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Dos balas perdidas…
del libro "Crash"
Leopoldo Oscar Otero Villagrán
oskiot@gmail.com

 
 

Viernes. La histórica Ciudad Vieja fue un calco de las anteriores jornadas. Cumplía puntualmente con la costumbre de transmutarse, pasando del movimiento bursátil, bancario y comercial durante el día, al meneo de los restaurantes, boliches y caderas en subasta por la noche. Precisamente, eran los fines de semana cuando se acentuaba la movida joven y no tanto, porque más de un veterano se paseaba por la Peatonal y adyacencias, en busca de los distintos bares que, emitiendo sus ritmos al tope, llamaban a sus fans, al igual que las parroquias con toque de campanas a su filegresía. Con varios decibeles menos sonaba la música de las cantinas de la rambla portuaria, donde las mujeres de Lautrec, se ofertaban detrás y delante de mostradores tenuemente iluminados.

Por lo demás las variantes de esa velada, a pesar del incipiente invierno neblinoso, no pasaban más allá de una redada en la que quedaban apresados más peces flacos que gordos, más prostitutas que gigolós y más niños que adultos.

Esa madrugada del sábado, no iba a ser tan agraciada para el sujeto que apareció de improviso doblando la esquina de 25 de Mayo y Bartolomé Mitre a toda máquina llevándose puesto un tipo entrado en copas. Trastabilló, pero logró mantener el equilibrio y retomar el impulso. El impactado era un coreano que, como un trompo, quedó dando vueltas para luego estrellarse contra una pared en medio de gritos y carcajadas.

Sus piernas ni se veían por lo veloz de sus movimientos. Podía y debía aguantar mucho más. Fueron diez cuadras las que devoró en el aire. Desde hacía tres años, se entrenaba para mantener firmes sus cuádriceps. En sus prácticas había llegado a correr los diez kilómetros en 45 minutos y no estaba conforme; pero la de hoy era su competencia y, sin embargo, algo no andaba bien en su cuerpo. No estaba rindiendo. Sería por las botas deportivas, algo pesadas ahora; pero le resultaban cómodas. La suela de goma las hacían más adherentes aunque, por la neblina, y el piso resbaloso…

La policía, que se multiplicaba, seguía muy de cerca sus pasos. Ya había dejado a más de uno atrás pero, eran como hongos. Muchas veces se había preguntado por la ceguera del Ministerio del Interior, que contrataba a personas con sobrepeso para caminar más que para custodiar y eventualmente correr a los malos por las calles. Llegó a la Rambla y subió por Juncal pensando en los motivos por los que llegó a robar todo ese dinero. Una moto a contramano con su sirena apagada y a todas luces le cerró el paso. No le quedó otro camino que desviarse, volver a la Rambla y meterse a saltos de gato en una casa a medio derruir. De a dos subió una escalera de madera que crujió por la podredumbre y el peso y se acurrucó en cuclillas en el rellano. La luz de un farol de la calle iluminaba tenuemente la escena. Esperó. Al parecer, los había despistado. Esperó un poco más. Sin duda, la tercera fase de la operación no le había salido del todo bien y no necesariamente porque no la hubiera planificado.

Sintió un ruido. Una rata, un perro, un milico. Todo podía ser. Extrajo de entre sus ropas su pistola Beretta. Apoyó sus dos manos en las rodillas, apuntó hacia la escalera y esperó. Sus pensamientos trabajaban a mil. Siempre estuvo del lado de la justicia, acompañando a la policía y hoy era su virtual presa. En el fondo sentía pena por ellos. Nunca iban a ganar lo suficiente, así que la coima era el pan obligado de cada día. El comisario es como un sobretodo con varios bolsillos y el encargado de la recolección. Llena sus alforjas, llama a su superior inmediato, que recoge su metálico y vuelve a partir y repartir y así sucesivamente. A los viejos subalternos solo les resta quedarse con las plumas de las prostitutas y los drogadictos.

Había dejado la mochila con la ropa y los 12 kilos de dinero escondido adentro de un contenedor de basura. Al final también era basura. Claro. Una basura muy rica. No le preocupó que el camión recolector pasara y se lo llevara. Nunca lo hacía en la madrugada. La Intendencia, en cualquier pequeña acción laboral que emprendiera ya sea de bacheo, ya sea de poda, siempre lo hacia a la luz del día.

No tenía dudas: ésta era la oportunidad de irse definitivamente del país y hacerlo bien. Lo había pensado varias veces pero no lograba decidirse, por su profesión, por las trabajosas reválidas o por el capital que no lograba reunir. Lo cierto es que, si se le daban las cosas, podía juntarse con su única hermana en Canarias y, llegado el momento, ya se vería qué hacer. Era la única familia que le quedaba, porque con su tía, hermana de su madre y sus dos primos, no tenía otra relación más que de parentesco. En el estudio tenía perfil bajo, usaba lentes y no se vestía a la moda. A nadie le había confesado que era cinturón marrón en Ai-Kido y que corría. No tenía compromisos. Su perra Rootwailer era su única amistad. Con ella salía por las noches a trotar.

Entró a trabajar como ratón de biblioteca. Tenía que ir a los juzgados por información de expedientes y otros mandados, y luego entenderse con los juicios menores, como vencimientos de contrato y buscar jurisprudencia y doctrina. Los dos años en la firma, le habían servido para estudiar la planificación, ejecución y huída que son las tres fases de cualquier robo. Ahora, estaba tratando de sortear la tercera.

- ¡Soltála! ¡Policía, bajá el arma! ¡Bajá el arma te digo!

El tipo, salido de no sé dónde, estaba apuntándolo con la 38. No le quedó opción. Se paró lentamente, lo que fue aprovechado por el agente para manotearle el arma. Un movimiento simultáneo de aspa con los brazos y patada lo desequilibró tirándolo al piso. El policía era demasiado corpulento, y no contó con que, desde el suelo, lo sujetara fuertemente de sus piernas, y lo volteara. Un puñetazo que logró esquivar hacia el hombro paró la contienda. La bestia se le había encimado y, de un manotazo en la cabeza, le sacó el pasamontaña.

- ¡Mujer! ¡Sos una puta mujer! ¡Jaj! Dame las manos, pero con mucho cuidado. La esposó hacia delante y le sujetó los pies con un zuncho de plástico.

No habló más. Solo atinó a rascarse la cabeza, sacar una caja de cigarrillos y meterse uno en la boca. No lo encendió. La miró detenidamente: alta, flaca para su gusto, de pelo corto y cara de niña ingenua. No aparentaba los veinte, pero podía tener más. La condenada corría como el demonio y pateaba como una mula. Estuvo a punto de perder los huevos y los bofes y eso que estaba intentando dejar de fumar.

- Sentate. ¡Sentate, te digo!

Pensaba rápidamente. Tenía a ese urso en frente y no sabía qué hacer.

Atendió su celular, que estaba en vibración.

- Sí. Estamos en un 77*. Sí, bueno. Voy a un 98**, y salgo para allí. No, no. Andate nomás.

Esos códigos no le gustaron nada.

- Bueno, contame. ¿Cuánto te robaste y donde dejaste la guita?

Silencio.

Se sacó el cigarrillo y escupió. No podía perder mucho tiempo.

- La caja fuerte…¿Te dice algo? O me cantás o te hago cantar.

Nuevo silencio.

Se volvió a poner el cigarrillo en la boca.

-El procedimiento es sencillo. Primero, te reviento esa carita de una trompada. Luego, y esto es algo que me gusta mucho hacer, te bajo los lienzos y el resto imaginátelo.

- No mucho, pero, en fin, no deseo molestarlo. Yo misma asalté mi estudio. Somos unas cincuenta personas trabajando en el estaf, entre abogados y escribanos. Sabía que un cliente había dejado a último momento una buena suma de dinero que no pudo ser depositada a tiempo. (Creo que el imbécil me dislocó el hombro).

No le contó más detalles. No le contó por ejemplo que nadie, en su sano juicio, se atrevería robar a la prestigiosa firma Ferrero & Ribussoni. El edificio era inexpugnable: cámaras, guardias de seguridad y estricto control, mediante tarjetas de ingreso y salida de personas.

Ese viernes, antes de que se fuera el personal, ejecutó el plan. Se encerró en el placar de limpieza de la kitchinet que oficiaba de cafetería. Para los demás, ella, ya se había retirado. Miró el reloj que marcaba la 1 y 10 a.m. A oscuras se puso los guantes y ubicó el gabinete central de la alarma. La anuló desconectando solo uno de los dos terminales del transformador y de la batería; luego fue hasta su gabinete, sacó un bolso, se colocó una malla y encima el pantalón, una camisa blanca algo arrugada, la corbata, el saco y el sombrero y finalmente se pegó un grueso bigote. De allí se fue directo a la biblioteca salomónica. Abrió una de sus puertas y allí estaba la caja fuerte. Era inglesa, con herrajes de bronce y sistema de cierre con 4 gruesos pernos, apertura de llave y combinación mecánica. Todas las cajas fuertes se abren con tiempo, pero no necesitó tanto. Tenía la combinación y la copia de la llave, adquiridos pacientemente, aunque dudó sobre uno de los números de la rueda que empezó a girar. Cada clic le producía una rara sensación de alivio y de ligero temblor a la vez. Faltaba uno, solo un clic y a esa altura no había parte de su piel que no estuviera mojada. Cerró los ojos y respiró profundo; la puerta cedió.

- Al final, ¿sos abogada?

- Sí, y también escribana.

-¿Cuánta guita era en total?

- ¿Le sirven cien mil dólares?

Se sacó lentamente el cigarro de la boca.

Notó una leve contracción en su rostro.

-¡Me estás jodiendo! ¿Me vas a dar cien mil dólares? ¿Y de dónde carajo robaste tanta…? Se rió.

Su risa era una mueca en un rostro hecho a pedazos. Sería boxeador. Tenía un bulto sobre otro donde se escondían dos ojos achinados, demasiados chicos para lo voluminoso de su cabeza, de pelo negro que le caía hacia los lados y hacia atrás atado como cola de caballo. Puso su cigarrillo entre los labios, dejó lentamente su revólver a un costado y fregó sus manos placenteramente.

-¡Quién diría! ¿Con esa carita de nena? Al final, no me lo dijiste. ¿Cuánta guita te afanaste?

- Un millón de dólares. Y después ya conoce el resto: el guardia de seguridad, la persecución y usted.

-¡Un millón de dól…! Volvió a reír. ¿Cómo te llamás?

- No creo que eso importe ahora.

- ¿Dónde dejaste la guita?

- Tampoco importa.

Señalándola con el cigarrillo.

-Un millón de dólares y ¿me querés dar solo cien mil? ¡Jaj!

Esta vez se llevó el cigarrillo a la boca y lo encendió aspirando una larga bocanada.

Le resultaba más fácil lidiar con tipos inteligentes, pero, el que tenía en frente era un imbécil, por lo tanto, no tenía que subestimarlo. Se daba esa rara situación en la que se veía obligada a esforzarse más y pensar correctamente los pasos a seguir.

No debía cometer un segundo error como le había pasado luego de hacerse con el dinero y vestido de hombre de negocios, intentara abandonar el edificio. Solo que el maldito guardia de seguridad, justo en la puerta de calle, le pidió la tarjeta de salida. Un detalle que olvidó. ¡No le iba a dar la de ella! (¡Qué estúpida!).

-¡Qué estúpido! Me la olvidé arriba. Por más que se esforzó le salió una voz aflautada.

- Disculpe. Va a tener que ir a buscarla.

- Sí, claro. ¿Me abrís para decirle al taximetrista que me espere?

El guardia abrió la puerta.

- ¡Hey, nena! ¡Te estoy hablando! Dije, que voy a tener que pedirte un poquito más, querida…

- Lo estuve pensando. Mejor, no le doy nada.

Lo estaba apuntando con su pequeño revolver Davis de dos tiros que durante la conversación había logrado sacar de adentro de su bota.
Escupió el cigarrillo.

- ¿Qué hacés?

- ¡Ni lo intente!

- ¡Jaj! ¿Con esa porquería?

- Es un revólver pequeño, sí, tiene 2 pulgadas y media de caño, pero se equivoca: es calibre 7.65. Solo dispara 2 balas, “de porquería”, pero 32.

- ¡Carajo! ¡Qué puta que sos! Bueno, está bien, ganaste. Acepto esos cien mil dólares y no hablemos más…

- ¿Está sordo? Le dije que no le iba a dar nada.

- ¿Qué?
Silencio.

(¡Lo parió! ¡No creo que la muy yegua hable en serio! Esto me pasa por no haberla cacheado).

- ¡No vas a ir muy lejos!

- ¿Eso cree? Ni lo intente con su…

Retiró lentamente su mano que se deslizaba hacia el revólver.

- ¡Jaj! ¿Te olvidaste que avisé a mis compañeros de que te había agarrado?

- ¿Sí? Que pena.

Manoteó su arma.

El sonido de dos disparos, en esa noche ruidosa, pasó inadvertido.

Por al lado del coreano, que ahora recostado a una pared tarareaba una melodía, pasó una muchacha, alta, vestida de negro, envuelta en una capa, con botas, llevando una mochila y una sonrisa.

* Sin novedad.
** Paso al W.C.

Del libro "Crash"
Leopoldo Otero
oskiot@gmail.com

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