Tribulaciones de un lector embarazado
Álvaro Ojeda

Ana Vidal lo sabe. Sabe que nosotros, los varoncitos, no poseemos capacidad de manejar varias situaciones a la vez y que si nos entregan un libro, hermoso en su portada e inquietante en su contenido, nos detendremos masticando este pastito o aquella gramilla sin enfocar debidamente la cosa. Nos iremos amoscando y enojando sin colaborar con la lectura que se nos pone por delante porque hay que estar en la posición de otro o de otra en este caso, y entonces adoptaremos la misma actitud de disgusto que es posible suponer que tendría la Madre Teresa de Calcuta durante un linchamiento.

Se dice que Nils Bohr cuando era asaltado por alguna idea, abandonaba la dirección del automóvil que conducía para hablar con el pasajero que iba sentado en el asiento de atrás. En ese instante, digamos inefable, hacía irrupción en la escena y en particular en la conducción del automóvil, su esposa y acompañante, que sin inmutarse, tomaba el volante y seguía como si nada, hablando y manejando hasta que Bohr volvía a su posición original mientras el pasajero, recobrados color y compostura, se preguntaba: ¿qué clase de mujer convive con un loco así?

Ana Vidal sabe de esas multilaterales atenciones femeninas, por eso escribió lo que escribió. Y también sabe que la única manera de que alguna vez enfoquemos como es debido, y sin ayuda de oftalmólogos, los asuntos que nos competen a varones y mujeres, será cuando hablemos desde lo que tenemos en común varones y mujeres: la pareja, el embarazo, el parto, los hijos y el viaje -cualquiera sea- fuera o dentro del país, fuera o dentro de un útero.

Así planteada la novela, el lector podrá sentirse, es más deberá sentirse, acosado, enclaustrado y menospreciado como Mónica Dávila, el yo poético que Ana eligió para desarrollar su particular sentido de la narración y todo al mismo tiempo, sin dejar el volante. El lector varón acrecentará su volumen hasta aumentar los 15 quilos que la protagonista aumenta; se levantará de la cama con dificultades de trompo que no posee un piolín adecuado, para ir al baño constantemente; leerá como pueda los gestos de gente que no tiene intención alguna de comunicarse con uno; convivirá con un compañero y luego marido que en el mejor de los casos parece un homúnculo; tragará potajes incomibles en casa de ecologistas un tanto oligofrénicos; sudará la gota gorda tratando de mantenerse fiel a un esposo con el que se tiene la misma relación afectiva que uno puede tener con un concuñado; y por fin parirá y parirá con dolor, como bíblicamente es aconsejado, entre selvas vírgenes y galaxias iluminadas, tan al tono de cierta supuesta literatura de la que Ana se ríe con una impúdica sinceridad, que en rigor si no es impúdica para qué cuernos necesita ser sincera.

El lector en estado de embarazo, navegará las procelosas aguas del exilio, pero de un exilio en donde la lectura política no tiene espacio, y donde una mujer decide, de forma algo circunstancial y aleatoria, parir su hijo o hija (será hija y se llamará Renata) pese a estar en Alemania, en una ciudad que es un cruce de caminos (podríamos decir una cruz de los caminos) y viviendo en un hotel primero y en una especie de dedal después, acompañada de gente tan cercana a un uruguayo como ese par de hermanos iraníes que despiden el aroma de las islas Molucas.

El lector en estado de embarazo sentirá que la vida es una eterna revisión de equipaje en aduanas invisibles, donde siempre se paga una tasa de embarque, un peaje, un impuesto y donde nada está bajo control porque el control se ha caído de las manos si es que alguna vez se tuvo entre ellas, como se cae el control remoto frente a una película de trasnoche demasiado aburrida y en un televisor en blanco y negro, además.

El lector embarazado, se reconocerá al igual que Mónica como persona, cuando alguien desde el lejano Uruguay y desde un teléfono repita su nombre, porque no se puede vivir entre extraños aunque ese sea el estado natural de los hombres antes, durante e incluso (si hemos de creerle a todo ese asunto de la barca de los muertos y de Caronte) después de la vida.

El lector por último, se sentirá indudablemente embarazado, cuando lea cómo es la soledad. La soledad profunda de un cuarto de hotel. Esa especie de limbo que no es casa, ni habitación, ni útero, pero que es lo único que Mónica tiene y al decir Mónica hablamos de su hija, dentro del adentro de Mónica. Sentirá el ruido de la soledad, que es el llanto; verá su rostro, que es el espejo azogado de lágrimas de la protagonista y se hará la pregunta que todos, mujeres y varones, nos hemos hecho alguna vez: ¿hay un horizonte posible, un sueño de mínima estabilidad, detrás de esa retahíla de aeropuertos, hospitales, ciudades satélites, cruces de caminos, mujeres y varones, acumulados, arrumbados, dejados por aquí y por allá sin demasiado tino por circunstancias azarosas y generalmente inclementes?

Ana lo sabe, por eso nos hace una zancadilla a los varones y nos deja que tengamos el volante hasta que nos distraiga alguna cosa, entonces, con buen pulso y voz antigua nos dirá: viste, no es fácil ser mujer y mantener el ritual de la concordia y del amor y nos dejará al mando del volante de nuevo, aparentemente.

Álvaro Ojeda

7 de diciembre de 2004

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