La historia de Teresa

 
La conocí en el 76, cuando cursábamos Preparatorios en el nocturno del Miranda.
Yo tenía treinta y cuatro años -era común en esa época que hubiera alumnos de mi edad en los liceos nocturnos- pero Teresa ya había cumplido los cuarenta.

Era recepcionista y dactilógrafa en un estudio contable, vivía sola en una pensión, y no se le conocía familia. Hacía su vida con un dejo de resignación blanda, sin la rebeldía que se desprende -en la mayoría de nosotros- de sentirnos obligados prematuramente a conjugar el verbo "asumir".

Su enorme riqueza eran sus condiciones humanas, su buen proceder, su generosidad, su sensibilidad, su optimismo. Era una persona querible.

Nos hicimos amigas enseguida. Compartíamos estudios y diversiones, y charlábamos mucho.
De a poco me fue contando su vida, uniendo con sus anécdotas los trozos de un pasado triste y difícil.

Una de aquellas historias sobresalió entre las otras. Tomábamos café al salir de clases, en el bar de siempre, cuando Teresa me dijo: 

-Supe de una muerte… anoche.

Al saber de qué muerte hablaba, le pregunté quién le había dado esa noticia, y su respuesta me sonó extraña:

-No, nadie me dijo… yo supe. Para que entiendas… te voy a contar una historia: 

El día que murió mi abuela, allá en el campo pasaron cosas raras… cosas que yo -que era muy chica- no pude entender. 

El primer revuelo fue cuando salieron al patio y vieron el sauce -el que había plantado mi abuela de niña- pelado y reseco… parecía quemado, como si le hubiera caído un rayo.

Después se oyó un ruido fuerte en la cocina… y no había nadie adentro. Fue la sopera de porcelana de mi abuela… un regalo de casamiento que nunca había dejado usar y estaba de adorno allá arriba, en el último estante… desde siempre, que yo me acuerde. Nadie supo cómo se cayó al piso solita y se hizo añicos.

Mi abuela tenía una sirvienta para ella sola, una mujer ya de edad. Decían que la había acompañado toda la vida y hasta le había hecho de partera cuando nacieron sus hijos… "la vieja Carmela", la llamaban todos. Era buena, cariñosa y sufrida. Trabajaba como burra y nunca la vi salir a ningún lado, ni a pasear ni a nada, ni siquiera la ví dormir la siesta alguna vez. Cocinaba, lavaba, planchaba y cosía para mi abuela, y pasaba los ratos de ocio al lado de ella como si fuera su sombra.
Tampoco oí a mi abuela hablarle amablemente, ni hacerle un gesto cariñoso… nunca.

Antes que llegara el funebrero, Carmela estaba despedida. Mi mamá le dijo "andate, vieja, acá ya no hay más nadie que te precise". La vi armar su atadito tristona, pero sin llorar. No te vayas -le pedí- mamá dice que anda el diablo rondando la casa, tengo miedo. "Me tengo que ir m'hijita -me dijo - que dios me ayude y a vos no te desampare. Pero no tengas miedo, siempre le echan la culpa al diablo cuando pasan cosas que no entienden… como eso del ceibo y de la sopera… no es el diablo, no. Es que las almas de mal sentir… si te dieron algo en vida, se lo llevan al morir".


¿Qué quiere decir eso, Carmela? -le pregunté- ella apretó los labios cuando me contestó "ya vas a entender después m'hijita, cuando seas grande… vos más que nadie vas a entender, pobrecita". Me sentó en su falda, me acarició el pelo, me dio un beso y se fue despacio... no sé adónde.

Un día, cuando estaba por cumplir los dieciocho, mi mamá me dijo: "ya te podés ir buscando alguna cueva donde meterte, estás por ser mayor y acá no tenés más nada que hacer".
Cuando me iba le pedí para visitarla… pero no quiso, "hacé tu vida -me dijo- y dejame a mí en paz con la mía". Junté mis cosas, cargué en los brazos la muñeca de yeso que ella me había comprado -para que viera "que no había que andar pidiendo a los Reyes, que eso eran macanas"- y me vine a la capital. La conservé siempre intacta, sobre mi cama, sentada, con su vestido de raso azul.

Anoche, cuando volví de clase, mi muñeca estaba recostada sobre la almohada, pero no como siempre… el polvillo de yeso que había sido su cabecita, blanqueaba su vestidito azul… recién entonces entendí lo que decía Carmela… y supe que mi mamá, esa noche, se había muerto.

Nunca pude encontrar a Carmela, aunque la anduve buscando… pero tampoco la olvidé. Aquella sabia y querida mujer vive adentro mío, ¿sabés?… ella me cuida, como cuando era chica.

Abracé a Teresa casi temblando… Pensé en las rarezas de la vida, en cómo había podido abrirse camino solita, asumir su destino sin quejas ni rencores y llegar a ser una de las personas más agradables que he conocido… 
Sólo encontré como respuesta que no hubo carencia de afecto en su niñez… había tenido la protección y el cariño de Carmela… y lo tenía aún… lo tendría siempre.

Elizabeth Oliver, julio de 2003

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