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El amor en la filosofía de Sartre por Julio L. Moreno
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Si bien el amor es, frecuentemente, materia de la obra literaria y dramática de Jean-Paul Sartre, sería inútil empeño buscar en ella un tratamiento del tema en sus términos convencionales y románticos. La desolada pasividad del Roquentin de “La Nausée” al ver que su amor por Annie ha caído al pasado, como toda su vida, y que no puede ya entrar en él; el esfuerzo desesperado de Eve, en “La Chambre”, para salvar el abismo que la separa del mundo esquizofrénico de Pierre; la persecución en círculo de los personajes de “Intimité” y de “Huis Clos”; la absorta fascinación del Mathieu de “Les Chemins de la Liberté” ante la libertad huidiza de Ivich, son ejemplos, tomados al azar, de una concepción del amor que no ve en él más que la frustración, la mala fe, el desencuentro, el malentendido. Este enfoque desilusionado y amargo del amor no responde —como alguna vez se ha insinuado —a una delectación morbosa del creador ante los aspectos más sombríos de la condición del hombre. Se funda, al contrario, en una peculiar concepción de la relación con el prójimo, cuya formulación teórica es una de las contribuciones más profundas y originales de Sartre a la filosofía. En “L’Etre et le Néant” —su obra teórica capital— Sartre había abordado el examen del amor, a propósito de un estudio de las relaciones concretas con “el otro”. Su vertiginoso análisis había roto la “ilusión”, “el juego de espejos”, en que se funda la realidad concreta del amor, mostrando que, más allá de ésta, no hay otra cosa que vanidad y engaño. En “Les Jeux sont Faits”[1] da forma dramática a estas mismas ideas: aquí, como allá, el tema es la frustración del amor como tentativa de comunión absoluta, y la irreparable soledad en que la decepción amorosa arroja a los amantes. Hay un marcado paralelismo entre la exposición teórica del tema y su transposición a términos dramáticos: en ambos casos, a la presentación del ideal del amor sigue una afirmación de su imposibilidad, de su irremediable fracaso. Subrayar estos paralelismos, a propósito de las ideas de Sartre sobre el amor, hará posible mostrar cómo, en su obra, la teoría y la ficción se ínter penetran y se aclaran mutuamente. -I- “Autrui est par principe l’insaisissable: il me fuit quand je le cherche et me posséde quand je le fuis.” (L’Etre et le Néant, pág. 479.) Sartre ha renovado radicalmente la problemática de las relaciones con “el otro” al descubrir un tipo de experiencia en la que el otro se me revela inmediatamente como sujeto. Esta experiencia es el sentirse observado. Originariamente, el otro es el que me mira. La vergüenza ante la mirada del otro, por ejemplo, me revela una especial dimensión de mi ser: mi ser-objeto-para-otro. Y este ser-objeto supone, necesariamente, un otro-sujeto. La mirada del otro me reenvía nada más que a mí mismo. “Lo que aprehendo inmediatamente cuando oigo un crujir de ramas detrás de mí no es que hay allí alguien, sino que soy vulnerable, que tengo un cuerpo que puede ser herido, que ocupo un lugar y que no puedo, en modo alguno, evadirme del espacio en el que estoy sin defensa; más brevemente: aprehendo que soy visto. Así, la mirada es un intermediario entre yo y mí mismo”[2]. Este otro-sujeto, intermediario entre yo y mí mismo, me hace sentir su mirada como una posesión. Me posee al hacer nacer mi cuerpo bajo su mirada, al verme como yo no podré verme jamás. Cada cual, por sí mismo, no puede verse, sino sentirse, vivirse: no podría nunca tomar respecto de sí la distancia necesaria para verse. Este vago humor translúcido que es, -para-mi, mi vergüenza, y que yo sólo puedo ser bajo el modo del poder-no-serlo, para el otro es. Mi libertad de escapar a mi vergüenza se fija y se coagula ante su mirada, y la vergüenza se me adhiere y me define, de una vez para siempre, como una propiedad objetiva de mi ser. La libertad de este otro, que me define y me posee, que me atribuye y me quita valores, yo la siento fuera de mi alcance. Y es por esto que mi ser-para-otro yo lo soy, pero no dispongo de él, Es mi ser, en tanto me siento responsable de él (si tengo vergüenza ante otro, es de lo que yo soy); pero se me escapa, en cuanto se funda en la libertad de otro. Este ser -—que a la vez que es mío se me escapa— yo debo recuperarlo. Pero para esto tendría que apoderarme de la libertad del otro. Sólo así podría llegar a ser el fundamento de mí mismo. Este es precisamente el sentido del proyecto amoroso: el amado aspira a apoderarse de la libertad del amante, dejando intactos, sin embargo, sus caracteres de libertad. No podría, para lograrlo, intentar ser causa de su amor: la causa implica el determinismo y el amor supone, por el contrario, la libertad. El amado despertaría de su sueño de apoderarse de un sujeto encontrándose con que tiene una cosa entre las manos. Querrá ser, entonces, no la causa, sino la ocasión única y privilegiada del amor: el único objeto del mundo en el que la libertad del amante aceptaría libremente perderse, el objeto privilegiado del cual todos los otros derivan su valor y alrededor del cual se ordenan como simples medios para un fin absoluto. Querrá ser el objeto que resume el mundo o —para usar la terminología corriente del amor— ser “todo en el mundo” para el amante. De lograrlo, el amado estaría a salvo en la libertad del otro: como fuente de todos los valores, no podría ser él, a su vez, valorado; todos los otros valores descenderían al rango de medios, que podrían serle sacrificados. De ahí que el amado pregunte con inquietud: “¿Serías capaz de matar, de robar, por mí?”, queriendo verse reconocido, por ese sacrificio de los valores aceptados, en su carácter de valor absoluto. Si el amor es proyecto de apoderarse de la libertad de otro, el amado deberá también querer que el amante le haya escogido libremente. “Se sabe que en la terminología corriente-del amor el amado es designado con el término de elegido. Pero tal elección no debe ser relativa ni contingente: el amado se irrita y se siente desvalorizado cuando piensa que el amante lo ha escogido entre otros. «Entonces, si yo no hubiera venido a esta ciudad, si yo no hubiera frecuentado la casa de los “Tal”, ¿tú no me habrías conocido, tú no me hubieras amado?». Este pensamiento aflige al amado; su amor se hace amor en el mundo, objeto que supone al mundo, y que puede, a su vez, existir para otros[3].” Lo que el amado exige es que el amante exista con el fin único y absoluto de elegirlo, y esta exorbitante exigencia —abocada, por su mismo exceso, al fracaso— la traduce diciendo: “Fuimos hechos el uno para el otro”. Desde que se me ama, mi facticidad se me aparece purificada, “salvada”. Mi existencia es ahora el fin por el que el amante se hace libremente existir. “Desde que soy amado, mi facticidad propia (...) se me presenta de modo diferente. Ya no es (...) un hecho, sino un derecho. Mi existencia es porque es reclamada. Y esta existencia, en tanto que la asumo como mía, se convierte en un puro desborde de generosidad. Estas venas amadas en mis manos, es por bondad que existen. Es por bondad que tengo ojos, cabellos, cejas, y los prodigo incansablemente, en un desborde de generosidad, a ese deseo incansable que el otro se hace ser libremente. Antes de ser amados nos inquietaba esa protuberancia injustificada, injustificable, que era nuestra existencia. Ahora, en vez de sentirnos de más, sentimos que nuestra existencia ha sido retomada y querida, hasta en sus menores detalles, por una libertad absoluta (...). Esto es lo que hay en el fondo de la alegría del amor, mientras dura: sentirnos justificados de existir[4].” Pero el amor lleva en sí mismo los gérmenes de su propia destrucción. Cada uno de los amantes quiere ser amado, sin advertir que amar es querer que se me ame y que, de este modo, querer que el otro me ame es querer que el otro quiera que yo lo ame. Por eso el amor es “un engaño y un reenvío al infinito”[5]. Y así lo muestra el propio impulso amoroso: si el amante está perpetuamente insatisfecho, es porque corre tras un ideal imposible, y no por una pretendida imperfección de la amada. Ante el fracaso de su proyecto, los amantes se verán arrojados, una vez más, en su injustificable subjetividad, sin que nada ni nadie venga ya a descargarlos del fardo de su contingencia. Por lo menos —se pensará— cada cual habrá logrado estar a cubierto frente a la libertad del otro. Pero esto es así sólo mientras el “engaño”, el “juego de espejos” se mantiene: al querer cada uno de los amantes ser amado, aprehende al otro como sujeto y sólo quiere aprehenderlo así. Pero si en cualquier momento uno de ellos despertara de su ensueño, rompiera el encantamiento y contemplara al otro como objeto, la ilusión se desvanecería. Hay más: la aprehensión del amante como sujeto se ve turbada por la presencia de un tercero, ante quien ambos amantes son objeto. Es por esto que los amantes buscan la soledad y ven en la presencia de un tercero la destrucción de su amor. “El amor es un absoluto perpetuamente relativizado por los otros. Sería necesario estar solo en el mundo con el amante para que el amor conservara su carácter de eje de referencia absoluto. De ahí la perpetua vergüenza —u orgullo, que para el caso es lo mismo— del amado[6]” -II- —“Eve, il n’y a plus que nous deux... Nous sommes seuls au monde. II faut nous aimer; c’est notre seule chance.” (Les Jeux sont Faits, p. 164.) En “Les Jeux sont Faits” Sartre retoma estas ideas. Aquí, como en “L’Etre et le Nant”, el desarrollo nos llevará de la ilusión a la desilusión del amor, a través de su pasión mundanal. Errantes en el limbo de los muertos, “sin preocupaciones materiales”, en “una libertad total”[7], Pierre Dumaine y Eve Charlier bien pudieron creer haber sido hechos el uno para el otro. La muerte, al arrancarlos del mundo, los había purificado de su facticidad y su objetividad. Puros sujetos, almas eternas e irresponsables pudieron pasear en soledad la convicción de su mutua pertenencia, ignorados por los vivos, ignorados por los muertos indiferentes. Su encuentro no estuvo sometido a la contingencia de los encuentros mundanos, su mutua elección fue elección absoluta y no elección relativa y contingente. Así, escucharán fascinados a los adolescentes que discuten, en la terraza de la confitería elegante, las circunstancias de su encuentro: “—¿En qué piensas? —Pienso (...) que hacía veinte años que vivíamos en la misma ciudad, y que hubiéramos podido no conocernos nunca. —Si a Marie no la hubieran invitado a ir a casa de Lucienne... —. .. es posible que nunca nos hubiéramos encontrado[8].” Y Pierre hubiera querido hacer suyas las palabras del jovencito, que declara: “—En cuanto te vi, pensé: está hecha para mí. Lo pensé y lo sentí con todo mi ser. (...) Ahora me siento más seguro y más fuerte que antes, Jeanne. Hoy sería capaz de levantar una montaña[9].” Pero los muertos no están hechos para amar. A lo sumo, podrán jugar a que lo hacen. Como dice el viejo marqués con una resignación ingenuamente libertina: “La cosa no va nunca muy lejos, pero ayuda a pasar el tiempo”[10]. Si Pierre y Eve tratan de convencerse de que bailan enlazados, tendrán que reconocer al fin que aquello no es más que “una comedia”[11]. Los muertos son abstractos. Bien pueden envidiar el amor con carne y sangre de los vivos, su amor con un futuro. Los muertos no tienen futuro; tienen sólo la eternidad. Pierre y Eve darían su alma por volver a la tierra a realizar la perfecta comunión para la que se sienten destinados. Pero, cuando se está muerto, “les jeux son faits. On ne reprend pas son coup”[12]. Sin embargo, el providencial artículo 140 del Reglamento prevé su situación: aquellos que, estando hechos el uno para el otro, no se hubieran conocido en vida, tienen derecho a volver a la tierra y alcanzar la felicidad de que se han visto injustamente despojados. Pierre y Eve serán devueltos a la vida, para realizar a plazo fijo su proyecto de perfecta comunión. Pero, con su vuelta a la tierra, el amor de los resucitados se hace amor en el mundo, y se infecta, por eso mismo, de objetividad y facticidad. Los amantes descubren que están en bandos opuestos: Pierre encabeza la Liga revolucionaria que proyecta derrocar la tiranía del Regente; Eve está unida a los opresores por su matrimonio con Charlier, secretario de la Milicia del dictador. Tampoco, como pronto descubrirán con tristeza, son “todo el mundo” el uno para el otro: Eve se debe a su hermana; Pierre a sus camaradas. Peor aún: Pierre sentirá la amargura de no ser el primero para Eve: allí está André, su esposo, con quien ella se casó, por una razón u otra. De nada vale que intenten negar su facticidad, volver a ser puras almas, puros sujetos. Allí están siempre los otros para recordarles lo que son, para anunciarles su ser. Ante la mirada del otro, los amantes son objeto: tal se siente Pierre ante la burla de los amigos elegantes de Eve, y ante la propia Eve, en su primera visita a la casa de Charlier; tal se siente Eve ante la desconfianza y el recelo de los camaradas de Pierre. Ambos pasarán continuamente de la vergüenza al orgullo, del orgullo a la vergüenza, ante esta relativización por los otros del absoluto de su amor. Siempre hay testigos. Cuando faltan los vivos, aun entonces, la mirada de los muertos está fija sobre ellos[13]. Pierre y Eve fracasarán en su proyecto de estar solos en el mundo. Si por un momento, cara a cara con la muerte, han podido recuperar su soledad, basta que pase el peligro para que se sientan, de nuevo, “confusos, turbados por sus cuerpos”[14] Cuando expire el plazo fijado Pierre y Eve saben muy bien que no están hechos el uno para el otro, que nadie lo está. Cuando mueran, Pierre estará jurando a Eve su amor y ella resistiéndose a creerlo. Morirán cerrados en sí mismos, sin haber alcanzado nunca la comunión a que aspiraban. Muertos, deberán hacerse cargo de una eternidad de incomunicación y de distancia. Sin embargo, cuando dos adolescentes les digan, con las manos enlazadas, que han descubierto ser el uno para el otro, y que quieren acogerse al privilegio reglamentario, no intentarán disuadirlos. El ciclo de la ilusión y desilusión del amor está en el orden del mundo. Cada cual debe hacer su prueba. Notas: [1] Libreto cinematográfico de Jean-Paul Sartre, sobre el que Jean Delannoy realizara la película homónima, que se conoció entre nosotros con el nombre de "Cita en la Muerte”. (Hay traducción española: La Suerte está echada y El engranaje, B. Aires, Losada, 1950.) [2] L’Etre et le Néant, pág. 316. [3] Ibid., pág. 438. [4] Ibid., pág. 438 - 9 [5] Ibid., pág. 445. [6] Ibid., pág. 445. [7] Les Jeux sont Faits: París, Nagel (1949); pág. 79. [8] Ibid., pág. 89. [9] Ibid., pág. 90. [10] Ibid., pág. 81. [11] Ibid., pág. 92. [12] Ibid., pág. 192. [13] Ibid., pág. 136. [14] Ibid., pág. 136. |
por Julio L. Moreno
Revista "Número" - Año III Nº
15-16-17
Montevideo, julio - diciembre 1951
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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