Prólogo de Tierra y tiempo, libro de cuentos de Juan José Morosoli
por Heber Raviolo

Cuando se publica el primer libro de cuentos de Morosoli —Hombres, en 1932— su autor ya era conocido como poeta, como periodista y como autor teatral. "Versos de muchacho y para muchachos", definía a sus poemas de "Los Juegos" (1928) y cuando, en el año 1933, un periodista le preguntó por su concepto de la poesía, contestó: "Yo sentía el gusto de las pescas en el arroyo y la emoción de rajarle la cabeza a un pájaro de una pedrada. Vivía lo que hacía sin darme cuenta. A los veinte años lo conté. ¡Y me dijeron que era un poeta! ¿Cómo puedo, siendo así, tener concepto de lo qué es poesía, definirla?". Tal vez una definición de lo que quería ser por lo menos su poesía, la dio sin proponérselo en los versos finales de un poema de "Balbuceos":

"... hallo las levaduras de mis cantos / en las fatigas de las lavanderas, / el penoso traquear de las carretas / y en el ladrar nocturno de los perros. / Creo que hay en mis versos / un poco de emoción y un poco de "eso" / que las tardes diluyen en el cielo del pueblo..."

Durante esos años juveniles Morosoli publica abundantes colaboraciones poéticas en periódicos: y revistas de Minas, del interior y a veces de Montevideo. Pero, junto a ellas, en los diarios de su ciudad natal, desarrolla también una pródiga labor de costumbrista que vuelca en breves artículos firmados en su mayoría con el seudónimo "Pepe". La vida, casi aldeana, de la Minas de entonces circula por esas breves prosas, como circulaba también por sus poemas, porque una simple y rápida lectura demuestra que entre sus crónicas y sus versos no hay una diferencia esencial: "A los veinte años lo conté. ¡Y me dijeron que era un poeta!": en esta frase tenemos definido al cuentista nato, cualquiera sea el género en que se exprese, porque no sólo cuando crea sus cuentos, sino también cuando escribe sus poemas o sus numerosos ensayos, lo que hace Morosoli es, esencialmente, contar. Y si sus poemas casi nunca llegan a una decidida interioridad lírica, sus ensayos están llenos de anécdotas, de episodios y de personajes que los alejan de la mera disquisición teórica.

No puede, pues, extrañar que cuando Morosoli se siente capaz de abordar técnicamente el género cuento, encuentre en él su manera de expresión esencial. Y hacemos hincapié en la técnica, porque bajo una aparente rudeza, bajo un aparente descuido formal e incluso de lenguaje, los cuentos de "Hombres" son el resultado, si se los examina con la atención que merecen, de una voluntad de estilo lúcidamente asumida, que los dota de una gran originalidad en el panorama de nuestras letras.

Si nos ubicamos en 1932 y pensamos en los posibles antecedentes de Morosoli en la cuentística de tema y ambiente rural, nos encontramos con una reducida aunque selecta lista de nombres: Javier de Viana, muerto seis años antes; Francisco Espínola, que había publicado "Raza ciega" en 1926; Yamandú Rodríguez, con "Bichito de luz" en 1925 y "Cansancio" en 1927. Basta pensar un poco en la obra de estos tres autores, que por sus ambientes o sus temas podrían ser sospechosos de influencia en el nuevo escritor, para llegar a la conclusión de que la obra de Morosoli no tenía nada que ver con ninguno de ellos e inauguraba una visión absolutamente personal —en un estilo también absolutamente personal— de nuestros hombres y de nuestros pueblos.

Corresponde preguntarse entonces, en dónde reside la originalidad de los cuentos de "Hombres", esa originalidad que convierte a la obra de Morosoli en uno de los hechos más "específicos" de nuestras letras, si se nos permite la expresión; especificidad en el sentido de que se nos da a través de ella una visión del mundo, un modo de ser y una serie de experiencias existenciales, con sus valores propios, sus temas, sus conflictos, sus paisajes, sus personajes, que nos llevan a expresarlos mediante la casi necesaria acuñación de un nuevo adjetivo: morosoliano, como también decimos onettiano o kafkiano. Porque el realismo de Morosoli no le impide, como a cualquiera de los grandes realistas, crear un mundo que implica toda una re-invención de la realidad.

Esto nos lleva a plantearnos, si queremos llegar a la médula, a la originalidad profunda de esos cuentos, la pregunta de en qué consiste lo morosoliano, qué nos induce a decir de una persona, de un paisaje, de una situación, que son morosolianos.

Podemos tratar de llegar a ello desde diversos ángulos. En primer lugar, el lingüístico. Lo primero que llama la atención en esos cuentos es, tal vez, su lenguaje. Morosoli se encuentra ya con una tradición literaria formada —y riquísima— en materia del habla popular de nuestros paisanos. Es una tradición que comienza a formarse con la gauchesca, se concreta en la obra de algunos cuentistas y novelistas de fin de siglo y tiene una primera culminación, espléndida, en la obra de Javier de Viana. Entroncando, sin duda, con ésta, lo que hace Morosoli con el lenguaje es algo, no obstante, absolutamente nuevo. Francisco Espínola ya observó esta novedad, en su prólogo a la segunda edición de "Hombres": "Yo no conozco antecedentes de esta manera de contar tan sugestiva, donde la frase, breve, de un vigor que raya en dureza, adquiere, asimismo, una fineza y una multiplicidad de matices extremas. Parecen mordidas en piedra sus figuras inolvidables". Dossetti, por su parte, ha expresado: "Su prosa chispea fuego, como si fuera de coronilla. O se deja ir mansa, perfumada de mentas silvestres, apagada en los grises de la sugestión"; y concluye: "Entre un orfebre y un herrero, se queda con el herrero". Surge de estas expresiones la sensación de una literatura que es pura fuerza, sin pulidos ni exquisiteces, en estado natural, diríamos, en la que el propio Morosoli pensaba ya, seguramente, cuando en 1927, comentando el libro "Luz Mala", de Montiel Ballesteros, decía: "He aquí un libro criollo. Criollo cerrado. Redondo (... ) Todo con cáscara, con ruda naturaleza, puntiagudo y liso en veces, amargo y cruel muchas, suave como tardecita otras (...) Pelados como salen de la boca, cuando una hora golpeada de lluvia los arranca de adentro".

Nos parece importante destacar la última frase: "pelados como salen de la boca", porque es indudable que en los cuentos de "Hombres" se observa una voluntad de trasposición escrita del lenguaje coloquial y esa voluntad llega a tal extremo que a veces superpone los diferentes planos lingüísticos. Hay momentos en que los diálogos parecen confundirse con las partes meramente narrativas y se vuelve difícil discernir si habla el autor o el personaje. La imitación fonética del lenguaje hablado es extrema y se acentuará en su libro siguiente, "Los albañiles de Los Tapes". En el prólogo a la tercera edición de este libro, precisamente, hacíamos notar que, "consecuencia de ese coloquialismo, de ese estilo de raíz oral, es una especie de desbordamiento de giros y expresiones populares que sobrepasando los diálogos, se instalan en todo el relato, inclusive a través de formas ortográficas incorrectas. El autor se siente impelido a hablar como sus personajes y el lector se encuentra a menudo, fuera de los diálogos, con la utilización de la forma "pa" en vez de "para", o con la terminación "ao" en vez de "ado" en los participios". A propósito de estas formas conscientemente "incorrectas" usadas por el autor, cuando preparamos la referida edición de "Los albañiles de Los Tapes" se nos planteó un problema al que hicimos referencia en el prólogo. La abundancia, fuera de los diálogos, de formas como "sestiaban". "corcovió", "cuartiaban", "charquiada", "peliándose", "pleitiando", "blanquiando", "rumbiar", etc., y el conocimiento que teníamos de muchos manuscritos de Morosoli, donde son relativamente abundantes las palabras mal escritas, podían permitir pensar, con bastante fundamento, que se trataba de simples faltas ortográficas, sin ninguna intencionalidad. Sin embargo, nos pareció que no era necesario corregir esas formas, dado que, usadas consciente o inconscientemente por el autor, se incorporaban de manera natural al contexto lingüístico de la obra.

Esa particularidad del lenguaje de Morosoli no se da, por otra parte, sólo en su léxico, sino también en su sintaxis, en la "andadura" de la frase, en un ritmo peculiar, como cansino, cortado, de frases breves y rotundas, que es el estilo de sus cuentos pero no el de sus crónicas periodísticas ni el de sus ensayos. Es como si cada frase se cerrara en sí misma y estuviera pidiendo una pausa, un silencio, antes de dar paso a la siguiente. En esto el lenguaje de Morosoli se diferencia muy claramente, nos parece, del espléndido y torrencial cauce verbal que nos brindan los cuentos de Javier de Viana. Y por aquí, tal vez, podemos ir entreviendo la clave de lo que busca Morosoli en sus relatos. El mundo de Viana, se ha dicho, nos da el tránsito del gaucho al paisano, y es verdad. Pero aun en los personajes más humildes de Viana todavía parece latir, como añoranza, como tradición, como leyenda o como simple presunción, el empaque épico del gaucho a caballo, del jinete de lanza y boleadora, dueño de la llanura sin fin. Puede tal vez haber alguna, pero prácticamente no recordamos, en los cuentos de Morosoli, referencias a personajes o sucesos de nuestras guerras civiles. Sus paisanos ya no tienen historia. Han cambiado definitivamente la bota por la alpargata y son, o sedentarios adheridos como una costra a un rincón, a un pedazo de tierra, a un oficio, o trashumantes que en vez de buscar, de avanzar hacia algo, parecen huir, estar en una continua retirada. De ahí que esos hombres, que son distintos, también hablen distinto, con un lenguaje lleno de silencios, como si emergieran de una soledad sin tiempo.      .

Esta observación en realidad no constituye ningún descubrimiento, pues el primero en analizarla fue el propio Morosoli, quien al referirse a estos tipos humanos y a la soledad en que habitan, nos dice en su ensayo "Minas, el hombre y el paisaje": "Esto da fatalmente un hombre recio pero sin reposo, sin la gracia de lo que está en su ámbito. Un tipo de pupila dura que ignora la gracia de contemplar porque otea y no mira, penetra y no acaricia. Y da el lenguaje que le acomoda. Frases cortas y punto. Adjetivo y punto y silencio. Y otra vez el silencio, al que desciende y hurga, y revuelve y revisa. Buscando encontrar la verdad dura de la palabra. Asombra la conversación de estos hombres por la sobriedad angustiosa de palabras y la profundidad de sus silencios. Tras la palabra cae el silencio, que el que oye une a la palabra y penetra y descifra, encontrando recién el pensamiento desnudo como si éste siguiera a aquélla como sigue la raíz al tallo tironeado. El silencio es la caja de resonancia de su pensamiento".

Son seres sin historia, hemos dicho, o que de alguna manera están ya condenados a quedar fuera de la historia, verdaderos anacronismos en la época del automóvil y del avión, pero, no lo olvidemos, representantes de formas de vida que han tenido miles de años de vigencia y que el siglo XX ha arrinconado en los suburbios de los pueblos o en las soledades de los campos antes de sacarlas definitivamente de la troya. Pensamos que quienes observan que en estos personajes de Morosoli no hay rebeldía y quisieran ver en sus cuentos alguna manifestación más definida de contenido social, no captan profundamente lo que quiere mostrarnos el autor cuando nos pinta este mundo. No ven lo que verdaderamente es, una elegía por un mundo condenado irremisiblemente a desaparecer en aras de la modernidad, sin que nadie —en la época en que escribía Morosoli, y hoy menos aún— pueda atreverse a pronosticar si ese cambio, si este vertiginoso proceso de transformaciones que iniciamos en nuestra época, será para bien o para mal.

Hemos dicho ya que la originalidad de Morosoli se da también en el procedimiento de composición. Es un aspecto que llamó particularmente la atención de Espínola, algunas de cuyas observaciones queremos recoger. Atribuye al procedimiento de composición el logro de una síntesis extraordinaria. Hace notar el escaso movimiento que la narración tiene como tal, los cortes secos que la caracterizan, la falta de orden cronológico en el relato y termina con unas frases particularmente significativas: "De ahí que sus escenas generalmente resulten casi inmóviles. Como el gran retratista, Morosoli trae horas de todas partes y les arranca la brizna reveladora para fijarla en sus figuras, logrando así una estupenda vitalidad que nos subyuga. El no deja correr el tiempo, lo detiene. Cuando éste recobra su curso, es ya el fin".

Ese tiempo detenido es el tiempo de toda la obra de Morosoli, y una frase de éste, en su ensayo sobre la poesía y el tiempo de Guillermo Cuadri, puede situarnos en la intencionalidad con que lo encara: "el gran drama del hombre de este tiempo es tal vez el haber perdido la facultad de sentirse vivir". Por el contrario, estos seres morosolianos, estos personajes que de alguna manera están ya fuera de la historia, porque la moderna tecnología los ha convertido en una especie de resaca social condenada a desaparecer, juegan de alguna manera a "sentirse vivir", aferrados sin saberlo a algunas categorías humanas elementales, pero por eso mismo esenciales. Quien quiera hacer de la literatura sólo un hecho "de actualidad" —en la acepción más simplista de esta expresión— podrá sentirse insatisfecho por esta especie de mundo cerrado, concluso, y añorar unos seres y unos conflictos más de aquí y ahora; pero quienes vean en la literatura algo más definitivo y menos circunstancial, sentirán tal vea que esos seres humildes, elementales, disfrutan de una cuota de eternidad literaria que está más allá de modas, tendencias, influencias e imitaciones. Al fin de cuentas: ¿quién puede imaginarse hoy lo que va a ser "actual" dentro de cien años y si el concepto de "actualidad" entonces siquiera tendrá vigencia?

Todos estos factores que hemos venido tratando someramente: lenguaje —en su doble aspecto, léxico y sintáctico—, procedimiento de composición, personajes y ambientes, conforman una sólida unidad y dan lugar a una visión del hombre y de la vida de notable singularidad, a una verdadera categoría en la historia de nuestras letras que es a la que nos referimos cuando utilizamos el adjetivo "morosoliano".

Y entendemos por tales a esos seres elementales, concentrados en sí mismos y en su condición, especie de náufragos en el tiempo social de nuestros días, restos de una forma de humanidad que se nos va sin que tengamos noción de por qué otras formas va a ser sustituida y aun de si existirán esas otras formas o el futuro sólo nos depara una gris masa informe. Mientras tanto, aquí están esos seres, como individuos completos y diferentes en su misma insignificancia, en un mano a mano con su soledad, sintiéndose vivir.

Dentro de este panorama general de la obra de Morosoli, hemos sostenido muchas veces que Tierra y Tiempo es una de sus obras más importantes y en cierta medida una culminación.

No se produce en ella un cambio esencial en la cosmovisión del autor, pero asoman, sí, con mayor o menor decisión, algunos elementos nuevos o sólo insinuados en libros anteriores. Asoma, por ejemplo, en cuentos como "El campo", "El cumpleaños", "Soledad", una dimensión metafísica que podía echarse de menos en su obra anterior. Asoma también, y se instala triunfante en algunos relatos, un fino humor, lleno de calidez, que parece suavizar los contornos de sus historias. Y hay una actitud del autor ante el idioma que en parte es la misma y en parte es distinta de la de sus libros anteriores. Es la misma en lo esencial, en cuanto hay una especie de identidad de la palabra con el hombre, en cuanto el personaje se refleja y se expresa en ese lenguaje y se revela entero en él. Pero es distinta en cuanto Morosoli parece entender ahora que para ello no es necesaria la imitación fonética exacerbada, la reproducción "fonográfica", sino que basta a veces con subrayar una palabra, un giro, con mantener una incorrección y borrar tres, para que el "alma" de ese lenguaje quede apresada en toda su plenitud. Es mucho menor el número de regionalismos y las palabras están escritas con su ortografía "correcta", sin apócopes ni imitaciones de la pronunciación popular, salvo en contados casos. Y cuando esto ocurre, casi siempre podemos encontrar una explicación de índole estilística para esa excepción(1).

Algo que debe subrayarse es que Morosoli abandona el lenguaje de sus primeros cuentos —en el aspecto léxico— sin perder para nada autenticidad. Sus relatos pierden algo de aquella aspereza casi silvestre, pero mantienen su savia idiomática esencial intacta. Ganan en cambio en sutileza y en poesía y muchos de ellos —pensamos en Soledad, El cumpleaños, El viudo, Una virgen, El soldado, El casero, Dos viejos— parecen cubrirse de un aura chejoviana.

Los tipos, los ambientes, son esencialmente los mismos. Aumenta, en cambio, la capacidad de resolver una situación o definir un personaje con un detalle significativo, a veces notablemente sutil. Y, sobre todo, desde el punto de vista estructural, muchos de esos cuentos son conducidos y resueltos con una excepcional maestría. Siempre hemos tenido un particular rechazo por los llamados "cuentos de efecto", en la medida en que no son más que eso, en la medida en que todo el cuento no parece ser sino una especie de pretexto para llegar a la sorpresa final, sin ningún otro valor previo. Varios cuentos de Tierra y Tiempo son ejemplos estupendos de finales "efectistas", pero en los cuales el efecto no se agota en sí mismo sino que es el puntillazo final que cierra una historia rica en sí, enriqueciéndola aún más y llenándola de resonancias. El final de "Un gaucho", por ejemplo: "¿Usted lo conocía". "No —dijo el mozo— pero no está lejos que fuera mi padre", nos parece uno de los más perfectos de nuestra cuentística, en un cuento donde desde la primera hasta la última frase —incluyendo su propio título— están orientadas a configurar un personaje cuya vida se condensa en esas dos líneas.

 

(1) A propósito de este cambio, muy, evidente, en el lenguaje de los relatos de Morosoli, que se da en realidad a partir de su novela "Muchachos", nos preguntábamos, en uno de nuestros trabajos sobre el autor, si éste habrá conocido las reflexiones de Horacio Quiroga sobre el tema: "La dominante psicología de un tipo la da su modo de proceder o de pensar, pero no la lengua que usa (...) La jerga sostenida desde el principio al fin de un relato, lo desvanece en su pesada monotonía. No todo en tales lenguas es característico. Antes bien, en la expresión de cuatro o cinco giros locales y específicos, en alguna torsión de la sintaxis, en una forma verbal peregrina, es donde el escritor de buen gusto encuentra color suficiente para matizar con ellos cuando convenga y a tiempo, la lengua normal en que todo puede expresarse".

No todas estas afirmaciones de Quiroga nos resultan compartibles, o por lo menos no todas resultan claras, en la medida que parece confundir "jerga" con "lengua". Podemos en principio suscribir, con las reservas que veremos, lo que dice con respecto al uso de la jerga, pero es bastante discutible su afirmación inicial: "la dominante sicología de un tipo la da su modo de proceder o de pensar, pero no la lengua que usa". Más bien nos inclinamos a pensar, como dice Borges en uno de sus ensayos, que el escritor que da con el habla de sus personajes ya tiene resuelto en gran parte el problema de darnos su conducta y su sicología.

Hecha esta salvedad, las afirmaciones de Quiroga sobre el uso de la jerga —que, como decíamos, nos resultan muy lógicas y compartibles en primera instancia— parecerían ponernos ante la necesidad de un replanteo en cuanto a cómo valorar los relatos de "Hombres" y de "Los Albañiles de Los Tapes", en los que, como decíamos, los regionalismos y la minuciosa reproducción fonética de la lengua oral se dan en tan alto grado. Apócopes, deformaciones de palabras, uso de la grafía "j" en vez de "s" en los plurales o simple supresión de esta última, omisión de los comienzos de palabra al comenzar la frase, y cantidad de vocablos regionales y en algunos casos sólo zonales, son lo característico de esos dos libros. Es una tendencia que fue muy común en la narrativa hispanoamericana de las décadas del veinte al cuarenta y seguramente cualquiera podrá recordar alguna novela donde ese uso indiscriminado del regionalismo produce, realmente, un efecto negativo y casi "bloqueador" en el lector. Sin embargo, en literatura creemos que las afirmaciones generales casi siempre pecan de simplistas y que las más recibidas de ellas, aun aplicables a docenas de casos, de pronto chocan con la realidad insoslayable de algunas obras que las desmienten o por lo menos las relativizan.

Por lo pronto, parece evidente que en una época en que tantos escritores juegan a hacer malabarismos con el lenguaje, donde el hermetismo constituye para muchos una especie de "valor en sí", no deberían asustarnos las dificultades que el uso excesivo o abusivo de los regionalismos puedan plantear para la comprensión de un texto.

Si aceptamos y admiramos una obra como "Tirano Banderas" con su acopio de regionalismos reales o inventados, si estimamos a "El Señor Presidente" como una etapa en la renovación de la prosa novelesca hispanoamericana, si en más de una novela de Carpentier nos deleitamos con su suntuoso e inacabable vocabulario sin molestarnos ni sentir la necesidad de ir al diccionario para averiguar el exacto significado de multitud de términos que verdaderamente no sabemos qué quieren decir, no vemos por qué habremos de rechazar "a priori" el uso del lenguaje regional en un cuento o en una novela con el argumento de que eso achica su campo de comprensión y los vuelve menos universales, aunque sea cierto que en una gran cantidad de casos efectivamente ocurre así.

El problema no es la terminología regional, la jerga, como dice Quiroga, sino el saber usarla, el ser capaz de crear con ella un contexto lingüístico literariamente válido. En esta misma colección de Lectores de Banda Oriental podemos leer, por ejemplo, a un novelista que ha sabido hacer del habla regional de una limitada región de Colombia, la zona de Antioquia, una espléndida creación verbal: nos referimos a Tomás Carrasquilla, cuya prosa, plagada de términos y de giros regionales, constituye una experiencia apasionante de gracia, de vitalidad, buen gusto e imaginación creadora.

Planteadas así las cosas, nos parece que, precisamente, lo que logra Morosoli en sus dos primeros libros es la invención de un lenguaje en el que el elemento regional es valorizado y realzado a dimensiones universales, una confluencia de lengua, temas y personajes, con valores propios e internos. Eso sí: esos valores no son los de la suntuosidad, no son los del esplendor apabullante, sino los de la sobriedad, los del despojamiento y los de una finísima poesía que va envolviendo la dura corteza de sus cuentos a medida que se los lee y se los relee. Por eso hemos dicho muchas veces que, pese a la aparente sencillez de sus relatos, o por ello mismo, es uno de nuestros escritores más difíciles de leer y que no admiten una lectura superficial o apresurada.

Heber Raviolo
J. J. Morosoli
Tierra y tiempo (Cuentos)

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