Amigos protectores de Letras-Uruguay

Daños irreversibles
Elizabeth Oliver 

Diego y Mariel eran una linda pareja. Llevaban unos cuantos años de casados, se conocían bien, la habían luchado juntos y tenían ―sin duda― una felicidad tranquila y estable. Sus dos hijos habían formado su propio nido sin apartarse demasiado, y aquella familia de cuatro se había convertido en una de seis.

Un tiempo atrás, cuando abrieron su propio negocio, lo trabajaban los dos a medio horario cada uno, con alguna ayudita, cuando se hacía necesario, de alguno de los muchachos. Todo iba bien, pero empezó la crisis, y por más que Diego se esmeraba en ofrecer ofertas y personalizar la atención de sus clientes, las ventas mermaban porque cada vez eran menos los que estaban en condiciones de comprar.

Así fue que Mariel decidió aceptar una propuesta de trabajo que le apareció de improviso como tabla de salvación, de forma de aportar un sueldo fijo que paliara un poco la situación económica de la familia. Los muchachos y sus compañeras ofrecieron ayudar cubriendo el horario de Mariel en la tienda turnándose entre todos, para que Diego pudiera moverse con más comodidad y sin tanta sobrecarga.

Mariel se iba a trabajar de mañana y regresaba al atardecer. Diego tomaba las riendas de la tienda al mediodía y después de cerrar hacía la contabilidad diaria y le daba algún toque novedoso a la vidriera antes de volver a casa. Los horarios de ambos empezaron a distanciarse, y al poco tiempo casi no se veían. Ella trataba de esperarlo antes de acostarse, para servirle la cena y estar con él un rato. Para él la noche era joven y no podía entender que su esposa madrugaba mucho y a esa hora ya no podía tenerse despierta. En aquella linda relación empezó a faltar algo… y de a poco se fueron convirtiendo en dos amigos compartiendo un techo. 


Los reproches recíprocos y las discusiones eran cada vez más frecuentes y al no encontrar una solución decidieron separarse… antes de convertirse en dos enemigos. Sufrieron mucho los dos, pero civilizadamente, entendieron que no podían revertir la situación y aprendieron a tratarse como amigos, compartiendo los hijos en armonía y en paz. Cada uno hizo su vida, aunque ninguno tenía en mente buscar otra pareja.

Pasó el tiempo y Mariel se sumergió en el trabajo, la casa, los hijos y las nueras, y fue sobrellevando su situación bastante bien. El que no podía adaptarse a la soledad era Diego. Le hacía falta el calor del hogar, una compañera como la que había tenido y todo lo que implica vivir con alguien compartiendo el verdadero amor. Los amigos lo invitaban a salir, querían integrarlo al grupo de hombres solos que tiene el mundo en sus manos para divertirse sin compromisos… pero Diego no disfrutaba con eso, él necesitaba una pareja estable.

Un día conoció a Sabrina, una mujer de su edad, viuda y sola. Era muy bonita, simpática e independiente. Trabajaba como secretaria ejecutiva en una empresa importante y había logrado una estabilidad económica que le daba seguridad. Se sentían muy bien juntos, tenían los mismos gustos e iniciaron una relación. Diego estaba deslumbrado, se sentía feliz y pensaba en casamiento. Sabrina en cambio, no tenía mucho apuro en cambiar su modo de vivir. Estaba encantada con él, pero… necesitaba más tiempo.

La familia de Diego aceptó sin problemas a Sabrina y hasta Mariel ―que seguía sola― vio con buenos ojos que Diego tuviera la oportunidad de rehacer su vida. Diego estaba enamorado, y fue cambiando sus horarios para adaptarlos a los de Sabrina. Para estar juntos más tiempo tenía que vivir a la par de ella, y sin darse cuenta, empezó a levantarse temprano y dejó de trasnochar. Los que notaban el cambio eran los hijos… y Mariel.

Lejos de molestarse por la actitud de Diego con Sabrina, Mariel lo tomó de otra manera: aquella mujer tenía las condiciones que a ella ―obviamente― le habían faltado. Había crecido junto a él, lo había amado sinceramente, pero no había sido capaz de retenerlo… era su culpa, y Sabrina ―sin querer― se lo estaba demostrando. Sin comentarlo con nadie, aunque un poco dolorida, simplemente lo asumió.

Casi un año después, Diego habló muy seriamente con Sabrina porque ya no quería dilatar más el casamiento. Quería tenerla junto a él en las noches y a su lado en las mañanas, en vez de tener que despedirse diariamente como si fueran amantes fortuitos. Sabrina se sintió presionada, semejante cambio no estaba en sus planes, se asustó… y dio por terminada la relación.

La desesperación de Diego lo sacudió de tal forma que no podía conformarse. Trató de analizar los hechos, de hilvanar cada actitud para tratar de comprender… y llegó a la conclusión de que él se había enamorado… pero ella no. Le costó salir del pozo y poner su mente en orden, pero lo fue logrando, ayudado por los hijos y por los encuentros amistosos con Mariel, que siempre estaba ahí para apoyarlo.

Cuando se sintió seguro de lo que sentía y vio claramente cuál era la mujer que tenía las condiciones para ofrecerle la felicidad que necesitaba, le pidió a Mariel que volviera con él. 

Ella entonces, con lágrimas en los ojos, ahogando el amor que seguía sintiendo por el hombre de su vida, sólo le dijo que ya era tarde, que la vida los había separado porque sucumbieron ante el primer cambio que les presentó… y no debían tratar de recomponer algo que ―sin duda― fallaría otra vez por el mismo motivo.

Diego insistió, diciéndole que ya no estarían desencontrados, que él ya podía vivir en horarios normales. Mariel movió la cabeza, y diciéndole "tu cambio no fue mérito mío", volvió a la soledad de su casa, se tiró en la cama y lloró hasta quedarse dormida.

Elizabeth Oliver de Abalos
eliza@montevideo.com.uy

laquincena@montevideo.com.uy

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