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El ratón Pérez y la hormiguita Martínez
Elizabeth Oliver 

Ramón Pérez y Hortensia Martínez se habían conocido en el caserío. Se cruzaban casi a diario, camino del almacén, y así empezaron a saludarse. Hortensia era bonita y un poco pretenciosa, tenía tantos admiradores que estaba dispuesta a elegir bien. Ramón era simpático, movedizo, no muy alto; su mayor atractivo era su voz. Cada vez que él le hablaba, ella sentía ganas de suspirar.

 

Antes de darle su consentimiento, Hortensia quiso saber las costumbres de Ramón; si tenía defectos, debía conocerlos a tiempo. Él era un muchacho honesto y trabajador. No tenía vicios ni malas costumbres, pero se sabía muy curioso, y le pareció bien que ella lo supiera.

 

Para Hortensia, la curiosidad no era un defecto; lo aceptó y se ennoviaron. Todo siguió su curso normal, se llevaban bien y se querían, así que al poco tiempo fijaron fecha para casarse. Los dos eran muy apreciados y la noticia alegró al barrio entero. Los vecinos empezaron a organizarse para prepararles una fiesta, poniendo cada uno lo que humildemente estuviera a su alcance.

El rancho grande de doña Celeste sería el lugar más apropiado. Los hombres blanquearon los muros de adobe, apisonaron el suelo y armaron una larga mesa con tablones y caballetes improvisados. Las mujeres adornaron todo con papeles de colores; las más jóvenes se dedicaron a preparar pasteles y pizzas mientras las mayores hacían una hermosa torta de bodas de tres pisos.

 

El vestido de novia de la bisabuela, se luciría por cuarta vez en la familia, adornando el estilizado cuerpo de Hortensia en la capilla cercana al caserío, tan espléndido y reluciente como si lo hubieran diseñado para ella.

 

Los vecinos llevaron sus lámparas al rancho de doña Celeste y las distribuyeron adentro y en la entrada, prontas para encenderlas cuando llegaran los novios. Posaron la torta en el centro de la mesa, sobre un círculo de papel blanco prolijamente recortado como una bonita puntilla.

 

El padre de Ramón convirtió su arma de trabajo cotidiano en carroza nupcial, cubriendo el carro con una sábana grande, trenzando la crin de su caballo y colgando un cascabel en el arnés. Todo era bullicio, movimiento y algarabía entre aquella humilde gente que tendría esa noche una fiesta feliz.

 

Ya estaban por salir para la capilla, cuando las nietas de doña Celeste quisieron ver la torta. Estaba hermosa, sí… pero no tenía esos lindos muñequitos que habían visto en los escaparates de las confiterías del Centro. Rápidas y decididas, corrieron al basural; sabían que allí podrían encontrar algo que supliera a la convencional parejita de novios.

 

―Tienen que limpiar muy bien lo que traigan  ―les dijo doña Celeste―  No vayan a apoyar cosas sucias en la torta, por favor.

 

Ya se acercaba Hortensia al altar, del brazo del padrino, cuando las gurisas llegaron corriendo, contentas de haber logrado su cometido.

 

Después de la ceremonia, volvieron todos juntos, rodeando la carroza de los novios y tirándoles el arroz que habían recolectado para la buena suerte de la pareja. La primera en entrar al rancho grande fue doña Celeste. Cuando empezó a encender las lámparas dio un grito…

 

―Pero ¿qué hicieron, chiquilinas? ¡Que no entren los novios, por favor!

 

Nerviosa, maldiciendo, retiró los muñecos de la torta: una hormiga y un ratón…

 

―Esto es de mal agüero, gurisas… ¿cómo se les pudo ocurrir traer esos muñecos?

 

Alisó la torta con los dedos, tiró los muñecos para el fondo sin que nadie la viera y se acercó a la puerta para hacer entrar a los novios, que no se habían percatado de nada.

 

―Mirá lo que han hecho tus gurisas  ―le dijo a su hija―,   ¡pusieron una hormiga y un ratón en la torta! Es mala suerte… Nosotros no tendremos la olla con chocolate que provocó la tragedia del cuento, pero... ¿acaso vos nunca se los contaste…? El Ramón es muy curioso y me da miedo lo que pueda pasar…

 

Mamá, por favor… eso se llama superstición, ¿sabías?

 

La fiesta continuó en medio de la alegría general; comieron, brindaron y bailaron hasta que llegó el momento de cortar la torta. Ramón y Hortensia tomaron un cuchillo y los dos juntos cumplieron el ritual. Doña Celeste y la madrina continuaron repartiendo los trozos mientras los novios aplaudían y se besaban.

 

De repente, se oyó un ruido en el fondo y los perros ladraron. Antes que nadie pudiera detenerlo, Ramón corrió a ver qué pasaba, en medio de la oscuridad del pastizal.

 

En el rancho grande se hizo un silencio expectante. Se oyeron los pasos rápidos de Ramón, que cesaron al escucharse el disparo. Doña Celeste abrazó a la novia mientras los hombres descolgaban una lámpara y corrían a los fondos del rancho. Sólo encontraron silencio, y el cuerpo de Ramón, boca abajo, en la tierra.

 

Así en aquella fiesta, Hortensia Martínez se había quedado viuda la misma noche de su casamiento, como la hormiguita; porque a Ramón Pérez, igual que al ratón, lo había matado la curiosidad…

Elizabeth Oliver de Abalos
eliza@montevideo.com.uy

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