Esmeralda y Lavalle

 
Un hotel triste y barato, donde los exiliados sin documentos encontraban refugio sin demasiado asedio por parte de Migración... 
El vano intento de adaptación, cuando el alma se resiste... 
El bullicio arrogante de las noches porteñas, interminables, desgastantes... 
La dictadura uruguaya, motivo obligatorio de haber cruzado el charco... 
El sabor a nunca más, al pensar en la vuelta... 
El estar donde no se quiere, pero con quien se quiere...
Todo ese ambiente era propicio -en esos años- para que una uruguaya expatriada, viviera en Buenos Aires una noche así.


Son las doce y media. Laura está en un boliche, sola. No sabe cómo se llama... ni le importa.
Hace veinte minutos que se despidió de Mauro en Esmeralda y Lavalle, y unos diez que ella se vino a esconder acá. Había buscado un cine -evocando las noches de viernes en Montevideo- pero no encontró función de trasnoche. 
Le duele la mano. La de escribir, claro. La misma con que le escrachó la trompa al idiota que la agarró de un brazo.

Todo lo que pudo hacer en diez minutos fue dar una vuelta manzana... ¡un infierno!, era evidente que a los hombres, la primavera los ponía pesados... ¡un "cargue" por cuadra!, hasta que al último se le fue la mano.
El primero la siguió unos pasos. Como ella no le dio pelota... se aburrió.
El otro le ofrecía una tarjeta "sin compromiso" para hacer fotografía publicitaria. La segunda vez que le dijo que no, el tipo se fue.
El tercero quería invitarla con algo, un café, un trago... algo. Pero Laura ya tenía expresión de bronca... y el galán no insistió más.
Y en Corrientes, ese imbécil la agarró del brazo. Se lo sacudió y le ofreció la trompada. Él la dejó seguir unos pasos y lo hizo de nuevo... entonces... se la ganó. 
Le sigue doliendo la mano.
No supo qué hizo el tipo además de tocarse la cara... no miró.
Dobló en Esmeralda y caminó hasta que encontró el boliche. Tenía ganas de llorar... hizo fuerza y se aguantó. 

Es viernes de noche, no quiere volver al hotel... Mauro no está ahí.
Pide un café largo... no saben qué es!... dice "doble"... entonces sí. Prende un cigarrillo, toma el café... se serena un poco.
Después piensa qué hacer ahí adentro para estirar un poco la noche y dejar de mirar la calle, la gente, las parejas. Entonces le vienen ganas de escribir... eso la ayuda siempre, es un escape.
Mira el servilletero lleno y se decide. Levanta la vista y lee la cartelera frente a ella: "café doble, 8"; "whisky nacional, 15"; "importado, 23".
Llama al mozo: Criadores, sin hielo -le pide- así le había enseñado Mauro. 
Linda medida: ¡un balde!, desbordado generosamente dentro del vaso.
Hace mucho que no toma, le pica la lengua, pero no frunce la cara. Esto la va a entonar un poco, como para irse a dormir cuando se le vaya la "depre".

Estira una servilleta, mira a su alrededor y se dispone a escribir "su noche".
Entran tres parejas. Unos comen como forajidos. Los otros se pudren. Los últimos discuten... ninguno se parece a nosotros -piensa-
La parejita joven sigue comiendo como si fuera la última vez. No hablan, sólo mastican y tragan.
El otro tipo tiene bastante pinta, y un "mascarón de proa" enfrente, que le lleva por lo menos diez años. Laura no sabe qué hacen ahí, el aburrimiento se les desparrama... toman café, fuman, cada cual pensando en lo suyo.
Los únicos que hablan son los otros, son jóvenes pero no demasiado; hablan con la cara y con las manos, discrepan, discuten, se ahogan con el café... siguen peleando.
El asunto es pasar la noche: comiendo, aburriéndose, discutiendo, tomando whisky nacional, fumando, escribiendo.

Ya es la una y media. La calle sigue igual, densa: taxis, coches particulares, colectivos, parejas, mujeres, tipos... montones de tipos. Algunos le hacen señas a través de la pared de vidrio. No se altera, ella adentro está a salvo... y ellos afuera también. Que no entre ninguno porque ¡es capaz de dar vuelta el boliche!
Ya tiene cuatro puchos en el cenicero y siente ganas de fumar otro.
Entra una mujer sola, alta, gorda, canosa, vestida de vieja, más pintada de lo que debería. Debe tener la edad de Laura, pero así, tiene cien años... pide un café y empieza a fumar... ¡no!, a gastar cigarrillos: no lo sabe hacer. Sólo espanta el humo igual que todos los que no saben: pita, hace un buche con la bocanada y la expulsa despacito, sin placer.
Le sigue doliendo la mano.
Piensa si Mauro tendrá una buena noche, porque la de ella es un desastre.

Los pibes largan justo a tiempo de no reventar. Se les nota la panza a los dos.
Los aburridos bostezan.
Los otros siguen discutiendo inútilmente entre gestos y ademanes, como si recién hubieran empezado.
La mujer sigue gastando puchos.

A Laura se le terminó el whisky. Buen promedio: una hora y tres cuartos. Pero no tiene sueño, todavía no.
Recuerda los ojos de Mauro, que la acariciaron al despedirse tanto y tan lindo como sus manos. Repasa las cosas que él le dice, reflexiona cómo se rompe el alma trabajando para los dos, para ella.
Es el primer tipo que hace eso por mí, hasta en eso es distinto -piensa- Me habrán querido mucho, sí, hasta hacerme sentir una muñeca malcriada, no lo niego... pero ninguno se reventó laburando para mantenerme. Y Mauro sí. Y no le molesta, hasta diría que se siente bien al hacerlo. Aún en la peor de las broncas, nunca me lo reprochó.
Laura sonríe. Está segura que no hay otro como él. Y sabe que Mauro tiene razón, que si no fuera terco y obcecado no sería tan interesante y que tal vez, ella lo quiere porque lejos de aburrirla, le da guerra.
Entonces se pregunta qué está haciendo ahí, sola en un boliche porteño a las dos de la mañana...
Llama al mozo, paga y se va. La calle está despejada, la madrugada fresca apaciguó su bullicio y -a esa hora- el movimiento se mantiene sólo por Lavalle. 
Camina por Esmeralda, cruza Corrientes y entra al Odeón. Descuelga la llave sin molestar al conserje, que duerme sentado en su butaca.
Al abrir la puerta se mira la mano, ya casi no le duele. Pensando en Mauro, se desviste y se mete en la cama. 
No fue el whisky lo que me bajó las revoluciones -piensa- fue pensar en vos... todo está bien, acá te espero hasta que llegues.

Elizabeth Oliver, setiembre de 1983

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