Literatura y futuro
Discurso de ingreso a la Academia Nacional de Letras en 2000
Ricardo Pallares

Sr. Presidente de la Academia Nacional de Letras Ac. Mtro. José María Obaldía, Sres. Académicos; Sra.Directora de la Dirección de Formación y Perfeccionamiento Docente Inspa. Jenny Barros; Sra. Directora del Instituto de Profesores "Artigas" Profa. Margarita Luaces; Sr. Director de la Sec. Secundaria del Instituto Crandon Prof. Dr. Nelson Morales y demás autoridades; Sr. Presidente de la Asociación de Profesores de Literatura del Uruguay Prof. Enrique Palombo y demás miembros de su Comisión Directiva; Sr. Presidente de la Fundación "Vivian Trías" Dr. José Díaz y demás miembros de su Comisión Directiva; Sres. Inspectores Docentes y ex-Inspectores; Sres. Directores Docentes y ex-Directores; Sres. colegas; Sres. estudiantes; amigos todos: hoy es un día de alegría, verdaderamente de fiesta, porque no esperaba tanto acompañamiento para cumplir con la lectura de un discurso de ingreso, según la formalidad de las normas y los usos. No obstante, estamos aquí gracias a muchos, en un lugar que pudieron ocupar otros igualmente acreedores.

 

Nos resulta grato hacer referencia -según lo establecido por la tradición- a los antecesores en el sillón que se ocupa. En este caso, además, con el propósito personal de homenaje a las figuras de Don Clemente Estable y de Don Rodolfo Talice, que fueron quienes con anterioridad ocuparon en este orden, el sillón "María Eugenia Vaz Ferreira" en esta Academia Nacional de Letras.

 

También es grato hacerlo porque hoy es el octavo aniversario de la Asociación de Profesores de Literatura del Uruguay, como es grato hacerlo en la sede del prestigioso Museo Pedagógico, vinculado a las mejores tradiciones de la educación uruguaya.

           

Muy lejos de nuestros horizontes de estudiante liceal de cuarto año y, tiempo después, de oyente en el Departamento de Letras de la Facultad de Humanidades, cuando conocimos a los nombrados antecesores, muy lejos estábamos de pensar un momento como este en el que evocamos sus figuras humanas e intelectuales. Tan lejano como imprevisible por impensable.

           

Hoy nos proponemos algunos comentarios, no sin experimentar una especie de intemporalidad al interior de recuerdos significativos con relación a sus figuras.  Quizá la razón más poderosa de esta suerte de vivencia de lo intemporal provenga del hecho que ambos maestros, venidos del ámbito de las ciencias biológicas y médicas, fueron  -como otros ilustres de la segunda mitad del siglo- fundadores de identidad y de pensamiento reflexivo en la cultura de nuestro país, por lo cual permanecen.

           

Ahora bien, como en el terreno de las ideas, del ejercicio de las profesiones, de la relación con los colectivos y del careo con la existencia -circunstanciado según la historia personal de cada quien- todos tenemos ocasión de vivir en algún momento diferentes formas de soledad, nos parece necesario y natural compartirla.

           

Esa soledad nuestra se haría insoportable o conduciría a la desesperación si no tuviera una forma paradojal de compañía que es la de los referentes y los paradigmas que nos damos, la de la utopía y la esperanza, la de las certidumbres o la del vislumbre de lo trascendente que, a veces, son presencias de energía en ausencia de hechos y de seres.

             

Hay, pues, formas de soledad que también son paradojales ya que, sin la compañía de valores o de figuras humanas estructurantes que uno lleva adentro, pueden conducir al dolor severo y a la alienación.

           

En el fondo se trata de un aspecto de lo planteado por la antropología cultural y la pedagogía en cuanto a la trasmisión selectiva del pasado y de la tradición, a efectos de que lo meramente  reproductivo se equilibre con la acción innovadora y creativa.

           
Estas figuras estructurantes son partes de lo que se trasmite, de lo que se reproduce y, al mismo tiempo -al modo y a semejanza de la educación formal-, son arte y parte en lo que se filtra o descarta porque suponen axiomas, llevan consigo un conjunto de valores y de principios evidentes.

           

Vale trasmitir lo estructura, lo que sostiene y da identidad, es decir, lo que luego permite el cambio y la creatividad desde el centro mismo de la persona madura.

           

Hacer otra cosa conduce seguramente a una contra educación, al mero disciplinamiento y a la sustitución de la realidad que hace el discurso hegemónico.

           

A ese tipo de figura humana e intelectual pertenecieron los profesores Clemente Estable y Rodolfo Talice porque enseñaban más allá del conocimiento, más allá del aula, con capacidad de llegar hasta quienes no fuimos sus alumnos.

           

Al Prof. Clemente Estable lo conocimos en el Instituto de Ciencias Biológicas, el que hoy lleva su nombre, durante una visita guiada en 1957 ó 1958. Quien conducía al grupo sugirió que viéramos laboratorios y entrevistáramos a otros investigadores antes que al mencionado profesor, porque él -según dijeron- estaba inclinado e inmóvil sobre un microscopio, a la sazón, recientemente adquirido. Decaía la tarde cuando alguien aclaró que estaba en esa posición desde las ocho de la mañana, en silencio, sin beber un vaso con leche que le habían dejado cerca. Pero poco después el Profesor nos convocó a un anfiteatro.

           

Recuerdo que acercó una silla -los profesores tenemos silla, no sillón- y tomó asiento al nivel de los estudiantes de la primera grada. Y habló. ¿Qué dijo aquella tarde?

           

Verdaderamente no recordamos todo. Sólo que refería caminos, conceptos de verdad en ciencia, de búsqueda, y otros que, desde mí, por entonces, se parecían a la nada o a un todo ininteligible o inasequible al que la palabra rondaba con sigilo y modestia, al que se lo percibía, claramente, en las fronteras con lo pánico.

           

No obstante, aquella tarde, su decir gestó una atmósfera de recogimiento peculiar, y su actitud provocó curiosidad en algunos de nosotros, un impulso incontenible por saber, un querer llegar a lo otro, una intuición de la existencia de una barrera o límite de luz y de sombra, móvil y ubicuo, capaz de hacer nacer respeto silencioso y soledosa humildad.

           

A ello se agregó que semanas después, un domingo soleado y desolado, por la tarde, lo encontré en el Paso del Molino, mirando inmóvil una vidriera a la que también me había acercado casualmente. La vidriera pertenecía a un bazar y ferretería; era la primera vidriera que llegaba casi hasta el suelo, enorme, daba perspectiva hacia adentro y mostraba no sólo cuanto se exhibía -muestrario de la tecnología entonces disponible- sino que además franqueaba la visión del comercio por dentro, de la soledad también inmóvil que resaltaba un mundo de objetos, herramientas y utensilios deshermanados.           

           

De pie, detenido frente a la vidriera, con ojos tan negros como el sombrero, el traje, la corbata y su portafolios, ¿qué veía en lo que miraba el Profesor Estable o qué pensaba acerca de lo que veía? ¿Por qué aquella mirada se detenía en los objetos de y para lo cotidiano y el trabajo? ¿Habría ciencia por un lado y cotidianidad prosaica por el otro? ¿Habría dos tipos de mirada? ¿Habría una mirada capaz de hermanar lo heterogéneo y ordenar el caos en el seno de la producción humana?

 

Poco antes o después conocimos los tres versos del primer texto de "Proverbios y cantares" de Antonio Machado: "El ojo que ves no es/ ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve" y su variante dramática en los tres primeros que le atribuye a Abel Martín: "Mis ojos en el espejo/ son ojos ciegos que miran/ los ojos con que los veo".

           

Esta diferencia entre el mirar y el ver, entre lo aparente y lo sustancial, entre los sueños de la razón y la verdad, entre lo virtual y lo real, ya tenía -aunque no nos diéramos cuenta- mucho de literario, mucho de la narrativa y de la poesía que ponen a circular palabras para sembrar la imaginación y hacer germinar la realidad.

           

La imagen poética de los ojos, con su cuádruple variante -ojos reales, reflejados, ojos que ven, y ojos vistos- hacía evidente que no había sabios por un lado y hombres vulgares por el otro sino simplemente hombres, siempre, con o sin ganas de ver, con o sin posibilidades de ver.

           

Desde entonces o desde un tiempo cercano a aquel en que vine a estar en mí mismo, supe que no habría respuestas para muchas cosas del mirar ni del ver, pero sí podría haber un honrado y autocrítico preguntar, y una construcción permanente de alrededores y de soluciones precarias. No obstante, ellas caerían como las hojas de apunte de los estudiantes al finalizar cada año lectivo: por exorcismo y por el cambio propio del árbol del conocimiento, de las ciencias y de los otros saberes que, a veces, parecen cumplirse en ciclos y decaer como en el bosque una hoja. 

           

Pero esa certidumbre acerca de lo no definitivo aparecía polémicamente asociada a firmes certezas respecto de la necesaria e impostergable libertad, equidad e igualdad entre hombres y entre naciones que era, sigue siendo, perentoria, muy real, muy concreta, de durísima refracción en la conciencia.

 

Por entonces fue claro que al lado del conocimiento debía haber otro elemento igualmente necesario: la ética de una acción que fuera consecuente y congruente con él. Es de esta acción de la que esta noche pretendemos decir algo.

           

Si el conocimiento es poder, según algunos cientistas sociales actuales, es muy claro por qué hay tantos analfabetos en el mundo y también es muy claro que cada vez es más necesaria -tal como enseñaba el Prof. Rodolfo Talice- una continentación ética del saber a través de las acciones a que da lugar.

           

Ciencia, arte, técnica, nueva tecnología de la información, comunicación por medios electrónicos masivos o personales, el conocimiento diversificado en numerosas ciencias y disciplinas nuevas, la robótica, la cibernética y la ingeniería genética, no valen de por sí sino por lo que con ellas se haga.  No importa cuánto ni qué se sabe sino qué se hace con ello.

           

Jorge Luis Borges decía que "en todo hombre, por más singular que sea, hay una especie de ley interior y misteriosa que le dice si algo que hace está bien o está mal."

           

Entonces cabría esta razonable conclusión: no habría necesidad de educar la conducta si todos tuviéramos la voluntad y la fortaleza necesarias para no hacer nunca nada malo. Pero es del caso que Goethe, uno de los fundadores de la modernidad en Occidente, da una versión del mito fáustico según la cual los errores en el camino de búsqueda del absoluto, a través del activismo del héroe de la voluntad, son una condición necesaria y casi fatal.

           

No obstante, ya centenario y por tanto al final, Fausto dice las palabras pactadas con el demonio, anunciando que encontró la felicidad, pero ellas han adquirido un sentido nuevo. Él dirigía una obra colectiva cuyo beneficio, para ser mantenido, necesitaba que otros mantuvieran la voluntad de conservar la tierra conquistada al mar. Él muere pero trasciende espiritualmente en la voluntad de los otros que también se funda en una ética del hacer para el bien común.

           

En este orden de cosas, por los rasgos genéricos de lo que llamamos el bien, es que aparece una necesidad, propia de lo profesoral, que es educar para sentirlo. Para sentirlo superando las diferencias de clase, de género, de cultura, de valores, de religión e ideología, sin negar sus historicidades ni las historicidades de "la condición humana" y social, ni de la condición singular de cada hombre situado.

 

A través de la literatura se aprende rápidamente que el concepto de hombre tiene mucho de metáfora de su realidad y que esa realidad se espeja en la conciencia mediante el lenguaje.  Si el lenguaje es vehículo figural, enseguida se plantea el asunto de la validez de lo espejado con relación a lo que espeja, que es de lo que verdaderamente se trata. También se plantea el asunto de qué hay o qué se instala en la brecha entre lo real y lo reflejado.

           

Creemos que la literatura nos responde, a través de la creación de universos imaginarios, de lenguaje, -es nuestra opinión- que en esa brecha se instala un deber ser moral,  una ética de la acción, y los valores, sean cuales fueren los de referencia a condición de ser humanizadores. Y a veces nos responde inventando historias y creando imágenes que suponen la ausencia de tales requerimientos, o que muestran cuestiones horribles porque horrible es, a veces, el espectáculo que brindamos los hombres en la sociedad humana.

           

Leí en Italo Calvino si no recuerdo mal, la afirmación de que "la literatura es la defensa contra las ofensas que nos causa la vida". Esta especie de romanticismo adolescente es bastante ajeno a cuanto deseamos afirmar esta noche.

           

La literatura es una constructora de la vida, no un mero paliativo compensatorio de las supuestas ofensas que la vida hace a los hombres. Por otra parte, la vida no es equivalente a la realidad sino más bien o también a lo que los sujetos hacemos en ella y con ella.

           

Es por esto que, en nuestra opinión, los conceptos literatura y enseñanza se asimilan por varios de sus rasgos, en general, a los conceptos de futuro, a lo mejor, a todo aquello por alcanzar y conseguir, al tejido de los valores y visiones.

           

Por ahora, pues, no parece posible ocupar la brecha mencionada sino con esas nuevas o sucesivas representaciones y energías propias de la cultura. Así será en tanto el asunto de cuál es la verdad de la verdad, siga sin admitir una teoría a su respecto.

           

No hay ni habrá teoría de la verdad como no puede haber teoría de la libertad, porque significaría secarlas, negarlas, anquilosarlas, despalabrarlas.

 

 

Muchos de nuestros mayores enseñaban que toda la literatura habla nada más que de tres temas: el amor, el tiempo, y la muerte. Que toda obra, sea cual fuere su género, forma, variante, estilo, propósito, estética, sentido, concepción, belleza, o época, si bien se la lee, en el fondo, habla únicamente de uno o algunos de esos tres grandes temas.

           

Nunca estuvimos enteramente convencidos de ello. Siempre sentimos que el único gran tema inacabable de la toda la infinita literatura es el hombre por crear entre todos los hombres en cada núcleo particular de la sociedad humana.

           

Es así que la ciencia y el arte para ser y significar algo, para refundar al mundo y resignificar la existencia, necesitan de una conciencia moral que no sea un espejo con ojos ciegos reflejados, sino un ardimiento, una luz interior, un espacio espiritual y socio constructivo en el que, a fuerza de solidaridad y respeto, no nazca el remordimiento.

           

La solidaridad y el respeto son, justamente, los dos ejes éticos de la conducta capaz de afirmar y desarrollar lo humano.

           

De la misma manera la igualdad y la justicia son los otros ejes capaces de legitimar a la sociedad humana y sus límites.

           

De lo contrario, ciencia y arte sin conciencia moral pueden conmutar fácilmente en barbarie. Es cuestión de muy poco. La muerte y la destrucción -bélica y de todo tipo- puede estar del otro lado, a uno o a miles de kilómetros, en un botón sincronizado.

           

(Días pasados recorría los documentos de los últimos veinte o veinticinco años, surgidos en las conferencias internacionales de Naciones Unidas sobre educación y sociedad. Allí se repite hasta la saturación del discurso, el reclamo de la igualdad y de la justicia, de la solidaridad y del respeto. Cuatro principios -también son valores superiores y positivos- que sostienen la completa utopía universal de nuestra actualidad en razón de la que, contrariamente a lo dicho en el agorero discurso hegemónico posmoderno, nada de lo que importa ha caído.)

 

La literatura da la palabra, entrena en el soñar para que nos nazca un sueño, instala en el sujeto la necesidad de sus propias palabras y trabaja incansablemente para que en los lectores-destinatarios surjan los semejantes del autor.

           

De manera similar, la enseñanza entrena en la palabra para desarrollar sujetos de aprendizaje con creatividad -que es una variante del soñar despierto- y entrena  para que el otro se desarrolle como uno de nuestros semejantes.

           

Pero una y otra -literatura y enseñanza-, nacidas de estros diferentes, dotadas de eros distintos aunque homologables, para poder crear o ayudar al surgimiento de nuestros semejantes, crean simultáneamente a nuestros diferentes. Para el creador como para el docente, dar el ser con sentido es darle la diferencia.

           

A veces pensamos que la palabra de la ciencia, la palabra poética -en su amplio sentido literario-, la palabra educativa y la palabra médica tienen en común una fuerza que ilumina o fulmina.

           

Hacer literatura es, por tanto, una acción como otras. Profesarla, también.

 

 

Fue el 6 de noviembre de 1959 -aún en el enclave del medio siglo XX- que el autodidacta Clemente Estable (ojos, corbata, traje y portafolios negros), al hablar durante el Homenaje Nacional que se le hizo reafirmó que: "Si nuestra ética llegare a progresar paralelamente a los poderes que nos da la ciencia, la Humanidad cambiaría de raíz en lo que hoy parece su condenación definitiva."

           

El presidente del comité ejecutivo que organizó los actos de homenaje -no por casualidad- fue el Dr. Rodolfo Talice. (A todos nos consta que compartían fundamentos y principios.)

 

Vale decir que algunos de los mensajes que recibimos y su influencia benéfica testimonian los alcances que tienen los auténticos maestros y profesores que enseñan mucho más con la acción que con el programa, mucho más desde la vida que desde la tarima.

           

De paso colaboraron para explicar, en parte, el nacimiento de una vocación cuyo ejercicio nos trajo hasta aquí.

           

Se comprenderá porqué hace ya treinta y cinco años que de una u otra manera intentamos decir y enseñar los mismos conceptos radicales que hoy comentamos.

           

Corresponsable en aquel y este proceso de nuestra formación fue -entre otros de equivalente talla- el Profesor Rodolfo Talice a quien conocí en 1970 y traté en los patios de la Facultad de Humanidades cuando estaba en el edificio que todavía ocupa en ruinas la manzana con frente a la calle Juan Lindolfo Cuestas, cerca de la aduana portuaria.

           

Era al término de las respectivas actividades o de alguno de los "turnos", comúnmente al mediodía, que participábamos en rueda espontánea formada con los Profesores Roberto Ibáñez, Eugenio Petit Muñoz, Lauro Ayestarán, Llambías de Acevedo o Francisco Espínola.

           

La actitud del Profesor Talice era fervorosa e intensamente comunicativa. Con rostro sonriente, con el que subrayaba las verificaciones sobre el canal de comunicación y la recepción de los mensajes, era agente de animadísimas conversaciones en las que introducía ricas digresiones a partir de situaciones cotidianas o circunstancias de actualidad. Esto sin perjuicio de sus aptitudes como acotador de fino humorismo que complementaba con la elocuencia azul y brillante de  sus miradas.

           

Por entonces ya era recurrente en él su interés y preocupación por lo etoecológico. En sus ideas y desarrollos nunca faltaba una referencia ontológica. El suyo también era un pensamiento integrador e implicante que no se detenía hasta no abarcar al hombre y su comportamiento, desde el cual elaboraba los conceptos de conducta esperable o necesaria para una construcción social y humanizadora del futuro y de la vida.

           

Si la evolución de la especie dio en desarrollar ampliamente la corteza cerebral a expensas de los centros instintivos –decía- sólo la educación podrá poner freno a una "irracionalidad" capaz de no hallar límites para la agresión y la destrucción.

           

Nunca se expresaba como un idealizador o un utópico pero era claro que en su pensamiento había principios y sueños de lo posible, tan realistas como pertinaces.

 

En razón de que tanto la literatura como la enseñanza y la acción que implican tienen mucho de sueño posible, como ya dijimos, haremos algunas reflexiones más.

           

La Academia en la resolución que me honra y compromete, invoca -entre otras razones- una "trayectoria docente tanto en el ámbito de la literatura como en el de la administración educativa". Es la que reconocemos en este caso, porque en relación a lo que es más esperable para una Academia de Letras -la palabra artística escrita- nuestra tarea es de estudios críticos que participan de rasgos del ensayo.

           

Sin embargo nuestra acción ha sido mediadora, sensibilizadora respecto de las hermosas y altas palabras de los creadores, ha sido reanimadora de la estatura de los textos -que tienen apariencia plana- y ha sido gestora de vivencias de sentido y de quicio, siempre sin interferir ni subrogar las obras, tal como hace todo docente de verdad.

           

La nuestra es una obra "de acción" como es la de los docentes comprometidos. Tarea de acción espiritual, no de lección. Menos, de confección de manuales para estudiantes y de guías para el docente porque pueden limitar la autonomía e impredecibilidad de la vida en contacto con los textos, los hechos y los saberes, según las previsiones del planeamiento acordado.

           

Cuanto menos lugar demos a la intermediación mejor será el resultado pues todo lo que se coloca entre los sujetos y el conocimiento, suele contaminarse o ideologizarse desde que opera una sustitución. La intermediación que se enmascara en el didactismo termina por trasmitir otras cosas además de las que se cree y declara. Lo didáctico tiene que mediar sin resignificar los contenidos ni el objetivo socializado. En tanto que acción también tiene que ser congruente con los propósitos.

           

La acción docente es ardua y por momentos adquiere entonaciones parentales, aunque docencia comprometida y paternidad son sustancialmente diferentes. No obstante, tienen en común el hecho de dar lugar a otro, de otorgarlo para respetarlo, de ponerse uno en el lugar del otro, de contribuir a lo diferente por no ser, uno, el otro.

           

Tienen algo de similar por lo que ya señalamos: por "dar la letra" y atenerse luego a la palabra resultante y a la relación o sintagma que se elija para integrarla al universo de su pertenencia que es el de la comunicación.

           

El profesor con los estudiantes y los textos, dan la letra y, eventualmente, las palabras. La comunidad y la memoria cultural colectiva dan el sentido de la relación que se establezca entre ellas. Pero es finalmente una síntesis personal e intransferible la que da el conocimiento, aquello que no se olvida y que suele no preguntarse en las pruebas de evaluación estandarizadas. No porque los estudiantes lo ignoren sino porque quienes hacen las formas o formularios no saben de qué se trata. Son términos y estadios de calidad de vida humana asociada y de existencia asumida.

Dar la palabra en situación de enseñanza tiene algo de lo trascendente -aunque desacralizado- porque es participar de un acto de creación. Al menos de la auto socio-construcción de la persona. Dar y tomar la palabra en estas condiciones es integrarse a los soplos en el aire y dar participación en el misterio del lugar donde nace el viento. Es aprender que somos, según decir de Sófocles, un soplo y una sombra.

           

La literatura es una gran propuesta, una gran empresa, una tarea incansable que da máquina a las energías interiores en procura del nacimiento de la palabra en el lector, en procura de un hablar autónomo en el trámite de la configuración del sentido y del otro.

           

En tal proceso, las caras -nuestras caras- aparecen a medida que caen las cáscaras y las máscaras. Entonces uno sabe quién es, qué desea, qué piensa, qué hará.

           

Asimismo la literatura funda comunidad humana desde que propicia la multiplicación del yo, y la trasmutación de ese yo en un tú.

           

La literatura como la enseñanza de ella y toda otra enseñanza comprometida, ofrecen la posibilidad de que la palabra dicha sea otra vez y siempre, un documento. Solo que un documento impreso en la tela del alma.

           

Por esta razón decir que la literatura y la enseñanza tienen la posibilidad de educar, es lo mismo que decir que son una acción libre, respetuosa, tolerante, solidaria, comunitaria, en la que se instala la posibilidad de que todos seamos simplemente felices y sencillamente creadores.

           

Si el escritor se cumple en la escritura, el lector se cumple en el sentido. Los mancomuna la literatura que es una chispa, un salto de energía, un trascendido, una transustanciación.

           

En la mitad de ese camino singular de la vida virtual de la palabra artística -escrita u oral- se sitúa la palabra del docente que es sucedánea de la obra y  tributaria del ser, de la personalidad en ciernes.

           

La palabra docente de la que hablamos es una palabra en acción, portadora de acción, es una palabra del sujeto que no sujeta porque procura a otro sujeto. Procura trascender en términos de una originalidad que luego hallará cabal cumplimiento, en un momento que corresponde al tiempo de otro.

           

De este modo si toda la literatura es, en cierto sentido o manera, una propuesta o enseñanza, toda lectura es una especie o manera de aprendizaje.

           

Por extensión, la lectura, en tanto que aprendizaje, es mucho más u otra cosa distinta con relación a lo escrito. Pero la lectura nunca es menos ni exactamente lo mismo que lo escrito.

 

Por lo dicho anteriormente, la literatura se parece a la enseñanza de la literatura y a toda enseñanza verdadera: ambas son liberadoras porque ponen en ejercicio la libertad del sentido, la libertad de lo sensible, la libertad del pensamiento y sus libres asociaciones, la libertad de la esperanza y el arbitrio aparente del misterio.

           

En el caso de ambas -si las obras son amores- se logran abrir puertas interiores insospechadas, puertas que no se han de cerrar más.

           

Ambas estructuran sus mensajes en forma dialógica, con apoyo en el silencio, y de ambos se nutren.

           

No por repetida deja de ser oportuna la verdad del silencio en literatura, porque la obra afirma lo que dice pero también lo que calla y sugiere. En los dominios de la  oralidad, de la literatura, y de todos los textos significativos a los fines de la comunicación pertinente y deseada, corre por las adyacencias del código aquello que escribe Saint-Exupéry: "lo esencial es invisible a los ojos".

           

No es el ojo lector el que puede ver todo lo que hay en un texto. El ojo mira pero el que ve también es el conjunto de hipertextos de la cultura, y es el ser todo el que capta las otras sustancias, las que son inefables e inaudibles.

           

Se entenderá, entonces, porqué para nosotros hay una lógica implícita en el hecho de que la palabra docente sea fundamentalmente hablada y no escrita, ya que busca sumar voces, hacer nacer otras voces, otros yo que hablen en el yo, fecundándolo, trasmutándole  tiempos y espacios en búsqueda de toda la pronominalidad y en búsqueda de los rostros no nacidos aún en cada uno.

           

La palabra docente hace crisis de referencialidad y crisis de crecimiento en procura de renovada independencia de criterio porque sólo es eficaz si es dadora de libertad.

           

A veces, a fuerza de generar tanto afán, de participar la libertad, en situaciones que no son de independencia ni tienen el registro comunicativo adecuado, la palabra docente también hace crisis identitaria, pierde certezas, decae por algunos momentos o días.

           

De una manera bastante parecida algunas obras literarias hacen crisis elocutorias cuando, a modo de ejemplo, para nombrar al oro recurren al ámbar...

 

No fue el caso del protagonista de la primera y más importante novela moderna cuando se enfrenta al brillo aurífero del que cree el yelmo del caballero Mambrino, un yelmo que desea y por el que había jurado.

           

Don Quijote andando por un camino, descubrió "un hombre a caballo que traía en la cabeza una cosa que relumbraba como si fuera de oro" acerca de la que polemiza con Sancho. Se trata de un barbero del contorno que regresaba en su asno quien se pone la vasija encima de su sombrero para protegerlo de la lluvia. Luego, atacado a lanza, el barbero se deja caer del asno y huye abandonando la bacía.

           

Don Quijote se la pone, la gira buscando el encaje que no encuentra y concluye que la cabeza del pagano a cuya medida se forjó primero debió ser enorme y que es la celada del Caballero a la que falta la mitad, pues lo engaña -seguramente- la escotadura semicircular que tiene en el borde.

           

Ante la risa del acompañante y después de su falsa explicación del porqué, Don Quijote que habla apalabrando la fantasía -¡ y cómo habla !- dice:

           

..."esta famosa pieza deste encantado yelmo, por algún extraño accidente debió de venir a manos de quien no supo conocer ni estimar su valor, y, sin saber lo que hacía, viéndola de oro purísimo, debió de fundir la otra mitad para aprovecharse del precio, y de la otra mitad hizo esta que parece bacía de barbero, como tú dices.  Pero sea lo que fuere; que para mí que la conozco no hace al caso su trasmutación; "...

             

En este pasaje está toda su teoría de la verdad en materia del imaginario caballeresco pero también está la expresión del concepto de verdad para el Renacimiento a comienzos del s. XVII. Lo real, el objeto del que se trata, para Sancho es bacía de barbero, para él es el yelmo y luego algo menos, la celada de la armadura de Mambrino.

           

No obstante, acota que puede ser "lo que fuere", que puede ser cosa diferente. Equivale a decir: la verdad es la tuya o es la mía o es otra cosa mágicamente trasmutada que ni yo mismo conozco.

           

Esta extraordinaria amplitud, capaz de asumir la propia falencia, es a la manera de un juego de espejos en la razón, con ojos reflejados que miran pero que ven. El parlamento citado es indicador del racionalismo de la modernidad, muestra el perspectivismo científico que se abría paso por entonces y tentados estamos de decir que parece un anticipo literario de la tardía configuración ideológica y teórica de la laicidad en pedagogía.

           

           

La palabra docente al igual que la palabra literaria se instalan en una textura y son partes de una red compleja porque es una red de redes abiertas, de las que siguen hilos que se pierden en todas las direcciones y en todas las dimensiones de lo inaudible e invisible.

           

Ambas palabras solo comunican verdaderamente en un palabrerío apalabrador y en un vocerío que da la voz. Los resultados son polifónicos, cruzados, interferidos, sustituidos por otras voces. Incluso por algunas voces que ya no suenan porque tiempo atrás se han disuelto en otras sonoridades o en las apariencias de la nada. Así nuestra voz es, muchas veces, resonancia, eco, ensueño de la boca.

           

Esa sonoridad capaz de acrecentarse con otras desde el fondo de los tiempos donde también nació el silencio, es la acción de la que estamos hablando. Es la acción que nace cuando uno siente y vive que no es una voz sino, fundamentalmente, un vocero.

           

Es una acción intelectual y afectiva que luego se prolonga en formas de vida y hechos del diario vivir, una acción que construye y jamás destruye sino cuando porfía crítica y analíticamente.

           

Tengamos presente, de paso, que vocación en su etimología y en latín -vocatio-onis- supone "acción de llamar"; la vocación es un llamado a una acción peculiar.

           

La literatura y la enseñanza son implicantes, inclusivas, porque también tienen, a su vez, vocación de "llamar". Son grandes rastreadoras parabólicas que apuntan a los universos posibles del ser y lo ponen en situación. Estar en situación -que siempre es básicamente relacional- es un estar activo, es una humildad en la voz propia para escuchar a las otras.

           

La literatura y la enseñanza intercambiando voces y actitudes, llaman para que los ojos no miren simplemente a los textos sino para que los vean y sientan su relieve. Esta faceta del accionar incluye a toda clase de textos -como ya dijimos hace un momento- incluso a los no literarios porque ellos pueden estar en el sedimento de futuros procesos de enriquecimiento y madurez.

           

En el mito, el canto órfico "llama" o atrae a todos los seres de la naturaleza con su belleza melodiosa y su misterio. Entonces, la enseñanza que no tiene sonido propio aunque tenga rasgos de arte y rasgos de ciencia, para llamar en el sentido en que quedó dicho -renovando siempre su encanto- tiene la posibilidad de suscitar las resonancias nuevas del viejo canto de Orfeo que es un canto de amor.

             

Así es como los profesores podemos aproximar las fronteras de lo real y lo cultural, de lo existente y de la imaginación pura, así es como podemos hacer de la enseñanza una educación y del pasado una fuente de creación renovadora.

           

Los docentes tenemos un modo racional y ético de intervenir en los procesos de la educación: es mediante una reflexión compartida, permanente, en la acción y sobre la acción, que incluya la desocultación de lo procedimental.

           

Asimismo, mediante el logro de la implicación intelectual y afectiva, consentida libremente por los estudiantes, para la reformulación y el análisis crítico de problemas y situaciones, incluso las cotidianas según los niveles de maduración afectiva, intelectiva y social.

           

La reformulación y el análisis crítico que propiciamos se sirven del perspectivismo del conocimiento y de la teoría que estén disponibles, de todas las formas de la intuición, de la analogía, del redescubrimiento, de las visiones y de la creatividad, para que los yelmos no queden emboscados en el método.

El cometido profesional que supone una cultura crítica es algo sencillo: hacer establecer creativamente relaciones con las construcciones del conocimiento, con las representaciones actuales y del pasado, con las prácticas del saber, del hacer y del vivir. El cometido es provocar un activismo en el que aparezca observación motivada, contrastación e interactuación en términos que conciernan a los actores. Como si todo un grupo estuviera frente a aquella vidriera evocada al principio y dialogara.

           

Nosotros conocemos las condiciones de carencia socio cultural, la realidad de establecimientos con mayorías que tienen necesidades básicas insatisfechas, la deserción, la repitencia, el ausentismo, conocemos el efecto pernicioso del "corrimiento hacia adelante" de fines y objetivos que aligera los contenidos o los banaliza hasta el sin sentido. Conocemos el esfuerzo y sufrimos los obstáculos muchas veces insalvables que enfrentamos los docentes, las postergaciones y la desprofesionalización.

           

Pero, en este punto -vale decirlo de una sola vez- pensamos que hay que adaptarse sin doblegarse. Podremos bajar "el nivel" todo cuanto el amor profesional lo consienta pero sin desaprovechar ningún momento para crear vida y conciencia.

           

En efecto, cualquier momento se vuelve irreversible si es realmente vivido al menos como crecimiento, calidad de convivencia, o como algo auténtico. Porque, además, de pronto en esa intimidad del salón de clase que es acción y respaldo a un tiempo ya que asegura condiciones de inteligibilidad, aparece la oportunidad para que los estudiantes ejerzan el derecho democrático a los aprendizajes y nosotros ejerzamos nuestro derecho a la innovación y a jugar con o sin yelmos. Siempre se trata de un asunto de libertades correlativas y en construcción, de un asunto de respetos y de emancipaciones.

           

Incluso podemos ser flexibles como para atenernos al nivel de la socialización secundaria cuando las dificultades con el código de la oralidad formal y con el de la escritura, bloquean la competencia pragmática y comunicacional. En esas circunstancias vale la pena intentar, al menos, una convivencia que dé algún asomo calificador como para que participemos la existencia y la libertad, el vivir y sus responsabilidades.

 

Esa interactuación o interconexión es la que nos pone a los hombres en una cadena, en una secuencia, en un flujo en el que circula todo. Es la que nos pone en un tiempo y modo como el de la fibra óptica, con un alcance como a través de satélites, con una sencillez mágica y lúdica como la que ofrecen los ordenadores y las redes electrónicas.

           

En esta ocasión no entraremos en el terreno de las teorías curriculares, del aprendizaje ni de la gestión. Pero no se puede dejar de decir que el desarrollo eficaz de la enseñanza reposa en los docentes y en el desempeño democrático de los agentes sociales y políticos así como en las dotaciones que acuerden. El monto y proporción de esas dotaciones son los que muestran si hay o no congruencia entre el discurso y la acción de los responsables.

           

Sin participación, sin escrutinio público, no hay  estabilidad para el cambio continuo que se necesita. La enseñanza como la vida necesita de permanente creación y selección para superarse. La educación para hacerlo necesita, además, libertad y valores: los del humanismo contemporáneo y actual.

           

Hoy resumimos todo esto con una cita de Reina Reyes, la única que haremos en esta materia, también a la manera de homenaje y memoria: "En la vida de los maestros y profesores los estudiantes pasan, pero en la vida de los estudiantes los maestros y profesores quedan como maestros de libertad o de sometimiento".

           

No hace mucho, en uno de sus libros, encontré una hojita con un texto autógrafo, -de 1984, probablemente- que viene a cuenta. Allí escribió con claridad: "La educación que libera es la educación hecha por uno mismo. Hacer a ciertos hombres objeto de liberación por otros hombres, es ayudarlos a ser instrumentos pasivos, reducirlos a materia pronta a ser moldeada por las formas elegidas por la elite."

Estos conceptos acerca de fines, alcances y límites eximen de todo comentario.

 

Literatura, enseñanza y acción -sustantivos femeninos- son las tres palabras del título de hoy acerca de cuyos significados hablamos limitada e insuficientemente. Ocurre, además, que nuestro propósito es centrar los comentarios en un eje ético relativo a cuestiones que las reúnen.

           

En tanto que ellas se vinculan a la categoría de género, pueblan el mundo porque gestan el cosmos de los significados abiertos. Son “palabras mujeres” que participan en los procesos de civilización y fundación.

           

Este modo de sentir lleva a otra posible explicación del género masculino para el sustantivo palabro, que significa palabrota. (Los palabros, pues, no pueden participar de la refundación vivificadora del idioma.) También explicaría el género femenino de los sustantivos que designan los llamados géneros literarios en la tradición -épica, lírica, dramática- y el masculino de ensayo, uno de los pocos entimemáticos que es capaz de participar del arte.

 

Solo nos resta recordar brevemente "Único poema" de María Eugenia Vaz Ferreira, porque la poeta da su nombre a este sillón simbólico y porque las imágenes centrales de las primeras estrofas de la composición, se vinculan con mucho de lo aquí expresado.

Mar sin nombre y sin orillas,

           

que era infinito y arcano

como el espacio y los tiempos.

 

Daba máquina a sus olas,

vieja madre de la vida,

la muerte, y ellas cesaban

a la vez que renacían.

 

Cuánto nacer y morir

dentro la muerte inmortal !

Jugando a cunas y tumbas

estaba la Soledad...   

Si la muerte es la "vieja madre de la vida" que da máquina a las olas simbólicas de los seres en el mar sin nombre y sin orillas del universo, si el oleaje de seres es visto como un nacer y morir, si la Soledad o vacío metafísico es la que juega a cunas y a tumbas, es posible pensar y sentir que la muerte, verdaderamente, también supone vida.

           

Es posible que la vida sea espiritualmente inmortal porque por los caminos del lenguaje la palabra poética da alas al poeta para volar otra vez...

           

En consecuencia pretendemos decir que la literatura, la enseñanza y la acción éticamente sostenible, tienen la función y la posibilidad de poblar el gran vacío metafísico fundando territorios que la palabra coloniza y hace habitables espiritualmente.

           

Las tres nos dan posibilidad de abrir e inaugurar dimensiones donde nosotros, siendo un soplo y una sombra -según Sófocles-, podemos volar como enseña nuestra poeta. De esa manera la existencia también se hace digna y compartible.

 

Entre palabras, secretos y silencios se da el vuelo y se da el viaje. Entre palabras, signos y símbolos marcha la cuestión de la verdad. El asunto es que si entre ellos aparece "el yelmo de Mambrino", tengamos fuerzas y voluntad para defendernos de nuestro posible egoísmo y nuestra posible invidencia.

           

El asunto es que tampoco olvidemos lo que se dice en el segundo párrafo de la última sección o capítulo de "Cien años de soledad", del sabio catalán después que remató su librería de incunables y ediciones originales para regresar a la aldea mediterránea donde había nacido, llevándose tres cajones con los manuscritos que había compuesto durante media vida :

           

"Su fervor por la palabra escrita era una urdimbre de respeto solemne e irreverencia comadrera. Ni sus propios manuscritos estaban a salvo de esa dualidad. Habiendo aprendido el catalán para traducirlos, Alfonso se metió un rollo de páginas en los bolsillos, que siempre tenía llenos de recortes de periódicos y manuales de oficios raros, y una noche los perdió en la casa de las muchachitas que se acostaban por hambre. Cuando el abuelo sabio se enteró, en vez de hacerle el escándalo temido comentó muerto de risa que aquel era el destino natural de la literatura. En cambio, no hubo poder humano capaz de persuadirlo de que no llevara los tres cajones cuando regresó a su aldea natal, y se soltó en improperios cartagineses contra los inspectores del ferrocarril que trataban de mandarlos como carga, hasta que consiguió quedarse con ellos en el vagón de pasajeros. 'El mundo habrá acabado de joderse -dijo entonces- el día en que los hombres viajen en primera clase y la literatura en el vagón de carga.'  Eso fue lo último que se le oyó decir."    

 

Si el destino natural de la literatura es ir al lugar simbólico donde la gente se acuesta por hambre de amor, si el amor y la letra redimen desde uno mismo, no hagamos nosotros los profesores lo que hicieron los inspectores del ferrocarril en Macondo.

           

No saquemos la mayúscula que aparece en el último de los versos citados de María Eugenia Vaz Ferreira, porque arriesgamos perder la solidaridad y el respeto, las ansias de igualdad y de justicia.

           

Que la literatura y la enseñanza y la acción y la vida sean juntas porque hace ya mucho tiempo que "las estirpes condenadas a cien años de soledad" -con minúsculas- no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra y se quedan en el olvido, sin letra y sin palabra, sin viaje y sin vuelo para siempre.

 

Muchas gracias                                                    

 

Ricardo Pallares

Ricardo Pallares   

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