El extranjero

cuento de Julián Murguía

Había muchos vascos en mis pagos de Cerro Largo. Sin mar y sin montaña, en aquel paisaje verde y ondulado de pasturas sin fin, habían encontrado el final del camino.

Con ellos habían traído sus oficios nobles: pastores, herreros, carpinteros, tahoneros. Sentaron sus raíces en la nueva tierra y se pusieron a trabajar. A hacerla crecer.

Las cosas buenas de mi pueblo eran de los vascos. No había pan tan blanco como el de Aroztegui; no había mejores herrajes que los de Azpíroz; no había muebles tan sólidos como los de Dominzain. Y en los negocios siempre fueron una garantía. "Palabra de vasco" era mejor que una Letra de Tesorería.

Nosotros éramos retoños del viejo tronco éuskaro, vasquitos orientales, en aquella llamada República Oriental. Uruguayos, claro que sí, amando a nuestra tierra y orgullosos de ella. Pero vascos también, sintiendo siempre un lejano irrintzi.

La ikuvriña estaba en todas nuestras casas. Mi padre la tenía junto a la foto de mi abuelo -que era de Bilbao- y que había muerto siendo yo muy niño. Por eso, yo le tenía cierta envidia a Iñaki. Porque Iñaki tenía un abuelo.

Don Juan Martín, que así se llamaba, era un vasco robusto, jovial y trabajador, para quien mi amigo, su único nieto, era la niña de sus ojos y la razón de sus desvelos. Solía sentarlo en la falda y hacerle cuentos de su tierra lejana. Le hablaba siempre en vasco, del que yo sabía pocas palabras y menos frases, con lo que Iñaki tempranamente hablaba el euskera con fluidez y hacía que yo lo viera como un vasco redondo.

Las narraciones del abuelo eran inagotables y preciosas. Le contaba historias del País Vasco, cuentos de su infancia y de su juventud, cuentos de sus tiempos de gudari cuando la Guerra Civil Española, recuerdos vivos de tiempos muertos.

Le contaba de su niñez en aquel caserío del Norte de Vizcaya, con sus padres, sus hermanos, su tierra y sus vacas. De las travesuras de aquel perrito que tenía, que se llamaba Biurri.

Le contaba de cuando estalló la Guerra Civil y él se presentó como gudari, tocándole servir junto a Evaristo Aranceta y bajo el mando de Joseba de Elosegui en la defensa de Guernika. Y al contarle, volvía a hervir de rabia al revivir aquella atroz impotencia de ver arder el pueblo bajo el fuego de los Nerones del siglo XX.

Le contaba de su lucha, de sus esperanzas y sus ambiciones, de sus triunfos -pocos- y de sus fracasos -muchos-, de los amigos, de los leales, de los traidores, de los requetés...

Le contaba del fin de la guerra y de su vuelta al caserío. De lo poco que duró esa paz, pues al ser acusado de "rojo" por el cura del pueblo, tuvo que huir a Francia, por el monte, para escapar al pelotón de fusilamiento. A aquel pelotón que se llevó a tantos amigos.

Allá en Francia, el abuelo se había sostenido trabajando en lo que podía, pero -genio y figura- poco después se había unido a los maquis y estaba otra vez luchando contra el enemigo de siempre.

Terminó la guerra, cayó el Eje, pero Franco no, y el abuelo no sabía hacia dónde rumbear. Se casó con una vasca -también exiliada- y, cuando el vientre de ella comenzaba a levantarle el delantal, llegaron los dos a América.

Yo nunca supe el cómo ni el porqué de la llegada de los abuelos de Iñaki a mi pueblo de Cerro Largo. Tal vez ni ellos mismos lo supieran, porque su sino era irse, más que llegar. Pero en aquel lugar se quedaron y echaron raíces.

El hijo que allí nació casó tempranamente con la hija de otros vascos y, de ellos, nació Iñaki. Mi amigo Iñaki.

Nos conocimos en la escuela, aquella escuela que estaba en el barrio de los vascos, a corta distancia del frontón de pelota donde, domingo a domingo, los vecinos se enfrentaban en sudorosos partidos de mano, de pala, o de cesta-punta.

Con Iñaki preferíamos irnos a pescar al cercano arroyo, y, para ello, salíamos con nuestras cañas y buscábamos lombrices en el suelo húmedo de las quintas, o debajo de las piedras chatas, o debajo de las macetas, que siempre las había en nuestras casas.

-¡A que hoy pesco más mojarras que tú!

Nos instalábamos en una barranca de poca altura, cercana al paso del arroyo, donde los jinetes y los sauces mojaban sus ponchos en el agua.

Eran tiempos lindos, lentos, demorados, como el fluir cansino del arroyo. Tiempos en que las cosas sólo iban aconteciendo poco a poco, en que del hoy para el mañana pasaba tiempo, mucho tiempo. Ese tiempo que se desgrana lentamente, como la avena que está pronta a cosechar y no se corta.

Con Iñaki desgranábamos así nuestros veranos, aquellas interminables vacaciones de la niñez. Aquellas en las que, emocionados, despedíamos en apretados abrazos a nuestros compañeros de clase, pensando que no los iríamos a ver nunca más, porque "nunca más" significaba los próximos noventa días.

Algunas veces Iñaki no podía venir a pescar, porque iba con sus padres a ayudar al abuelo.

Un poco afuera del pueblo, pasando los naranjales de Pérez Trío, el abuelo Juan Martín tenía una finca. Una chacra, le decíamos allá. La finca no era grande, en aquella región de vastas extensiones. Una decena de vacas lecheras -Belcha, se llamaba la favorita-, una quinta de papas y algunos canteros de legumbres, consumían el espacio disponible. Allí iban Iñaki y sus padres, y a veces yo. No a pasear, sino a darle una mano al abuelo con la tierra y con los animales, sobre todo en verano.

-Arratsalde beroa -decía el abuelo-, cada vez que el sol aplastaba contra el suelo las tardes de mi pueblo. Y eran, en verdad, tardes calientes.

A menudo, los dos caíamos por la casa de Doña María Garate. Doña María había emigrado siendo ya una persona mayor y hablando sólo vasco. Con los años, aprendió poco castellano y se fue olvidando de mucho del vasco, con lo que solía armarse tremendos enredos.

A Iñaki y a mí nos divertía su modo arrevesado de expresarse, y siempre tratábamos de hacerla hablar. Nos reíamos hasta caernos al suelo y ella se enojaba con nosotros. Pero por cinco minutos, pues al ratito estaba, como una abuela, preguntándonos cómo nos iba en la escuela e invitándonos a merendar. Y sus dulces, de una gran cantidad de variedades, eran maravillosos. Cuando de noche en casa, a la cena, estábamos con poco apetito, nuestras madres adivinaban enseguida que habíamos estado en lo de Doña María, comiendo sus tortas, sus jaleas y sus mermeladas.

El día en que Doña María murió, hubo un cambio en nuestras vidas. Esa tarde nos había pedido que la ayudáramos a recoger peras, y para nosotros había sido una diversión.

Nos habíamos trepado al viejo y enorme peral que crecía en el fondo de su casa y, arrancando las peras, se las tirábamos, tratando de embocar en el delantal que ella recogía con sus dos manos.

-¡Ahí va otra, Doña María!

-Gracias mil, gracias mil -nos dijo al final, cuando ya tenía suficientes.

Nos besó, nos dijo que habíamos sido muy buenos y nos invitó a volver al día siguiente, a probar su compota de peras y a llevarnos un frasco cada uno.

Pero no hubo mañana para ella. Esa noche sufrió un derrame cerebral y murió a los pocos minutos.

Cuando lo supimos, quedamos petrificados, mudos, atónitos, pensando que algo estaba mal en el mundo, que éste no era como debía ser. Al otro día, desde una esquina, vimos pasar el cortejo: un carro fúnebre tirado por cuatro caballos negros y atrás, caminando, todos los vascos del pueblo.

Apretados, encogidos, sentíamos por primera vez la presencia ominosa de la muerte. Y en aquella sensación brutal de impotencia y de injusticia, juntábamos la visión del rostro cariñoso de la vasca vieja con la incumplida promesa de la compota de peras.

Poco tiempo después mi familia dejó el pueblo, mudándose a la capital, a aquella capital llena de ómnibus, de autos y de gente. A aquella vasta ciudad donde las personas viven tan cerca que no se conocen.

Pero Iñaki se quedó en el pueblo. Y yo le dejé a él mi caña de pescar, mi secreto lugar de las lombrices y mi parte del arroyo.

Fue dos años más tarde que mis tíos, desde el pueblo, nos informaron del accidente de carretera que les costara la vida a los padres de Iñaki, una tarde en que volvían de la finca del abuelo. Días después, otra carta nos decía que el abuelo Juan Martín se había llevado a Iñaki a vivir con él en la chacra.

Le compró una bicicleta para que pudiera seguir asistiendo a clase en el colegio secundario del pueblo y fue, desde entonces, abuelo, padre y madre para el niño. Vivió por y para él.

Cuando Iñaki terminó el colegio, se dedicó de lleno a ayudar al abuelo en el trabajo de la tierra. Y así siguieron mucho tiempo, de lluvia en lluvia, de sol en sol y de año en año.

Todas las semanas llegaban al pueblo a vender un carro cargado de legumbres y de quesos, en el que -vacío- retornaban contentos a la finca. Siempre vivieron contentos, aquellos dos.

Algunos domingos, Don Juan Martín sacaba su viejo txistu y se ponía a tocar. Iñaki simplemente lo escuchaba, o, reconociendo el ritmo, se paraba y ensayaba algunos pasos de Espata Dantza.

Otras veces se sentaban a conversar -siempre en euskera- a la sombra de un añoso ombú.

Don Juan Martín le hacía cuentos de antes de la Guerra Civil, cuando, a su edad, ayudaba a su padre en el trabajo de la tierra y marchaban los dos, todas las semanas, al mercado de Guernika, llevando puerros, patatas y quesos caseros. Como hoy lo hacían ellos dos en Cerro Largo.

Le contaba de su hermano Sebastián, aún niño, tratando de ayudarlos, saliendo apresurado del viejo caserío, aquél donde su familia había vivido por más de trescientos años: una sólida construcción de piedra y tejas contra un fondo de montaña verde oscuro, poblada de robles y de cedros.

Le describía en detalle los lugares, el mercado, los caminos, transmitiéndole -en colores- todas sus vivencias. E Iñaki seguía las narraciones del abuelo, sus amores y sus odios, sus recuerdos, sus nostalgias, atesorando aquello que era su propia historia.

Y siempre -como una fijación-, hablaba, el abuelo, del portón que había hecho poco tiempo antes de irse, el portón que cerraba el acceso al camino al caserío, un sólido portón de roble, fuerte, de gruesa madera, hecho como para que durara un siglo.

-Allí debe estar todavía -decía al terminar.

Así siguieron los dos, tiempo y tiempo, hasta que un día el tiempo del abuelo Juan Martín se terminó.

Los últimos no habían sido años buenos. La dictadura encontró al abuelo muy achacoso para combatirla y muy achacoso para mandarse mudar. Simplemente siguió allí, vegetando.

La crisis general y el empobrecimiento del país habían hecho trizas a los pequeños productores rurales, e Iñaki realizó milagros para ocultarle los malos momentos que se vivían. Hasta el final siguieron yendo al pueblo a vender sus productos, que cada vez costaban más y cada vez valían menos.

Pero, al morir el abuelo, Iñaki miró alrededor. Y se miró a sí mismo: solo, fundido, sin horizontes.

Malvendió la finca, pagó las deudas y, con el dinero sobrante, que no era mucho, resolvió irse a España. Bueno, a España no, a Euzkadi.

Cuando vino a despedirse de mí, me dijo simplemente:

-No me estoy yendo. Estoy volviendo.

Por eso, no le interesó detenerse en Madrid, ni en Bilbao, sino que pasó de largo ambas ciudades. Pero cuando el bus lo depositó en Guernika, miró a su alrededor satisfecho.

Miró todo lo que había en su entorno, reconociéndolo. Y no tuvo que preguntarle a nadie la ruta que debía tomar. Él la conocía muy bien. Él sabía el camino curva por curva, piedra por piedra, roble por roble.

Y, echándose la mochila a la espalda, salió de Guernika con paso alegre.

Por el camino, iba levantando el brazo, saludando a los bazterritarrak, los habitantes típicos de los caseríos. Estos debían ser los Etxeberri, aquéllos los Iturria, si seguían allí los amigos del abuelo.

Vio que todavía estaba allá el tronco del roble quemado por el rayo y, poco más adelante, las grandes piedras donde surgía el manantial. De lejos, reconoció el caserío de los suyos.

-Está igualito -se dijo.

Cuando llegó a él, se detuvo delante del viejo portón de roble, un portón que debía tener ya medio siglo. Pasó la mano por la madera áspera, como haciendo una caricia en la cara rugosa del abuelo, y entró.

Al llamar, apareció un vasco viejo, de rostro familiar.

-Egun on, Sebastián -le dijo Iñaki a su tío abuelo.

Y, cuando le explicó quién era, el viejo le dio un abrazo y, volviéndose hacia la casa, gritó con alegría, llamando a sus hermanas y anunciándoles la llegada del sobrino de América, el nieto del hermano Juan Martín:

-¡Begoña, Mirentxu, etorri onea! ¡Amerikako lobie etorda! ¡Juan Martinen lobie!

Las dos tías viejas aparecieron casi corriendo. Tenían un cabello rubio muy canoso y ojos grises, como los de Iñaki. Lo abrazaron, lo besaron, lo sentaron y empezaron a encontrarle parecidos. Que los ojos, que la cara, que el cabello, que como la abuela Ruffina, que como el primo Joaquín, que corno tú, Begoña, como tú.

E Iñaki simplemente se quedó. Había mucho que hacer en ¡a tierra y el tío Sebastián ya tenía pocas fuerzas, de modo que Iñaki se puso de lleno a trabajar. Arrancó malezas, aró, cultivó, sembró, plantó. Compró dos vacas lecheras, buscando una negra a quien pudiera llamar Belcha, en recuerdo de aquella de su infancia, y se puso también a ordeñar.

Al tiempo, lo convidó el tío viejo a ir a Guernika, a vender los primeros frutos de su trabajo, y Sebastián marchó con él encantado. Iba orondo, sonriente, contándoles a los amigos que encontraba las proezas agrícolas de aquel mocetón fornido que era su sobrino nieto y mostrándoles, orgulloso, los productos que llevaban: ¡qué puerros, qué patatas, qué quesos caseros, corno hoy ya casi no se hacían en la comarca!

Cuando llegaron de regreso a casa, Iñaki sacó del bolsillo el producto de sus ventas y se lo alcanzó a Sebastián, pero éste se negó a aceptarlo.

-Eso lo has producido tú -le dijo.

-Lo ha producido la tierra.

-Con tu trabajo. Ese dinero es tuyo.

-Es de todos -dijo Iñaki. Y agregó-: Si quieres, haz como el abuelo Juan Martín.

-¿Qué hacía?

-Lo ponía en un cajón de un mueble, y el que necesitaba algo, pues de allí lo tomaba.

-Así se hará, entonces- dijo Sebastián, abriendo un cajón y poniendo en él el dinero.

-Espera un momento -dijo Iñaki y fue hasta su cuarto, regresando con un fajo de billetes que también puso en el cajón.

-Es lo que ha sobrado de la finca de América -explicó. Y. pese a las protestas de Sebastián, allí lo dejó.

Después, la vida siguió, serena y plácida. Iñaki jugaba al fútbol los domingos en un equipo del lugar y participaba en todas las fiestas y bailes de los alrededores. Cuando empezó a visitar a una muchacha de un caserío cercano, las tías viejas le dirigían miradas de complicidad y cuchicheaban entre ellas proyectos casamenteros. Sin decir nada, empezaron a ponerle cortinas nuevas al cuarto mas amplio y luminoso de la casa.

Un día Iñaki tuvo un encuentro, un mal encuentro.

Había ido a Guernika a vender su cosecha de maíz, y discutía el precio y las condiciones con el dueño de un almacén de piensos. Como el dueño era asturiano, Iñaki hablaba en castellano, en su castellano de Cerro Largo.

Alguien que entró al almacén se quedó observándolo al escucharle el acento, y cuando -concluido el negocio- Iñaki se retiraba, lo interceptó.

-¿Su permiso de trabajo?

Iñaki quedó atónito.

-¿Permiso de trabajo? -dijo, sorprendido-. ¡Trabajar es una obligación!

-Usted no es de aquí -insistió el otro-, usted es un extranjero.

-¡Claro que soy de aquí! Pregúntele a este hombre, que acabo de venderle mi segunda cosecha de maíz.

-Muéstreme sus documentos.

-El pasaporte lo tengo en el caserío. 

-¿Pasaporte? ¿No ve que usted es un extranjero indocumentado?

La discusión se fue tornando agria y el asturiano, amigo de ambos, intercedió a favor de Iñaki.

-Bueno -dijo el funcionario-, váyase. Pero trate de arreglar enseguida sus papeles, si no, va a tener problemas. Y problemas serios.

Iñaki se marchó, confuso, y salió enseguida a averiguar qué era aquello de "arreglar los papeles".

Preguntó aquí, preguntó allá, y las noticias no fueron muy alentadoras. Para los vascos, él era un paisano, pero para el Gobierno de Madrid, era un extranjero.

-¿Y quién manda aquí? -preguntó.

-Madrid -le dijeron.

Un abogado de Guernika le explicó que sin el visado especial, obtenido en el consulado español en su país de origen, la cosa era muy difícil. Que él tenía que haberlo gestionado antes de salir, presentando un contrato de trabajo.
-¿Contrato? ¿Cómo voy a hacer contratos con mi familia?
-Bueno, haber planteado su situación. Pero, en fin, deme un par de días para hacer algunas gestiones.
Dos días después, Iñaki estaba otra vez en el despacho del abogado.
-Estuve en el Ministerio de Trabajo -le dijo éste- y, con su documentación, no hay la menor posibilidad de que otorguen un permiso.
-¿Está seguro?
-Bueno... a menos que consiguiera que lo eximieran del visado, pero la posibilidad es tan remota que ni...
-¿Quién puede hacerlo?
-El Delegado del Gobierno, pero no creo que...
-¿Pero puede concederlo?
-Sí. Poder, puede. Pero estoy seguro que no va a...
-¿Dónde está?
-En Vitoria, pero le aseguro que no vale la...
-Agur.
-No se haga ilu...
Pero Iñaki ya se había marchado.

Al otro día, temprano, estaba en Vitoria.
Esperé que abrieran la oficina, caminando impaciente para arriba y para abajo. Cuando abrieron, fue el primero en entrar. A la muchacha que lo atendió le explicó a qué venía. Y ella le dijo que no. Que no se podía.
-¡Alguien tiene que haber que pueda resolverlo! ¿Con quién puedo hablar?
-Si quiere hablar con el Jefe, siéntese y espere. Aunque no creo que le sirva de nada.
La muchacha le tomó sus datos, observándole que su visa de turista tenía casi dos años de vencida, e Iñaki se sentó a esperar.
Al final lo llamaron y la secretaria le abrió la puerta a una oficina espaciosa. Iñaki entró con paso resuelto y se dirigió al hombre que estaba sentado detrás de un escritorio:
-Agur, lagun -le dijo-, zure laguntza bear dut. (Hola, compañero. Necesito su ayuda. ( N . del A.).
-Por favor, hable en español.
-Nikeuskeraz egitendot neure erriannau e lakon. Euskalerrian gudot lotu.
-¿Qué ha dicho?
-Que él habla euskera porque está en su tierra. Y que quiere quedarse en el País Vasco -tradujo la secretaria. Y cerró la puerta.
-Yo no soy vasco. Le ruego me hable en español -dijo el funcionario, invitándolo a sentarse. E Iñaki comenzó a explicar el problema que lo traía.
Nadie supo qué fue lo que provocó el incidente. "Tal vez habló mal de los sudacas, como suele hacerlo", comentó después la secretaria. Pero el hecho es que a los pocos minutos de haber entrado, la conversación fue subiendo de tono, haciéndose audible en el exterior.
-¡Le he dicho que mi abuelo fue gudari y, aunque no le guste, también peleó por usted! -se oyó tronar el vozarrón de Iñaki.
Hubo una respuesta que no llegó a oírse, y luego el estrépito. La secretaria corrió hacia el despacho pero, antes de llegar, la puerta se abrió e Iñaki salió de la oficina como un toro. Adentro, el Jefe comenzaba a incorporarse, con el rostro aún rojo del bofetón que lo había tumbado.

Salió del edificio embistiendo puertas y llevándose a la gente por delante. Salió y emprendió el retorno, tomando el primer autocar que salía para Bilbao y luego otro hacia Guernika.
Cuando llegó, entró en la primera sidrería que encontró a su paso y empezó a desahogarse, echando afuera la furia que traía adentro y echando adentro la sidra que tenía afuera.
Caía la tarde cuando Iñaki tomó su habitual camino al caserío. Iba cabizbajo, pensativo, sólo las livianas burbujas de la sidra conseguían sostener su pesado corazón.
En un recodo encontró al viejo Sebastián, esperándolo.
-La Policía Nacional vino a buscarte. Dicen que eres un extranjero ilegal y que te van a expulsar de España por la Ley de Extranjería. Que, encima, abofeteaste a un hombre importante. Dijeron que volverían, y allá están, en un auto.
-Era de suponer -dijo lacónicamente Iñaki.
-Toma -dijo el tío viejo, alcanzándole su mochila- te he traído tus papeles, tu dinero y algo de ropa. Puse un queso, además, para el viaje -agregó, intentando una sonrisa que no le salió.
-Gracias -dijo Iñaki.
Sebastián sacudió la cabeza.
-Aquí mismo vi por última vez a Juan Martín, cuando vine a avisarle que se fuera.
Iñaki no contestó y ninguno de los dos volvió a romper el silencio.
Se dieron un abrazo y cada uno emprendió su camino de regreso.

Esa noche, Iñaki el Extranjero iba en el tren. Iba rumbo a Madrid, rumbo a Barajas y rumbo a América. Pese al monótono tracatrá de los rieles, no iba a poder dormir en toda la noche, ni en todo el día siguiente, en el largo viaje de retorno.
Iba tascando el freno, masticando rabia, mascullando insultos. Y, entre la furia y las maldiciones se entreveraba y crecía, envolviéndolo todo, la misma sensación apocalíptica de cuando contemplamos juntos, allá en mi pueblo, el entierro de Doña María Garate.
Aquella sensación de una cosa injustamente terminada. Aquel viejo sentimiento de impotencia y de injusticia, vagamente asociado a una compota de peras.

(*) Nota del Autor: las frases en lengua vasca que aparecen en este cuento, están explicadas en el texto inmediato. Las palabras sueltas utilizadas, significan:

Agur - adiós.
egun on - buenos días.
euskera - lengua vasca.
gudari - miliciano, combatiente vasco.
ikurriña - bandera vasca.
irrintzi - grito gutural, llamado vasco.
lagun - compañero, camarada.
txistu - especie de flauta.
sudaca - termino despectivo utilizado en España para designar a los hispanoamericanos.
requetés - se llamó así a los soldados carlistas que apoyaron a Franco durante la guerra civil.

cuento de Julián Murguía

de "Cuentos de las dos orillas"
Julián Murguía
Lectores de Banda Oriental
Montevideo, febrero de 2001

 

Ver, además:

 

                   Julián Murguía en Letras Uruguay          

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

Email: echinope@gmail.com

Twitter: https://twitter.com/echinope

facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce

instagram: https://www.instagram.com/cechinope/

Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/ 

 

Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay

 

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de  Julián Murguía

Ir a página inicio

Ir a índice de autores