Infarto silente
( Incesto)

Cuento de Hilia Moreira

Ahora Falconari lleva una vida solitaria. El proyecto de la novela está casi abandonado. A veces piensa que va a escribirla, pero como algo vago en lo que ni el mismo cree. Cuando los amigos le preguntan acerca de ella (y a menudo siente que lo hacen con sorna), contesta vaguedades. Hace tiempo que no lo invitan a un shabat laico, a una embajada, a un salón, solo para sentarse alrededor de él y escuchar un nuevo episodio. Probablemente algunos se rían y la mayoría ya se haya olvidado.

Falconari piensa a menudo en su muerte. No cree en nada. No piensa en nada. Un vago temor. Un vago deseo. No le alegra abrir los ojos y entrever que está aclarando. Pero entonces, y también en otras ocasiones, con frecuencia, piensa en Lieta. No, Lieta no es el recuerdo, de la niña casi formada. Lieta es definitivamente Lieta. No Basilisca ni ningún otro nombre que no sea el de la alegría. Lieta. Gioia. Bliss. kleiner Blitz (pequeño relámpago), pequeño relámpago de Bliss, de Gioia, de Lieta. Pequeño relámpago de alegría. A veces, en la misma madrugada, o mientras lee en su estudio o, como ahora, que viaja a Camelot en su dragón de plata. Falconari tiene la impresión de verla, con precisión, como si estuviera viéndola ahora. Su pequeño rostro es extraño. La frente enorme de los Falconari con un piquito de cabello en el centro como si formara un corazón, los ojos que no son ni zafiro ni esmeralda. Sus ojos. Sus ojos. Los ojos del atlántico cuando entra en el delta. Los ojos turquesas de los Falconari. Y luego, apenas queda sitio para la nariz diminuta, los labios, el mentón en punta que termina de formar el corazón. Ella es él pero terminada como una niña. Ella es su amiga, su compañera, su cómplice. Una sonrisa de condescendencia tierna le hace pensar en su hijo Ruí. Él si existe. Con su deliciosa estupidez, con su admiración que le agradece mucho y que no le da nada. Lieta no diría nunca (después de mirar el borrador de su novela con una inevitable distracción):

-Vos sos más grande que Homero,  viejo.

Lieta pasaría una semana entera leyendo el borrador de Naufragios. Luego dirían algo, cualquier mentira a Basilisca, y se irían a la Punta Virgilio. El borrador estaría todo anotado. Habría interrogaciones de colores. Subrayados, punteados. Lieta no habría dejado de anotar una sola frase:

- ¿Papá, primero lo que es malo o lo que es bueno?

- Primero lo malo.

-Pero papá ¡escribiste enriedo: se dice enredo. En –rrrrrrrrrr-edo.  Ah, y otra cosa. Cuando tienes el orgasmo silente, mirando la nuca de Susana “cuyos poros son absurdamente penetrables” dices que a la nuca están pegados unos cuantos pelos rubios. Pelos “es muy ordinario. Sugiere pelos púbicos. Tienes que poner: “cabellos”.

Ahora si vamos a hablar de lo bueno: lo que concierne a la muerte del abuelo Fernando me parece estupendo. Te tiro algunas sugerencias:

Empieza con capítulos cortos porque todavía el abuelo Fernando está respirando normal. Luego los vas alargando porque ya entra en agonía pero serenamente. Piensa que eres tú quien quiere comerse el hígado.  No él. En cada capítulo pones el lenguaje ordinario del tarado de Ruí: “Vos, que vejiga”, luego agregas un verso de Basilisca, uno que no sea demasiado horroroso. Y, después una oración paradójica que la digo yo, por supuesto.  Y vas intercalando rítmicamente, el poema sobre el naufragio. Como anáfora al principio de cada capítulo o como epístrofe al final. En fin, como un leit motiv. Acuerdate, por ejemplo, de la película High Noon (A la hora señalada, con la que se ganó su segundo Oscar Gary Cooper). En ese filme, hay tramos de acción, cada vez más breves, separados por la imagen de un reloj que se va acercando a la hora señalada: las 12 del día. Y tú, después que hablamos Ruí, la Basilisca y yo, describes un naufragio. Cada capítulo debe ser más largo porque la respiración del abuelo Fernando se va dilatando a medida que se aproxima la muerte. Y cuando Fernando ya se ha ido de este mundo, tú, en vez de llorar, te colmas de alegría porque es el 2 de noviembre, el día de los muertos, el día q nací yo.

Pasarían allí una hora, quizás dos (no más por temor a Basilisca; porque Lieta por Basilisca solo tiene desprecio).

 Lieta está siempre al lado de él. Casi peligrosamente. Quisiera querer a sus dos hijos igual. Quisiera que Lieta no fuese así. Y sin embargo, claro que la quiere exactamente como es. Recuerda siempre, cuando Lieta tenía unos siete años y Ruí cinco. Una vez robó su cuaderno. Lieta era tan leve, tan frágil, pronto trepó por el cortinado de pesado terciopelo y se instaló en el hueco que forma la caja de persianas y el cielo raso. (Era tan chiquita entonces). Entre las manos tenía el cuaderno de Ruí. El niño, que a pesar de su edad era macizo, no podía llegar hasta ella. Pateaba, gritaba, la insultaba. Lieta le mostraba el cuaderno desde lo alto. Falconari trató de intervenir pero la fascinación que su hija ejercía sobre él, hacía que sus intervenciones fuesen siempre débiles. Por otra parte tenía una convicción que le provocaba a la vez temor y orgullo. Lieta jamás haría lo que él dijera a menos que coincidiese con lo que ella quería. Falconari avanzó con cierto recato:

 -¿Lieta, qué haces? Devuelve el cuaderno a tu hermano!.

Ruí pateaba las paredes mientras la insultaba cada vez con más grosería. Lieta, de súbito, lentamente, empezó a romper el cuaderno y a dejar caer las hojas destrozadas. El niño estaba desesperado.

-¡Guacha de mierda! ¡Te voy a reventar el culo!

Se había precipitado sobre las cortinas sacudiéndolas. Inmediatamente Falconari se lanzó sobre el niño y lo tomó de la mano.

-Ruí, esa no es la manera de tratar a tu hermanita.

-Haz el favor de salir del cuarto.

-Pero papáaaaaaaaaaa, destrozó el único cuaderno que tengo.

 Falconari cerró la puerta y miró como Lieta bajaba tranquilamente de la ventana. La atrajo hacia sí y le dijo seriamente:

-¿Por qué le haces eso a tu hermano? Sabes que no está bien. No he sido justo con él.

Lieta lo mira. Sus enormes ojos verde-azules parecen un reflejo de los ojos de Falconari:

-Porque sólo quiero que me quieras a mí.

Falconari almuerza con Falconiza y con Ruí.

-Para ti Ruí, un pedazo de carne tierna, recién cortada del ternero y una hoja de lechuga, perdona que esté un poco marchita. Y un pedazo de tomate, perdona que esté un poco machucado. Para ti Pa-pi-to, lo que prefieres. La médula misma de la ternera que seguramente mataron esta madrugada. Y el cuero tierno pegado a ella. Y el hueso, todavía con un poco de sangre. Y todo este caldo, todo este jugo con el sabor fresco de la muerte reciente.

Suena el teléfono. Falconiza atiende, ya completamente transformada en Basilisca.

-¿Una entrevista? Bueno, pero sería a mi sola. Pedro no está escribiendo. Si si, si quiere le adelanto algún texto:“Cómo barro el polvo de los huesos y la temblorosa médula, que ya se va volviendo dura. Rígida es la muerte del polvo cotidiano. Rígida es la ceniza bajo mis zapatos mientras hago el puchero de cada de día.

Pedro siente a Lieta, que está sentada junto a él. Ve las pestañas largas, las suyas. Y la pequeña nariz que transforma su propio rostro, de Falconari, en la carita de una niña. El cuerpo empieza a mecerse suavemente mientras tararea algo. La mano, la delicada mano de la niña pero con los dedos largos de los Falconari, toma un tenedor. Primero lo sostiene, apenas, sobre la mesa. Luego lo va transformando en pico. En daga. En cuchillo. Sus ojos están clavados en los de Basilisca. De ahí bajan a sus dedos. A esos dedos un poco gordos, acostumbrados a revolver la sangre de la comida de cada día. La sangre que comen los cuatro, de una de las cien terneras asesinadas en la madrugada. Basilisca ha visto la mirada de Lieta. Corta el teléfono. Lieta se va enderezando de manera amenazadora. El tenedor está hacia abajo. Mientras tararea:

-No te metas con el Pedro/ con el Pedro no te metas/ la Lieta tiene un tenedor…

Falconari cubre, con su mano, la mano de su hija:

-Calma.

Falconari y Falconiza reposan juntos. Falconiza la esposa de cada noche. Basilisca, la gran gusana con cabeza de gallina. La serpiente. Falconari está agotado. ¿Qué queda de mañana? Ir a dar clases. Comer. Ir a dar clases. Es sábado, quizás una conferencia. Quizás mucho whisky. Mañana tampoco habrá novela. Ya no hay novela. Falconiza está a su lado, con la respiración pesada. Ya un poco sórdida y con ese fondo de niña. Ella sí que escribe. She does write.

Falconari la mira. Su error. Su maldición. Quizás la quiere. Siempre se siente culpable. Sabe que Falconiza/Basilisca es como una niña. Que no supo educarla. Que no pudo dejarla. Que acaso, si se hubieran divorciado, ella escribiera otras cosas. O nada. Pero que sería una mujer y no ese llanto. Falconari se siente culpable de odiarla. Sus ojos vagan en la oscuridad. De pronto, siente un sonido ligerísimo, pero que entiende enseguida. No son dos voces que hablan. Solo sonido. De cuerdas vocales. De ropa. Falconiza, claro, no oye nada. Antes de saber qué hacer, Falconari está de pie. Descalzo, camina seguro en medio de la oscuridad. Va hacia la puerta de entrada. La abre con violencia, y allí están. El chico escapa enseguida. Lieta ni siquiera lo mira. Estudiadamente, recoge sus zapatos, alisa su falda y cuando atraviesa el umbral, muy cerca de él, él le cruza la cara. El golpe es tan violento que la hace trastabillar, pero Lieta finge con insolencia que es ella misma que trastabilla y que lo hace exprofeso. Se detiene para calzarse bien los zapatos, se arregla el pelo de espaldas a él, se dirige a su cuarto con los pasos de siempre, y el mentón bien alto.

Falconari regresa al dormitorio. Por supuesto que Falconiza duerme. Falconari no entiendo lo que ha hecho. Durante veinte años ha logrado nunca perder la paciencia delante de Lieta. Nunca ha sentido rabia contra Lieta. Siente que se ha deshonrado. Piensa en sus ojos, que tienen algo de una perra de manada. Una perra gregaria que sigue al macho jefe pero lo sabe impenetrable. ¿Qué va a pasar ahora? ¿Qué va a pasar con su hija, su amiga, su cómplice? ¿Qué va a pasar con su novela? Se levanta más temprano que Falconiza. La casa está en silencio completo. Le pasa por la mente la idea de golpear  la puerta de Lieta. Pero el terror se lo impide.  Toma café y se va. Las clases lo dejan agotado. Cuando regresa contesta cualquier excusa. Había olvidado corregir exámenes. Había olvidado una entrevista con la poeta Esther de Cáceres. No da más explicaciones. Sus ojos se mueven inquietos. Espera verla aparecer en cualquier momento. Pero tiene la certeza de que no está en la casa. Una pequeña molestia en el pecho lo estremece. Se lo acaricia con la mano derecha. Como todos los mediodías, se sientan a recibir su ración de puchero. Falconari pregunta en tono distraído:

-¿Y Lieta?

Falconiza contesta:

-Se fue el fin de semana a estudiar con una amiga.

Ni siquiera dejó el teléfono.

-Yo no sé. Si no ponés un poco de orden en la vida de esta chica, Pa-pi-to, hace lo que quiere.

Falconari apenas mira a Ruí. Cuando se levanta de la mesa, le pasa la mano por la cabeza con cierta culpa. Se va a su estudio. Trata de sacar la novela. Enorme. Desordenada. Que lo angustia. Que lo aburre. Que odia. Ahora sí que no va a escribirla. Un sentimiento de soledad total. No puede imaginarse cómo va a seguir. Falconiza. Las clases. Los días. Pobre Ruí. Tanta ternura que le tiene y tan poco significa para él. No sabe cómo pasa el tiempo. No duerme esa noche. Pero, como a las seis de la mañana, percibe un levísimo sonido. Unos pasos, una puerta. Son las ocho. Toman el café. Falconiza le dice con tono indignado.

-Pa-pi-to, parece que tu hija se dignó a volver. Podrías preguntarle qué hizo todo este tiempo.

Falconari no dice nada. Está envuelto por la felicidad. Por un especie de estado de gracia. Se va a su estudio. Saca la novela. Trata de escribir. Repite letras. ¿Por qué no? Como en el Finnegans Wake de James Joyce. O como nadie. No importa, solo quiere la música. Quizás haya un camino. Quizás si se pueda. La puerta se abre furtivamente. Los pasos que se acercan son de pies desnudos. No levanta los ojos. No se vuelve. Siente los labios húmedos que se pegan a su oído:

-¿Papá, por qué te enojas? Tú eres realista. Sabes lo que es ser joven. ¿Además, qué te molesta? Si tú estás seguro. Eres el único.

Los labios salen de adentro del oído y se deslizan por la mejilla de Falconari. Lentamente. Húmedamente, dejando un delicioso rastro hasta los labios de él. El dolor en el pecho se hace insoportable.

 Infarto silente. 

 

Cuento de Hilia Moreira

 

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