Cuadro con sol

El primer rayo filtra todas las ranuras y pone en incandescencia zonas de penumbra. El sol de noviembre toma por asalto los párpados de la casa, pega en las espaldas de los compradores y al feriante le da de frente, encandila las resinas de la tela. Me despierto pensando que anoche me olvidé de descolgar el cuadro.

Había ido destiñendo en otra casa. Un día el pintor se acercó. Está desteñido este cuadro- dijo. Entonces empezamos a taparlo con un pañuelo antes de ir a acostarnos para protegerlo de la luz de la mañana siguiente.

Me iba a dormir con un sentimiento de culpa liviano, como un pañuelo, porque le estábamos haciendo una cosa fea: escondiéndolo para destaparlo sólo si llamaban a la puerta o entraba alguien. Como si estuviera colgado sólo para ser mostrado a las visitas. O para mirarlo de noche. No me gustaba taparlo tampoco porque tras esa tela ciega me imaginaba el fantasma del momento en el cual los que habían ido y se habían parado ante los cajones para pedir un quilo de aquella fruta, la mañana que el pintor los abocetó, habían pagado con monedas que sonaban al ser sacadas de los bolsillos y caer en la lata del verdulero. El paño, sostenido en los ángulos del marco salientes como esternones, ocultaba el colorido de la feria y se parecía al gesto de taparle la cara a un muerto.

Pero lo hacíamos igual. Mi madre tomaba la iniciativa y yo la secundaba. No precisábamos hablar para entendernos: queríamos que el cuadro mantuviera su irradiación de amarillos y de rojos tras la frutera verdadera. Nadie, sino el pintor - que ya lo había hecho y tal vez olvidado- iba a apreciar el tenue deterioro de la coloración, la sutil degradación del valor. La ilusión de invariabilidad dirigía las manos de mi madre hacia el marco, cada noche, como si arropando aquella luz entonada y defendiéndola contra la salida del sol del día siguiente, pudiera infundirle una fuerza vivífica y salvadora. Pero el gesto producía el resultado contrario. La pintura era negada y su realidad - la de los destellos menguados de una feria bañada por el sol una mañana de domingo, retenida en los ojos, recuperada en una hoja de bloc, pasada a la tela- era traicionada por las manos que la empujaban a la condición de objeto de adorno.

Cuando me mudé lo puse en un ángulo donde estaba previsto que hubiera poca luz. Tras el color de la pincelada saqueado por la piratería del antiguo sol, se movían los fantasmas del vendedor de frutas y de las compradoras de pollera, con bolsas de red. Tras años de cuidados encubridores las veladuras originales del cuadro había sido segadas por la hoz del sol al ras de las reverberaciones del primero.

Una mañana sorprendí a primera hora las salpicaduras del primer rayo ya en fuga sobre la tela. Una sombre fulgurante le había dado alcance. No supe si era un don o un maleficio. Ser alcanzado por las flechas de Apolo no es una suerte menos digna que apagarse en un rincón.

Y empecé a descolgarlo. A veces. Y a veces, no. Porque si me olvido como hoy, la feria es bañada otra vez, furtivamente, por el primer sol.

Tatiana Oroño
Morada móvil
Artefato, noviembre de 2004

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