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El acompañante
Elizabeth Oliver 

Ella había muerto, pero a nadie se le ocurrió que me habría gustado despedirla... yo no importaba más que para ella. Recordé sus palabras: "Mi sepelio será sin ceremonias hipócritas e innecesarias, porque así lo firmé hace tiempo. Y lo que hagan con mis cenizas me tiene sin cuidado". Ella sabía que todo lo mío era sincero... pero también vislumbraba mi destino con su ausencia, aunque no me lo dijera. Imaginé su sonrisa, conformándome, y casi la escuché decirme: "Lo único que lamento es dejarte solo".

Yo debutaba cuando la conocí. Ella empezó a valerse de mis servicios recién después de haber vivido medio siglo. Antes... no había podido costearse algo que, aunque común y necesario, ella consideraba "un lujo". Mi función era acompañarla y protegerla, fuera de casa. Lograr con mi presencia que sus salidas fueran placenteras y tranquilas, en medio de un ámbito de peligro e inseguridad acechante a toda hora y en todo lugar.

 

Así anduvimos juntos dieciocho años. Me trataba como a un hijo, de ésos que se reciben con amor desde que nacen y para siempre. Le importaba lo que me beneficiara y evitaba todo lo que pudiera perjudicarme. Me quería, ¡vaya si me quería! Y yo gustoso habría dado la vida por ella... sólo por ella.

 

Muy pocas veces estuvimos en problemas, de los que siempre salí airoso y con el orgullo de haberla protegido bien. Escaramuzas tontas sin más consecuencia que alguna magulladura sin importancia para mí, pero que la hacían lagrimear de pena al verme, como si yo fuera un niñito lastimado. ¡Ella era única!

 

Recuerdo nuestros viajes, que disfrutamos ambos. Habría podido hacerlo, pero en ningún momento me apartó, me quería a su lado aunque yo no le fuera necesario. Fueron años de compañerismo y afecto sincero, lindo.

 

No puedo conformarme de que ya no esté conmigo. Estuve solo un tiempo, sin que me importara qué me depararía el futuro, inmerso en mis recuerdos, pensando en ella. Pero un día la realidad llegó, haciéndose sentir. Apareció una mujer joven que no conocía en busca de mis servicios... y allá fui.

 

¡Qué contraste!, me hizo sentir inferior desde el primer momento. Me usó, simplemente, como buscando la oportunidad de ponerme a prueba innecesariamente. Me llevó a los lugares más difíciles tentando a la adversidad. Me dejó horas esperándola en la calle mientras entraba a algún lugar del que yo nunca sabía cuándo iba a salir. Pensé "enfermarme" para librarme de su maltrato, pero... nunca aprendí a fingir.

 

No fue mucho lo que tuve que sufrir a esa mujer, se encargó de terminar "lo nuestro" una madrugada en que salió borracha de una fiesta de dudoso ambiente. Estaba eufórica, como pidiendo guerra... y la encontró. Yo hice todo lo posible, no por afecto, sino porque para eso estoy... pero no soy infalible. Puse el pecho, dejando mis flancos al descubierto, para protegerla... y eso lo logré, pero a mi costo. Me la dieron, quedé irreconocible.

 

La mujer, intacta, parada a mi lado, me miró con desprecio, como diciendo "estás para cambiar". Duro, pero cierto, porque yo había tenido vida antes, sólo con ELLA, la única. Para los demás... fui sólo un montón de fierros... un auto.

Elizabeth Oliver de Abalos
eliza@montevideo.com.uy

laquincena@montevideo.com.uy

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