La vida entre presos

Siempre es mejor vivir del trabajo ajeno que del propio
César di Candia 

Para los presos, el mundo está dividido en dos: el de los giles y el de los gratas. Los primeros son los que se rompen el alma en algún empleo, los últimos son ellos, los que desprecian a quienes trabajan y creen que es mejor vivir del esfuerzo de los demás

El doctor Martín Mowszowicz entró a trabajar como practicante en el Penal de Punta Carretas y permaneció trabajando en diferentes centros de detención durante la mitad de su vida. Esta circunstancia que seguramente pocos colegas le han envidiado, unida a una forma muy afable y entradora de tratar al prójimo, le permitió no solamente una tarea terapéutica en los hospitales penitenciarios, sino un acercamiento a los presos que lo convirtió en un confidente y a veces en un amigo.  

Luego de jubilarse y sin la intención de violar aquellas confesiones, este médico de apellido complicado decidió volcar sus experiencias en un libro de recuerdos carcelarios. Con un lenguaje simple y esquemático ha descrito los hechos cotidianos, las penas, las costumbres, las inmensas carencias, los personajes, los códigos internos que a veces cuesta entender, tratando de rescatar la vida en dos establecimientos: Punta Carretas y Miguelete, que ya no existen como tales. Conversar con él explorando las conductas más allá de las simples anécdotas, ha sido una tarea enriquecedora.

–¿Cuántos años ha estado ejerciendo como médico de cárceles?

–Treinta y dos entre Punta Carretas, Miguelete y Cárcel Central. También conozco los establecimientos de Libertad y Santiago Vázquez.

–Me gustaría hacerle una pregunta un poco impertinente: ¿qué razones inducen a un practicante o a un médico joven para trabajar en estos lugares donde nadie quiere ir?

–Le va a sorprender. Yo trabajaba en esos años en la vieja mutualista de la Asociación Fraternidad y uno de los médicos internos, el doctor Luis Alberto Sala López que era Director del Hospital Penitenciario, me convidó para trabajar allí, porque le gustaba cómo hacía mi trabajo.

–Y usted pensó como todos cuando empezamos: "con tal de ganar unos pesos, voy a cualquier lado".

–Es que ganaba muy poco como practicante. Estaba de novio con mi actual esposa, tenía planes y bueno...

–¿Esperaba encontrar lo que encontró?

–No. Fue todo una experiencia diaria. Experimenté un shock al entrar y pasé por un período de adaptación observando mucho, pidiendo consejos y cumpliendo una norma de oro que es la de mirar sin preguntar porque el preso está a la defensiva y siempre se va a plantear cuáles son sus intenciones. Y como tiene muchas horas de ocio y de meditación, a veces encuentra respuestas que no son buenas para uno. No hay que preguntar. 

Siempre el individuo que está preso, si usted merece su confianza, le va a venir a contar todos sus problemas. 

 

Necesita hablar con alguien que no sea de su entorno.

 

"La primera vez que entré al Penal, así lo llamaban, una sensación desconocida se instaló en mí. Una interposición de olores, gritos, ruidos, difícil de olvidar, a la que uno se acostumbra con el correr de los días. Una mezcla de mugre, carne asada, orina y un olor que solamente se conoce allí: el olor del sudor del que descarga adrenalina, producto de la tensión reinante.

 

En el patio del recreo, las gaviotas se arrojaban sobre las sobras de comida que los presos tiraban por las ventanas. Luego vería además, ratas, perros y gatos participar en la fiesta gastronómica carcelaria".

(Martín Mowszcowicz.- La vida entre presos. Ed. Torre del Vigía, 2003)

–¿En esas conversaciones llegó a entenderlos?

–Estoy convencido que sí.

–¿Qué motivos los llevan a delinquir?

–Después de muchos años, llegué a admitir sus propias conclusiones. Ellos hacen esta opción: es mejor vivir del trabajo ajeno que del propio. Independientemente de la rama del delito, hacen sus evaluaciones. Saben que si trabajan con fierros, corren mayores riesgos que si son punguistas y que los arrebatadores tienen más que los que hacen el cuento del tío, para dar algunos ejemplos. Robar es una opción de vida. Y esto sucede, aunque no se haya nacido en un barrio carenciado. En Punta Carretas conocí a uno que era hijo de una familia de trabajo y de dinero. El padre tenía una industria y él terminó asaltando casas de cambio. Hablando con él, me contó que a los dieciocho años se había ido a vivir solo. Pero entró a ver que todos los que se movían a su alrededor usaban buenos trajes, conseguían minitas de lujo, tenían auto, comían y bebían bien y sin embargo nunca trabajaban. Les preguntó cómo hacían y lo invitaron a salir con ellos. Y después que hicieron el primer asalto, ya no se detuvo. Optó por la vida fácil. La mayoría de la gente que está presa ha elegido eso. Hay quienes delinquen por razones de honor, pero son los menos.

–En su libro usted afirma varias veces que quien elige delinquir desprecia a la gente que trabaja.

–Para ellos el mundo está dividido en dos: los giles y los gratas. Los giles son los que viven de su trabajo. Los que se levantan temprano para ir a su empleo y se rompen el alma. Los gratas, o los tagras o los pibes chorros, como se les denomina ahora, son los que obtienen ingresos sin esfuerzo.

–¿Esa filosofía se aplica aun dentro de la cárcel y por eso muchos se niegan a aprender un oficio?

–La cárcel que yo conocí a fines de los años sesenta, estaba llena de talleres de todo tipo, con presos que trabajaban. Lo hacían porque tenían una preocupación que era su familia. Como la habían dejado sola, pretendían ahorrar un poco del producido de su trabajo que era llamado peculio. Eso ocurría efectivamente así, porque se les guardaba una cantidad para que al salir del establecimiento tuvieran algo. Mire que yo he conocido casos de personas que han salido en libertad y tuvimos que darles dinero porque no tenían ni para el ómnibus.

–Por lo que recuerdo, ese peculio es muy escaso. Mucho menos que un salario mínimo.

–Poco es más que nada. Además había otras motivaciones. El que trabajaba en la carnicería se llevaba unos churrascos para la celda, el que estaba en la panadería escamoteaba levadura para fabricar el escabio, el que ayudaba en la parte de las verduras, sacaba algunas frutas para fermentar y elaborar bebidas, el que trabajaba en la herrería, hacía cortes y los comercializaba. Tiempo después, a causa de una reglamentación, se dispuso que esos productos fueran vertidos a rentas generales y no regresaran a Institutos Penales. De modo que los presos se negaron a hacer el negocio de don Andrés, que compra a cuatro y vende a tres. Como no les daban nada, no trabajaron más y los talleres se cerraron.

–¿Eso quiere decir que el Estado no aporta nada para la eventual recuperación del delincuente?

–No he dicho eso. Pero aquella fue una legislación perversa. Hoy Institutos Penales está trabajando en medio de las mayores carencias y tiene una gigantesca emigración de funcionarios, sectores enteros que se van en comisión a otros ministerios.

–Perdone que vuelva a lo mismo. La Constitución establece textualmente en su artículo 26, que "en ningún caso se permitirá que las cárceles sirvan para mortificar" y sin embargo, el Estado lo único que proporciona a los presos son celdas hacinadas, falta de duchas adecuadas, mala comida y un trato diario poco digno.

–El año pasado el Estado les dio módulos de última generación, que si bien podían tener detalles inadecuados eran mejorables, pero a los pocos días eran una mugre, porque tiraban la basura de la ventana para afuera o vaciaban el mate en el pasillo para que limpiaran los milicos, o trataban de romper lo que se les ofrecía. Todo esto lo comprobé personalmente. En ese mismo contexto si las personas que ocupan una celda son limpias, las celdas tienen las camas tendidas y ofrecen una gran pulcritud.

–¿Qué porcentaje de presos se recupera con los sistemas actuales?

–Uno muy pequeño.

–¿Pequeño porque el sistema es malo o porque el ser humano que delinque es difícil de recuperar?

–El individuo que hace la opción del delito si cae preso se expone a ser contaminado por el medio carcelario. Ahí aprende cosas, se perfecciona. Cuando sale, comete delitos peores que los que lo privaron de su libertad. Y al final termina siendo lo que se llama carne de cárcel. Por lo tanto no es recuperable. Todos los presos saben dónde están los valores morales. Lo que pasa es que no los cumplen, no les importan. La mayoría conoce perfectamente el Código Penal en lo que le atañe a su propia causa. Es más, tienen que conocerlo para saber declarar. Por eso siempre son declarantes avezados. Hay muchos que dan clases de Penal y de Procedimiento. Se especializan en esquivar los valores. Es el mismo caso de los que saben al dedillo las disposiciones impositivas, pero las eluden.

–Volvamos a la pregunta. ¿A cuánto llega el porcentaje de los que se recuperan?

–Es muy bajo. No me gusta hablar de porcentajes.

–¿Dos por ciento, diez por ciento, treinta por ciento?

–Le diría que de cada cien presos, cinco se recuperan.

–De modo que si tomamos en cuenta ese exiguo porcentaje podemos deducir que desde el punto de vista de la recuperación moral, la cárcel es un fracaso.

–Eso también ocurre a nivel mundial. Es un fracaso, sí. El Estado hace muy poco para educar, a pesar de que hay escuelas y gente que asiste, pero la educación debería hacerse a través del trabajo, de la ausencia de ocio. Las personas jóvenes, mal entretenidas, bien comidas y con todo el tiempo disponible, obviamente se van a pasar pensando en cómo van a delinquir una vez que salgan. Incluso a veces hacen cosas que el reglamento prohíbe para divertirse y molestar a los guardias. Por otro lado, hablar de moral es muy delicado. He visto reclusos que se entregaron a alguna institución religiosa y se transformaron, pero también he visto a uno con tanta fe, que se ganó la confianza del pastor y terminó escapándose con su esposa. Los que se recuperan son pocos y la causa es algo que ya le dije: lo contaminante del ambiente. Aquel muchacho de buena familia del cual le hablé, entró con veinte años, salió con treinta y cinco. Todos los amigos que tiene son antiguos presos. Sabe donde encontrarlos porque hay boliches de ambiente. Y los "muchachos" lo van a llevar nuevamente al delito.

–Eso puede más que la perspectiva de tener que soportar de nuevo la falta de libertad.

–La falta de libertad es un hecho removedor que sólo se aprecia cuando se pierde. Usted pasa de una vida en la cual hace lo que quiere a la hora que quiere, a una vida en la que hace lo que puede a la hora en que le ordenan que puede hacerlo. Y eso es absolutamente revolucionario para los patrones de conducta de la gente. La obliga a vivir de otra manera. Sin embargo, no les importa la posibilidad de soportarlo de nuevo.

–¿Cómo es la convivencia en general?

–Buena. Cuando es producen fricciones es a causa de los llamados brazos gordos, es decir los líderes que tienen un grupito que los sigue y viven patoteando por determinadas cosas. A veces para dirimir el liderazgo tienen una pelea. Esto era lo que surtía al hospital de heridos. Nadie se peleaba en los talleres. Se apuñalaban en los patios o en las celdas. ¿Causas? Saber cuál era el más fuerte, la disputa por algún homosexual, algún robo. Esas eran las transgresiones que alteraban una convivencia armónica. La verdad es que ya estaban pasándola mal y no tenían interés en pasarla peor. A veces los problemas les caían solos por amenazas, presiones. En la cárcel es frecuente que alguien pretenda lo que el otro tiene.

–Usted me decía que los códigos internos imponen no robarse entre ellos.

–Le cuento lo que yo viví, porque en los últimos tiempos ha cambiado mucho el ambiente. Antes, robar a otro preso era absolutamente mal visto y quienes lo hacían eran llamados despectivamente rastrillos. Ahora las cosas son diferentes porque la edad en que se empieza a delinquir es menor. Los presos son muchachos jóvenes que ya han pasado por todos los albergues y los centros del Iname y tienen una aureola de inimputabilidad que se dan cuenta que ya no existe cuando los envían a las cárceles. Además ya ha entrado a jugar un factor terrible que es la droga. Cuando yo trabajaba, no existía la droga fuerte, más bien ingerían hipnóticos que le ponían al mate o a la sopa.

–¿Quiénes los introducían?

–Era muy fácil. Los traían los visitantes igual que en los chistes cuando se meten limas dentro de las tortas. Pero estos muchachos a los que me refería antes, que son drogadictos pero no son tratados como tales y tienen necesidad de seguir drogándose, porque caen en el síndrome de abstinencia, hacen cualquier cosa con tal de obtener un peso para comprar. Y además tienen los proveedores, las líneas para conseguirla.

–¿Cómo son esas líneas?

–A través de una visita o de un funcionario corrupto, que también existen. No hay otras vías porque los predios están cercados por una guardia del Ministerio del Interior y por el Ejército en el cerco perimetral. Las plantas de marihuana no se crían en macetas dentro del Penal. Los paquetes vienen de afuera. Y la cocaína también.

–¿No es posible evitarlo?

–Es muy difícil porque el ingenio del que necesita pasar la droga vence todas las barreras. Se ve en todos los aeropuertos del mundo, que son los lugares mejor controlados. Las mujeres que vienen de visita, esconden la droga en los tampones, para darle un ejemplo. Esto es lo más común. También es usual esconder cocaína entre el forro de los termos y el recipiente térmico de adentro. Y a veces no es droga, es dinero para comprarla, porque aquella ya está adentro y se comercializa. Alguien la entró. ¿De qué manera? Que cada cual le busque la explicación que quiera.

–Si hubo guardias que colaboraron para la fuga grande de ciento cinco tupamaros y seis presos comunes del Penal de Punta Carretas, permitir pasar droga parece mucho más fácil.

–Tiene razón.

–Si nadie escuchó el ruido que hacían cuando horadaban los pisos de hormigón y nadie vio dónde se escondía la tierra que excavaban...

–Que fueron varios camiones...

–Leí en su libro que hay presos que no se encuentran bien fuera de la cárcel y prefieren quedarse adentro.

–Es que no encuentran un lugar mejor. Perdieron todo lo que tenían, la compañera los abandonó, los hijos se avergüenzan de ellos, tienen que ir a vivir a la calle y se dan cuenta que su núcleo social es la cárcel. No quieren irse y si se van obligados, hacen cualquier cosa para volver.

 

"Tenía cerca de ochenta años cuando lo conocí. Estaba internado en una de las salas del Hospital Penitenciario, más que por alguna dolencia, para estar atendido y cuidado, ya que los internados de la sala le daban de comer, lo bañaban y lo mimaban como si fuera su abuelo realmente. (...) Cierto día observé al Abuelo en el patio, escondido detrás de unas palmeritas de yatay. Me extrañó su actitud. Averigüé qué estaba pasando. Lo que sucedía era desolador: al Abuelo le había venido la libertad y se estaba escondiendo con la esperanza de que no se lo llevaran. Sabía que iba para un asilo. Fue dramático verlo irse llorando y haciendo llorar a todos lo presos. En el Asilo Piñeyro del Campo sobrevivió escasos treinta días. Tal vez lo mató la tristeza".

(Martín Mowszowicz La vida entre presos. Ed. Torre del Vigía, 2003)

–¿Es cierto que quienes cometen delitos muy aberrantes son aislados por sus compañeros de prisión? Me refiero a violadores, a asesinos de niños, a personas de crueldad extrema...

–Es verdad. El violador es muy mal visto y en general le hacen probar una igual brutalidad a la que él cometió. La explicación me la dieron ellos mismos: "nosotros estamos acá adentro, pero nuestras esposas, nuestras hermanas y nuestros hijos están afuera a merced de estas bestias". En realidad no se habla del delito que cometieron porque allí adentro nadie es santo ni juez de los demás, pero los someten a un aislamiento total. Eso es peor que un castigo físico. Es algo terrible, un código interno que todos respetan. Yo he visto a un preso llegar hasta un grupo con la intención de incorporarse a él y no poder hacerlo porque la gente se disgrega sin hablarle. ¿Por qué? Porque esta persona tenía fama de alcahuete, de ortiva, como le dicen en la jerga carcelaria.  

–Usted menciona en esta categoría a un enano homicida que estuvo más de treinta años preso. Había matado a su patrón escondiéndose bajo su cama y acuchillándolo de abajo hacia arriba mientras dormía.

–Sí, el enano Romero. Era famoso porque después de tanto tiempo adentro, era un funcionario más. Hacía cumplir los reglamentos como si fuera un jefe de guardias.

 

"En una ocasión estaban de timba en una celda del cuarto piso. Se jugaba a la modalidad llamada "monte" por plata y fuerte. (...) Hasta que acertó pasar por la puerta el enano R. Los participantes de la timba pensaron inmediatamente: "estamos en cana, el enano nos vio". Pero veloces como el rayo le ofrecieron jugar algunos pases y lo dejaron ganar una suma considerable para la época. Como vio que tenía ganados unos buenos pesos pidió para retirarse del escolazo, cosa no permitida, pero era lo que los pistoluquis querían para poder continuar tranquilos. El enano se retiró, bajó al tercer piso, luego al segundo y al encarar el centro de control del primer piso sucedió lo increíble. Trepó nuevamente las escaleras (...) entró a la celda, devolvió la plata que le habían dejado ganar de changüí para que se fuera y pidiendo casi disculpas dijo: "es más fuerte que yo. Tengo que ir a contarlo. Están en cana, muchachos". Y así sucedió. Bajó, delató y mandó preso a un pueblo".

(Martín Mowszowicz La vida entre presos. Ed. Del Vigía, 2003)

–¿Y no lo castigaban duramente por esa condición?

–Sí. Le habían dado varias palizas, pero nada le hacía mella. Era de hierro. Su condición de soplón natural, que no podía evitar, le valió un tratamiento mejor durante el larguísimo período en que estuvo preso. Logró salir ya viejo y no sé que fue de su vida.

Segunda parte

El practicante de medicina y más tarde médico dermatólogo Martín Mowszowicz jamás olvidaría sus primeras impresiones, al entrar a trabajar en diciembre de 1969, en el recinto del Penal de Punta Carretas. Los funcionarios, casi todos retirados del ejército, vestían sus antiguos uniformes, ya rotosos, remendados y descoloridos a tal extremo que los reclusos los llamaban Paisajes de Catamarca, por los mil distintos tonos de verde. Y no fue solamente eso. En las graderías de la cancha de fútbol, ante la pasividad de las autoridades y a la vista de todos, tenía lugar una clase abierta de violaciones de cerraduras, a cargo de un penado con fama de muy experto en la materia, la que era seguida con extrema atención por un grupo grande de presos. Con ademanes profesorales, el hombre a quien llamaban Yamandú, enseñaba los tipos de llaves maestras llamadas yugas que se utilizan para estos fines y practicaba sobre varios candados de todo tamaño.  

A partir de ese momento y ya curado de espanto, este médico fue acumulando treinta y dos años de experiencias y recuerdos. Esas memorias, únicas, irrepetibles, las vertió en un libro y accedió a complementarlas en una entrevista que tuvo lugar en su casa de la calle Luis Alberto de Herrera, de la que hoy se ofrece la segunda y última parte.  

–¿Recuerda haber tratado a aquella persona que hace años mató a una mujer arrancándole los intestinos a través de la vagina?

–Sí, como no. Se llamaba Wenceslao Gutiérrez. Los presos políticos lo llamaban Chinchulín o Parrillada. No era una persona que sobresaliera por su peligrosidad. En realidad no parecía haber hecho la monstruosidad que hizo. Andaba siempre solo y hablaba poco.

 

"La causa por la que cumplió una larga condena fue muy comentada en su momento. Había eviscerado a una mujer arrancándole los órganos del vientre desde la vagina. Era callado, serio y de buena conducta. Una sola vez salió de su silencio habitual, cuando en una conversación trivial se mencionó a Jack el Destripador. El modesto Wenceslao dijo de repente.

–Ese Jack al lado mío, es un aprendiz.

Años después al salir libre, me lo encontré en 18 de julio, en la vereda del cine Censa, donde cuidaba coches. Me saludó correctamente y me contó que se había casado y que vivía tranquilo. No lo vi más. Siempre recuerdo su salida, casi con orgullo profesional"

(Martín Mowszowicz.- La vida entre presos. Ed. Torre del Vigía, 2003).

–¿Cómo convivían los presos políticos con los comunes?

–Naturalmente, los presos políticos tenían otra extracción social y otra formación educativa. Muchos eran hijos de familias acomodadas y no habían visto un obrero de cerca ni por casualidad. Esa gente padeció los mismos fenómenos transformadores que produce la cárcel, pero fue muy solidaria, entre sí y con los demás. Por otro lado tenía un aparato de apoyo fuera del establecimiento que les permitía tener despensas propias. Nunca les faltó yerba, ni azúcar, ni aceite, ni fideos. Y como compartían todo, se ganaron por el estómago a la población carcelaria. De pronto era una estrategia porque con eso se compraban silencios y colaboraciones. Pienso que nadie los quería mal, aunque había delincuentes profesionales que se quejaban argumentando que en la calle no se podía robar porque con el ejército fuera de los cuarteles, estaba llena de milicos, y adentro estaban muy vigilados a causa de la presencia de los presos políticos. Estos hacían su vida y eran muy solidarios. Yo estuve siempre en la vereda de enfrente, pero no tengo empacho en destacarlo. Ayudaban con víveres y en ocasiones aportándoles defensores penales o dando dinero para sus familias cuando veían que estaban muy apretadas.

–En ocasión de las dos fugas, también se fueron varios presos comunes.

–Sí, en algunos casos porque los tupamaros no sabían qué hacer con ellos. Cuando se produjo la segunda fuga, por las cloacas, dejaron a los presos comunes varados en la calle para que se arreglaran como pudieran. Uno de ellos se fue a Maldonado a casa de una hermana y cuando cayó preso de nuevo se vengó de los tupamaros delatando todo lo que sabía. Habló hasta de más. Con uno de los que se escapó en la primer fuga, Carlos La Paz Caballero, me encuentro dos por tres en la Ciudad Vieja. Es un hombre muy correcto que estudió periodismo y se recibió. Lo considero un hombre inteligente y no me consta que haya vuelto a las andadas.

–También es cierto que entre los presos comunes que se fugaron, hubo algunos que pasaron a integrar el MLN.

–Uno de ellos fue Adalberto Viña, gran amigo que me ayudó mucho para hacer el libro. Llegó a tener una vinería llamada Salud, frente a la vieja Penitenciaría. Era de la banda del Mincho Marticorena y tanto él como su hermano, a quien llaman El Muerto, son tupamaros convencidos. El Negro Viña está casado con una buena señora a la que conozco y su vida ha cambiado totalmente. Pasó de delincuente a luchador social.

–¿Usted ejercía tareas en Punta Carretas en ocasión de la fuga de los ciento once?

–Sí.

–¿Cómo se la explica?

–Nuestra actividad estaba centrada más lejos, en el Hospital, que estaba en un ángulo del establecimiento. De cualquier manera entré a hacer una guardia el mismo día en que se habían fugado y subí para ver los huecos entre celda y celda y el túnel, incluso penetré en éste. Aquello era absolutamente increíble. Yo nunca lo sospeché porque no iba por esos lugares y ellos ni siquiera pedían médico porque como tenían sus propios médicos y su propia farmacia, concurrían muy poco al Hospital. Lo que recuerdo sí, un cierto silencio extraño en los días previos a la fuga, pero las líneas de información pasaban al costado nuestro y no nos tocaban.

–¿Y cómo es que las autoridades no se enteraron?

–Eso es responsabilidad del director de la época o del Ministro del Interior de la época o de la gente que nunca vio la tierra de la excavación ni sintió ningún ruido. La verdad es que fue inexplicable.

–¿Y fue testigo de la segunda fuga, la que se realizó a través de la Enfermería?

–Me enteré por los cuentos. Eso fue cerca de una fiesta tradicional. Al respecto hubo un episodio increíble. Hubo un recluso de los que mencioné como opuestos al MLN al cual le ofrecieron irse con ellos y como no quiso le dijeron que lo iban a atar, igual que lo habían hecho con los practicantes de guardia. Y el hombre les respondió: "a mí no me ata nadie porque yo estoy tomando mate y no soy un batidor. Así que déjenme tranquilo y tengan la seguridad de que no voy a salir a denunciar que ustedes se están escapando". Tenía sus códigos y como no quería deberle nada a los tupas, se negó a fugarse con ellos. Lo más curioso es que poco después se fugó solito. Aprovechó una salida acompañada al Hospital de Clínicas y se escabulló.

–Deme su opinión médica del viejo tema de la homosexualidad carcelaria.

–Yo creo que el individuo que se vuelca a la homosexualidad dentro de la cárcel, ya tiene desde el punto de vista psicológico, una propensión anterior. Es muy difícil que se viole a alguien que no quiere ser violado. Generalmente se trata de personas que ya habían sufrido estas experiencias en los albergues o en el Iname y cuyos casos ya son conocidos por los demás presos. De modo que al entrar a la cárcel le imponen su condición de pasivo quiera o no quiera. Esto es más un forzamiento que una violación. En mi opinión se trata de personas que tenían todo para ser homosexuales y les faltaba apenas un tinguiñazo. Había uno de profesión domador que andaba siempre de bombachas criollas y botas tipo acordeón, a quien un día le fui a dar una inyección y comprobé que usaba ropa interior de mujer. Le pregunté por qué y me dijo: "Y doctor... son cosas de la vida". Y le puedo contar que también he conocido parejas estables que han durado años dándose besos en el patio.

 

"Eran tan conocidos por sus llamativos sobrenombres, que pocos sabían realmente cómo se llamaban y en realidad, nadie se preocupaba por ese detalle. Taburete era petizo, feo de verdad. En cambio Barco Pirata aunque era igualmente feo, era más alto y recordaba la figura del Capitán Garfio de los cuentos infantiles. Además era tuerto y rengo. (...)

Eran una pareja constituida por homosexuales y se alternaban diariamente en los papeles de activo y pasivo, como ellos contaban. Una vez Taburete armó tremenda batahola porque su pareja actuó dos días corridos de activo no respetando el contrato.

Estaban en la categoría Especial. No se les conocían parientes ni visitas".

(Martín Mowszowicz.- La vida entre presos. Ed. Torre del Vigía, 2003).

–¿La homosexualidad femenina también era tan frecuente?

–No es tan fácil de detectar. Hubo una mujer muy famosa llamada Dora que a su paso por el Hospital Maciel tuvo relaciones con un par de enfermeras y con una monja. Incluso una de las enfermeras se prostituyó para llevarle plata. Y más tarde, cuando estuvo internada, enamoró a varias reclusas y a una custodia femenina. Parece que era irresistible. Después que la liberaron, se marchó a Buenos Aires.

–¿Es cierto que dentro de la cárcel se ejerce el proxenetismo?

–Es. En Punta Carretas conocí presos que vivían de los maricas. Conseguían muchachos jóvenes que se prestaban al juego y los vendían o los alquilaban. Generalmente los explotadores eran de los más pesados, los llamados brazos gordos quienes incluso tenían una organización.

–Usted también menciona que se hacía contrabando de vino por los muros laterales de la cárcel.

–Los propios milicos que estaban encima de los muros, arrojaban piolas hacia la calle. Allí había personas que ataban botellas de vino y ellos las izaban y las bajaban por el otro lado. Lo vi muchas veces. Y si se podía pasar vino, se podía pasar cualquier otra cosa.

–¿Cómo era el tema del juego?

–La timba era la primera industria del Penal. Las barajas eran siempres requisadas para evitar el juego, pero ellos las fabricaban dibujando sobre cartones. También se jugaba a los dados, al nueve con las fichas del dominó, al ajedrez, a las damas, pero siempre por dinero. Y tenían toda una organización denominada la mula, para hacer entrar diarios a efectos de saber el resultado de las carreras de caballos. Y mire que vi jugar por plata carreras de caracoles y de cucarachas. Por otro lado dos por tres se necesitaba gente que acudiera al lugar de la timba y para esa función estaban los troperos que salían por el Penal a tropear reclusos. También había troperos que trabajaban para los abogados defensores que les ofrecían una defensa gratis o algunos pesos si les conseguían clientes. Después resultaba que les sacaban plata para la defensa y los abogados no aparecían más. Esto era muy común. Lo sé porque los presos se quejaban amargamente. También se jugaba permanentemente a la quiniela.

–¿Quiénes llevaban el juego?

–Los presos que salían hacia el área de oficinas. Había uno al que le decían el Camello Gularte, que con el cuento de lustrar zapatos sacaba el juego. Por supuesto que todos lo sabían porque los días que no había quiniela no salía a lustrarle los zapatos a nadie.

 

"Recorría el Penal de punta a punta con un cajoncito de lustrabotas, como se ven aún en los cafés del centro. Los zapatos lustrados los llevaban solamente los guardias y los empleados de la Dirección de Cárceles. Unos y otros eran sus clientes y el pago era "a voluntad".

Pero el Camello no precisaba lustrar nada. En su cajoncito, sabiamente acomodadas, sacaba y entraba del Penal, sólo Dios sabe cuántas cosas... En realidad, su verdadera ocupación era levantar quiniela clandestina y sacar las jugadas en hora para los capitalistas, por lo que para él era fundamental el horario para salir fuera del recinto del celdario".

(Martín Mowszowicz.- La vida entre presos. Ed. Torre del Vigía, 2003)

–En su libro hay un relato patético de un preso que fue asesinado el mismo día en que le otorgaban la libertad.

–El Peladito Da Costa. Estaba acostado en su cama leyendo el Patoruzito con todo pronto esperando que lo llamaran para irse, cuando entró a su celda Pablo Silvera Puñales y lo mató vaya a saber por qué motivo. Después se dijo que en la valija de él se iba para afuera una documentación muy importante que le habían metido los muchachos del MLN, no sé si con su consentimiento o sin él. Poco después, el homicida también fue muerto por apuñalamiento estando en el patio.

–Y hay otro relato muy gracioso de uno a quien querían casar a la fuerza.

–Le decían El Tuerto y se había conseguido una novia mandando cartas a una página de no me acuerdo qué diario llamada El Camino de la Felicidad. En su condición de novia oficial, la señorita le hacía llegar todas las semanas paquetes con provisiones. Un día, posiblemente como consecuencia de una promesa imprudente de El Tuerto, se apareció en el Penal acompañada de una Jueza de Paz y dos testigos con la intención de casarse. El propio Intendente del establecimiento fue a la celda a avisar al futuro consorte que lo estaba aguardando la Jueza de Paz para casarlo. El Tuerto Cancela, que era muy ocurrente y estaba cocinando unas papas fritas, lo miró muy tranquilo y le contestó: "Dígame señor Intendente: ¿aparte de condenarme a esta cana que me estoy comiendo, hay alguna otra ley que me obligue a casar?". El Intendente le dijo que no. "Entonces no me joda más. Déjeme en paz que se me van a quemar las papas fritas". Cuando volvieron con la respuesta, a la prometida le vino un ataque de nervios, las testigos se pusieron a llorar y me mandaron buscar. Las tuvimos que llevar de urgencia al Hospital Penitenciario para darles calmantes. De más está decir que los paquetes con comida no llegaron más.

–¿Se elaboraban bebidas alcohólicas dentro de la cárcel?

–Por supuesto, del tipo que usted quisiera. Livianas, como algo que hacían parecido a la cerveza o de graduación alta. Tenían innumerables recursos para fabricar bebidas alcohólicas, sin contar las botellas que eran introducidas de contrabando. Puedo contarle que en cierta ocasión robaron varios bidones de alcohol puro del sótano de la farmacia. Un preso muy flaco se metió entre los barrotes y las sacó. Por supuesto que se lo bebieron de inmediato, no sé si preparado con algo o así tal cual venía. Al rato el patio estaba lleno de borrachos tirados por el piso y la bebida había causado tantas peleas que hubo que lanzar gases lacrimógenos. Aquello fue un infierno. Totalmente fuera de sí, varios presos planearon matar al Director, que era el comisario Amancio Recoba y éste fue salvado por El Tuerto Cancela, de quien recién le hablé, que fingiéndose borracho lo abrazó hasta que los asesinos se alejaron.

 

"En las prisiones, la bebida está absolutamente prohibida y la guerra entre las autoridades y los presos, en su combate por parte de los primeros y por su fabricación y/o introducción por parte de los segundos, es clásica y apunta a ser eterna.

Pero el ingenio parece haber ganado la batalla. Por lo menos en las cárceles uruguayas, el escabio siempre existió, fabricado por improvisados bodegueros o traído de afuera por diversas vías".

Como medida general, es bien conocido que no se pueden introducir a la cárcel frutas fermentables. Es rigurosamente supervisado por la guardia y controlado por las requisas. O sea que el dilema era hacer algo medianamente tomable, con elementos permitidos por los reglamentos. Y la verdad es que hacían una cerveza negra formidable, que se preparaba de noche y se bebía antes de salir al patio por la mañana. El único riesgo asumido por los elaboradores, era la requisa sorpresiva que podía ocurrir de noche.

Usaban café de filtro, azúcar y yemas de huevo (todo legal) y levadura que debían robar en la panadería. Batían las yemas con el azúcar como para un candeal (yemada la llamamos nosotros), hacían un litro de café de filtro al que, tibio, le agregaban la yemada y la levadura. Esto debía permanecer toda la noche fermentando. El resultado era una rica y espumosa cerveza negra, sin sabor a café, que les alegraba la mañana.

Yo probé esa cerveza. Es buena de verdad, doy fe".

(Martín Mowszowicz,La vida entre presos.- Ed. Torre del Vigía, 2003)

–¿Los presos recibían el auxilio de la religión?

–Sí, y en algunos contados casos les fue útil. En otros fue utilizada para otros fines, como una basada en creencias orientales llamada Misión de la Luz Divina. Estaba instalada cerca de la cárcel y la integraban muchas jovencitas norteamericanas bastante liberales. Cuando se les otorgó permiso para predicar dentro del establecimiento, los presos quedaron locos de la vida y al poco tiempo aquello se transformó en otra cosa. Las chicas se encerraban con ellos en las celdas y predicaban largo tiempo. Un día el Director sospechó y mandó a un preso al que llamaban Tara Service para que informara. Este volvió azorado y contó. "Mire Director, estaban en la cama y cuando me vieron me dijeron que estaban rezando, pero para mí que no tienen por qué rezar uno arriba del otro".

Por eso le digo, que muchas veces la luz divina tal como se la concibe normalmente, no penetra en las cárceles.

César di Candia 
Diario El País 

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