Esto es lo otro

Me gusta escribir sobre los chiquilines y sobre cosas que pasan en los salones de clase. Un montón de ellas se repiten porque el sistema es rutinario. Como las rutinas son desordenadas por lo más jóvenes no es fácil el ejercicio ordenado de aquéllas: se iba a hacer esto y resulta que hay que hacer lo otro (rompieron un banco, se apretaron un dedo, desapareció un cuaderno o la plata, tiene mononucleosis, se peleó con el novio, dice que lo van a agarrar a la salida). Eso confunde un poco porque esto no puede quedar sin hacer aunque deba atenderse a eso, que es lo otro. Y además porque la rutina de timbres y señales -más compleja en un liceo privado que en otro- enreda cuerpo y mente en su exigente cadena de respuestas cuya calidad se mide en tiempo como la de un Monza o la de un depósito a plazo fijo. (Puntualidad y presentismo son las mejores prendas, sobre todo en un privado, de un profesor liceal que en general es una profesora). A pesar de todo (la rutina y las confusiones de ruta que dentro de ella se producen: ¿adónde me tocaba?, ¿al 2, el 3 o el 4?, ¿qué hora, qué día es hoy?, ¿me toca subir o bajar?), llega el momento en que la puerta se cierra a nuestras espaldas. Por fin solos. Adiós a la mirada que nos pescó llegando a la puerta del salón cinco minutos después del timbre, y no dos, que sería el máximo tolerable en un privado. Es una marejada de ojos que nos salpica mientras se aquieta. Normalmente el resto de la clase es una tarea marítima: vamos subiendo a bordo, soltamos amarras y remamos hacia adentro. 
En ese aire limpio de la media hora que queda, en esas aguas calmas, ocurre lo que nadie más que los que estuvimos podemos contar. 

Tatiana Oroño
Morada móvil
Artefato, noviembre de 2004

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