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Reflexiones de un supersticioso II

Juan Carlos Onetti

 

Imposible reducir el tema a mi anterior artículo. Hoy mismo, el más soportable de mis compañeros de oficina me dijo:

—Fui a renovar el vale y me dijeron que no. Hablé por teléfono con Carmenchu y me dijo que hoy no. Aposté por el Madrid y ya sabes el resultado. No hay otra explicación: es que me he levantado con el pie izquierdo. Si no, es el mal fario.

Mi vieja enciclopedia me dice que la imprudencia, tal vez deliberada, del pie izquierdo puede corregirse ciñéndose el tobillo, también izquierdo, con una cinta de seda que impedirá la maldita intención de adelantarse cuando suene el despertador. La cinta respetará los sexos y será rosa o celeste. Atada a un barrote de las cama. Cuando las camas tenían barrotes. Pero en lo que refiere al mal fario, diré que lo ignoro todo y que por si acaso, ya estoy arrepentido de haberlo nombrado. Pero tengo la superstición de que es mala seña abandonar las supersticiones de modo que regreso. Dramáticamente.

Para respetar jerarquías, comienzo con el César de Thornton Wilder. Camino al Senado, a la traición y a la muerte y que finge creer en los augurios de un destripador de aves. Todos los grandes de esta tierra condenada han tenido o tienen un destripador número uno que les muestra el porvenir adelantado por entrañas de palomas u otros animales. Lo que da categoría a estos futurólogos, lo que los une es que no aciertan nunca.

Descendiendo velozmente y sin escrúpulos me encuentro con el ejecutivo que retorna al hogar o con su hija dilecta que vuelve de piano o solfeo. Ambos se descubren, arrojan el sombrero encima de una cama o sofacama. Y aquí se inician los gritos de madres, tías, visitas de respeto.

Los culpables retiran apresurados sus bonetes, purificados por persignaciones y cuernitos napolitanos. No se sienten bienvenidos y bajan a respirar los aires callejeros. Pero, aunque lo crean, no están libres.

Porque la calle, por ahora, no ofrece refugios para estos heterodoxos. Algún día, acaso, los ofrezca contra bombas nucleares, antinervios o como sean. Refugios, si dan tiempo, para gobernantes y súper millonarios. No sé bien por qué esto me recuerda “La balsa de la Medusa”. Pero sigamos. La calle no protege de las supersticiones. Es posible que se nos cruce un gato negro. ¿Pero en qué dirección? Porque los supersticiólogos que he consultado sostienen con furia teorías contradictorias. Algunos afirman que si la bestezuela camina de izquierda a derecha, mala suerte; otros opinan que el significado es totalmente opuesto. Y hay quien jura que el paseo gatuno nada quiere decir. El animal tiene una natural falta de ambiciones políticas y puede pasarse sin escándalo de un lado a otro.

(Claro que el adjetivo “pobre gato” que suelen aplicar en todo el mundo unos políticos a otros no debe ser tomado al pie de la letra. Me recuerda la tendencia de partidarios a zoologizar gobernantes; por ejemplo: a Clémenceau le decían el Tigre y los incondicionales de Fidel Castro lo mencionan como el Caballo). Pero ya estamos en la calle (tocamos madera) y debemos continuar. Y ni siquiera hay protección contra augurios religiosos. Nada importa que el peatón sea católico, protestante o testigo de Jehová. Porque puede ver que avanza o se aleja un terceto de curas: si lo ve de frente, albricias, buena suerte para todo el día; pero si lo ve de espaldas lo aconsejable es retornar al hogar, meterse en cama, no recibir visitas y leer algún novelón de esos abundantes y cuya maldad permanece inmune a todo derroche publicitario. Se aclara que es indiferente que los sacerdotes sean pre o post conciliares.

Ahora, increíble y felizmente viene a prestarme ayuda la gripe. Nadie sabe si su vanguardia está formada por bacilos B1, o 2, o 3. Nadie sabe tampoco cómo curarla. Pero sus inocultables y molestos síntomas son resfrío, toses y estornudos. Esto me impone el recuerdo de una muy vieja superstición cuyo origen debe ser español: si usted estornuda y no le dicen “Jesús” tres veces, la muerte se aproxima. El único conduelo que ofrece esta sentencia de muerte por soledad o ignorancia o indiferencia es que no determina el plazo de cumplimiento. Pero los más afamados de los supersticiólogos coinciden en afirmar que más tarde o más temprano el estornudador abandonado sucumbirá a la condena.

Paso a hablar de las novias, tema simpático, palabra que siempre acarrea alguna nostalgia. Se sabe que para la luna de miel deben llevar algo nuevo, algo azul y algo viejo, pero no demasiado. Antes, en la iglesia, mientras es bendecido su matrimonio, lucirá un vestido de inmaculada blancura fortalecida por un adecuado despliegue de azahares. Estos azahares me recuerdan los adjetivos desparramados sin tino en las malas novelas para robustecer la creencia y fe de quien está leyendo.

Y es ley que el futuro marido no la vea durante las veinticuatro horas que anteceden a la ceremonia retardando también la contemplación del vestido hasta el momento mismo de la claudicación. Se sabe de imprudentes que curiosearon y admiraron el cándido lirio, la novia y su vestimenta antes de arrodillarse haciendo manitas al pie del altar.

Y así les fue; que la curiosidad mató al gato y Peeper manchó con su mirada la heroica, generosa desnudez de Lady Godiva. Pero, como contraste, la historia abunda en novios tan excesivamente supersticiosos que jamás aparecieron por la iglesia, convirtiéndose en delgado humo, supongo, allá por tierras ignotas.

Son incontables por numerosas e increíbles las supersticiones de los jugadores: los que se juegan, más o menos, la vida en las plazas de toros, los que juegan la cantidad de huesos que componen una pierna en las canchas de fútbol, los que, directamente, se juegan el presente y porvenir en las mesas de ruleta o en una noche de poker. No debo olvidar a Picasso recogiendo para echarlos al fuego los recortes de sus uñas y su pelo. No fuera a hacerle un maleficio algún mediocre colega envidioso.

Hace un tiempo conocí a un par de hermanas francesas además de lindas. Vivían en distintos domicilios pero se encontraban todos los mediodías en el mismo café. Y al reunirse se besaban y su mutuo saludo era la famosa palabra “merde” que el vizconde de Cambronne dirigió al oficial inglés que le intimaba rendirse. Me explicaron que era una vieja costumbre francesa que aseguraba buena suerte al saludado de tan curiosa manera para el resto del día.

Y con esto termino. Sin prohibirme meditar que la palabra aludida ha sido pronunciada en distintos idiomas, balbuceos o aullidos desde hace millones de años y que seguirá cumpliendo su destino de inmortalidad. Y mientras, diariamente -como yo en este instante- hay hombres en todo el mundo que escriben o graban letras infinitas y cuyo nacimiento, como sucede siempre, está condenado a la muerte y al olvidó. Cambronne ha conquistado la perduración a través de los tiempos. No es aventurado suponer que sea la última palabra que suene sobre la tierra cuando se cumplan las amenazas nucleares.

 

Juan Carlos Onetti

"Jaque" Revista Semanario - Año I Nº 7

Montevideo, del 20 al 27 de enero de 1984

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