La señora
cuento de Juan José Morosoli

Llegaron, colocaron la corona de flores artificiales, prendieron algunas velas y empezaron a rezar.


Una vez al año hacían esta visita. Así, rezando, parándose, hincándose, estaban allí hasta que las velas se consumían.
 

Cedrés iba hasta el portón de entrada, fumaba, volvía.
 

No podía comprender cómo aguantaban tanto tiempo en aquella situación.
 

—Porque —pensaba— ¡mire que una vela cuando uno está esperando que se apague dura tiempo prendida!.. .
 

Esta vez se puso a hablar con el camposantero. Miraban los dos a aquellas cuatro figuras negras, de cabeza caída sobre el pecho, con una rigidez de madera.
 

—Mire que ha sido gente fiel con el finado...
 

—¡Déjeme! —respondió Cedrés—. Gente de ésa ya no queda. ¿Usté sabe lo que son seis años de luto cerrado?
 

—¡Seis años!
 

—¡Seis! Pero éste es el último... Ella dice que ya cumplió con él... Les va a repartir el campo.
 

Y siguió contándole:
 

—"La Señora" quiere que ellos se arreglen por su cuenta.. .
 

—¡Y está bien nomás!
 

—Dice que no van a ser güérfanos toda la vida... Y que ella ya fue doliente seis años.. .
 

—¡Ha cumplido hasta demás!...

Siempre fue ella la que llevó la dirección de la familia y de los negocios. El finado fue un hombre muy blando.
 

—¿Ve el más grande de ellos? Así era el padre... Pero capaz que lo envolvía un chiquilín.. . Todo marchó bien porque ella era un general para disponer.
 

Él andaba siempre como sorbido por ella, que es una mujer alta, medio gruesa, amiga de apretarse la ropa lisa sobre el cuerpo, con una cara donde la piel parece querer reventar por no poder contener la sangre, con un bozo azul sobre el labio grueso.
 

De tarde, cuando él llegaba del campo, andaba tras ella como arrastrado por aquellas formas, que la ropa lisa torturaba, y aquella voz medio borrada que parecía una voz con fiebre.
 

Los hijos iban creciendo, pareciéndose cada vez más al padre. Grandes y felices bajo la voluntad de la madre, repitiendo a cada rato el "sí señora" que habían aprendido del padre.

Alguna vez aquélla lo invitaba a que dispusiera algo.


—Ordena. . . Una se cansa de gobernar. . .
 

O lo mandaba al almacén, cansada de su compañía pasiva y anhelante.
 

—Andá a divertirte, Borges. . . Encontrate con los otros hombres... Trae noticias, cargá cuento...
 

Y el pobre Borges contestaba:
 

—Voy, llego y en seguida comenzás a faltarme...
 

Regresaba. Tenía que tener cerca aquella voluntad fuerte y oír aquella voz que le encendía la sangre.
 

También a los hijos ella les invitaba a salir:
 

—¿Por qué no van a las carreras?...
 

O les ponderaba la amistad:
 

—Al hombre no le alcanza con tener parientes. Tiene que tener amigos que son parte de la familia.
 

Pero no. Tampoco ellos parecían poder alejarse de ella.
 

Hasta que un día el hombre empezó a irse de a poco. Un mal desconocido lo fue llevando, descarnándole y desangrándole, mientras a ella se le ponía más tensa la piel y se le acentuaba más el bozo que parecía un humo azul sobre la boca.

Ya salían de la escribanía cuando ella ordenó:
 

—Ahora ustedes se van. . . Cada cual empiece como si estuviera solo. . .
 

Les dijo que se iba a sacar la ropa negra.
 

—Anduve con él veinticinco años vivo y seis muerto. . . Ahora la doliente ya cumplió. Al menos creo.. . Ahora me van a gustar las chucherías y las ropas de color. . .

Llegó con Cedrés a la fonda. Eligió dos piezas contiguas y le ordenó:
—Me espera hasta que venga. . .

Cuando volvió, Cedrés se quedó asombrado. Sintió que aquella fuerza terrible se enfrentaba a él ahora.
 

Venía vestida de color, liviana y como levantándose de la tierra, con el bozo saliéndose de la boca. El vestido ondulaba como una nube y la bata apretaba con rabia el pecho adelantado como una proa.
 

—Bueno —le dijo tras el silencio que los dejó sin palabras—, ahora va usted. . .
 

Y Cedrés también fue a cambiar las ropas a la tienda, como si también hubiera cargado un muerto seis años con sus trapos negros.

Comían juntos. El con el angustioso placer de estar frente a ella, en el comedor, donde tenía que salvarse de las miradas de ella y de los otros, y de la vista de aquel cuadro con un barco ardiendo que tenía enfrente, algo más alto que la cabeza de la mujer.
 

A veces bajaba los ojos hasta sus propias manos, y al levantarlos volvía a golpearse con aquel barco envuelto en llamas.
 

Al fin se levantaron.
 

—Ahora a sestiar... Después vamos a salir a ver gente.

Caía la tarde cuando empezaron a sentir la angustia del tiempo sin destino.
 

Pasaron frente a la iglesia.
 

—Vamos a entrar —ordenó la señora.
 

Fueron. Salieron casi en seguida.
 

—A veces da vergüenza estar en la iglesia —dijo ella.

Sentía él cómo se movía ella tras el tabique de la pieza, y trataba de no hacer ruidos para sentir mejor los que hacía ella. Eran unos ruidos que no sabía de qué eran, pero le dolían.
 

Así hasta que sintió el ruido que hacía la llave de la luz al apagarse. Se apresuró y apagó él también.
 

Le danzaban en la cabeza los vestidos de la mujer apretándola en algunos lados y escapando en vuelos en otros.
 

Después la cama recibió a la mujer, que dijo enseguida:
—Cedrés, mañana entra y me llama.
 

Cedrés no entendió las palabras porque ahora —como el pobre Borges— las sintió quemadas en la garganta de "La Señora", quemándole a él también, sorbiéndole en una atracción, que borró de golpe ruidos, lugares y todo.

 

cuento de Juan José Morosoli
De Tierra y tiempo - Cuentos
Lectores de la Banda Oriental
Montevideo, noviembre de 1982

Ver, además:

                      Juan José Morosoli en Letras Uruguay

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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