Reflexiones de un supersticioso por Juan Carlos Onetti
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Con licencia de mi amigo Chester Himes, invento la ansiedad y el miedo de cuantos negros acurrucados en algún barracón abandonado de Harlem. Están jugándose sus céntimos a los dados y, como sucede siempre, unos ganan y otros no. Agrego que los cuatro -pueden ser seis- negros, cuando les llega el turno de arrojar los dados se ensalivan las manos y dan un beso a la pata de conejo, más o menos conservada, que llevan en el bolsillo posterior, allí donde preferirían tener una pistola destinada a los “cerdos”. Pero ninguno de los perdedores atribuía la mala suerte a la pata cartilaginosa del difunto conejo. Tal vez porque era viernes no había funcionado; o porque quemaba el sol, o porque amenazaba lluvia. Lo que nos saca de Harlem y nos lleva al Hemingway de su juventud, pobreza y, a veces, hambre de París. Este salto no tiene nada de sorprendente. Cuando París era una fiesta, Hemingway buscaba un café abrigado y allí escribía sus cuentos -siempre rechazados- con una pata de conejo en el bolsillo. Y ahora viene otra superstición y también Hemingway. En una parte de su libro parisiense cuenta: ‘'Siempre estamos de suerte -dije- y como un necio no toqué madera”. Para mí es difícil, imposible rastrear el origen de esta superstición. Imagino un náufrago buscando una viga que lo mantenga a flote; imagino a alguien buscando madera para pisar durante una tormenta eléctrica. Pero todo esto es muy vago; lo positivo son los graciosos que ante una posibilidad de peligro se golpean la frente y dicen “toco madera”. Y casi siempre es verdad. De inmediato me asaltan niños ingleses. Tal vez sean lo más simpático de este artículo. Ni los párrocos ni los padres lectores de biblias vendidas por las iglesias anglicanas, victorianas, pudieron nada contra esta costumbre o rito transformado en convicción. Si un niño es acusado de haber roto un vidrio con un admirable golpe de pelota y debe afrontar a un maestro con bonete y palmeta puede negar y mentir. Siempre que mantenga escondida en la solapa una mano con dos dedos cruzados. Así no tiene valor la mentira, y tampoco el pecado y este niño no irá al infierno. Ahora estoy arrepentido de haber elegido este tema. Busqué en libros, consulté con amigos y el resultado podría formar una pequeña guía telefónica. Pero prosigo. Del niño estafador del destino pego un salto enorme y aterrizo en Dostoiewski. Se perdona porque él entendía mucho de adolescentes. Y, su hijo Stavroguin, de niñas. A esta altura recomiendo la lectura de un libro muy poco difundido, escrito por la viuda de Dostoiewski y que se titula “Dostoiewski en la ruleta”. Quizás sea el libro más Dostoiewskiano que se haya publicado. Contiene anécdotas del genio ruso en Baden-Baden que chocan como increíbles. Las dejo de lado y recuerdo una, Fedor, como todo el mundo, poseía una martingala infalible para vencer a la ruleta. En una ocasión perdió todo el dinero que llevaba para pagar la habitación y comida. “Derrotado siempre, más vencido nunca”, corrió hasta el hotel y con lágrimas y de rodillas pidió a su mujer que le “prestara” las joyas que ella había heredado de su madre o de su abuela. No recuerdo si lo consiguió. Pero sí que dijo: “El método no falla. Iba ganando hasta que se puso a mi lado un inglés con un perfume insoportable. V entonces me vino la mala suerte”. Porque mala suerte es con frecuencia otra forma de la superstición. Pero este reverso merece un aparte. La tradición -cuántas mentiras se dicen en su nombre- nos informa que volcar sal en la mesa durante una comida es preanuncio grave. Se le combate arrojando algunos granos salinos por encima del hombro izquierdo, sin mirar a quien le cae. Esta superstición proviene de la última cena y que fue Judas, el besador quien volcó el salero. Estaba nervioso de alegría por haber cobrado ya los treinta dineros o por la expectativa de cobrarlos. Entretanto era feliz manducando y bebiendo en compañía de Nuestro Señor y once colegas en apostolado. Lo que suma trece comensales; de donde viene y perdura otra tradición: nunca trece alrededor de una mesa. Y ésta es fuerte. Hay personas que preferirían pasar hambre antes que completar el número trece en una comida. Hay personas que descubren, a la hora del aperitivo, la ausencia del número catorce. Entonces la anfitriona se dedica a fatigar teléfonos buscando desesperada, pero con esperanzas, un catorce. Ocurre -ya empieza la mala suerte- que los posibles catorce ya no están en sus casas o tengan los llamados compromisos ineludibles. Y la cena, avisan desde la cocina, está a punto. Felizmente la espantosa perspectiva de ser trece se soluciona in extremis con la aparición de un catorce. Y he leído o escuchado que alguna vez el catorce fue producto de la calle, algún señor bien vestido que regresaba de la oficina a su casa y cuya conquista se debió a sonrisas y súplicas de la anfitriona, ayudadas por el delicioso aroma de los tournedos que comenzaba a filtrarse hasta la calle. Y, ya que hablo de comidas, contaré una superstición que no sólo se basa en el temor sino también en la tristeza. En un pueblito de Milán fui testigo de esta curiosidad. Para protegerse de nuevas desdichas que pueda traer el mes próximo, es necesario comer el día veintinueve, veintinueve ñoquis. Pero hay que colocar un billete de banco, el valor no importa, debajo del plato. Entonces junio será propicio. El tema no muestra síntomas de acabar. Si no abundan las protestas escribiré sobre otras supersticiones. Y a estas pueden agregarse las muy personales, numerosas e inconfesadas, de quien lea estas líneas. |
Juan Carlos Onetti
"Jaque" Revista Semanario - Año I Nº 1
Montevideo, del 18 al 25 de noviembre de 1983
Digitalizado y editado por el editor de Letras Uruguay, se agrega imagen
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