El despertador

 
En realidad, el despertador es una víctima: lo odiamos porque nos obedece. A través de él nos maldecimos a nosotros mismos, a ese yo virtuoso que la noche anterior —¡claro, si el muy hipócrita se iba a acostar con su porroncito!— exige al yo dormilón de la mañana siguiente que abandone la tibieza de la cama y se dirija a cumplir con su deber.
También es una representación insuficiente de ese conjunto de tristezas que nos saluda en cada madrugada: aire helado, cielo borrascoso que apenas se adivina en la ventana, ganas imposibles de seguir durmiendo. El pobre despertador paga los vidrios rotos del invierno. Y no sabemos si la antipatía que "despierta" se debe a su estentórea introducción del día en el escenario apacible de nuestros sueños o si es la sorda respuesta de nuestra desidia a su puntualidad perfecta, el tributo de nuestra debilidad a su concepción espartana de la vida.
Sabemos que el despertador es inocente, pero en ese preciso instante en que emergemos de las aguas tibias de una playa del Pacífico Sur, o del calor de una casita que tenemos en Saint - Tropez, para encontrarnos con esta Alaska indudable que es nuestro cuarto a las 6:45 a.m., ¿quién puede negarnos el derecho de descargar en el pequeño monstruo un manotazo iracundo y vengador? El reloj es en ese momento algo más que un despertador: es el viento de la calle y la llovizna voladera del sur; es el ómnibus repleto y el estribo compartido; es la oficina gris y el jefe que rezonga.
Podemos apretar el interruptor de la campanilla y disponernos a vegetar —por cinco minutos, nada más— en esa imprecisa zona de nadie que sucede al sueño; podemos dejarlo sonar, recordando la invocación que cobijó el primer editorial de "Época" y rogando a un tiempo que se cumpla: "Di tu mensaje y rómpete"; pero es inútil. La alarma no sólo ha abierto nuestros ojos, sino que ha despertado la conciencia del deber. Y mientras estiramos un pie cauteloso hacia la circundante estepa de las sábanas, la mirada severa del día que comienza se confunde con las voces interiores. Pero además, previendo la posibilidad de que el sonido de esas voces sea muy débil, los fabricantes de relojes despertadores han ideado una trampa infernal: un minuto después de la primera llamada, el aparato nos dirige una segunda y una tercera amonestación. Ya es imposible continuar la farsa y debemos empezar las tareas consabidas de nuestro empeñoso vivir diario: desperezarnos, bostezar, sentarnos en la cama y mirar el suelo.
El artefacto del rubro cumple las veces de monitor de una diosa ciudadana: la Puntualidad. De nada nos sirve recordar que el dueño de la tienda donde prestamos nuestros invalorados servicios es otro esclavo de esa tiranía; a lo sumo, pensamos que él también es un estúpido. Mientras nos afeitamos, vamos haciendo desfilar el resto de la teogonia, invisible pero vigilante, que nos impone sus dictados, sus normas inflexibles: la Pulcritud, la Eficiencia, la Cortesía, el Sistema. Creemos que nos ayudan a convivir en paz y en realidad son los culpables dé nuestras más recónditas neurastenias. Trabajamos mucho y dormimos poco para conseguir los medios que nos permitan dormir mucho y trabajar poco. Mientras tomamos el café con leche a grandes sorbos, miramos el reloj y nos acordamos del cuento del indio que en un festival de su tribu hacía la representación del hombre blanco: empezaba a desabrocharse el sobretodo, el saco, el chaleco, buscaba en los dieciséis bolsillos de su traje y al fin encontraba su reloj, lo miraba, lo oía atentamente y por último dictaminaba: "Es hora de tener sueño: me voy a dormir".
Ah, pero el domingo es el día del desquite. Cuando volvemos a casa el sábado de noche, miramos regocijados al verdugo y lo hundimos en el fondo del ropero, bajo una montaña de ropa; no queremos oír siquiera su tic-tac, porque el domingo vamos a dormir hasta el mediodía. Pero a las 6:45 a.m. de ese día de gloria abrimos los ojos, miramos la tenue luz de la madrugada, oímos el rumor del viento en las cortinas y empezamos a dar desveladas vueltas en la cama, sin la menor esperanza de volver a aquella hermosa playa del Pacífico Sur. En esa mañana prometida desde el lunes, nos hemos convertido en los suplentes del despertador.

Julio Rossiello "Pangloss"
Bolsilibros ARCA
Montevideo, 1968

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