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El gato negro
Elizabeth Oliver 

Hermoso, totalmente negro, inteligente y audaz. Lo vi de chico acercarse a casa buscando a los nuestros ―tal vez porque estaba solo― y hasta me pareció en ese tiempo que podría convertirse en un integrante más de la patota... aunque no tendría que alimentarlo, porque tenía dueño.

Fueron creciendo todos a la vez. Los nuestros ―madre/tía y descendencia― fueron sometidos a la castración. Fue la mejor forma de evitar una proliferación imposible de solventar, y de prevenir ―eso supusimos la Veterinaria y yo― las consabidas peleas entre gatos "enteros", que han tenido siempre como consecuencia la muerte de uno, o de los dos contrincantes.

Pero no siempre los bichos siguen las reglas de los estudiosos. Lo comprendí enseguida, no bien iban creciendo nuestras gatunas mascotas. Elisa ―mi Veterinaria y amiga desde que tuve mi primer perra, añares atrás― castró hembras y machos. De los varones dijo ―mientras procedía― "Con esto les quitamos las balas, pero no el arma". 

Debí entender el real significado de sus palabras... pero no lo hice. No pude suponer un animal asemejándose a un ser humano. Sin embargo, a lo que fueron creciendo, presencié más de una vez el intento fallido de los machitos de cubrir a las hembras. Fallido porque ellas no estaban de acuerdo y... nuestra cercanía impidió siempre la consumación del hecho.

En la pandilla de casa, poco a poco, esas intenciones se fueron disipando. Pero se mantuvo la supremacía de los machos, en cuanto a marcar el territorio tanto para los que salen como para los que entran. 

Las damitas no podían excederse de los límites del terreno, porque ellos las traían "a trompadas" en medio de una gritería que hacía pensar en tremenda guerra, aunque en realidad no era más que ruido.

Los intrusos no son bien recibidos, y ahí los preámbulos de un encontronazo suenan a sirena de ambulancia durante un buen rato, y los contrincantes se enfrentan de pelos parados y cola erizada como arbolito de navidad, dándonos tiempo de salir a liquidar el asunto antes que se decidan a pelearse cuerpo a cuerpo.

Ese sistema, terminó por alejar a los extraños con intención de venir en busca de lo que no es de ellos. A todos... menos al gato negro, tal vez porque nunca lo consideraron un intruso... y porque él se cuidó muy bien de mirar a nuestras niñas con malas intenciones.

Era común verlo entrar por el frente, caminar despaciosa y elegantemente todo el largo de la casa y retirarse saltando el muro del fondo, pasando en todo el trayecto entre los míos, que lo dejaban hacer sin inmutarse. 

Y se hizo común también, en días templados o cálidos, que el muy atrevido entrara por la puerta de la cocina, empujándola como hacen todos, para arrasar en segundos con el contenido de los recipientes con alimento y con leche, que siempre quedan a mano de estos mal criados para que hagan boca cuando quieran. También eso le permitían, como un acto solidario ante un congénere no muy bien atendido.

Bastante mal educado para comer, en ese angurriento apuro me dejaba los trastos dados vuelta... pero limpios como para guardar. Y tan rápido como el viento, al más mínimo movimiento humano se escurría por donde había entrado y se quedaba en el porche, mirándome con expresión compradora, como para que no se me fuera a ocurrir espantarlo. 

Claro que no, si yo ni siquiera optaba por cerrar la contrapuerta... sólo limpiaba los tachos y reponía su contenido. Así entonces él desaparecía por un rato, y a la primera de cambio volvía a entrar a comerse y beberse todo. 

Un día se me ocurrió poner el alimento de los nuestros en el living ―a costa de la pobre moquete― para que el gato negro no encontrara nada en la cocina. Fue inútil... ¡hasta el living se metió!

Teniendo en cuenta que cada año al llegar el frío se le terminaban las andanzas por estar cerrada la puerta de metal, dejé de preocuparme por alimentar una boca más... sobre todo siendo la de un caradura tan simpático.

Así el gato negro pasó a formar parte de nuestro paisaje veraniego, aunque no cotidianamente, ya que a veces, en su casa se acordaban de alimentarlo. No sé dónde abastecía su insaciable estómago en invierno, porque aunque lo veía, nunca se me acercó en busca de comida, ni revolvió el tacho de desperdicios de afuera, que aunque tiene tapa, para él abrirlo no habría sido impedimento alguno. Tal vez sería buen cazador, como todos los gatos que deambulan por los alrededores.

No hace mucho, dejó de venir. Pensé que andaría en otra cosa, por ahí... pero no volví a verlo nunca más. Imagino lo que ocurrió, pero no quiero escribirlo... así había desaparecido un tiempo antes mi Rambo, otro ejemplar tan inteligente y audaz como él. Tal vez la misma intrepidez los haya llevado a donde no debieron ir. Porque esa forma de ser, es igual en los enteros que en los castrados.

Aquí las mascotas, ahora son cinco. A la Margarita primero y al Kimba después, me los llevó la enfermedad. Los extraño tanto como el primer día, pero tengo la serenidad que me da el haber hecho hasta lo imposible, haber estado hasta el último momento... y haberles dado un lugar en el jardín, donde planté flores tan lindas como ellos. 

La falta del Rambo, sin embargo, no me permite sosiego. Nunca pude, aun buscando hasta el cansancio, saber qué fue de él. Cuando se trata de gente, "los que saben" le llaman "duelos mal resueltos". Cuando son animalitos, nadie le pone título... sólo entendemos lo que se siente los que los amamos como se merecen. Por eso, de la misma forma, y aunque nunca supe su nombre, también extraño tanto al gato negro.

Elizabeth Oliver de Abalos
eliza@montevideo.com.uy

laquincena@montevideo.com.uy

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