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El Bonzo
del libro "Crash"
Leopoldo Oscar Otero Villagrán
oskiot@gmail.com

 
 
 

Abrió los ojos y se incorporó. La cara mojada le estaba diciendo que llovía afuera casi como adentro. Las chapas que cubrían la cucha, como lo llamaban al rancho sus compinches, herrumbradas y perforadas por el tiempo, dejaban pasar los goterones por todos los resquicios de la vivienda, si es que así se la podía llamar. Pasta, afano y balas: así definía su vida. Hacía dos meses que se había ido de la casa de su madre, una robusta mujer que trabajaba en una pescadería por la mañana y en una panadería por la tarde para mantener la casa, o lo que quedaba de ella. El nene se había llevado casi todo. Harta, la emprendió a puñetazos, cachetadas y puntapiés contra su hijo, a quién pescó justito cuando se llevaba el viejo televisor en blanco y negro. Desde ese día nunca más lo dejó pisar la casa. Previo, de nada valieron los internados en centros de recuperación y los psicólogos. Odiaba toda esa mugre, como él decía, luego de su quinta recaída. A esa altura consumía lo que viniera. Había empezado con la pasta base buena y la había seguido con la mala, que estiraba con pesticidas, fertilizantes químicos y medicamentos de todo tipo y de uso veterinarios.

Ahora, estaba transformado, al decir de los planchas, en un bicho tomado, en suma, un irrescatable. Se sentó en esa cosa sillón, agujereada, mojada y hedionda; se pasó la mano por la cara, expectoró sangre y dentro de su estado mutante se reanimó al mirar el revólver que tenía entre sus manos. Lo consiguió del Oreja, otro tránsfuga. Estaba sin balas y lo tenía que devolver a la noche.

Había llegado al fondo del agujero. Estaba transformado en un rastrillo, el último eslabón de su drogómana vida. Cualquier cosa le servía: un farol, un picaporte, una canilla. Para colmo de males, las denominadas bocas se encontraban impotentes, porque la promesa de protección al barrio de estos monos, a cambio de silencio, no llegaba a cubrir esos saqueos menores.

Ese día de invierno era su día. A cuenta del resultado de su rastrillaje, le habían dado una falopa o petardo; se trataba de una dosis menor que el verdadero Paco que, con unos puchos y viruta, estaba generosamente engrosado y hacía un buen rato que se lo había papado directo de la lata. Salió de la cucha porque no tenía más remedio. Aparte, no tenía nada. Si no fuera por eso, ni loco iba a mojarse, aunque ya lo estaba. Con ese fierro se sentía grande. Lo manipuló haciendo girar el cilindro y lo gatilló varias veces sobre un blanco imaginario. No podía quemar a nadie, pero igual, pensó, el cagazo se lo van a llevar.

Algo grande tenía en la mente, es decir, nada; pero lo presentía, tanto que se manijeó cantando su cumbia villera preferida: “!…y los vagos que salen estilo manada te pidan un brillo pal vino antes de pegarte una puñalada con un vidrio, vos ya sabrás a que atenerte…viejita!

Caminó cinco cuadras con las naves destrozadas al punto de tener que atárselas con alambre. Tampoco encontraba a ningún globo para hincarle el diente. Seguía lloviendo. Estaba cubierto con un nailon y llevaba puesto un casco de moto. El único regalo caído del cielo. Lo había agarrado de un accidente. Vino rodando hasta sus pies, mientras el desgraciado motonetista quedaba incrustado contra un árbol. Estaba rajado en el centro. Un agujero que parecía haber sido hecho con una gruesa mecha, dejaba a la vista su oreja izquierda, cuyo lóbulo estaba desflecado por el pasaje de caravanas contaminadas. Aunque ya estaba algo pasado de moda, usaba piercing en una ceja, en el mentón y en la oreja sana. Lo encanaron varias veces y, en una de ellas, para que cantara, le habían arrancado dos piercing con terminaciones en munición que tenía puestos en los testículos. Nunca más se los puso ahí. Le decían el Bonzo. Era corto por tres lados: de edad, altura y cerebro. La droga lo había minado transformándolo en un cuero con armazón. Estaba atejado y, a sus 19 años, aparentaba ser más chico de su metro sesenta. Entre lo suyos llamarlo bicho tomado era lo último. No tenía ninguna posibilidad de rescatarse de la droga. Su cabeza, quemada por tanta basura, ordenaba al resto de su cuerpo cubrir sus apetencias más apremiantes. Y ésta, la falta de droga era una, por no decir la única necesidad básica de su miserable vida.

Se la iba a dar al primer pan, pero, como no aparecía ninguno que valiera la pena en las diez cuadras ya pateadas, optó por un kiosco. No vio ningún rati, así que entró y esperó a que una señora terminara de hacer su jugada. Eran como diez números que lentamente dictaba a la empleada que estaba detrás del mostrador. ¡Joder! ¡No aguantó más!

Empujó a la anciana hacia un costado y empuñando el arma se pasó directo a la caja. -¡Correte, yegua! ¡La mosca! ¡Dame toda la mosca!
La mujer, sin inmutarse y con las manos en alto, se retiró hacia un lateral, mientras el Bonzo rascaba los pocos pesos de la caja, pidiendo más.

-¡Dale, cantá! ¿Donde está la mosca? ¡Si no me decís, mato a la vieja!

-¡Hey!

Se dio vuelta y solo llegó a ver un fogonazo que lo atravesó de lado a lado, quedando la bala 45 incrustada en la pared. El impacto lo empujó hacia atrás sacándole el casco y el revólver. Algo le quemaba las entrañas. Llegó a ver un tipo detrás de la pistola, se paró lentamente, se dio media vuelta, intentó correr pero no lo logró. Solo atinó a pegar brazadas y dar su cabeza contra la puerta de cristal de la heladera que atravesó, quedando embutida entre vidrios, botellas, cremas y yogures que reventaron en su cara.
No había tenido suerte. Los dueños del kiosco eran policías.

Sintió un ruido. Intentaba abrir los ojos y no podía. Una voz, que le pareció conocida, le habló.

- Lito, soy yo, mamá.

Intento responder pero no pudo. Un caño le salía de la boca. Otro de los riñones y uno más lo tenía puesto en el pene y de éste a una bolsa que, junto con otra, colgaban al costado de su cama. Tenía la cabeza vendada y su rostro hinchado. De una vía, en el dorso de la muñeca, le entraba suero con calmantes y penicilina. Y del otro brazo, lo mismo, una mariposa recibía una transfusión de sangre. Del tórax le prendían varios electrodos con cables que iban a un monitor donde se observaba la actividad cardiaca.

Finalmente pudo abrir los ojos y vio todo nublado al principio y, luego, con más detalle.

(¡Carajo! ¿Donde estoy?).

Poco a poco y pasando los días, la cosa había cambiado. De cuidados intermedios pasó a sala. Una sala donde el olor a orines, alcohol y medicamentos era el aire que se respiraba. Un total de veinte camas estaban separadas por viejas cortinas amarillentas y con enfermos de distintas patologías. Miró al costado y vio a un policía, gordo, sentado y dormitando y, del otro, a su supuesta madre, que se esforzaba sin lentes, a enviar un mensaje de texto por el celular. Se sentía angustiado y harto de tanta cama. Para peor y como era habitual en estos casos, no podía contar con nadie y las visitas, salvo las de su madre, las tenía suspendidas, lo que equivalía a cero ayudas exteriores.

Pero lo más alarmante era que no podía recordar lo que le había pasado. Sería por el cabezazo o por el estrés. Lo cierto es que, por más que se esforzaba, el tiempo se le había detenido, y sin dudarlo, por el golpe recibido. Se enteró de lo sucedido, a través de lo que le contaba su vieja; así que, cuando vino el abogado de oficio, solo atinó a decirle que no recordaba nada.

Le pidieron una pericia siquiátrica y era cierto. El Bonzo no sabía ni dónde estaba parado, ni cómo se llamaba ni quién diablos era.

Safó de la muerte y de la cárcel. Lo mandaron, como si fuera un menor, al cuidado de su madre. Ella, durante el camino y en rosario, le advirtió que no volviera a delinquir ni a robar y que, si se llevaba algo de la casa, así fuera un papel higiénico, le iba a rajar la cabeza de un fierrazo y que no le importaba ir a la cárcel, porque la tenía podrida.

El Bonzo no entendía por qué esa mujer lo estaba rezongando por nada. Se sentía mal. Había tenido náuseas y vómitos. Durante cinco días su paciente madre, hizo la labor de un psiquiátrico: lo ató como un matambre a la cama, le daba de comer en la boca y le ponía la chata para sus necesidades. Su cuerpo sudoroso estaba en descarga eléctrica y de día sus manos temblaban permanentemente. Veía alimañas de todo tipo, color y tamaño.

A todo esto, se le sumaban náuseas, insomnios y depresiones. Así pasó la tortura de una, dos y tres semanas. Las dosis decrecientes de tranquilizantes en el grupo de psicofármacos venia haciendo efecto. El proceso de desintoxicación estaba en marcha.

Por momentos se sentía morir. Por momentos recuperaba su lucidez y recordaba algo. Casi nada. Con el correr de los días y a medida que evolucionaba, iba tomando conciencia de su situación.

Anochecía cuando su madre salió de compras al almacén. Golpearon la puerta. Abrió y, parpadeando, trato de ver al sujeto que estaba allí.

Se trataba del Oreja, su compañero de la cucha, quien le había prestado el revólver, que al final tampoco era de él sino del Zota, un brazo gordo, rengo, a quien le habían volado la pierna de un balazo. El Oreja también era otro irrescatable; de cuerpo esmirriado, le faltaba un trozo de oreja, producto de una mordida en una gresca. Venía por el arma, ya que el Zota lo había amenazado de muerte si no se la devolvía. Y no valieron razones de que la tenía el Bonzo y que éste la había perdido en el asalto.

-¡Yo te la presté a vos, ¿tamo?, así que no me jodás! ¡Me importa un carajo! ¡Me traes otra hoy o sos boleta junto con el gato ese, ta!

-Dame tiempo, Zota. No es fácil conseguir un fierro.

Lo agarró de la oreja sana y le gritó:

-¡Mañana! ¡Mañana me traes una máquina, sea como sea! ¡¿Entendiste?!

-¡Ta bien, Zota, ta bien!

El Oreja, pese a lo caliente que estaba, sabía que había llegado a lo del Bonzo a reclamar la nada; no iba a conseguir lo que buscaba, pero por ahí, escarbando en la casa, podría haber algo que le interesara: plata, droga, lo que fuere. Todo podía servir.

-¿Quién sos?

-¡Bonzo! ¡Vo, pelado, tas mutado!!

- Pero, ¿quién sos?

-¿Cómo quién soy? ¡El Oreja soy, ¿qué te pasa?!

-No te conozco, pibe. Arrancá.

Se dio vuelta para cerrar la puerta.

-¡Pará, tigre! ¿Tas pirao? ¡No te hagas humo que me debés el fierro!

-¿Qué fierro?

-¡El fierro que te voy a dar en la cabeza si no me lo devolvés!

-¡Pará, pará la mano! Te digo esto y te borrás. Me dieron un fuego en la barriga, me golpeé la zabiola y no recuerdo un carajo más; así que, chau!

-¿Qué pasa aquí?

El Oreja no quedó muy convencido y, sin importarle la mujer que estaba a su espalda, le puso su índice en el pecho y le advirtió:

- Escuchame, mutante. Si para mañana no me das el fierro, me vas a tener que dar algo igual, porque sino, te quemo como a una rata, ta!

-¡Vos no vas a quemar a nadie, atrevido!

-¡No se meta, vieja!

No había terminado de decirlo cuando un sorpresivo cachetazo en su medio cartílago de oreja, lo aterrizó en el piso. La madre del Bonzo era fornida. Sus 55 años y metro ochenta, la hacían una respetable señora. Su fuerza la había adquirido de las bandejas de pescado y las bolsas de harina. No paró. Toda su furia e impotencia, por su hijo, las descargó sobre el desgraciado. Los dos kilos de papas y boniatos que traía en una mano se los reventó en la cabeza. Los huevos también le quedaron escrachados en su rostro. El Oreja, atontado por los golpes quedó dando brazadas. No podía escapar de la andanada de patadas y puteadas.

-¡Te voy a dar a vos amenazar! ¡Tomá! ¡Traerle drogas a mi hijo! ¡Te voy a matar yo a vos! ¿Entendiste?

Atontado logró pararse y fue en ese momento cuando se le lanzó encima prendida como araña de su cuello. Esta vez los dos se fueron al piso. Él, con menos suerte ya que la mujer lo aplastó prácticamente con sus 90 kilos. El Oreja manoteaba con uno de sus brazos, pero sin fuerzas. El otro brazo le quedó inmovilizado y triturado por una rodilla. No podía respirar. Las claras y yemas, chorreándole por la cara, le quitaron la visión de sus ojos desorbitados. Se sintió morir. Eran tenazas que no lo dejaban respirar. Sin fuerzas, quedó tieso. Ya no se movía.

Agotada, se acomodó el pelo y entre interrogantes si lo había matado, se fue parando lentamente. En súbita reacción entró a la casa llevándose por delante al Bonzo que seguía parado en la puerta, estupefacto.

-¡Hola! ¿911? ¡Por favor, acabo de matar a una persona, vengan! ¿Dónde estoy? ¡En mi casa! ¿Dirección?

- ¡Vieja, pará, está vivo!

- ¡Hola, no, no lo maté, está vivo, no vengan! Cortó.

El Oreja se sentó de golpe y tosió. No bien empezó a respirar, aliviado, se levantó y se alejó dando grandes y desequilibrados pasos.

En el silencio de la noche se sintió un grito ronco, casi ahogado.

-¡Vieja putaaa!

Como tantos otros, el Bonzo había salido de la droga. Fue accidental. De otra forma, quizás, no lo hubiera logrado. Regresaba de la muerte. Ahora estaba trabajando en la Fundación, ayudando a otros que como él cayeron en lo mismo. Había cambiando su calidad de vida y volvía a recuperar los sentimientos. Lito, leía y estudiaba sobre la adicción y también la mostraba desnuda tal cual la había vivido. Su memoria perdida la había recuperado, lo que le permitió mirarse retrospectivamente. Integraba los grupos de autoayuda. Tenía 22 años y junto con su madre se habían mudado a otro barrio. Estaba un poco más gordo y su ánimo y ganas de vivir lo demostraba en todo lo que hacía.

Ese sábado de noche hacía calor. Se preparaba para ir a la casa de su novia, a quien había conocido en la Institución. Se puso un poco de perfume y salió.

Luego de cerrar la puerta con llave se dio vuelta y escuchó dos estampidos. Se sintió herido. Se agarró con las manos el estómago. (¡La puta madre...!).

Cayó arrodillado y luego de un largo suspiro su cuerpo se desplomó. Sus ojos quedaron abiertos, fijos hacia el cielo estrellado. El timbre de su celular comenzó a sonar… “…abajo, arriba, al centro y pa’dentro. Vamo’a hacerlo nena como yo te muestro así…así…asíii!”
 

Del libro "Crash"
Leopoldo Otero
oskiot@gmail.com

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