Quedó nomás sin saberse

Alrededor de don Carolino Pintos, la gente se repartía en dos lotes: los que decían que de abombado ni caminaba y los que afirmaban que el que lo comprara por bobo, lo devolvía al ratito.
-¡Ese viejo, de pavo que es ni trotea! -decía el Sordo Barreto, que no era sordo del todo y que integraba el primer lote, desde aquel día, en el boliche No Me Olvides, cuando llovía a torrentes y él entró corriendo y sacudiéndose el agua del sombrero y de las mangas.
-¡Que lo peló! -dijo-. ¡Cae agua como baba de loco!
-Aquí adentro no -respondió don Carolino que, arrimado al mostrador, tomaba una cañita esperando que escampara un poco para irse.
El Sordo lo miró como para partirlo, prueba de que, como ya dijimos, no era sordo del todo. Y desde ese día se afilió a los que sostenían la abombadez de don Carolino.
-La cosa es que él no se funde. Ya cambió tres veces de valija y cada vez más grande. Y entre las jugadas que levanta y lo que vende a las mujeres, no lo apretás por plata nunca. ¡Mirá que abombau! -opinaba el Manco Soria, que le decían así pero sólo le faltaba el dedo chico de la zurda.
En verdad que don Carolino no daba base para que la discusión terminara aclarándose. Con un tranquito manso, una boina vieja que dejaba asomar algunos pelos entre varios agujeros y aquella cara -que era en la que hacían pie los del grupo del Sordo Barreto-, una sonrisita permanente, que le entornaba los ojos atrás de los lentes con patillas de alambre de cobre y una prosa despaciosa, baja y apretada entre los dientes que apenas se separaban para dejarla pasar. Sin embargo, lo de los cambios de valija, en progreso siempre de tamaño y contenido de mercadería, así como el rinde de la libreta, eran ciertos. Levantaba quinielas don Carolino y vendía mercería para damas, como él decía, entrando en la categoría hilos, dedales, agujas y prendas de ropa interior. Era en los únicos casos en que borraba la tal sonrisa, dándole seriedad al comercio en aquellos momentos del trato en que la cliente se probaba la prenda por arriba de la ropa.
-¡Sólo un viejo simple anda vendiendo esas cosas! -decían los correligionarios del Sordo Barreto.

-¡Mirá que simple! ¡Hasta plata ha de estar juntando el simple! -respondían los de El Manco. Y seguía la polémica sobre don Carolino. Que a veces, no se sabe si porque era o no era, él complicaba más haciéndola más encardida. Como la vez de la timba y los diez pesos.
Fue justamente en el No Me Olvides, donde, de vez en cuando, se armaban unos montes que levantaban tierra. Las paradas no pasaban de unos reales porque las piernas eran más que flacas pero, por eso mismo, cada real allí, en aquella carpeta, valía más que una libra.
Las paredes no, pero la puerta sí estaba combada de la fuerza que le hacían de adentro, cuando llegó don Carolino a la cosa. Vio que era bravo para poder entrar y no estaba dispuesto a quedarse sin hacer algún apuntecito, donde apareciese una sota que era su carta. Así que empujó, metió el hombro, hizo una hendija en la que casi dejó los botones del saco y le apretó una manga, que tuvo que hacer fuerza para meterla para adentro. Hasta que mereció entrar y después de pedir disculpas a uno, al que le había metido el picaporte en los riñones, estiró el pezcuezo para ver si en la carpeta aparecía una sota. ¡Pero de ande! Había un humo que los lentes no le respondían de tan lejos y, a dos o tres compermisos que dijo, nadie le hizo caso. Todos, con los ojos en las manos del tallador, formaban un muro firme y sordo y don Carolino oyó hablar de una sota que si el muro no se abría nunca iba a llegar a ver. Entonces, en medio del silencio total que nacía del resbalar de los naipes, dijo:
-Alguno de ustedes, ahí afuera, ¿perdió cien pesos que les faltaba una esquinita?
Cien pesos, cuando eso, daban como para cuatro cuadras de campo.
-¿Halló cien pesos, don Carolino!?
Se dieron vuelta unos cuantos, otros tantos se abrieron con la sorpresa y don Carolino se filtró quedando cerquita del tallador y el naipe. Puso dos reales a la sota y con la sonrisita aquella y la voz entredientada, respondió:
-No... encontré la esquinita.
Si hubieran estado El Sordo y El Manco, no hubieran llegado a nada.

Obaldía, José María.
Como pata de olla
Ediciones de la Banda Oriental
Montevideo - 1998

Publicado originalmente en Brecha, 20/5/88

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