett. Además, la intriga posee numerosas cuestiones rodeadas de un halo de incomprensibilidad. En este sentido, varias informaciones y comentarios están orientados a confundir y desdecirse. Alfonso y Clotilde esperan algo que al principio no sabemos qué es; más adelante, nos enteramos que se trata de un vehículo, pero del que no se conoce cuándo va a pasar, de qué lado va a venir y si es “el camión, el ómnibus, lo que sea” (1988: 177). Tampoco sabemos de dónde viene la pareja. En cuanto al lugar en que se encuentran, es un “espacio despoblado” (151) e inseguro que se parece a un desierto o una playa; un territorio que se vivencia como algo ominoso. Las referencias temporales son vagas y contradictorias, no sabemos cuántos días hace que están en esa situación y tampoco cuanto tiempo puede durar la espera: “Unas horas... un par de días...” (153).

           

En cuanto a los episodios absurdistas –o con elementos del absurdo– que están relacionados con un modo de resistirse y denunciar a la dictadura, podemos distinguir los siguientes:

 

Cuando aparece la primera mano, en lugar de reaccionar y buscar el resto del cuerpo o preguntarse quién es o qué le pasó, se apartan de la misma y Clotilde, mientras saca un tejido de la canasta, expresa: “Siempre dije que el verano era una estación demasiado pasajera” (157). Asimismo, la aparición de las manos está emparentada con circunstancias reales, dado que en 1976 se habían encontrado varios cuerpos mutilados en las costas de los departamentos de Rocha y de Colonia. A continuación, Alfonso dice que necesita un whisky, a lo que Clotilde le ofrece un “pomo de pasta de dientes sin estrenar” (157). Más tarde, la pasta de dientes se la pondrán en la boca a Paco. Recordemos que muchos presos políticos –durante algunos períodos de su reclusión– debieron recurrir a la pasta dentífrica como su único alimento.

 

En el instante que Clotilde se acerca ­–otra vez– a la mano y comenta que es de una persona joven porque no tiene arrugas, Alfonso le contesta: “Qué joda. Aparecen cuando menos lo esperás” (159), ridiculizando las palabras de su mujer. Y enseguida, realizando un corte abrupto e inesperado con lo anterior, “juntos inician los movimientos rituales del acto sexual” (159), como algo mecánico y deshumanizado.

 

Paco aparece desnudo y la pareja le tapa la cintura con un mantel a cuadros y Alfonso le dice: “Tiene que disculparnos. Nunca quisimos ir a un campo nudista” (164) y continúan hablando como si el aspecto y la situación del recién llegado fueran triviales.

 

Cuando descubren las marcas de tortura en la espalda de Paco, Alfonso expresa bromeando: “¡Alguien quiso hacer allí un asado!” (165). Luego, cuando se dan cuenta que en lugar de lengua, tiene sólo “un pedazo negruzco que se mueve absurdamente” (171), Alfonso, ahogando una risita, le dice a Clotilde: “¡Nunca va a decirte un piropo!” (171).

 

Paco fallece, y Alfonso dice: “... Morirse justo ahora” (173). Y enseguida propone un ridículo y desafectivizado rito de sepultura: “Bueno. Echamos unos puñaditos simbólicos, te rezás un padre nuestro y que se considere sepultado” (173).

 

Y en el final, al tiempo que las luces disminuyen hasta que sólo queda la iluminación de un cenital, la pareja padece un proceso de desintegración sin ninguna causa visible. No obstante, una de las frases finales alude a “un rey malo” (180), en una clara referencia a la situación de autoritarismo que atraviesa el país en ese momento. 

  

Con respecto a El huésped vacío, de Ricardo Prieto. La pieza se estrena el 15 de noviembre de 1980 en la sala de la Alianza Francesa,5 por el grupo de Luis Cerminara y Enrique Guarnero, y dirigida por Cerminara.6

           

Brevemente, la obra –de un acto y cinco cuadros– presenta la escenografía de una vivienda modesta, con muebles viejos, y adornada con plantas, jaulas con pájaros, y cuadros figurativos representando a flores y animales. Los residentes del lugar son un padre jubilado, una madre ama de casa y Jorge –único hijo, estudiante de psicología–. Los episodios iniciales muestran a una familia dominada por la rutina y la codicia, y apremiada por graves penurias económicas. La rutina se quiebra con la llegada de un hombre adinerado y excéntrico dispuesto a pagar una suma millonaria por el alquiler de una habitación, asunto que soluciona de manera holgada los problemas monetarios de los dueños de casa, e incentiva la ambición del padre. Pero el huésped, llamado Fergodlivio –en el que resulta visible la paronomasia con la sílaba “god” de Godot–, no viene solo: trae consigo una cadena a la que llama Clara y a la que trata como su esposa –recordemos que cadena es símbolo de ligazón y matrimonio–.7 Además, a cambio del excesivo pago de la renta, el huésped como portavoz de su mujer inventada exige una serie de condiciones que con el avance de la obra se irán incrementando y reforzando. Primero será la prohibición de escuchar radio, ver televisión, tener la luz prendida después de las ocho de la noche, tomar mate y la presencia de las jaulas con pájaros, las plantas y el gato. Más adelante, obligarán a que todos caminen descalzos, para no hacer sonar los zapatos; que sólo se hable en voz baja y que no se haga ruido con los cubiertos al comer. Todo esto, sumado a continuos insultos, chantajes y desprecios que ocasionan el abandono del hogar, primero por parte de Jorge, y luego de la madre, tras ser golpeada con violencia –y por primera vez– por su esposo. El padre, ciego por su codicia y mezquindad, permanecerá en la casa con sus huéspedes, y seguirá tolerando humillaciones, golpes y permitiendo impunemente –como en Casa tomada de Julio Cortázar– que se apoderen de su propiedad. Más tarde será forzado a deshacerse de todos los muebles. En el final, Fergodlivio incita a que se tapie la puerta de entrada para siempre, al mismo tiempo que propone pagar más dinero por el alquiler; ante la oposición del dueño de casa, el huésped inicia un regateo, ofreciendo más por cada negativa. La pieza termina con Fergodlivio expresando “Veremos, Clara... (Con plenitud.) Veremos” (Prieto, 1992: 1011).

 

Si bien los episodios iniciales, en los que se dejan al descubierto los problemas económicos de la familia y sus diferencias generacionales, tienen un carácter realista; a partir de la presencia del huésped y su mujer imaginaria, la obra toma un giro hacia una poética del absurdo, dominada por la violencia y lo negativo. Y que sólo será suspendida –durante unos minutos y hacia la mitad de la pieza– en una conversación entre Jorge y su novia.

           

De este modo, la trama se apoya en el carácter absurdo de la presencia de un ser invisible e ilusorio, personalizado por una cadena; las pretensiones extravagantes que esta figura impone a través de las palabras de Fergodlivio; y la aceptación de las mismas por parte de los dueños de casa. Un conjunto de sucesos, entonces, que irán desintegrando el hogar, como una alegoría del totalitarismo.

           

Entre las numerosas situaciones absurdistas, destacamos algunas de las que se encuentran más emparentadas con una forma de resistirse y dejar al descubierto acciones del régimen dictatorial:

           

El huésped y su mujer inexistente, declaran de una manera explícita la prescindencia total de salir a la calle, dormir y cambiarse de ropa. Aquí, resulta inevitable la alusión a las condiciones de encarcelamiento de numerosos presos políticos.

 

La prohibición de escuchar radio y ver televisión es una clara señal de imponer un estado de censura e incomunicación con el mundo exterior. Asimismo, el impedimento de hacer ruido con los cubiertos, al comer, y sonar los zapatos contra el piso –con el obedecimiento de la familia al descalzarse–, transforma la convivencia cotidiana y doméstica en un clima dominado por la cautela, el temor y la desconfianza. Un ambiente muy similar al padecido por muchos uruguayos que nunca fueron encarcelados, pero que –durante la última dictadura– sintieron el efecto aniquilador de vivir bajo una situación de peligro inminente, internalizando un conflicto sin que se efectivizara en hecho. Al respecto, Marcelo Viñar y Daniel Gil señalan que “la materialización de la intrusión o invasión a través del allanamiento de la morada o del cuerpo (tortura o desaparición) internalizan el poder tiránico como omnipresente y omnipotente” (Viñar - Gil, 1998: 313).

           

El padre llega a la casa luego de comprar una corbata roja, un par de zapatos y un paquete con masas. De inmediato, el huésped quema la corbata porque dice que el rojo es demasiado agresivo y “a Clara le inspira repulsión” (Prieto, 1992: 987). Aquí son claras las connotaciones del color rojo con los sectores de izquierda y el Partido Colorado –todos aún proscritos en aquel tiempo–. A los zapatos los hace tirar a la basura, por considerarlos demasiado puntiagudos y amenazadores. Y a las masitas también, porque según Fergodlivio “la comida dulce es engañosa y fétida”, y agrega en tono de superioridad: “Ilusiona a los humanos, los hace creer que pueden obtener placer...” (1992: 988). A cerca de esto, recordemos que habitualmente nunca llegaban los objetos que eran enviados por los familiares a los presos políticos, porque casi siempre eran destruidos o incautados por los opresores.

           

Clara, según Fergodlivio, hace sus necesidades en el suelo. Esto acontece en varias ocasiones y en general a continuación de un momento traumático, como enseguida que la madre abandona la casa. Ante estas contingencias, el huésped conmina a que los dueños de casa se arrodillen a limpiar algo que no existe, denigrándolos y humillándolos por enésima vez. Similar circunstancia se da cuando el padre es forzado a rascarle la espalda a Clara.

 

Hacia el final, el padre es obligado a deshacerse de todos los muebles porque “Clara no l[o]s soporta” (1003). Así, entran en escena tres hombres, contratados por Fergodlivio, que se llevan hasta las paredes de la casa. Esta situación deja al padre solo y despojado de todo lo íntimo y hogareño; similar a muchas familias uruguayas después que le allanaran la casa y le saquearan sus efectos personales. Sólo le queda el dinero obtenido, pero con la imposibilidad de gastarlo, y el darse cuenta de su propia destrucción al tener que pagar por él con soledad, alienación y esclavitud.

 

La realidad uruguaya durante la dictadura –como la de otros países latinoamericanos– estuvo plagada de episodios y particularidades que parecieron absurdos, pero que –desgraciadamente– muchos de ellos estaban demasiado vinculados con una experiencia real y cotidiana que –aunque el poder imperante intentó silenciar o disimular– la mayoría de los uruguayos conocía o presentía.8 En este sentido, el teatro no estuvo ajeno al proceso que significó dejar en evidencia –primero–, y derribar –más tarde– el autoritarismo y la represión en el país.

           

En el marco de esa oposición, la poética teatral del absurdo dio a varios dramaturgos uruguayos algunos recursos que resultaron valiosos para insertar una ambigüedad que evitara la censura o el cierre de espectáculos y así poder resistirse y enfrentar al régimen dictatorial. Recursos que, como señala Varela, estuvieron en contacto con el “código a través del cual transitaba una generación con una historia común para poder entenderse; un proceso de «desenmascaramiento», de «reinterpretación» a cargo de espectadores-cómplices” (Varela, 1992: 49).

 

De este modo, Alfonso y Clotilde y El huésped vacío –entre otras– se constituyeron en piezas de resistencia y denuncia, sobre la base de elementos absurdistas, que expresaron de una forma encubierta lo que no se podía decir, lo que estaba prohibido revelar. Dos obras –instaladas en 1980, un año bisagra de la historia contemporánea del Uruguay– en las que sus expresiones de aislamiento y desintegración representan parábolas sobre un período nefasto.

 

Notas

 

1 Me apoyo en la tesis sostenida por Roger Mirza en “Notas para una caracterización y periodización de la producción espectacular uruguaya durante la dictadura” (pp. 243 et al) y Jorge Abbondanza en “Acerca del autor nacional” (p. 5).

2 Estrenada el 16 de agosto de 1980 en la sala del Teatro Circular, por Teatro Circular, y dirigida por Jorge Curi.

3 Estrenada el 25 de setiembre de 1980 en el Teatro del Notariado, por Gente de Teatro, y dirigida por Mario Morgan.

4 Con la actuación de Juan Alberto Sobrino (Alfonso), Leonor Álvarez (Clotilde) y Alberto Ferreira o Daniel Videla (Paco). Escenografía: Carlos Pirelli. Vestuario: Nelson Mancebo. Ambientación sonora: Elbio Rodríguez Barilari. Luces: Walter Reyno. Sonidista: Carlos da Silveira. Maquillaje: Clarisa Antelo. Utilería: Fernando Yalil.

5 El primer estreno de esta pieza se había dado el 17 de abril de 1971 –con el título La salvación– en la Sala Verdi, por la Comedia Nacional, con la dirección de Hugo Márquez y la actuación de Jorge Triador (huésped), Claudio Solari (padre), Nelly Antúnez (madre) y Alberto Mena (hijo).

6 Con la actuación de Enrique Guarnero (huésped), Luis Cerminara (padre), Toly Guitelman (madre), Gustavo Alonso (hijo), Ana Sollazo, Esteban Restuccia, Walter Debenedetti y Marcelo Melgar. Escenografía: Leonardo Caviano. Luces: Carlos Leguisamo. Ambientación sonora: Domingo Falcón. Vestuario: Víctor Ina. Grabación: Oscar Pessano. Utilería: Beralcia. Fotografía: Manuel López. Traspuntes: Olivera, Restuccia, Debenedetti y Melgar.

7 Según: Chevalier, Jean - Alain Gheerbrant. Diccionario de los símbolos. Barcelona: Editorial Herder, 6ª ed., 1999, (1969); y Cirlot, Juan Eduardo. Diccionario de símbolos. Madrid: Ediciones Siruela, 7ª ed., 2003, (1958).

8 Recordar el Plebiscito constitucional propuesto por el gobierno dictatorial –en el que, entre otras cuestiones, se proponía consolidar la “doctrina de la seguridad nacional” imperante–, realizado el 30 de noviembre de 1980. Dicho Plebiscito tuvo una concurrencia masiva a las urnas (el 85%), siendo rechazado el proyecto por el 57,2% de los uruguayos, contra el 42,7% que votó Si a la reforma. Este hito político representó, para la mayoría de los analistas, el principio del fin de la dictadura.

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© Claudio Paolini

Este artículo fue publicado en Hermes Criollo (Revista de Crítica y de Teoría Literaria y Cultural), Montevideo, Año 4, Nº 8, Marzo-Junio 2005, pp. 67-74.

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