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La pintura de Eduardo Vernazza
 

De harapos, bufones y sortilegios
Hilia Moreira
hiliamoreira5@gmail.com

 

El artista visual tiene algo en común con los integrantes de algunas culturas no occidentales (zapotecas, wolofs, y tantos otros). No construye apoyándose en el fundamento de Occidente: la palabra. Sus signos se despliegan ante los ojos. O, hirsutos óleos, brillantes acrílicos, apelan a nuestro sentido del tacto, invitándonos a la caricia. El pintor no propone significados denotados. Abre lo que Martin Heidegger llama Holzwege: caminos en el bosque. ¿Cómo pueden ser esos caminos en medio de la intrincada foresta, sino falsos caminos, senderos perdidos?

Los que tienen un objetivo definido, los evitan. Pero los que se interesan por la espesura, los que la eligen como hogar, siguen la ruta del bosque porque los lleva a su trabajo, hecho de conjeturas e incertidumbres, falto de anclaje.

Es de ese modo, intentando proyectar luces oscilantes que brindan algunos pensadores, novelistas y poetas, que abordamos la obra de Eduardo

Vernazza. No hacemos crítica de arte ni queremos llegar a ninguna conclusión valorativa. Sólo a un ahondamiento en el preguntar. Así, expresiones como tal vez, acaso, aparentemente, signarán este texto. La duda despliega seguridad allí donde menos lo esperamos.

A través de técnica tradicional o lenguaje experimental, el arte de Eduardo Vernazza ciñe vastos tramos de experiencia.

Pinta marinas, naturalezas muertas, árboles secos y florecientes. Hay también retratos, payasos, enanos, actores y danzarinas vestidos de modo improbable. Los seres fantásticos alternan con ritmos transformados en color e imprecisa forma. Las enlazadas figuras de luz y sombra se discontinúan en mugre y desamparo.

Haraposos

Los mugrientos que Vernazza representa tienen alguna analogía con los Ángeles de la Ciénaga que Borges escribe. Tirando de un carro o cargando un fardo, solos o en compañía de perro o caballo, atraviesan una jornada intemporal y fétida. Exploran la escoria de la ciudad para restituirse a un hogar de basura. Son desecho social. O, tal vez, la naturaleza los ha abandonado a su oscuro deseo. Recorren imprecisos caminos o se abaten, encorvados, en el suelo. La naturaleza los arriesga. Pero parecen ir hacia ese riesgo y hasta quererlo. Avanzan encorvados, halando, o ceden bajo el peso de su existencia. Con sus largas barbas descuidadas y sus innumerables manchas, en pleno descampado, parecen amar la libertad antes que todo, especialmente la de elegir su domicilio entre adoquines o escoria. Obsesionados de independencia, es tal vez una enfermedad la que les permite ser libres.

En su expresión facial (borrosa por la mugre) y en la estructura corporal que se vislumbra a través del harapo, se lee depresión, melancolía, locura o la tranquilidad del simple. En todo caso, rostro, cuerpo y actitud hablan de la imposibilidad de adecuarse al orden. Con su pringue y su pelambre se parecen a eremitas. Semejantes a ermitaños, estos dejados pueden leerse como investigadores de la moral, no en lo que la misma conlleva de razón, disciplina, buenas costumbres, sino en lo contrario. Son indagadores de pecas, abandonos, peligros, inquisidores de lo que daña y consume. En su indiferencia corporal y espacial se presentan como grandes moralistas: no virtuosos llenos de melindres sino aventureros del deterioro, viciosos, desviantes, que enseñan a inclinarse humildemente frente al misterio de la existencia. Un tal estado de descuido desdobla la resistencia del alma humana.

Marrón, pardo, negruzco

Casi todos visten andrajos marrones. El marrón se sitúa entre rojo y negro. Pero está más cerca de la sombra. Es color de barro, arcilla, polvo. Es, también, símbolo de pobreza y humildad (Humilitas viene de humus, como humano). Así, sugieren la modestia que debería acompañarnos mientras revestimos esta condición.

Marrón es color de hoja marchita, degradación, tristeza, alianza adúltera de colores puros. Es el tinte que lleva quien se ve obligado a sentarse sobre la tierra. Pero quien acepta recostarse en ella, experimenta útero, tibieza, tranquilidad. Se recoge en lo maternal y conoce el secreto de los hechos sencillos. Por otra parte, el casamiento de rojo y negro habla de amor subterráneo.

Los linyeras de Vernazza no tienen edad. Su roña hace suponer la inexperiencia de la caricia. Cada uno parece solo y nadie. El trapo que visten representa herida, angustia, cicatriz del alma. Con la palabra harapo también se designa el último aguardiente que sale del alambique. Esos vagabundos que se tiran en la calle bien pueden embriagarse con el más barato de los alcoholes.

Pero la pobreza material puede ocultar un príncipe o alguien de gran elevación espiritual. Cierto es que con el nombre andrajo se señala al jirón, usado y sucio y, por extensión, a cualquier cosa o persona despreciables. Sin embargo, según una larga tradición, la piltrafa que cubre un inocente puede sanar las enfermedades del mundo. Quien toca el remiendo de un hombre iluminado queda dispensado de las leyes de la naturaleza. A veces un guiñapo se conserva como reliquia que protege y propicia.

La riqueza interior suele trajearse con apariencia miserable, a la vez ocultando y mostrando la superioridad del yo profundo sobre el yo superficial. Estos mugrientos, salpicados por la porquería de sus latas y alforjas, representan el eslabón suelto de la red social. No están unidos por el entramado grupal a los miembros integrados de la colectividad. No tienen otro bien que la basura que revuelven y acarrean. Han llegado a ese sin lugar por una desgracia o por su propia incapacidad o negativa a la adaptación. Así, son imagen del paria y, al mismo tiempo, del ideal humano que está por encima del mundo.

En los ámbitos cristiano y budista hay órdenes mendicantes que no desprecian la mugre. ¿También los bichicomes de Vernazza, pesados de porquería, buscan bienes de otros mundos? Entre religiosos humildes, el descuido del cuerpo hasta hoy significa poner las miras más allá de tan temporario alojamiento.

En todo caso, estos andrajosos arrastran con dinamismo su lastre y expresan con gran vitalidad su desmoronamiento. Ese estar sin abrigo, sin futuro, sugiere salvación. En su desamparo, parecen volverse hacia lo abierto, hacia el más vasto círculo y decirle: sí.

El sucio que limpia

Entre los mugrientos de Vernazza, uno viste de blanco, para mejor mancharse. En su posición inclinada, hace pensar en ese condenado a quien, desde la Edad Media a nuestros días, en algunas culturas, se le impone túnica inmaculada antes de la ejecución. Así, sobre la nieve del atavío resalta mejor la sangre de la culpa.

El haraposo de Vernazza tal vez revuelva una lata de inmundicia. O quizás rocíe porquería con un colorido desinfectante. Mugre o agente de limpieza, lo que desparrama es peligroso. Sus pies ya han sufrido la mordedura de la ambigua sustancia y están corroídos. Encharque o purifique, el personaje se mueve con extraordinaria rapidez. Recuerda esos afanados obreros de quienes los médicos vienen dejando testimonio desde el siglo XVIII.

Encargados de limpiar los albañales de las ciudades, hacen extraordinarios esfuerzos por terminar pronto. No les importa perder parte de su vida en el apresuramiento de la embestida. Lo único que cuenta es salir pronto de ese infierno de hedor y cochambre. Tales operarios suelen ser antiguos vagabundos a los que la sociedad les trueca ocio por tareas vinculadas con mugre.


A partir del siglo XVIII, frecuentemente se fuerza al inadaptado a juntar los residuos de quienes se adecuan. En muchos casos son viejos e indigentes los que recogen la porquería. Su pobreza, ancianidad, depresión o vocación para el ocio los transforma en culpables. Así, la colectividad los convierte en hombres retretes, laboriosos y malolientes.

Encubrir la mácula, silenciar su aliento, no son sólo tentativas de desarmar poderes pestíferos. Constituyen, también, una voluntad de reprimir las fisuras del orden.

Pero, producto de una negada fisiología social, el vagabundo reaparece, ineludiblemente. Su presencia contradice el forcejeo por organizar y barnizar todo con una pátina de trivial felicidad, la brega por cercenar a la humanidad de su lado oscuro. Aún si el órgano social no produjera sucios, el arte siempre los representaría, pues los que conocen la mugre inherente a la condición humana son aquellos que han logrado probar la experiencia del fondo. Extraños personajes cuyas salpicaduras ayudan a mantener la pulcritud de los demás.

Porque conoce el secreto pacto de los contrarios, Vernazza no propone una visión exclusiva de seres y sitios que permanecen prolijos e incontaminados. También reserva un amplio espacio a la escoria.

El noble no desdeña

Al príncipe Salina (el Gatopardo) le repugna verse obligado a cenar con burgueses arribistas, llenos de dinero mal habido. Sin embargo, con verdadero placer sienta a su mesa al organillero de su feudo. Especialmente, porque éste viene a cenar en compañía de su perra, Teresina.

Bendicó, el perro del propio Salina, acompaña a su Excelencia hasta una intimidad que no autoriza a ningún humano, cualquiera sea su extracción social y hasta familiar:

-Mira, Bendicó, tú eres un poco como las estrellas, felizmente incapaz de producir angustia.

Como a solitarios príncipes, Vernazza pinta a sus linyeras sólo en compañía de bestias, perros y caballos, unidos por miseria e ignorancia de jerarquías. A diferencia del hombre medio, encerrado en una superioridad agobiante, vagabundo y noble no se sienten separados por un abismo de limpieza de los demás seres vivientes.

Los que no pueden perder

La mugre es lo contrario de formalismo, rigidez, convención tomada en serio. Lo sucio alivia tensiones y estimula lo risueño. Junto a los haraposos de Vernazza se despliegan sus bufones, anverso de reyes.

Sus payasos hacen malabarismos, ofrecen flores al vacío o miran un punto exterior al cuadro en compañía de enanos y pequeños monstruos. Esos bufones representan lo inerme, la inversión de quien detenta autoridad. El payaso es último. Quien tiene poder, es primero.

Pero la posición del bufón no va sin compensaciones. A diferencia del que imparte órdenes, distribuye premios y castigos, otorga o niega favores, lo que el bufón tiene es sólo para dar: risa, imaginación, juego. Para perder, no cuenta con nada. El inalienable tesoro del carenciado es otra cara de la experiencia humana, que oficialidad y triunfalismo se esfuerzan por olvidar.

Más allá de su apariencia cómica, la mirada y estructuración corporal de los payasos de Vernazza transparentan una conciencia machucada. La risa que suscitan, queriéndolo o no, es la de un público satisfecho de sí e incapaz de asumir su propia grosería. Es más fácil reírse de la ridiculez de un marginal, de la fealdad de un monstruo que de las pequeñeces interiores, tapadas bajo título oficial y traje elegante. Sólo que al título y al traje hay que mantenerlos, a veces, a cualquier precio. En cambio, el bufón tiene una soberanía que no puede arrancarse: la que viene de estar en facha y fuera de toda categoría social. Para el simple, el don de mando es nada. Nunca se enredará en su propia soberbia ni se complacerá en triunfos mundanos. No están en su naturaleza. De ese modo, aún cuando se lo haga objeto de mofa y desdén, es imposible quitársele nada.

Otro modo de vida

El simple, ridiculizado o despreciado es, sobre todo, signo que habla de quien lo juzga y de los límites de tal juez. El aire torpe e inerme de los bufones, su mirada perpleja solicita un orden nuevo, capaz de abarcar, comprender y alcanzar así una dimensión más alta.

Al lado del payaso y vestido como él, suele aparecer un enano, genio del suelo. Como anormal, se lo considera con una sonrisa. Como alienado, revela otro modo de vida. Su pequeña talla le permite deslizarse en todas partes y conocer secretos. Vernazza lo pinta con ojos redondos: es clarividente.

Visto desde la normalidad, el enano se considera un error de la naturaleza y, por lo tanto, alguien completamente exterior a la identidad satisfactoria de los "normales". Sin embargo, ese pequeño también tiene mercedes. Casi no necesita de cuerpo para servir a su alma. Por eso, es símbolo de la habilidad artística y del conocimiento de tesoros escondidos. Su anomalía es resultado de una compensación. Así como la cualidad excelente suele ser sublimación de una deficiencia original, el destino anormal es signo de ciertas dotes. Los anormales en general son sortílegos: capaces de leer la suerte, de atravesar el tiempo. Son también particularmente aptos para desviar influencias malignas. Extranjeros en este mundo, no pertenecen a ninguna categoría, y entrevén el reverso de todas. Probablemente por eso, Vernazza les atribuye una mirada que desborda el espacio del cuadro.

La prueba del desamor

Eduardo Vernazza era lector de Thomas Mann. Es posible que su tarea artística, a veces, quedase impregnada de lecturas. En su juventud, Mann escribe la historia del Pequeño señor Friedemann, un deforme que no se percata de las muecas y lástimas que suscita. Está demasiado embriagado por olores de estaciones, colores forestales, sonido de música. Cuando los demás ríen a su paso, cree que celebran, como él, la maravilla de la vida. Sólo que un día encuentra su fealdad reflejada en la mirada de una mujer hermosa. Entonces muere.

Vernazza era, sobre todo, gran lector de Oscar Wilde. En El cumpleaños de la infanta, Wilde habla de un enano niño, radiante de juegos, piruetas y carcajadas. Durante mucho tiempo permanece en una feliz enajenación de lo humano. Hasta el momento en que se da contra un espejo. Es como chocarse con la intención de los que, supuestamente, lo amaban.

Vernazza recordaba bien la Gelsomina de Fellini, convencida, en su fragilidad grotesca, de que basta ser para ser querido. Hasta que Gelsomina muere porque no logra el amor.

Si miramos los bufones del pintor desde la perspectiva de estos narradores y cineastas que lo acompañaron mientras elaboraba su arte, es posible discernir un matiz nuevo. Sus payasos y enanos tienen caras alegres y asombradas. Pero esa alegría no desconoce la ambigüedad. Probablemente ya saben que nadie se ríe con ellos; que, fuera de la diversión, nadie los acompaña. Resisten la mortal prueba del desamor y, a pesar de todo, se asoman al mundo.

 

Seres visibles e invisibles

Cada actor, cada actriz y, sobre todo, cada bailarina, en la pintura de Vernazza se muta en ser sobrenatural, portador de encantamiento. Encantamiento, magia, se definen como arte de controlar la naturaleza, entendida en cuanto conjunto de seres visibles e invisibles. En los Ritmos de Vernazza el centro temático es el hechizo puro, desplegado en un lugar que está y no está, en un tiempo que responde al instante o a la eternidad. Un ser con cara de gnomo o yelmo de paladín, discute con otro, cuya faz corresponde a perro o máscara. Se encuentran rodeados por figuras incontables e irreconocibles.

Estamos ante una imagen concentrada del mundo, que incluye la representación y actualización de poderes sobrenaturales. Lo que se pinta es un poblado de formas ondulantes y circulares, innumerable incorporación de poderes mágicos. Lo que se muestra es un centro ritual, un umbral de pasaje atravesado por trazos geométricos que se trasuntan en presencias incorpóreas. Los Ritmos apuntan un sentimiento de pasmo frente a poderes y energías que se identifican como

enigmáticos y cuyos motivos pasionales permanecen emboscados. Nada marca fin ni propósito a estas escenas.

Imperio del artista sobre los seres corpóreos, adquirido por observación, experiencia e imaginación. Invención o sortilegio del artista, plantado como sujeto que percibe el espectáculo teatral o vital desde un espacio paralelo. Desde ese sitial paradójico (más allá de la apariencia) puede metamorfosear el mundo en interioridad que luego simboliza según otras leyes. Así, Vernazza tiene el brío de sobreponerse a la escena tangible y, partiendo de allí, invocar genios, princesas, espíritus simples o en estado de tránsito. Los personajes de sus Ritmos son actores mutantes, seres feéricos y dóciles a invocación o conjuro.

Seres no humanos que saben y discurren

El pintor entra en su mundo como mago que sabe de posibles e imposibles. Conoce las leyes de la naturaleza y cómo suspenderlas. El Diccionario Enciclopédico sostiene que: No se ha demostrado que no haya seres no humanos, que saben y discurren, y con quienes algunos hombres, de mayor perspicacia y sentido que el vulgo, puedan comunicarse. Si hay tales seres, quien logra ponerse en relación con ellos obra prodigios y puede pasar por mago en nuestros días. Hay aptitudes y habilidades, nativas en algunos, pulidas con singulares esfuerzos por otros, mediante las cuales se obtienen resultados que las ciencias de observación y experiencia no han producido aún.

Por virtud de un fluido de colores, ritmos, formas, sobre las que no se puede discutir, estudiar, razonar, Eduardo Vernazza sugiere ideas, ensoñaciones y propósitos por otros medios que los intelectuales. El pintor, como si fuera un miembro evadido de alguna arcaica cultura no occidental, penetra más hondamente en la naturaleza íntima de las cosas. Las roza en su profunda identidad y no sólo en los accidentes que afectan superficialmente los sentidos. Por una muda introversión en sí, a través de un estudio no analítico de su ser, entrevé sucesos exteriores a la línea pasado-presente-futuro, hace hablar a amigos improbables y ausentes y despliega un poderío por cima de los sabios no ocultos, de universidades y academias. Los seres que pinta Vernazza en sus Ritmos son de quita y pon, fluidos, uno después de otro y, al mismo tiempo, uno dentro de otro.

Este no es un arte que busque completud. La pintura de Vernazza sugiere que el presente no puede completarse porque nadie está completamente presente . Cada Ritmo muestra una sección de tiempo donde gesto y movimiento se vierten resaltando y ennobleciendo un vacío que no se colma.

El artista practica una magia hermética, una distorsión temporal de perspectiva que recuerda a ciertas experiencias vitales suspendidas de la normalidad. Más gratuitamente los matices y movimientos advienen, más fulgurante resulta su morada en el cuadro.

Puede ser que los Ritmos no designen espectáculos vistos. Tal vez son sueños. Pero muy profundos, pues hay que dormir con singular hundimiento para soñar rituales semejantes. Sin embargo, tienen una ominosa orla de familiaridad. Hay en ellos algo soñado por todos, desde siempre, largo, eterno, una eternidad fugaz que puede haber cumplido rápido mil años para desvanecerse en un segundo.

El espacio anterior a la separación

Julia Kristeva habla de un espacio en que el niño no se percibe como separado de la madre. Todavía no ha experimentado el corte impuesto por palabra y lógica. Aún habita un lenguaje más allá del lenguaje, hecho de sonido, aliteración, caricia, movilidad, ritmo. No conoce la estabilidad que los nombres afianzan. Alrededor de cada signo circula una pluralidad de connotaciones, se ofrece la posibilidad de imaginar un no sentido o el verdadero sentido de las imágenes que interiorizamos originariamente. Ese espacio rítmico es, según Kristeva, el propiamente semiótico. Lo semiótico es, entonces, palpitación, estremecimiento, gestualidad, bisbiseo que antecede o atraviesa la palabra. Desde ahí, Vernazza hace emerger su arte.

La pintura del perdón

Su pintura de desarrapados y ridículos, de marginales y nadie, es también pintura de perdón. A través de composición, matices y luz surge un ideal acogedor y benévolo, capaz de hacerse cargo de humillaciones, culpas difusas, hostilidades más o menos violentas. ¿Cuando pinta el dolor, la belleza se vincula con el duelo? ¿O bien podemos pensar que el significado bello es el que vuelve incansablemente, tras las destrucciones, para testimoniar que existe una regeneración después de nuestras muertes sucesivas, que la inmortalidad es posible? El poeta Shelley sostiene que la belleza es alegría para siempre. Y aún médicos, como Freud admiten que, si hay algún atisbo de comprensión en lo que experimentamos o pensamos, los artistas lo comprendieron primero.

 

Eduardo Vernazza  (1910/1991)

Algunos premios

Gana dos veces el Primer Premio Medalla de Oro del Salón Nacional de Bellas Artes, Primer Premio de Pintura del 38 Salón Nacional de Artes Plásticas y Visuales, Gran Premio de Pintura del 40 Salón Nacional de Artes Plásticas y Visuales, Premio Salón Paulista, San Pablo, Brasil, Premio Maestros de la Pintura Uruguaya, Salón Nacional de Bellas Artes.

Algunas exposiciones internacionales

Salón de Otoño, Petit Palais, París. Primera Bienal Internacional de Grabado de Tokio, Japón. Primer Certamen Latinoamericano de Xilografía, Buenos Aires. Galería Velázquez, Buenos Aires. Galería INSEL, Nueva York (45 obras). Museo Cayuga, Nueva York. Galería Guido, Tel Aviv, Israel. Gallería Nord, Tormo. Italia. Galería Carmona, Buenos Aires. Latinamerican Gallery, Washigton, USA. Feria

Internacional de las Naciones, Atlantic City, Nueva Jersey, USA. Teatro Ca Fosean, Venecia, Italia. Galería Latinoamericana, San Pablo, Brasil. Salón Paulista, San Pablo, Brasil.

Poseen obras suyas

Museo Nacional de Artes Plásticas, Museo Municipal Juan Manuel Blanes, Colecciones privadas de Canadá, Estados Unidos, Argentina, Israel, Paraguay, Alemania, Francia y Holanda. Teatro Stabile di Torino, Italia; New York Repertory Theater; Ca Foscari de Venecia; Museo de Ballet Chileno Uthoff, Ballet de Catherine Duhan, Estados Unidos, Ballet de Montecarlo, Asociación de Artistas Universales, Estados Unidos. Colección privada Vivian Leigh, Bristol Oíd Vic, Colección privada Vittorio Gassman, Colección privada Marcel Marceau, Sus obras están reproducidas en Ediciones Sipario, Italia, Enciclopedia Labor, Barcelona, etc.

Referencias

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Bajtin, M. Esthétique et théorie du román. París: Gallimard, 1975.

Basso, E. Fragmentos de su Tesis Doctoral Federico García Lorca: "El público " y las vanguardias. Inédito.

Biblia de Jerusalén. Bilbao: Desclée de Brouer, 1967.

Biedermann, H. Diccionario de símbolos. Buenos Aires: Paidós, 1993.

Borges, J.L Historia universal de la infamia. Obras Completas. Buenos Aires: Emecé, 1994, Vol I.

Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano Barcelona - Nueva York: The colonial press, s.d.

Moliner, M. Diccionario del uso del español, Madrid: Gredos, 1986, Vol. II

Cirlot, J.E. Diccionario de símbolos. Barcelona: Labor, 1997.

Corbin, Alain Le miasme et la jonquille. París: Aubier Montaigne, 1982

Chevalier, J. y A. Gheerbrant Diccionario de los símbolos. Barcelona: Herder, 1987.

Farguson, B. Mano y cerebro en la ciencia antigua. Madrid: Ayu-so, 1974

Fellini, F. La strada. Italia. Prod. Diño de Laurentis. Con Giulietta Massina, Anthony Quinn, 1954.

Fink, E. Le jeu comme symbole du monde. París: Les éditions de minuit, 1966.

Foucault, M. Surveiller et punir. París: Gallimard, 1978.

Frazer, J. La rama dorada. Magia y religión. México: Fondo de cultura económica, 1986.

Fontana, D. El lenguaje secreto de los símbolos. Barcelona: Círculo de lectores, 1993.

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Lampedusa, T. II gattopardo. Milano: Feltrinelli, 1955.

Mann, Th. Little herr Friedemann. Stories of three decades. New York: Alfred A. Knopf, 1936.

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Rilke, R.M. Sonnets á Orphée. París: Aubier, 1962.

Shelley, P.B. Poetical works. London: Oxford university press, 1967.

Wilde, O. El cumpleaños de la infanta. Obras completas. Madrid: Aguilar, 1961.
te, tras las destrucciones, para testimoniar que existe una regeneración después de nuestras muertes sucesivas, que la inmortalidad es posible? El poeta Shelley sostiene que la belleza es alegría para siempre. Y aun médicos como Freud admiten que, si hay algún atisbo de comprensión en lo que experimentamos o pensamos, los artistas lo comprendieron primero.

 

Hilia Moreira
hiliamoreira5@gmail.com

 

Artículo publicado, originalmente, en papel en la revista "Relaciones" Nº 163 diciembre 1997

 

Escaneado e incorporado a Letras Uruguay, por su editor, el día 21 de mayo de 2015.

 

 

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