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Juan José Morosoli - Narrador de su tierra
Arturo Sergio Visca

Con su admirable libro de aforismos titulado El pan de cada día, el gran escritor francés Gustavo Thibon, refiriéndose a las verdades abstractas y a las que se han hecho carne en el hombre, escribe que la inteligencia puede ser "una pantalla donde se proyectan las ideas o una puerta por donde las ideas penetran hasta el fondo del ser". En el primer caso, continúa, "las ideas no son mas que un espectáculo, y el espíritu insatisfecho, revolotea de una a otra; en el segundo, son un alimento, y podemos vivir hasta la muerte nutriéndonos de una sola idea, lo mismo que nos alimentamos cada día del mismo pan". Si sustituimos en estas palabras el término ideas por el de realidad, ellas pueden definir algunos de los rasgos esenciales de la vida y la obra del extraordinario narrador minuano Juan José Morosoli. Nacido en Minas el 19 de enero de 1899 y muerto en la misma ciudad el 29 de diciembre de 1957, durante los 59 años de su vida permaneció radicado en su región natal. Con esta entrañable radicación quiso, pues, convivir solo con una zona limitada de la realidad, pero ella fue vivida por él con tan sabia y amorosa reiteración ensimismada, que los paisajes y seres que lo rodearon no fueron para su espíritu un mero espectáculo sobre el cual pudiera revolotear vagabunda la atención, sino un vital alimento diario que penetró a lo profundo de su ser. "Nadie sabe hasta que no lo siente —le escribía Morosoli a un amigo— lo que es esto de estar en el campo sin otra razón que estar y dejar que las cosas entren y estén con uno mientras viaja o contempla. .." Esta actitud, contra lo que se podía suponer, no le restó a su obra ni profundidad ni riqueza. Toda realidad, por ínfima que parezca, está grávida de plenitud y sentido. Basta que una mirada cargada de amor sepa penetrarla para que se llene de hondas significaciones. Y esto es lo que hizo continuamente Morosoli con esos seres —tan humildes—, con esos paisajes —tan elementales—, que constituyen la materia de su estupenda obra de escritor. Es posible pensar a Morosoli con algo de planta, con algo de hombre hundido en su región natal con el vigor de una raíz en la tierra nutricia. Pero si el hombre Morosoli se nutrió de ese humus cálido y fecundo, el escritor Morosoli lo reintegró transfigurado en profundas criaturas de arte. En otra carta, el mismo Morosoli afirma: "Todo está en el paisaje y en el hombre. Y como todos los hombres son novelables y todo paisaje tiene algo de los hombres que lo caminan, salen cuentos. Porque la verdad es que si escribo es porque anda tanto tipo dándose al que le acerca su corazón que uno luego de tenerlos ya adentro tiene que sacárselos así..." En su rítmico compás de sístole y diástole apresó, pues, el corazón de Morosoli vivientes y paisajes, para devolverlos, enriquecidos por su propia sangre, en ]as páginas de unos cuantos libros ejemplares.

 

Con dos libros de poemas. Balbuceos (1925) y Los Juegos (1928), inició Juan José Morosoli su obra literaria. En ellos ofrecía ya una personal manera de intuir la vida y de rendirla poéticamente transubstanciada. La atmósfera dulce y clara, quieta y transparente, de nuestros pueblos del interior, el amor perdurable por una naturaleza transitada con una constancia sin apuros, una real y sonada rememoración del mundo de la infancia, vibran en esos versos iniciales. Pero fue en la narrativa donde halló más tarde Morosoli su madurez definitiva. En 1932 publicó Hombres, que reúne 18 cuentos que el mismo autor denomina "regionales". Desde entonces, y a través de una pausada sucesión de libros, siguió el escritor minuano ofreciendo a sus lectores un mundo narrativo trasunto de una realidad nuestra y auténtica y maduro en su plenitud de significación. Son esos libros: Los albañiles de "Los Tapes" (1936), que congrega, junto con el largo relato que da título al libro, 10 cuentos más; Hombres y mujeres (1944), nuevo conjunto de 14 cuentos; Perico (1947), colección de estampas para niños; Muchachos (1950), novela; Vivientes (1953), integrado por 18 nuevos cuentos. En todos estos libros vive un mundo de personajes que componen un cuadro complejo y rico de la ida actual de nuestro campo, de las pequeñas ciudades del interior del país y, muy especialmente, de esa zona fronteriza entre el campo y la ciudad constituida por las orillas de los pueblos de tierra adentro. Monteadores, garceros, soldados agobiados bajo el peso del uniforme, rezadoras, peones de estancia que sirven para todo, sieteoficios (algunos de los cuales de tan inverosímiles casi no lo son), sepultureros, fabricantes de ataúdes, pululan en sus páginas. Pero un escritor se define no sólo por la realidad que trata sino por la forma en que trata esa realidad. Lo que define a un escritor es la visión del mundo que incorpora a su obra y la originalidad expresiva con que la verifica. En los libros de Morosoli se da una visión —muy suya— del mundo y de los hombres y se realiza una concepción originalísima del arte de narrar. Veamos una y otra.

 

Una primera vista sobre la obra de Morosoli muestra un mundo de seres que parecen vivir, casi todos, una vida en desamparo. La vida en ellos parece sostenerse maravillosa y misteriosamente sobre un casi desvanecido entramado. Parecen seres en los cuales las fuerzas del vivir, de tan tenues pudieran desvanecerse al menor golpe del dolor e, incluso, de la dicha. Son vidas que en su inocencia se acercan al mundo elemental de la naturaleza del cual proceden. Así es aquel alma de Dios, Cirilo, a quien los otros, hombres y mujeres, "tres veces le habían cambiado el destino" porque "dejaba como hueya 'que iba pa ya por la que venía pa quí con la misma facilidad con que cambiaba cinco reales". Cuando por cuarta vez, ahora por una niña, le es cambiado el rumbo de su vida, se encuentra inerme y desolado "como si tuviera que sostener el mundo y le hubieran cortado los brazos. Como si tuviera que acunar una luz y la luz le disolviera los brazos". De igual índole es Evaristo Peña, que había nacido para medio y no podía llegar a real. Llega a real, por fin, ayudado por un ingeniero agrónomo, para volver a medio, quedando "sin raíz", cuando el ingeniero muere. Dio con otra raíz: un vasco con unos hornos de ladrillo, que lo hizo capataz. Pero Peña perdió en el juego lo que había juntado para el casamiento, y termina ahorcándose en "un talita que no valía dos cobres".

 

Dentro de este mundo de seres elementales dos tipos humanos se dibujan nítidamente, aunque con una gran inflexión de matices. Ellos son el sedentario y el nómade.

 

La vida parece deslizarse alrededor de los primeros tocándoles apenas la piel. El tiempo se uniforma para ellos en un ritmo despacioso de arroyo. Los sucesos son como si les fueran ajenos. Esa tenuidad con que la vida fluye en ellos no es, sin embargo, indicio de escasa vitalidad. No les falta el jugo vital, pero viven con el ritmo lento de la naturaleza y sometidos sin protestas a las leyes misteriosas que la rigen. Sienten hondamente esa forma de vida y se acomodan dócilmente a ese ritmo. Por eso, a pesar de estar en la vida como si estuvieran en algo que, adormeciéndolos, al mismo tiempo tiernamente los hamacara, hay siempre en ellos un secretísimo, recóndito amor por algo humilde y lleno de inefables significaciones para sus almas. Esto es lo que le ocurre, por ejemplo, al viejo Andrada. El monte primero, el campo después, son los que apresándolo, le dan un inefable sentido de la vida a ese ser para el cual las relaciones humanas casi no existen y que vive en un obstinado silencio. Para Andrada, "los hombres, los días y los años se iban sin tocarlo, sin rozarle el alma, que él tenía sólo para los domingos del monte". Pasan a su lado los seres, los compañeros de pieza, y hasta "un compañero muy especial". Floro Acuña, "que le dijo una vez unas cosas muy hondas". Pero para el viejo Andrada sólo el monte existe profundamente. "Iba a visitar el monte, como otros van a visitar un pariente o un amigo". Y en el monte se quedaba "vaciado por las horas que hacían dar vuelta la sombra de los troncos, mientras la brisa rozadora de hojas, movía las copas unánimes y los ojos se le iban poniendo pesados de mirar contra el cielo el vuelo de los bichitos. A volcar su atención en el oído, para sentir entre un tronco el sordo barrenar de un parásito". Y así, "echao abajo los árboles", "mirando p'arriba", "mirando a favor de la tierra", el monte le va entregando poco a poco sus secretos. Se los vuelca en el alma y se la endulza. Y en esta quietud, casi de planta milenaria, el viejo Andrada vive tan intensamente como otro en medio de extraordinarias aventuras. Otro personaje de este tipo, y que constituye uno de los tantos estupendos hallazgos de Morosoli, es Siete Pelos, cuidador de un cementerio que cuida y arregla como si fuera una quinta, y que no acepta el ascenso que le ofrecen por no abandonar ese cementerio y sus muertos que son como parte de su vida.

 

Junto a estos seres que se escudan en una inefable quietud, poniendo oído atento a un suavísimo transcurrir de la vida dentro de ellos, dejando que la muerte les venga casi como una presencia acariciadora, aparece en la obra de Morosoli su contrapartida humana: el vagabundo, el hombre que quiere "ir a pasar trabajo a los caminos". Junto al sedentario, que clava sus raíces en un rincón del mundo, aparece el nómade, el cruza-caminos, que poseído de un extraño desasosiego, necesita ampliar horizontes, buscar otros lugares donde poner su vida, como si juntara recuerdos para un trasmundo eterno, previsto y aceptado con cierta ironía. “Yo plata no he juntado mucha... —dice uno de estos personajes— pero caminar he caminao... Si un día uno se va "pa ya” siquiera vido algo..." Esta vocación de nomadismo suele nacer de la manera más imprevista. No es el impulso de la necesidad material lo que los lleva a abandonar el pago. No es tampoco falta de apego a éste, ya que el pago perdura siempre como lo añorado, como el recóndito centro de sus propias vidas: el pago, por lo contrario, desde la lejanía se les hace más íntimo. "Pago sin ausencia no tiene gusto... El pago es la ausencia", declara uno de los vagabundos morosolianos. Es un irrefrenable impulso interior, que no saben de donde les viene, el que los fuerza a cambiar la dirección de sus vidas. Es como si quisieran salir fuera de sí, prolongar sus vidas más allá de sí mismos, para tocar ensimismados la vastedad del mundo. Inolvidable ejemplo de nomadismo lo ofrece "el chileno" del cuento "Un compañero". El chileno fue el compañero "más especial que tuvo el indio Barrios. Un día, viniendo nadie sabe de donde, el chileno le ganó el rancho a Barrios. Sin necesidad de previa invitación, se instaló allí; sin necesidad de pedir permiso, cayó un día con una mujer y la dejó a vivir con él. Permaneció unos meses con Barrios, hasta que de pronto, sin causa, le dice simplemente: "Compañero, ví´a seguir", y se fue nomás, dejando al indio Barrios dueño de todo: "rancho, mujer y cielo".

 

Todos estos personajes, sedentarios y nómades, se agrupan bajo un mismo signo: todos ellos parecen rodeados, en forma más o menos clara, de una delicada aureola de nostalgia. Ensimismados en ella se van deslizando sus vidas. Los sedentarios sienten la nostalgia de una sensación constantemente reiterada; los nómades, la nostalgia de lo lejano, y lo lejano es para ellos el pago, cuando se han separado de él. En el fondo, todos sienten la nostalgia de un destino que saben que les está reservado. Cuando lo logran, se adensan sus vidas y tocan su más profunda sustancia terrestre. Porque, naturalmente, tanto para ellos como para su creador, tiene esta palabra un sentido concreto y terrenal, y pueden hablar de "hacer pie en su destino" con la misma naturalidad que dirían que alguien, saltando de una embarcación, ha hecho pie en una orilla firme y segura.

 

Original es la visión narrativa de Morosoli. Tan original como ella es su forma expresiva. Su estilo, de extraordinario vigor, es sintético, incisivo, ceñido a su objeto emocional o descriptivo. Es un estilo que parece morder las palabras para acuñarlas en frases pulidas como sentencias. También es personalísima su forma de composición narrativa. Salta por encima de la sucesión cronológica y ordena idealmente el acontecer de la vida de sus personajes. Con entera libertad, pero sin incurrir en desorden, avanza y retrocede en el tiempo. Esto le permite abarcar, dentro de un breve cuento, una o varias vidas enteras, sin falsearlas, sin empequeñecerlas, sin que en ellas falte nada de lo que les es esencial. Esta excepcional maestría expresiva, unida a lo original y veraz de su visión de la vida, colocan a Juan José Morosoli en lugar señero dentro de la narrativa sudamericana. Dentro de nuestro país, aun tiene otra cualidad: la obra de Morosoli, por su autenticidad y radicación, es de las que valen como un acto de fe colectiva, es de las que sirven para que el país tome conciencia de sí. A través de los cuentos del escritor minuano, a través de sus personajes tan genuinos, nos enseña a ver y comprender muchas peculiaridades nuestras. Debemos agradecérselo, porque sus libros no son solamente el testimonio de un admirable artista, sino también un instrumento de religación cordial con nuestra colectividad.

por Arturo Sergio Visca
Almanaque del Banco de Seguros del Estado - 1959

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