La cuarta parte de un sueño

cuento de Julián Murguía

Cuando llegó a la galería de arte, ya estaba llena de gente. Entró y, de inmediato, le pusieron delante una bandeja con copas de vino blanco y vasos de whisky. Tomó una copa y, con ella en la mano, empezó a mirar alrededor, sin conocer a nadie, hasta que distinguió, al fondo de la sala, la alta cabeza blanca del pintor.

Encaminó sus pasos hacia él, lentamente, mirando los cuadros. Los miró concienzudamente -a muchos ya los conocía- luciendo magníficamente en las paredes neutras de la galería.

Había venido solo. Porque era la primera vez que un pintor lo invitaba a una exposición. Era su primer vernissage. "Vernissage" -hasta la palabra le sonaba rara.

Lo había conocido el año pasado, en el bar "El Andén" de la esquina de su casa. Un amigo común los había presentado y el pintor le había parecido un tipo extraordinario. Era mayor que él, prematuramente encanecido, pero con un carisma y una simpatía que le parecieron muy lejanos de la imagen solemne e importante que él tenía de un pintor.

Se habían hecho amigos. Solía encontrarlo en el bar y a menudo tomaban una copa juntos. Un día, el pintor lo había invitado a visitar su taller. Había ido y se había sentido asombrado, deslumbrado por las cosas que aquel hombre podía hacer con tan pocos elementos. Otro día, en otra visita, el pintor le había regalado un cuadro y él se había sentido tocado por la gloria. Era la primera vez que iba a colgar en su casa un cuadro de verdad, no una reproducción, una lámina, como las que tenía. Aunque la Gorda había puesto una expresión dubitativa.

-Será muy bueno, pero yo no lo entiendo -había dicho.

Y él, haciendo uso de las cosas que en sus charlas le había enseñado el pintor, le había respondido:

-Y el estampado de tu vestido. ¿lo entendés?

Ahora venía recorriendo la exposición, sintiéndose un iniciado, un poco dueño de la cosa, porque la mayoría de los cuadros ya los había visto en el taller. Incluso, audazmente, había opinado sobre ellos, ante la sonrisa benigna del pintor.

En otra bandeja, dejó su copa de vino ya vacía y tomó una llena; era bueno el vino blanco. Con la copa en la mano, llegó al fondo del salón.

El pintor estaba rodeado por tres mujeres jóvenes, que lo envolvían y lo miraban con rostros de admiración. Una cuarta chica se acercó al grupo cuando el pintor hacía las presentaciones y quedó integrada a la rueda, a su lado.

-Maestro -dijo él- ¡qué buena quedó la exposición!

-No me llamés así -dijo el pintor- que suena a cachada.

-Bueno... pero quedó muy buena.

-¿Te gusta?

-Me parece maravillosa.

-Sos muy generoso, pero muchas gracias.

La chica que estaba a su lado -la cuarta chica- se dio vuelta hacia él y le dijo:

-A mí me parece una exposición estupenda. ¿Venís siempre a los vernissages?

-Sólo cuando me gustan los pintores -mintió él.

-Es el que más me gusta -dijo ella.

-Y mi favorito, también -dijo él, sin faltar esta vez a la verdad.

Vio que pasaba en ese momento una bandeja y, tomando la copa vacía que ella tenía en la mano, la puso con la de él en la bandeja y tomó dos copas llenas.

El pintor contaba algo en ese momento y todos le prestaron atención. Cuando concluyó, cada uno se puso a conversar con el de al lado, porque el ruido de la sala impedía las conversaciones cruzadas. El la miró: era bonita, aunque más que belleza, era personalidad lo que tenía su rostro, de rasgos bien marcados. Y era joven, también, veinticuatro o veinticinco años, a lo sumo.

-¿Cómo te llamás? -le dijo-. Perdoname, pero no escuché las presentaciones.

-María.

Charlaron durante una hora. La chica era un encanto. Había conseguido que él -a menudo parco- se soltara y hablara hasta por los codos de cosas que ni siquiera sabía que se acordaba. Era otro hombre, jovial, ameno, entretenido, muy lejos de su imagen habitual de un casi cincuentón aburrido.

El vernissage estaba acabándose, ya casi todo el mundo se había ido y quedaban sólo el pintor, las tres chicas que seguían adorándolo, María y él. El pintor se dirigió a ellos:

-Bueno -les dijo-, se han vendido varios cuadros, así que los invito a seguirla en otro lado. Vámonos a algún boliche, a tomar algo y comer alguna cosa.

Él la miró a María:

-¿Vamos?

-Vamos, claro. ¡La noche recién empieza!

Le gustó su aire resuelto y pensó que eso lo podría haber dicho él. Pero era lindo que ella lo sintiera así, en lugar de dar un pretexto para irse. Se sintió eufórico.

-¡Vamos, pintor! -le dijo- ¡El mundo es nuestro!

Se sentía un hombre nuevo, diferente. Y eso que, cuando, a raíz de algo que había dicho, ella le preguntó si era abogado, había sentido como un tinguiñazo en el corazón. Porque años atrás, veinticinco años atrás, esa era su meta, su objetivo. Un objetivo cercano y fácilmente alcanzable, parecía entonces, recibirse y empezar a trabajar como abogado. Por eso y para eso había conseguido aquel empleo en el Ministerio de Economía, para que lo ayudara a mantenerse mientras terminaba sus estudios. Por eso, también, había elegido el Archivo, porque le habían dicho que era poco trabajo y podría estudiar en la oficina.

Sin embargo, lentamente, misteriosamente, casi, sus amigos, los que estudiaban con él, habían ido salvando materias a las que él no se había presentado, se habían ido distanciando en los exámenes y él había terminado quedándose solo, sin nadie con quien estudiar. Así, un día se enteró de que había perdido su matrícula de estudiante, porque hacía más de dos años que no daba un examen.

-No importa -se había dicho-, preparo Constitucional, me matriculo de nuevo y lo doy. Y sigo estudiando y dando exámenes.

Pero no lo había hecho. Y aquel empleo, que era lo temporario, se transformó en lo permanente, lo definitivo, la única razón de su existencia.

Hoy, veinticinco años después, había ascendido a Jefe del Archivo, una jefatura de departamento con cuatro empleados a sus órdenes y el mismo trabajo rutinario de siempre, que no requería talento ni imaginación.

Pero esos no eran pensamientos para hoy. Hoy era un día, mejor dicho una noche, especial. En compañía de un pintor famoso y de cuatro chicas estupendas -en especial una- se iba ahora de juerga. Nunca lo hubiera soñado cuando venía para el vernissage.

Salieron los seis a la calle y el pintor dirigió el grupo, a pie, hacia un bar y parrillada que quedaba a escasas dos cuadras. El dueño, que lo conocía, lo saludó efusivamente y vino en persona a atenderlo. Juntó dos mesas para que se sentaran los seis con comodidad y les preguntó qué iban a tomar.

Terminaron la sexta botella de borgoña, el pintor pagó la cuenta y salieron. Detrás de ellos, el dueño bajó la cortina metálica del boliche, cuya hora de cierre estaba largamente pasada.

Se pararon en la vereda, para resolver hacia dónde iban.

-¿Dónde vivís? -le preguntó él a María.

-Aquí, en la Ciudad Vieja. Tres cuadras hacia allá -y señaló con la mano.

-Bueno, te acompaño a tu casa.

El pintor emprendió su camino en sentido contrario, abrazando a sus dos discípulas, mientras la tercera, sintiéndose desplazada, caminaba detrás, buscando dónde ubicarse.

Él empezó a caminar junto a María y ella lo tomó del brazo, como un gesto natural. Se sintió nervioso, pero le gustó.

-¡Qué lástima que sea lunes! -dijo ella-. ¡Estaba tan lindo para seguir!

-Son casi las dos -le observó él.

-El reloj es para los que tienen obligaciones.

-¿Y tú no las tenés?

-Sí, pero mañana. Esta noche era mía.

-Y lo fue, en buena parte.

Ella no le respondió. Llegaron al edificio de apartamentos donde ella vivía, abrió la puerta y la acompañó hasta el ascensor. Cuando éste llegó, ella le dijo?

-¿Querés subir a tomar un café?

-Te lo agradezco, pero no. Ya es muy tarde -le respondió, tras una breve vacilación que esperó que ella no hubiera notado.

-Bueno, hasta la próxima, entonces.

Se inclinó para darle un beso en la mejilla, pero ella giró la cabeza y se lo dio en la boca. Quedo duro, sin saber qué hacer, mientras ella entraba al ascensor. Cuando la puerta se cerraba, ella le dijo:

-Hasta pronto. Fue muy lindo conocerte.

No tuvo tiempo de contestarle, ni hubiera atinado a hacerlo. Salió a la calle como ido, miró a ambos lados y, no viendo ningún taxi, resolvió caminar las veinte cuadras que distaba su casa. Caminar le haría bien, porque estaba borracho. Borracho de felicidad, de vino, o de María. Pero que estaba borracho, estaba.

-¿Qué tal la exposición? -le preguntó la Gorda al otro día, mientras tomaba el desayuno.

-Estupenda.

-Te oí llegar entre sueños. ¿Era tarde, no?

-Llegué como a las dos y media. Y en curda. Tengo una resaca horrible.

-¿Tanto duró?

-No. Lo que pasa es que el pintor me invitó a cenar después, y seguimos tomando vino. Mucho vino.

-¿Por qué no tomás algo para la resaca?

-Ya tomé. Espero que se me vaya.

-La que se va soy yo, porque llego tarde. Hasta luego.

-Hasta luego -dijo él y, poco después, emprendió también su camino a la oficina.

En el trayecto iba pensando en la noche anterior, sintiéndola lejana, irreal y difusa, como un sueño. Se tocó los labios. ¿María lo había besado anoche? ¡Qué gurisa estupenda!

Cuando llegó a la oficina, se sentó en su escritorio y miró alrededor. Paredes y paredes cubiertas de estanterías del piso al techo, y llenas de carpetas y expedientes rigurosamente ordenados, clasificados, indizados y fichados. Miles y miles de cosas inútiles, que nadie jamás pediría, envejeciendo allí, como él. Se sintió disgustado, molesto, incómodo. Debía ser la resaca.

Dos días después -era un jueves- estaba de vuelta en la normalidad de su vieja rutina, casi olvidada ya la noche del vernissage, cuando sonó el teléfono. Miró su reloj -faltaban cinco minutos para la hora de salida- y levantó el tubo.

-¿Podría hablar con el Jefe?

-Está hablando con él.

-¿Cómo andás, Gran Archivador?

-¿Quién habla? -preguntó, sorprendido.

-María.

Hubo un silencio, porque a él no le salió nada, y ella volvió a hablar:

-¿Qué te pasa? ¿Necesitás un poco de vino para que se te desate la lengua?

-No, no -dijo, apurado-, fue la sorpresa.

-Si te reponés de ella, ¿podés cruzar a tomar un café conmigo?

-¿Dónde?

-Estoy en el bar de enfrente.

Fue al baño, se peinó, se acomodó el nudo de la corbata, fue luego a marcar su tarjeta de salida y cruzó al bar. María estaba en un rincón, sentada a una mesa, y era tal como él la recordaba. Se agachó y le dio un beso en la mejilla.

-¡Hola! -le dijo-, todavía no me he repuesto de la sorpresa. ¿Qué te dio por llamarme?

-Bueno -dijo María, con una amplia sonrisa-, para tomar un café uno de los dos tenía que llamar, y como vos no tenías mi teléfono, te llamé yo. Un poco lo de Mahoma y la montaña.

-Mirá gurisa que yo no soy ninguna montaña.

-Eso lo decido yo. Vos podrás opinar de mí, pero sobre vos opino yo, ¿estamos?

-Está bien. ¿Qué vas a tomar?

-Ya pedí dos cafés.

-Eso se llama eficiencia.

-Soy eficiente, ¿sabés?

-No me cabe duda. Sos muchas cosas.

-¿Cosas como qué? -dijo ella, a la defensiva.

-Como lo que uno puede buscar en una mujer -dijo él sin sonreir-. Ella lo miró fijo:

-Ojalá lo dijeras en serio. ¡Y ojalá fuera verdad! Pero a veces soy muy insegura, ¿sabés? Y entonces, para disimularlo, tengo desplantes y hago cosas de las que después me avergüenzo.

-¿Cosas como qué?

-Como llamarte para tomar un café -hizo una pausa- o como darte un beso la otra noche. Yo tenía ganas de que vos lo hicieras, pero como no lo hiciste, lo hice yo. Después, cuando subía en el ascensor, me moría de vergüenza.

-Bueno.., no tenías por qué morirte. Fue muy lindo.

-¿Sí? ¿De veras te pareció así?

-¡Claro!

-Gracias. Sos muy bueno.

Y, estirando el brazo sobre la mesa, puso su mano sobre la de él. El cerró el puño, aprisionándola, y la miró a los ojos.

-María.., sos una maravilla.

-No me sobrevalores. Soy María.., nada más.

-¿No dijiste que cada cual opina sobre el otro?

-El pez por la boca muere... -dijo ella, con una sonrisa.

Y él se puso a hablar. Otra vez ella había conseguido soltarlo, desatarlo, destrabarlo, volviéndolo un conversador ameno, entretenido. Hablaron de muchas cosas, de política, de cine, de teatro, de libros, donde él recordó aquellos autores que ya no leía, aquellas piezas que había visto hacía veinte años, algunos clásicos que hoy pasaba la televisión. El tiempo pasó volando y, cuando miró el reloj, vio con sorpresa que hacía dos horas que estaban charlando.

-¡Las nueve! Me tengo que ir.

-¿Ya? -dijo ella, con aire de pena.

-Sí, se me ha hecho tarde.

Ella no preguntó más. Sacó una agenda de su cartera, tomó un bolígrafo, arrancó una hoja y escribió en ella.

-Tomá. Los dos de arriba son los teléfonos del estudio. El de abajo es el de mi casa. La próxima vez te toca llamar a vos.

-Está bien -dijo él, doblando y guardando el papel. Cuando salieron a la vereda, María le dijo:

-Tengo el auto a la vuelta. ¿Te puedo acercar a algún lado?

-No, no vale la pena. Voy muy cerca. Nos despedimos aquí.

-Bueno -dijo ella- pero esta vez no tengo vergüenza.

Y le dio un beso en la boca.

Cuando llegó a su casa, la Gorda estaba trajinando en la cocina.

-¡Hola! -le dijo-. La cena está pronta. ¿Cómo te fue?

-Bien, ¿y a vos?

-Y... como siempre -y se puso a contarle las novedades del día, de su trabajo en otro Ministerio.

Después de cenar, vieron una película por televisión y se fueron a dormir. La Gorda se durmió enseguida, pero él permaneció despierto un largo rato, tratando de poner en orden sus pensamientos. ¿Qué le estaba pasando? Cuando al final consiguió dormirse, lo hizo recordando la sonrisa franca de María. Pero no soñó con ella, ni con nada. Hacía muchos años que no soñaba.

Al otro día, cuando llegó a la oficina, sacó el papelito con los números que ella le había dado y tomó el teléfono, pero, sacudiendo la cabeza, lo dejó y puso el papelito en un cajón del escritorio. A lo largo de la jornada, varias veces abrió el cajón y vio allí el papel, pero no lo tocó.

El fin de semana transcurrió como siempre. Se levantó tarde, fue al fútbol el sábado con dos amigos, a un cine del centro con la Gorda por la noche, y a almorzar con sus suegros el domingo.

Esa tarde, mientras la Gorda charlaba con su madre y una vecina, su suegro y él se pusieron a mirar un partido de fútbol por televisión. El partido no era muy bueno y él se puso a pensar en María. Tenía ganas de verla y estar con ella. Entonces, ¿por qué no la había llamado? ¿Para no cometer una infidelidad con la Gorda?

Pero la infidelidad no era un hecho físico: era un estado de espíritu. Se podía, ¡claro que se podía!, ser infiel con el pensamiento. Si él tenía ganas de estar con María y no lo hacía por la Gorda, no servía. No atenuaba con ello la infidelidad. El problema era resolver realmente con quién quería estar, ser sincero consigo mismo. Querer estar y no estar, no era fidelidad, era hipocresía.

Siguió pensando en María -¡qué gurisa estupenda!- y resolvió que al día siguiente la llamaría.

Pero el lunes, cuando abrió el cajón donde estaba el papelito de ella, otra vez lo asaltaron remordimientos y no la llamó. Sin embargo, al día siguiente ya no aguantó. En cuanto llegó a la oficina sacó el papel, llamó al estudio y pidió por ella.

-¡Hola! -dijo la voz alegre de María-. ¡Al fin me llegó el turno! ¿Cómo andás?

-Bien ,gurisa, ¿y vos? -y sin esperar respuesta, siguió-: ¿Tenés algo que hacer hoy?

-Escucho propuestas.

-Bueno, ¿qué te parece si a las siete nos encontramos en el bar de aquí enfrente, el del otro día, y más tarde nos vamos a comer por ahí?

-De acuerdo, pero ¿me dejás elegir a mí dónde vamos a cenar?

Pasó todo el día en la gozosa anticipación del encuentro. Y llamó a la Gorda, inventando una cena de despedida de soltero de un funcionario de Trámite Interno que lo haría llegar tarde.

A las siete en punto entró al bar. María estaba en la misma mesa, y ya había pedido dos cafés.

-¿Café? ¿No preferís otra cosa?

-Hay tiempo de sobra -respondió María.

Él se sentó, le puso azúcar a su café, tomó un sorbo y la miró.

-Gurisa... ¿cuántos años tenés?

-Veinticinco.

-¿Sabés que el mes que viene yo cumplo cincuenta?

-Si yo no hago cuentas, ¿por qué tenés que hacerlas vos?

-Porque me parece absurdo.

-A mí no. Y si a alguien tendría que importarle sería a mí, no a vos. Si a mí no me importa, ¿por qué te tiene que importar a vos?

Él no supo qué contestar. Se quedó callado un instante, buscando otro argumento que le sirviera para desencantarla.

-Yo soy casado, ¿sabés?

-¿Yo te he preguntado algo? ¿Te he puesto alguna condición?

-No.

-Entonces, ¿no podés disfrutar de estar aquí charlando? De estar aquí hoy. Ahora.

-¡Claro que lo estoy disfrutando! Pero era que... era que...

-¿Era que te sentías mal? ¿Que podías estarme engañando? ¿Aprovechándote de una criatura inocente? ¿No?

-Bueno.., sí. Algo de eso.

-Pues ni soy criatura ni soy inocente. ¿Estamos?

-Sí... -y no supo qué agregar. Ella siguió:

-De modo que, si no hay más objeciones, vamos a seguir charlando de otra cosa. -Y, cambiando abruptamente de tema, se puso a contarle el caso jurídico en que estaba trabajando. Otra vez la conversación retomó sus carriles y otra vez él sintió aquella fascinación, aquel deslizarse imperceptible del tiempo, aquella sensación de euforia y de placer.

Cuando miró de nuevo el reloj, se sorprendió al ver que ya eran las diez. No quedaba nadie en el café y estaban por cerrar.

-¿Nos vamos a comer? -le dijo.

-Bueno. ¿Te acordás que elegía yo?

-Sí.

-Pero me olvidé de preguntarte. ¿Te gustan los mariscos?

-¡Me encantan!

-¡Menos mal! Estaba preocupada por eso.

Salieron y ella lo guió a lo largo de tres calles, llevándolo otra vez del brazo. Se detuvo en un portal y abrió su cartera, buscando sus llaves. El reconoció el edificio.

-¡Pero aquí es tu casa!

-Claro. Hoy cociné para vos. ¿No quedamos en que yo elegía donde cenar?

Después de comer se quedaron sentados, charlando y tomando vino. Una hora después estaban en la cama.

Las semanas que siguieron fueron desbordantes, vertiginosas, eléctricas. Empezó a encontrarse con María todas las tardecitas al salir de la oficina, a almorzar algunas veces en el centro, a cenar y a acostarse con ella cada vez que podía inventarle un pretexto a la Gorda.

Y María, ¡oh, María!... era... no encontraba palabras para describirla, María era.. todo! Todo lo que cualquiera podría desear.

Nunca le decía una cosa negativa, ni protestaba cuando él no podía verla, o tenía que dejarla. Sólo una vez, cosa de un mes después, se le había escapado una exclamación. Era en la víspera de su cumpleaños y habían cenado en el departamento, cuando él miró la hora. Ella lo vio y dijo, con un suspiro:

-¡Ay, si te quedaras...!

No le había contestado y ella, rápidamente, había cambiado el tema. A medianoche, había sacado de su cartera su regalo de cumpleaños y se lo había entregado y, al poco rato, él se había marchado. Se había ido cabizbajo, pensando en lo que ella había dicho, compartiéndolo. ¡Claro que hubiera querido quedarse! Pero, ¡qué iba a hacer!

Sin embargo, esto que sonaba a excusa era en realidad la pregunta que él se tenía que plantear. Sí, ¿qué iba a hacer? ¿Qué mierda, qué cuernos, qué carajo iba a hacer con la Gorda y con María? ¿Qué iba a hacer con su vida? ¿Iba a seguir así eternamente?

Y así siguió, sin decidirse a nada, hasta que, quince o veinte días después, le dijo María una noche:

-iCómo me gustaría que nos fuéramos a pasar unos días a Buenos Aires!

A él le gustó la idea.

-Bueno -siguió ella- ¿qué te parece si nos vamos el jueves de la semana que viene? Como el viernes es feriado... Pero lo pagamos a medias, ¿eh?

-No, gurisa. El día que te lleve a Buenos Aires, te llevo yo.

-No seas chapado a la antigua.

-Soy.

Ella discutió, pero él se mantuvo firme. Era el hombre quien llevaba a su mujer y le pagaba los gastos.

-¡Sos una antigualla! -protestó ella, riéndose-, pero la culpa es mía.

-Lo es. Yo te avisé.

-Touché.

No le dijo nada más de la ida a Buenos Aires, pero no lo olvidó y, dos días después, de camino a la oficina, entró a una agencia de viajes en la que trabajaba un amigo. Éste ajustó los detalles: saldrían el jueves de noche, tendrían dos días de hotel en Buenos Aires y tomarían el barco de regreso el domingo de noche.

Cuando llegó a la oficina, guardó el sobre con los pasajes en el cajón, y no le dijo nada a María cuando la vio después. Sería una sorpresa la semana que viene.

Pero antes.., antes tendría que aclarar las cosas con la Gorda, porque sabía que al volver de Buenos Aires ya no podría separarse de María. Mañana era viernes... Sí, mañana mismo, sin falta, tendría que tomar el toro por las guampas y hablar claro con la Gorda. Sabía que se iba a sentir como un hijo de puta al tirarle ese baldazo, hablarle de María, decirle que se iba.., pero, ¿qué carajo podía hacer?

Podía hacer algo y lo hizo: lo dejó para el lunes.

Se sintió afortunado cuando, el viernes de noche, llegaron por su casa dos amigos a invitarlo a salir de pesca el fin de semana. Aceptó encantado aquella oportunidad de irse esos dos días y desaparecer del mundo.

Pero el lunes de mañana, al despertar, sintió que le caía encima todo el peso de la realidad. Hoy era el día. Sin escape.

Marchó para la oficina a la hora acostumbrada, y pasó todo el día dándole vueltas a la cosa. Pensó en la Gorda y pensó en María. ¡La gran puta! ¿Por qué la felicidad de una tenía que ser la infelicidad de la otra?

Pero querer ser leal a dos mujeres era ser desleal con ambas, y hoy tenía que cortar. El viernes se había prometido que hoy lo haría, pero se sentía mal, atemorizado. Las grandes decisiones lo acobardaban.

¡Pobre Gorda! Cuando le telefoneó a mediodía la encontró alegre como una castañuela. No quería llegar tarde y encontrarla dormida, como otras veces.

-¿Qué contás? -le dijo ella.

-Mirá, hoy tengo que quedarme a terminar un trabajo, pero por poco rato, así que a las diez, diez y poco, estoy en casa.

-Entonces te espero para cenar

-No, no te preocupes por mí.

-Si no me preocupo por vos, ¿por quién me voy a preocupar? -se río, contenta.

-Bueno -dijo él. Y cortó, con más remordimientos que antes de llamarla. ¡Pobre Gorda!

Antes, había llamado a María, quedando en encontrarse a las siete en un café frente a la Universidad. Ella tenía pruebas en su Facultad y terminaba a esa hora. Necesitaba verla, reafirmarse en ella, juntar coraje en ella para lo que venía después.

Porque no podría cortar con la frialdad y serenidad de un cirujano, que es ajeno al dolor que causa. Iba a realizar, más que un corte, una amputación. Pero de ella, él también saldría mutilado.

Por eso tenía que hacerlo hoy: también por él. Para que la herida que se le abriría pudiera empezar a cicatrizar, atenuándose el dolor y los remordimientos en aquellos tres días previos al viaje, y poder así ir a Buenos Aires, si no alegre, al menos sereno y calmo frente al hecho consumado.

La frialdad de este razonamiento lo hizo sentirse aun peor, un cínico, un calculador, un hijo de puta.

A las siete y pocos minutos entró al café y encontró a María en una mesa con tres compañeros de clase: dos chicas y un muchacho. María le hizo lugar a su lado y se los presentó. Ellos lo saludaron y reanudaron su charla, discutiendo animadamente la prueba que acababan de enfrentar y los errores que podían haber cometido. Los escuchaba sin entender mucho lo que decían, ni de qué se reían. El tema era especializado y él no lo conocía. Pero, cuando empezaron a hablar de otras cosas, también eran cosas muy de ellos, de su propio mundo.

-¿Qué te pasa que estás tan callado? -le preguntó de pronto María. Inclinándose, él le respondió en voz baja:

-Me siento lejos.

-¿Viejo? -dijo la que estaba al lado de María, maloyéndolo-. ¡No sos tan viejo! Parecés más joven que mi padre.

-Gracias por el cumplido -dijo él, forzando una sonrisa.

Unos minutos después, miró ostensiblemente su reloj y le susurró a María:

-Tengo que pasar por otro lado. Dentro de una hora voy a tu casa, ¿está bien'?

Se despidió y se fue. Dos calles después entró en otro bar, se sentó a una mesa y pidió una grappa. Necesitaba algo fuerte. La bajó de un trago y se puso a pensar.

Veinticinco años en el Archivo lo habían convertido en un hombre metódico y ordenado, de modo que se puso a revisar y clasificar sus emociones y sus sentimientos, a rotularlos, caratularlos, a ponerlos en estantes, a indizarlos.

Se había ido del café de María y sus compañeros porque se había sentido incómodo, fuera de lugar, circulando por una órbita distinta, diferente. Como cuando uno irrumpe en un juego infantil y los niños lo quedan mirando, a ver qué quiere este boludo. Los chicos no lo habían quedado mirando, simplemente lo habían ignorado, pero él igual se había sentido como un boludo, metido en un mundo ajeno. Con María no le pasaba. Y, sin embargo, ese era el mundo de María... ¿Había conseguido entrar en él o María se había estado adaptando al suyo?

Pidió otra grappa y miró el reloj. Eran las siete y media. En algo más de media hora saldría hacia el apartamento de ella, y una hora después marcharía a su casa, donde ahora debería estar llegando la Gorda.

Pensó en la Gorda. ¡Pobre Gorda! Ni era muy linda ni era muy inteligente. Pero era alegre, luchadora y solidaria. En los veintidós años que llevaban casados, podía decir que habían sido felices. Con esa felicidad corta de la medianía, pero felices al fin. Y la quería, por supuesto, si no no habría sufrido la tortura de todos estos días, ni le habría importado largarla. Sí, la Gorda era eso: una buena compañera.

Y María, ¿qué era María? ¿Un amor, una locura, un sueño? El archivador metódico lo analizó desapasionadamente. No, no era eso exactamente era una nostalgia.

Con María no miraba hacia adelante, sino hacia atrás. Con ella, él miraba al pasado. No... tampoco era eso. Lo que miraba, o trataba de ver, era cómo hubiera sido -con ella- ese futuro que hoy era pasado, cómo sería el hoy si la hubiera encontrado en el ayer, si él fuera el de aquel entonces. ¿,Era eso otra forma de soñar? Tal vez, pero era un sueño al revés.

Ella lo hacía sentirse rejuvenecido. Pero, ¿qué era sentirse joven'? ¿Era acaso volver a soñar? Tal vez sentirse joven fuera tener ganas de vivir, pero eso no permite volver a los sueños juveniles, a los sueños imposibles. Él era lo que era... ¿Con qué podía soñar ahora?

Veinticinco años atrás, ¡había tenido tantos sueños! Todo eso estaba hoy sepultado por el limo gris que acumulara en tantos y tantos anos opacos de rutina, en la inmutable inutilidad de aquel Archivo.

Ahora había encontrado a María. Imprevistamente, misteriosamente, milagrosamente, la había encontrado, y había sentido revivir de golpe aquel sueño de juventud que creía muerto y enterrado. ¿Y no lo estaba?

María era un sueño, pero no era un sueño realizado. Era una parte, un integrante de aquel sueño incumplido de su ya distante juventud, de cuando él era joven y aún soñaba. De cuando se imaginaba que el gran abogado, gran político y gran escritor, tendría a su lado una gran mujer. Ella lo hacía sentirse joven, claro, pero eso no significaba poder empezar de nuevo. ¿Y todo aquello que había querido lograr junto con ella: la carrera, la política, los libros?

De aquellas cuatro cosas que formaban su sueño, hoy, veinticinco años después, había logrado una. Sonrió, pensativo, una sonrisa triste.

Sí, eso era María: la cuarta parte de un sueño.

Era casi la medianoche del jueves cuando, después de haber cenado en el barco, celebrando el viaje con un buen vino argentino, salieron a cubierta y se asomaron sobre la borda. En la oscuridad, veían la estela blanquecina abriéndose desde la proa y pasando velozmente debajo de ellos. Después, sólo la negrura infinita del mar. Hacía frío y ella se estremeció. Él le pasó el brazo por los hombros y la atrajo hacia sí.

-¡Hacía tanto tiempo que quería ir a Buenos Aires! -le dijo-. ¡Qué lindo estar yendo, ¿no?

-¡Divino! -respondió ella y, con un suspiro de felicidad, recostó la cabeza en su hombro.

Con su mano libre, hurgó en un bolsillo del saco, buscando cigarrillos.

-Está muy frío -dijo ella con otro estremecimiento-. ¿Vamos para adentro?

-Andá vos. Yo fumo este cigarro y bajo enseguida. Prendió el cigarrillo y, con frío, se levantó el cuello del sobretodo y metió las manos en los bolsillos. Al hacerlo, tocó una cosa con la mano izquierda y la sacó. Era el encendedor de plata, con sus iniciales, que María le había regalado un mes atrás, por su cumpleaños, y que nunca había llegado a usar. Lo había dejado en el sobretodo para que la Gorda no lo viera y evitarse explicaciones y mentiras. Un mes atrás... ¡Qué lejano y qué irreal parecía ya todo aquello!

A la luz de un farol de la cubierta, hizo girar el encendedor entre sus dedos, lo prendió dos o tres veces y lo contempló con un poco de pena.

Después, alzando el brazo, lo arrojó al abismo negro de las aguas.

cuento de Julián Murguía

de "Cuentos de las dos orillas"
Julián Murguía
Lectores de Banda Oriental
Montevideo, febrero de 2001

 

Ver, además:

 

                   Julián Murguía en Letras Uruguay          

 

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