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La chica del faro
del libro "Crash"
Leopoldo Oscar Otero Villagrán
oskiot@gmail.com

 
 
 

Alberto nunca fue un periodista de destaque. Como los viejos actores, la profesión, la había hecho sobre las tablas, sin escuela. Su filosofía de vida era la de ser un empírico, epicúreo, soñador y nihilista. A estas cuatro cualidades se le sumaba la de vivir su tiempo con intensidad, sin fraccionamientos.

Hacía dos años que estaba trabajando como informativista en el Canal 2. Un año atrás lo había hecho en el canal de la competencia.  La rutina era siempre la misma. Llegar y mirar en el pizarrón las notas a filmar para el día. Se suponía que no pasaran de cuatro o cinco, ya que no daba el tiempo de revelado de las películas  que iban a ser proyectadas para el noticiero que salía a las 8 de la noche. Leía algo, intercambiaba temas banales con los compañeros y allá a las cansadas a redactar las noticias extraídas del diario o de la radio. Pedro, encargado del noticiero, indicaba las notas más sobresalientes.  Sobre las 7 llegaba el “Jefe”, que era el ‘lector principal’, mostraba las últimas pilchas compradas, atendía a las dos minitas que lo llamaban, contaba su última conquista, y su almuerzo con algún político o con Lucía, que era su novia oficial ¡y listo! Ya no había más tiempo; tenía que leer las noticias. Eso sí, el jefe, en las despedidas de fin de año siempre conseguía algún lugar para el festejo. Una vez lo hizo en el yate de un tabacalero amigo. Otra, en una barbacoa de las mil y una noche de un empresario de la construcción y  salvo éstas salpicadas demostraciones de “poder”, por lo demás, su rutina era siempre la misma: llegar a último momento para leer el informativo de las 20.

Todas las noches, menos los fines de semana, Alberto tenía que cubrir la guardia hasta las 12. Disponía de una hora, que la utilizaba para ir a cenar opíparamente al  “Balón de Oro”. Sin embargo no era ni gordo ni flaco; se mantenía en sus 68 kilos, ideal para su metro setenta de altura.  Luego, volvía al Canal para dar dos o tres flashes informativos. Morocho,  de ojos y nariz grande, pelo negro y espesas cejas, le daban ese parecido, al actor Omar Sharif.  Por eso, al cierre del último informativo, sus admiradoras, algunas anónimas, le pedían una sonrisa.

Allá por abril comenzó el año laboral del 72 con varios atentados. Al rescate de Pereira Reverbel y Frick Davie, se sumó el terrorismo en los Juegos Olímpicos de Munich donde murieron once deportistas israelíes, mientras que un sicópata la emprendía a golpes de martillo contra La Pietá de Miguel Ángel.

Lo cierto es que el año terminaba con algo positivo, el encuentro de los sobrevivientes de los Andes con sus familiares.

Alberto, Beto,  para los amigos,  con sus  29 años vivía por el barrio Las Palmas con la tía “Chicha”,  quien lo crió desde los 8, cuando sus padres murieron en un accidente. Ambos no se molestaban. Un saludo por las mañanas y  dos palabras por las noches, eran suficientes. Tenían algo en común: eran solteros. En esas vacaciones del 73 había recibido una invitación de su vecino, Jorge, divorciado, dos años menor,  distribuidor de golosinas que vivía con su madre,  para pasarla en el balneario La Paloma,  por mediados de febrero. No lo dudó. Hacía años que se conocían y los dos compartían el mismo gusto por el ajedrez y las mujeres.

Previa acampada en al Parque Andresito iban a la  playa, luego al casino, y después rastrillaje por el balneario y, al no haber ningún pique de “ninfas”, a la noche, grandes partidas de ajedrez  hasta el amanecer. El asunto era por plata y por quien pagaba el almuerzo o hacía la comida con lavada de platos incluidos.

Febrero ya casi terminaba y los turistas no eran tanto en el balneario. Una noche en recorrida, se detuvieron en lo que sería una mezcla de pequeño parque de diversiones y kermese. No era más que una calesita, un tiro al blanco con pelotas de trapo, una rueda de molinete de sorpresas y un tiovivo entre otros atractivos menores. En los asientos giratorios había uno o dos  niños y una muchacha que aparentaba tener entre unos 18  a 20 años, que les llamó la atención. Era espigada, de ojos claros y carita redonda.

En cada giro quedaba  enfrentada a ellos, que ya se habían apostado a ganador.

-Perdí,  te está mirando a vos, Beto.

En eso, a la chica, se le escapa un zueco del pié. Pensó en la “Cenicienta”. Tomó el chanclo y cuando la máquina se detuvo, se enfrentó a ella. Un sudor frío le recorrió la médula al tiempo que sus mandíbulas se abrían involuntariamente. Era impresionante o al menos lo impresionó al punto de preguntarse de qué revista de modas había salido esa gurisa que lo dejó como un estúpido, clavado a un poste y sin habla. Le vino bien arrodillarse, ya que las piernas le temblaban y  porque además tenía que hacerlo, para calzarle el zapato. Fue una operación eterna. Estaba en ese paroxismo cuando su espalda recibe un perdigonazo de vozarrón que le hizo añicos la burbuja.

-¡Vamonos!

Era el padre que, junto a la madre y una chica de 10 años habían ido a su rescate.  Emprendieron la retirada apresuradamente.

Ni tiempo a nada. Alberto reaccionó  y fue al campamento a buscar el auto de Jorge mientras  éste los seguía a pié. Volvió y nada, el cretino, seguro los había perdido de exprofeso.

Pasaron dos días y, pese a las trilladas por el balneario, no la encontró.

En el Parque se habían hecho amigos de una pareja que acampaba al lado. En confianza, el matrimonio  les comentó jocosamente  que al principio,  los habían confundido como una pareja gay. Definitivamente: a partir de ese momento no se comió más en el campamento.

Playa, comida, juegos y alguna que otra caminata, era la rutina diaria que, a esa altura estaba perdiendo interés. Fue en una de esas recorridas cuando Beto la vio. Iba acompañada con la misma niña del parque de diversiones.

Se acercó a ellas, que caminaban por la rambla, y comprobó que era más alta, por lo que comenzó a caminar con las plantas, casi en punta de pié, tratando de elevarse. Pero igual, como Leguizamo, le ganaba, en este caso, por media cabeza. Así que desistió en el intento.

-¡Hola! ¡Qué sorpresa! ¿Cómo están?

La mayor, que luego se identificó como Liza, respondió con un tímido, hola. Luego de lo cual se inició un diálogo y pudo enterarse de que la niña era su hermana. La sorpresa fue mayúscula cuando le comentó que solo tenía quince años. Le dijo que vivían en el Faro y que todos los días bajaba con su madre a la playa. Su padre pertenecía a la Armada y era cabo.

No le importó la edad. Total, pensó, no dejaba de ser un divertimento de verano, así que al otro día, mientras Jorge quedaba durmiendo, se fue  temprano a la playa, una pequeña ensenada que se formaba al costado del Faro.

Allí estaban, la madre con sus dos hijas, sentadas debajo de la sombrilla.

Atinó a juntar caracoles en la orilla y de paso arrimarse al grupo.

- Buenos días. ¿No sabría decirme si hay caracoles más grandes que éstos?

- Sí, dijo la madre. Allí en frente, la llaman “la piscina” y se puede nadar sin riesgo porque el agua solo llega hasta la cintura. Además no hay rocas.

- ¡No me diga!

Tomó asiento junto a ellas y siguió el diálogo. Al parecer nunca lo habían visto por TV, ni tampoco le preguntaron nada sobre su trabajo. Liza le comentó que sabía nadar pero que no podía hacer la plancha. Era la suya, pensó. Beto le pidió permiso a la madre, que sonriendo le dio el visto bueno para hacerle una demostración in situ y, allí se fue con ella a la denominada, piscina. (¡Qué vieja macanuda!).

La hizo poner de espaldas sobre el agua mientras la sostenía con una mano por abajo al principio y un poco más abajo después, y la otra sobre el abdomen. Largo rato y con cuidado, estuvieron jugando a los pececitos con los dedos que recorrían y jugaban al sin querer queriendo. Una roca oficiaba de escudo, cubriendo parte de la piscina de las miradas de la madre, de la hija y del padre, que recién había llegado. No había nadie más en la playita. El agua empozada y tibia, le provocó una fuerte erección  que no lograba bajar ya que permanentemente la estaba rozando, hasta que, se arriesgó y para su suerte logró la cálida prisión de sus piernas. Ella entrecerró lo ojos y se ruborizó largando un pequeño gemido de complacencia, al par que lo ayudaba en su vaivén. Sin más,  sus labios comenzaron a temblar y su rostro apuntó hacia el cielo en un fuerte suspiro.  El asunto fue que en lo mejor de la tenida, apareció la hermana. Quedaron estáticos, como de piedra, sin saber que hacer ni reaccionar.

- Papá se quiere ir, dijo entre risitas.

¿Qué hacer? ¿Qué hago con esto?, se preguntó Alberto. Menos mal que había dejado unos cuantos caracoles en la orilla, así que salió del agua agachado, los juntó y se los puso  entreverados en los genitales. Como si estuviera paspado y sosteniendo todo con las dos manos se fue acercando al grupo que ya estaba esperándolo de pie y la sombrilla guardada. Varios de los caracoles se le desparramaron cuando dejó solo una mano  y la otra la tendió para saludar al padre.

Éste lo miró con cara de indignación y volvió a decir…

-¡Vámonos!

Se preguntó si sería la única palabra que conocía el energúmeno que lo dejó con la mano tendida. Y ya no le importó dejar caer todos los caracoles.

Liza fue la única que se dio vuelta para sonreírle.

Otra vez como al principio a seguir  trillando, esta vez solo, la zona del faro, ya que Jorge, por cuestiones laborales, había regresado a Montevideo con el auto. 

En el último día, con una molesta llovizna y cuando ya se marchaba del balneario, logró verla.  Estaba con la hermana y había salido al almacén. La encontró nerviosa porque solo le permitían salir para esos menesteres. Atinó a decirle que la playa la tenía prohibida. El mal tiempo además, no había ayudado.  Alberto le entregó su carné de periodista y le dijo que le iba a escribir. Que le mandaba las cartas a través de la ONDA, y que las fuera a buscar a la agencia. Con sus caras empapadas, sellaron el compromiso con un beso apresurado. 

Escribió cinco cartas y ninguna respuesta.

Habían pasado dos meses. Esa noche había salido al aire con dos flashes informativos. Todos relacionados con la guerrilla. Se le ocurrió pensar  que era un tema recurrente, como la guerra del Vietnam. La gente estaba cansada hasta el hartazgo de ver, leer y escuchar siempre lo mismo. Era la anarquía total. La policía ante cualquier disturbio, pan del día a día, no intervenía. Los periodistas se pasaban los chismes de las reuniones furtivas entre militares, guerrilleros y políticos. El “lector” del noticiero figuraba como gente amenazada por parte de los Tupamaros  y mostraba orgulloso una lista, donde figuraba su nombre junto a otros, que como él, estaban interesados, vinculados y no ocultaban su alcahuetería al gobierno de turno. En suma, había encubridores y cómplices por todas partes.

Esa noche, Beto, regresó tarde a su casa.

¡Sorpresa! Sobre la mesa del comedor se encontró con una carta de Liza.

Le contaba que iba siempre a la ONDA y la respuesta que le daba el de la agencia, era siempre la misma.

- ¿Cuál es su nombre?

-  Liza Fernández.

-  No. Lo lamento. Solo tengo éstas dos cartas a nombre de Liza del Faro.

 Se había olvidado de preguntarle el apellido y por eso había puesto “…del Faro”. Liza, al final, luego de ir tantas veces y comprobar el remitente, se hizo de las cinco cartas.

Comenzó la correspondencia. Un buen día y con los datos de toda su actividad, y, sin advertírselo, se fue a la Paloma.

En el balneario, esa mañana de otoño, se subió al ómnibus que aguardaba vacío, desde muy temprano, en la parada. Se sentó atrás. Liza le había contado que era el que tomaba para ir al liceo de Rocha.  La vio subir y sin levantar la vista se sentó por el medio. Le tocó el hombro. Lo mira, cierra los ojos y  se tapa la cara con las manos y vuelve a repetir la escena. ¡Fue de locos! Lo tocaba. No acreditaba ver lo que veía. Era un fantasma que se corporizaba. Lloraba. No había pañuelos así que, buenos fueron los dedos. Casi sin hablar llegaron a Rocha.

(¡Podía haber hecho la rabona!).

Fueron tres horas de espera. Dicen que el aburrimiento tiene ese algo de dulce y sosegador. A Beto se le agregaba, la impaciencia. No sabía porqué estaba dando vueltas Se preguntaba ¡qué diablos estaba haciendo allí! No tenía ideas ni metas. Solo esperaba sin respuestas. Se le había antojado ese capricho al filo de los treinta años. Una manera estúpida de perder el tiempo o no. La única excusa que se le ocurrió para justificarse fue: la de terminar lo empezado. Pero tampoco eso lo conformaba. Al final sonrió porque en el fondo no dejaba de tener su encanto. Se fue  a un kiosco, compró una guía y se metió en un boliche y café mediante, pudo enterarse un poco más del Faro Cabo Santa María, que así se llamaba el lugar donde vivía Liza.  Se inauguró allá por  1874  y dos años antes, en construcción, se había derrumbado como consecuencia de una fuerte tormenta, matando a quince obreros, 8 italianos y siete franceses.  Se prometía una hermosa vista panorámica, previa subida en espiral de 143 escalones, para llegar a la cima del Faro.

Continuaron las visitas de fin de semana a la Paloma, donde la veía por unas horas en la Biblioteca.

-Mamá ya sabe de lo nuestro  y se lo dijo a papá y creo que ya lo tiene medio convencido para que vayas a casa.

No le gustó nada la cosa, pero… ¿Por qué no? Era una buena manera de entrar de lleno en la aventura.

El padre, esa tarde de sábado, abrió la puerta. Beto, de pronto, se vio vestido de marinero, parado frente a su cabo. De nuevo al igual que a la hija, lo miró hacia arriba. Le pareció enorme, de pelo renegrido, rostro anguloso, frente ancha  y el clásico vozarrón…

-¿Viene con buenas intenciones?

(¡Vaya pregunta!).

Le sonó a siglo pasado y hasta pensó si no sería masón. No obstante le había tirado con una linda pelota para hacer el gol.

-Sí, señor. (Vengo con horribles, perversas y cochinas…).

-Pase.

Lo cierto es que lo apabulló con enormes carpetones que contenían fotos de todas sus travesías marinas, en tanto la madre, depositaba sus tortas dulces en la mesa. Liza y su hermana miraban sonrientes y picarescas la escena. Se hizo la noche y Beto se mordía los bostezos.

-Usted no se va de aquí. Es mi invitado y se queda a dormir en esta casa.

-No, gracias, estoy en el hotel…

-De ninguna manera, traiga sus cosas. Lo espero para la cena.

Mientras le apretaba la mano, Beto, no salía de su asombro. ¿Qué era esto? Dudó. Por un momento pensó que, el viejo lobo de mar, era un tipo moderno. Que de repente y durante la noche hacía un guiño a la visita sigilosa al cuarto de la nena. Era una mera fantasía. El solo hecho de pensarlo también le producía pavor. La guiñada se podía transformar en una bala 45 que le partía el marote en dos. ¡Qué sea lo que Dios quiera!

Dios, no quiso mucho. Esa noche y luego de la cena, guiso de porotos, durmió en el cuarto de guardia, que estaba a la vuelta de la casa y debajo del Faro. Las paredes de argamasa y piedra  tenían un grosor de 50 centímetros, a prueba de bala de cañón y, dos puertas, una de hierro y otra de reja cerraban el pequeño cubículo que solo tenía una catrera y un cajón forrado de papel,  que oficiaba de mesita de luz. Nada más. Era una cárcel que haría las delicias de cualquier monje en retiro espiritual. Pensó en el derrumbe que había padecido el Faro en su construcción y esa noche no pegó un ojo.

(¡Socorro! ¡Si llego a mañana me voy corriendo de aquí!).

El mañana llegó con un Golpe de Estado. A las 5 y 30  del 27 de junio quedó oficializado. Se ejecutó pacíficamente. Todos miraban y escuchaban la marcha militar detrás del ojo de la cerradura, sin intervenir.

Ese día, Beto, fue  a la sala de redacción, tomó  sus cosas y se despidió definitivamente de sus compañeros.

Mientras se dirigía a su casa pensó en el adiós de Liza y su familia.

Fue un golpe para todos. Él, no estaba en televisión y ya no despertaba interés, además, tenía el sello estampado en la frente como izquierdista: era un enemigo en casa.

La imagen en primer plano de Liza, llorando,  sentada en el piso,  recostada contra la blanca pared del faro se fue alejando, perdiéndose en el zum del tiempo, haciéndose cada vez más pequeña, tan pequeña como un punto final.

Del libro "Crash"
Leopoldo Otero
oskiot@gmail.com

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