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Peinarse entre esposos
De "Mujeres sin marido" - Ficción, género, cultura
Hilia Moreira
hiliamoreira5@gmail.com

 
 

Quienes pertenecen a una misma sociedad suele usar sus signos sin tener explicación concreta para ellos. La  lectura de tales representaciones varía de cultura a cultura. Pero las imágenes en sí, recurren. Acaso dicha sugestión se deba a que tales figuras vienen de la interioridad de caballos, perros y primates, de la intimidad de poetas, cineastas y, aún, de los productores de publicidad y teleteatros. 

Semejante encanto expresa una antigua intuición, enemiga de la soberbia humana. Sospecha de que no existe una naturaleza intrínseca a nuestra especie, que un reservado vínculo establece una continuidad entre nosotros y los demás de la tierra.

Entre los filósofos anteriores a Sócrates, Anaximandro de Mileto habla del ápeiron, lo indeterminado, lo ilimitado, del cuál surgen y al cuál regresan animales tanto como humanos. Sus ideas ejercen un influjo hasta hoy.

Pero, en la cultura occidental, prevalece la primera manifestación del pensamiento bíblico. El libro del Génesis establece un tajo: el hombre es la suprema creación de Yhwh, única y separada de todas las otras.

Y, desde diferentes parajes de la tierra, sobre los sueños humanos, se ciernen criaturas híbridas En el desierto del Sahara, los tuareg tienen a Aisa Kandisa, que se les aparece entre las dunas, mitad mujer y mitad cabra. En México, el colibrí  tolteca surge del cuerpo del guerrero, tendido en el campo de batalla. A los celtas, a los germánicos, a los griegos y a los uruguayos que se alían con los yorubás, los asedian las sirenas que, como Yemanyá, peinan largas cabelleras. En su “Oda al Viento del Oeste”, el poeta Shelley relaciona al viento, que desparrama las hojas podridas de los prejuicios humanos, con una erizada cabellera en llamas.

Así, en distintas culturas, el pelo surge como frontera indecisa entre la meteorología y la humanidad, entre los  animales y las plantas.

Cabellos como hierba

 La sabiduría popular afirma que las hierbas son los cabellos de la tierra. Complementariamente, las hebras capilares de animales, hombres y mujeres pueden ejercer un influjo sobre los seres arbóreos. Por consiguiente, se piensa que el crecimiento del cabello se relaciona, directamente, con la periodicidad de lo que es fértil. En Montevideo, algunos azquenazíes ortodoxos no dejan los bucles por ahí, cuando se los cortan. Como los consideran parte de la creación divina, los ponen en macetas con plantas, para que éstas crezcan más rozagantes. Entre algunos uruguayos que conservan sus tradiciones eslavas, las mujeres que ciclan se van, a campo traviesa, con el cabello tres veces cubierto. Cuando están en

medio de los plantíos, se los descubren, para que las cosechas sean más dadivosas. Si una de esas jóvenes entierra un manojo de cabellos debajo de un frutal en flor, éste fructificará mucho. Asimismo, entre tales eslavo/uruguayos, peinarse debajo de un árbol atrae la propia proliferación. Un mechón femenino en la comida de un hombre, lo enamora irrenunciablemente. De ese modo, los observadores del comportamiento y los historiadores de la vida cotidiana, nos pintan paisajes donde machos y  hembras, padres e hijos, amigos y familares se despiojan, peinan y cepillan unos a otros.

Peinar y despiojar

Cada cabello crece de una papila, un rollo de tejido en la base de un folículo, donde hay una terminal narviosa cercana a  otras. Al haber muchos receptores sensoriales en la base de cada pelo, la piel pilosa se sensibiliza con facilidad. Si algo aprieta o tenza una hebra, si algo toca su punta, si se presiona la piel que la rodea,  el hilo vibra y despierta un nervio. Por consiguiente, la cabellera, con su suavidad y sus parásitos, es una vía hacia la ternura.

En Occidente, se considera que, en público, desenredarse el cabello con el fin de quitarse los piojos, es signo de mala educación. En consecuencia, en escuelas y liceos, aun hoy, los  educadores insisten en prohibir a la gente que se saque los piojos y las pulgas y las mate delante de los demás.

Por consiguiente, despiojarse se vuelve un gesto íntimo, que sólo puede tener lugar en una atmósfera de entrega. De modo similar, el acto de peinar, cepillar y acariciar los cabellos, comunica el cariño en todos los reinos. En las sociedades antiguas se dice que hasta los árboles y las hierbas perciben el roce de la mano. O el del viento.

Ese persistente significado tal vez encuentre su explicación en que el cuidado de los cabellos remite al primer amor, de cuya interiorización dependen los demás lazos con el mundo: el amor de la madre.

Al calor del hogar, la madre cuida la cabellera de su hija; en la cama, la querida toca la cabeza de su amante; y, aunque sea menos frecuente, también ciertos maridos se  ocupan del pelo de sus parejas. Algunos de esos hombres viven en lugares tan apartados como la isla de Dobu, sobre el Pacífico Sur. Entre los dobu, los esposos se atarean con el cabello de sus esposas. Pero, de modo similar, en un lugar tan inmediato como Montevideo, en ciertos matrimonios, el marido embebe en henna un pincelito y lo pasa, pormenorizadamente, en cada cabello de su compañera. Por su intimidad, ese esmero se vincula con el abrazo nupcial.

Quizás, por dicho motivo, en algunos monasterios budistas de Singapur, cuando dejan atrás la idea de un esposo para transformarse en novicias, a las jóvenes se les permite peinarse mutuamente. En tal cuidado, vuelcan el amor al marido y a los hijos, a los que  han renunciado. Asimismo, las que se peinan entre sí, están autorizadas a intercambiar otras caricias.

Pero, gradualmente, dichas novicias se convierten en monjas. De ese modo, muchas de ellas acceden a un nivel espiritual más elevado. Poco a poco, el mutuo contacto disminuye hasta desaparecer. A las que ingresan en ese estadio, se las conoce como peinadoras de sí mismas

Por el contrario, a las que buscan marido, suele faltarles el tiempo para celebrar su propia cabellera; y la cabeza del que será su hombre. Imaginan que, una vez desposados, cada uno abrirá, para el otro, las puertas de su pelo.

El peinado en los cuentos de hadas

El cuento (supuestamente) infantil titulado “Blanca Nieves” comienza con una reina grávida. En la espera, la madre desea que su criatura tenga la piel como la nieve y las mejillas como la sangre. También, que herede de la reina su cabellera de alas negras. Así, podrá atraer  un marido. Y, acaso, también, una imaginación que vuele. Al nacer, la bebé le cumple a la madre sus tres deseos, meritando, en consecuencia, el nombre de Blanca Nieves.

Durante su infancia, Blanca Nieves adora a su mamá, que la mima permanentemente. Una versión anónima del cuento registra que, como parte del arrullo, la madre permite a la niña no sólo que mire sino también que sienta su cabello de soberana, diferente del de todas las demás mujeres, con una clase de negro sin nombre. Tal versión agrega que, mientras juega con la cabellera de su madre, la hija descubre dos canas, tan tenues como las ondas que aparecen cuando se tiran piedrecitas al agua.

¿Cuántas canas afloran, ya, en el pelo de esa madre, cuando descubre que su niña se ha vuelto una joven?

Mientras era una criatura prenatal, o una nena, la mamá la amaba al punto de entregarle su propia cabeza. ¿Qué siente la soberana, encanecida,  frente a la femineidad incipiente de su retoño? Su pequeña ha desaparecido. Tal vez, a pesar de sí misma, en tanto que madre permisiva, también ella tenga que ausentarse.

En su lugar, emerge una mujer exigente: una madrastra. Las imágenes visuales de la soberana muestran una toca que encierra su pelo. Sobre ese avío pesa su enjoyada corona de reina.

Sus deberes de madre ya no consisten en brindar cuidados infantiles. Ahora debe educar a una hija para que se integre a la sociedad como adulta. Así, cuando la princesa orillea la adolescencia, al tocar ese cráneo materno, la niña siente que la mamá ya no tiene hebras sino joyas. Las joyas pertenecen a la categoría de las  rocas. La reina ya no concederá a Blanca Nieves nuevos melindres sino que le impondrá leyes duras como piedras.

Por otra parte, tal vez, como a la mayoría de los niños, a Blanca Nieves le lleve años enterarse de que, además de su identidad de mamá, la progenitora tiene  otras filiaciones.

Así, la historia de este cuento gira en torno a la relación que, a partir de semejante momento, se desenvuelve entre esas dos mujeres.

La ausencia de un hombre, (padre, marido),  tal vez simbolice el hecho de que algunos papás, cuando despunta la adolescencia de sus hijas, dejan toda la responsabilidad a la madre. También que, después de años de matrimonio, la esposa suele sentir a su esposo como más ausente que presente.

Los expertos en cuentos de hadas generalmente repiten que la madrastra simboliza a la mujer quien, sin hombre, transforma su amor en odio contra otra, más jóven. Por consiguiente, según ciertas interpretaciones, la madrastra  procede por envidia. Es para afear y castigar a Blanca Nieves que la obliga a lavar y a pulir el palacio. Mientras, la soberana se mira al espejo, en busca de su juventud perdida.

Sin embargo, tanto entre sandes de Africa, como entre chinos, vietnamitas y otros pueblos tradicionales, antes de asumir un reino (o de casarse con un novio poderoso), a las jóvenes se les ordena que hagan los trabajos de la casa, inclusive fregar de rodillas. Mientras, sus madres las vigilan. En el marco de esos pueblos, se piensa que, mediante tales tareas, la adolescente aprende a dominarse a sí misma. También, al conocer cualquier tipo de trabajo, sabrá dar órdenes a aquellos que se encuentren bajo su responsabilidad.

Pensando en el futuro esposo, ciertas jóvenes asumen tales labores con alegría. Otras, miran a sus madres con momentáneo resentimiento Y, quizás, como ellas mismas todavía son jóvenes, esas madres, a veces, aflojen la vigilancia para mirar sus propios reflejos.

En cambio, las jovencitas que no tienen una madre que las cuide, las que no tendrán oportunidad de casarse con un esposo deseable o aquellas de las que la sociedad espera que sean sólo sivientas, pueden quedarse durmiendo todo el día. O hacer lo que se les cante. Tal vez, la madrastra de Blanca Nieves simbolice a cualquier madre que se preocupa por el destino de su hija púber.

Tal protección no excluye los celos. Una madre puede sentir un genuino amor hacia su adolescente. Asimismo, de modo simultáneo, aparece, en su interior, el sentimiento de impotencia ante el futuro que se despliega frente a esa mujer, más joven que ella. Su espejo le dice que aun es bella. Pero sólo si acepta dejar atrás su identidad de joven para cambiarla por la madurez.  Como la solitaria madrastra persiste en representarse como una jovencita, expulsa a su hijastra del hogar, con una condena de muerte.

No obstante, al echarla de su lado, la reina puede significar el impulso que brinda la madre a su hija para que asuma la vida por sí misma. La orden de asesinato tal vez se refiera a la muerte simbólica de la niña (que, como vimos, muchas culturas ritualizan), para ayudarla a transformarse en mujer.

Así, Blanca Nieves va a dar a un bosque oscuro: su propio destino incierto. La princesa parece  preparada para asumirlo: no intenta volver a la residencia de su madre.

Mientras espera a que llegue un marido, Blanca acepta la responsabilidad de vivir en un hogar que no es el de origen. De ese modo, se instala en la casa de unos enanos (no de hombres grandes), quienes no la aceptan sin condiciones:

Si quieres cocinar, barrer, lavar, coser y tejer, puedes quedarte con nosotros.

Ciertos psicólogos afirman que los enanos significan la interioridad de la princesa: ya puede desempeñarse sola pero aun no está lista para la sensualidad. (Sin embargo, en su versión del cuento, Disney muestra al hombrecito más  pequeño como a un enamorado. Cuando Blanca Nieves se casa, en el momento de despedirse, el jovencito le pide un beso en los labios). 

En la seguridad que esa familia atípica  (no hay parejas ni hijos), le brinda, la princesa olvida los conflictos, sensuales y afectivos, de su crecimiento. O, tal vez, se sienta a  gusto con su condición de soltera.

Sin embargo, Blanca Nieves pertenece a una cultura antigua. A su madre no le gusta que viva sin casarse. Por consiguiente, en la versión de los hermanos Grimm, la reina no descansa hasta que la princesa encuentra marido.

De ese modo, se le aparece tres veces. Tres, como los tres deseos; como los lados de un triángulo; como la figuración de Dios en ciertas religiones. 

Mediante sus tres apariciones, la reina confiere a su hija: primero, un cuerpo de mujer, apto para el matrimonio y la familia; segundo, la capacidad de peinar y cuidar, necesaria para transformarse en esposa y madre; tercero: el anhelo de saciar su sensualidad femenina. Sólo si es dueña de esas tres cualidades, Blanca Nieves será capaz de hacer feliz a su marido. Y a ella misma.

Para reforzar su mandato de casamiento, la madre asume la forma de una bruja. En el norte de Europa, donde se origina ese cuento, la idea de la bruja se vincula con la de una mujer sabia, que a menudo lidera un clan: una reina.

Aunque aparezca distinta de la imagen materna que Blanca Nieves había interiorizado, la princesa presiente a la madre. Así, con la confianza de una niña, le da la bienvenida. Pero esa madre no viene a halagarla sino a empujarla para que se decida a emprender su viaje hacia la mujer.

De ese modo, en su primer arrivo, la reina ofrece a su hija un corsé: ya está grande para usar ropa de criatura. Es la propia madre quien se lo pone. Cumple, así, con la responsabilidad de preparar a la hija para la ceremonia de su iniciación. Pero Blanca Nieves aun no está madura: el corsé la ahoga y cae desmayada. Se dice que las personas se desmayan para eludir lo que les ofrece el presente.

En su segunda llegada, la bruja peina a su hija, con el fin de aumentar su atractivo. Pero la princesa no logra asumir su propia seducción. Siente que el peine se le clava y cae desvanecida. Sin embargo, según algunos, la caricia en el pelo deja un regusto de manzana.

En el tercer advenimiento materno, ya no hay huida posible: la reina tiende a su hija la manzana del conocimiento. Blanca Nieves la prueba y se rehúsa por tercera vez: cae envenenada.

Pero ahora el corsé marca las curvas  de sus pechos y sus caderas. El cabello peinado es una invitación. Los labios ya están abietos. El futuro marido olfatea el llamado y llega.

Como en muchas sociedades, el predominio femenino y el masculino coexisten; el esposo no se va a vivir con la familia de su esposa. Al contrario, se la lleva a su propio palacio.

Puede interpretarse que la madre, ahora, puede morir tranquila: ha asegurado la vida de su progenie.

Sin embargo, de  acuerdo con el odio al vigor femenino, que aparece en la Europa medieval, tal vez por influjo del catolicismo, la bruja debe morir como castigo por haber maltratado (supuestamente) a su hija.

Pero, tal vez, en versiones orales más arcaicas, después de casar a su retoño, la madre regrese a su reino y retome sus obligaciones de gobernante. Acaso reavive su relación con el antiguo (y un poco olvidado) marido. Quizás tome uno nuevo. O un amante.

Peinar en Hollywood

En 1964, Alfred Hitchcock estrena su film Marni, que, según  algunos expertos, es uno de los más bellos de la historia de Hollywood.

Marnie es una  joven, ladrona compulsiva. Sacando partido a su belleza, se hace contratar, como secretaria, en empresas de embergadura. Cuando el jefe está a punto de propasarse, Marnie se alza con el contenido de la caja fuerte.

Para cada estafa, se tiñe el pelo de un color diferente. Pero siempre lo mantiene apretado detrás de su cabeza. Si el cabello es una marca de la identidad femenina, esta joven no coincide con la suya propia. Asimimo, la rigidez de su peinado sugiere que no puede conceder a su femineidad la libertad más nimia. Por consiguiente, a Marnie, los hombres la repelen. Y les arrebata su dinero para compensar su vacío de mujer cercenada.

El beneficio de sus delitos, lo destina a sus dos únicos objetos de ternura.

El primero en surgir bajo la cámara es Forio, su caballo. La joven lo tiene en manos de un cuidador y lo visita, siempre con un nuevo tratamiento para embellecer su pelo, que compra con  el dinero mal habido. El cuidador suele quejarse:

-A este caballo le gusta morder.

Marnie toma la cabeza del potro con sus dos manos, diciéndole:

-Forio: si quieres morder a alguien, muérdeme a mí.

Así, a  la joven le encanta montarlo, mientras le acaricia la crin. La metáfora es obvia.

Sin embargo, la mayor parte del dinero malhadado, Marnie lo dedica a la señora Edgar, su madre. Aunque no vive con ella, la joven la visita a menudo, en su apartamento cerca del puerto. Así, detrás del caballo (o del hombre imposible), emerge la figura materna, a la que, en casi todas sus películas, Hitchcock representa como mutiladora.

Como una obseción, cada vez que Marnie baja del taxi en frente de la casa materna, encuentra a un grupo de niños quienes, mientras juegan, cantan:

Mamá, mamá: estoy muy enferma. Llama al doctor que está en la colina. Mamá,  mamá, me siento peor, llama rápido al doctor.

Parecería que el dolor interior de Marnie es tan insoportable que tiene que desplazarlo hacia la infancia de otros. Sólo la madre puede curar tal herida.

Sin embargo, la señora Edgar no sale a socorrer a su hija. Ni siquiera se asoma para recibirla. En su lugar, aparece Jessie, una niña muy parecida a Marnie. ¿Qué simboliza esa figura  infantil? ¿Denota, únicamente, a la niña de la vecina, que la señora cuida, en ausencia de la progenitora? ¿O Jessie representa a una niñez atormentada, que Marnie no puede superar? La niña y la joven intercambian miradas de odio. Tratando de ignorar su pasado conflictivo, Marnie entra en la casa materna. 

La señora Edgar permanece en una habitación interior, apoyada en su bastón, como una inválida afectiva que no puede salir de sí para responder el  llamado de su hija.

Tiernamente, Marnie envuelve una estola de piel robada en torno al cuello de la señora Edgar. La piel connota  cuidado, cabello, caricia. Pero la señora se quita el abrazo de su hija, dejando el pelaje a un lado: no puede intercambiar amor con ella.

Marnie insiste. Se arrodilla junto a la mamá: se hace pequeña  como una niña y asume la actitud de una suplicante. Coloca su cabeza sobre la falda materna, en la posición apropiada para que su cabello sea cepillado. Pero la madre la obliga a retirarse:

-Marnie: me duele la  pierna.

La presencia de la hija parece causar sólo dolor a la madre. Se diría que la señora Edgar únicamente es capaz de dar cariño a alguien semejante a su hija, a la niña que su hija fue. No a su hija misma.  Así, rápidamente, la pequeña Jessie  ocupa el lugar de Marnie y apoya la cabeza sobre la pierna, supuestamente dolorida, de la señora. La mujer le cepilla el pelo, del mismo color que el de Marnie.  

Una cámara subjetiva recorre la cabellera de la pequeña y el cepillo que la acaricia. Marnie mira a Jessie: ambas se significan como criaturas sin padre, privadas de la familia durante todo el día, en manos ajenas. Así, las dos aparecen  como atadas la una a la otra, sin poder superar el tiempo que pasa. Ominosamente, el  momento actual se mezcla con el instante memorioso. Con humildad ¿o con culpa? la señora Edgar dice, aludiendo a la estola de piel:

No deberías derrochar el dinero en mí, Marnie. Acaso la dama sienta que su hija tiene que buscar un mejor destino que hacer regalos caros a la mamá.  

Con el tiempo, Marnie encuentra a Mark, un hombre que la captura, inmediatamente después de un robo. Mediante el chantaje, Mark consigue que se case con él. Pero Marnie mantiene su peinado cerrado. Perdido el control, durante la luna de miel, el hombre ordena a la esposa que se meta en la cama. Como su mujer se niega, el marido la viola. Después de tal asco, con el pelo soltado a la fuerza, Marnie trata de morir.

Sin embargo, a su modo, Mark parece quererla. Por medio de un detective, averigua  que la señora Edgar es una mujer soltera. Sin un marido que la apoyara en la crianza de su bastarda, para darle de comer,  esa mujer se transformó en prostituta portuaria.

Para ejercer su profesión, cada noche, dicha madre sacaba del dormitorio a la pequeña Marnie, a quien los hombres ya aterrorizaban. La ponía en un sofá del living donde, a pesar de una estufa a leña, la niña temblaba de frío. Esa criatura tenía una larga cabellera, En una oportunidad, un cliente se la  acarició.

¿Lo hizo con ternura de padre? Al ver le gesto, la prostituta lo golpeó. El comprador le devolvió el golpe, fracturándole una pierna. (Así, se descubre que el dolor de la pierna de la madre se relaciona con el cariño que siente hacia su hija.)

Al ver a su mamá caída, la niña toma un atizador y hace explotar la cabeza del usuario.

Para proteger a Marnie, la señora Edgar se hace cargo del crimen, aduciendo defensa propia. Por ese motivo, la dejan libre. Sin embargo, desde entonces, ya no puede cepillar la cabellera de Marnie.

Mientras Mark hurga en el pasado de su esposa, la joven cabalga a Forio a pelo, prendida de la crin. Pero un obstáculo improvisto hace caer al potro. De modo similar al de la madre de Marnie, Forio se quiebra y su dueña tiene que matarlo. Pierde, de ese modo, al hombre metafóricamente soñado. No le queda más que su marido.

Al fin de la película, Mark impone un careo entre la madre y la hija. Marnie logra recordar su pasado, llorando como una niña y buscando los brazos de su mamá. Pero la señora Edgar los mantiene cerrados. (Como las demás madres, supuestamente malvadas, que Hitchcock inventa, ésta permanece enigmática. El espectador no puede evitar preguntarse cómo será su interioridad.)

Acorralada por el dolor, la joven se refugia en el pecho de Mark. Juntos, abandonan la residencia materna.

Sin embargo, en la calle, los niños siguen cantando:

Mamá, mamá: me siento peor

¿Logrará ese marido, violador, peinar los cabellos de Marnie, sustituyendo, así, la imagen materna en su interior? 

Para Mark también se plantea un dilema. Dejó atrás otras oportunidades, afectivas y eróticas, menos complejas (tenía varias candidatas a esposa), para focalizar su anhelo en una huérfana que no conoce el amor. Al seleccionar un objeto afectivo tan difícil, Mark significa su propia complejidad interior.

Para transformarse en el marido de Marnie (en un macho genuino), tendrá que aprender la primera condición de tal: el dominio de sí. Si quiere convertirse en su esposo (esposado a ella para toda la vida), su capacidad de ternura  deberá alcanzar otras dimensiones.

Mamá llama al doctor…

La calle por donde Marnie y su pareja se van, termina en el puerto, entre las rameras, en un agujero. Pero, inopinadamente, sobre un lado de la pantalla, se abre una nueva carretera. Por primera vez en la película, al aire libre, Marnie lleva el pelo suelto.

Referencias

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Wasserziehr, Gabriela  Los cuentos de hadas para adultos. Una lectura simbólica de los cuentos de hadas recopilados por J. y W.

 

Hilia Moreira
hiliamoreira5@gmail.com

 

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