Pasteles de a vintén

¡No vale un vintén! -se decía despectivamente para referirse a algo que, precisamente, no valía nada. En ningún sentido, no solamente en plata.
Sin embargo, el vintén era una moneda poderosa, en un mundo donde no había más bolsas que las de arpillera y un tiempo en que el dólar, ser desconocido, ni se nombraba. Tal vez porque todavía andaba pelo a pelo con el peso. Porque a un gurí, un vintén podía darle para seis caramelos sueltos o un chocolatín o dos bizcochos; podía alcanzarle a cualquier oriental para un libro de papel de fumar o una caja de fósforos; con un vintén de azúcar y cáscara de naranja se componía cualquier yerba vieja, para media tarde de mate dulce. Así que un vintén a veces hacía su fuerza y con él hasta podía verse una penca, masticando, despacito y con disfrute, un "pastel de penca": grande, más bien chato, con un borde ancho festoneado a tenedor, rodeando un relleno que podía ser de natilla o dulce de membrillo o boniato. Este disfrute era el placer preferido de Exequiel Moreno.
Aquella tarde venía llegando cuando todavía estaban en los remates y cuando encontró un buen lugar, de medio tiro para adelante como a él le gustaba, bajó y quedó mirando todo: el camino de la bandera a la sentencia, el genterío y los parejeros que pasaban de galope alegre reconociendo los trillos. Justamente, quedó al ladito de un pastelero.

-¿De qué son los pasteles, gurisito?
-De natilla y de moñate, don Sequiel.
-¿Y cómo son?
-Son a vintén.
La segunda respuesta fue dada con la evidencia del negocio ya concertado para el pastelero, que la dio ladeando el pulcro tapetito blanco y dejando a la vista un nido de pasteles, en papel de estraza, hacia lo hondo del canasto de damajuana.
-Dejalo ahí nomás, que yo voy a ir sacando -dijo Exequiel agachándose hasta donde su nariz alcanzó aquel aroma y su brazo el primer pastel. Cuando quedó parado otra vez ya le había entrado con un mordiscón profundo que, pasando el festón, había entrado hasta el puré de boniato, entre el cual asomaba una cascarita de canela.
Tres turnos se corrieron y se quedó para definir al otro día. Se estaba yendo la tarde con griteríos de gente y pereré de parejero. Y agachadas de Exequiel levantando pasteles, mientras el pastelero a veces lo miraba. Primero medio asombrado, pero después se fue acostumbrando. Todo había mirado Exequiel y había disfrutado el doble agachándose sobre el canasto y masticando, mansa, prolijamente. Ya entrado el sol, empezó a agacharse con cierto esfuerzo, no se sabía si de lleno o de cansado.
Por último se quedó parado, con el brazo alzado, el codo contra la cabezada, con los ojos entornados hacia la cancha casi desierta. Suspiró hondo, se frotó suavemente la barriga por encima del cinto, hasta que, allá abajo, medio de reojo, miró el canasto. Hasta con cierta tristeza. En el fondo se entreveía un pastel solitario.
-Soy hombre vil de estómago -dijo al fin, despacito-. Ni cinco reales de pasteles llego a comer. Guardate ese que sobra, gurisito. Y el vintén.
Le estiró un papel de cinco reales que, en aquellos tiempos, había. Boleó la pierna y se fue al tranco.

Obaldía, José María.
Como pata de olla
Ediciones de la Banda Oriental
Montevideo - 1998

Publicado originalmente en Brecha, 17/6/88

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de Obaldia, José María

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio