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Antes del asco - excremento, entre naturaleza y cultura
Hilia Moreira
hiliamoreira5@gmail.com

ISBN 9974-32-198-0

 

"Hace un tiempo un amigo sufrió una operación tras la cual debió reaprender hábitos digestivos. El coraje con que abordó tal aprendizaje y la devoción de su compañera me hicieron pensar en el excremento como signo de amor.

Un proceso tan natural como la digestión produce las heces que, una vez excretadas, acogen los más diversos significados culturales. Ese es el centro de esta investigación.

Mis estudiantes de semiótica se interesan: es vital dar sentido a lo considerado inmundo; el conocimiento de diversas culturas relativiza la idea de suciedad: arte y religión resignifican lo abyecto; pensar en lo cotidiano soterrado devela lo inaudito. Así, Emiliano Vargas y Gonzalo López arman una performance. En medio del aula, una mesa tendida. En el centro, una tapa de water. Se exponen algunas funciones de las heces: remedio, combustible, signo fraterno en ciertas sociedades. Mientras, circulan vasos herméticos con excremento equino, canino y humano. Cuando la exposición termina, Vargas y López levantan la tapa del water y hunden brazos hasta el codo. Los sacan untados de materia marrón que ofrecen a los demás. Varios sienten hasta hedor. Pero alguien se atreve a probar: es chocolate. Terminamos comiendo en torno al inodoro. La convención pierde dureza.

Analia Charbonnier y Paola Piani elaboran bolsas de modo que parezcan intestinos. Las llenan de pintura marrón, colgándolas en medio del aula. Vestidas de blanco intachable, ponen una tela nívea bajo esas imágenes de tripa. Señalan simbolismos: excremento como forma de amor materno anterior al asco, potencial de creatividad.

De pie sobre el paño, Analía y Paola cortan las bolsas, bañándose en sustancia marrón. En la tela se forma un charco donde se tienden. Lo puro no está en lo limpio, sino en aceptar mancharse para cuidar y dar sentido. Relativizar normas y convenciones ayuda a mejor observar y experimentar, aumentando así la aptitud de inventar, intuir, amar."

HILIA MOREIRA hizo su Doctorado en Semiótica en la Universidad de París con la semióloga y psicoanalista Julia Kristeva. Enseña en las carreras de Comunicación de la Universidad de la República, Universidad Católica y ORT de Uruguay. Publica artículos en Uruguay, México. Estados Unidos, España, Italia y Francia. Ha hecho asesorías en semiótica para instituciones como la Comisión Económica para América Latina y el Caribe y el Instituto Nacional del Menor. También ha asesorado a firmas como Varig y Punto. Es autora de Mujer, deseo y comunicación. Imágenes de la mujer en la literatura y el cine (Linardi y Risso, 1992 y Arca, 1995) y Cuerpo de mujer. Reflexión sobre lo vergonzante (Trilce, 1992). Este libro es el primero de una serie sobre los temas de caricia y cuidado.

Antes del asco

excremento, entre naturaleza y cultura

Ilustración de carátula:

Georgia O'Keeffe, Sunflower for Maggie (Sunflower, New Mexico I), 1935.

© 1998, Ediciones Trilce Casilla de Correos 12 203 11 300 Montevideo, Uruguay

Durazno 1888, Montevideo, Uruguay, tel. y fax: (5982) 2402 77 22 y 2402 76 62 email: trilce@adinet.com.uy catálogo: http://www.uyweb.com.uy/trilce

 

Se terminó de imprimir en el mes de noviembre de 1998 en Pettirossi srl., Adolfo Lapuente 2289, Montevideo, Uruguay. Depósito Legal N° 310 874. Comisión del Papel. Edición amparada al Decreto 218/96.

ISBN 9974-32-198-0

Contenido

1. La semiótica como caleidoscopio.........................................................................................................................................9

2. El camino de lo inmundo...................................................................................................................................................11

3. Excremento: de la naturaleza a la cultura............................................................................................................................18

4. Excremento como castigo.................................................................................................................................................27

5. El primer hombre que usó un inodoro...................................................................................................................................35

6. El circuito de la burla.......................................................................................................................................................44

7. Lo que no mata, fortalece................................................................................................................................................54

8. Sensualidad fecal............................................................................................................................................................58

9. Excremento como promesa...............................................................................................................................................65

10. De la santidad a los intereses..........................................................................................................................................72

11. La verdadera inmundicia.................................................................................................................................................77

12. El verdadero oro...........................................................................................................................................................86

13. Volver del excremento...................................................................................................................................................93

14. Mitos del excremento...................................................................................................................................................101

15. Abarcar la totalidad.................................................................................................................................................... 109

16. Contra la limpieza........................................................................................................................................................112

17. La capacidad de amar..................................................................................................................................................118

18. El reposo del alma........................................................................................................................................................137

19. Excremento, espacio materno........................................................................................................................................144

20. Pentimento.................................................................................................................................................................157

Obras consultadas............................................................................................................................................................163

Agradecimientos

Mis agradecimientos a: Adrián Gímate Welsh y María Rojo (Universidad de Guadalajara, México) por organizar uno de los dos congresos se Semiótica más interesantes que recuerde; al pintor zapoteca Nicéforo Urbieta, por darme una vislumbre de su deslumbrante cultura; al músico Eufrasio Prates (Universidad de Brasilia) por dejar algo de su magia junto con sus cálidos comentarios a propósito de este libro; a Dirk y Marie-Louise Siefkes (Universidad de Berlín) por leerlo y discutirlo con interés y afecto ¡en español!; a Rafael del Villar (Universidad de Santiago, Chile) por brindarme generosamente su tiempo, inspiración y talento; a Norval Baitello Júnior (Centro Interdisciplinar de Pesquisas en Semiótica, Sáo Paulo) por apoyarme con entusiasmo y hacer aportes decisivos; a Antonio Fausto Neto (Universidade de Vale dos Sinos), José Gatti (Universidad de Florianópolis), Milton Pinto (Universidad de Río de Janeiro) y Antonio Albino Canelas (Universidad de Salvador, Bahía) por su interés en mi trabajo; a Eduardo Peñuela Cañizal (Universidad de Sáo Paulo) por introducirme a la obra de Raimondo Lullio; a la semióloga y bailarina Gabriela Imparato (Universidad de Sáo Paulo) por su luminosa reflexión y experiencia artística centradas en la corporalidad; a Marga van Mechelen (Universidad de Amsterdam), Ernestine Daubner (Me Gilí University, Canadá) y Nathalie Roelens (Universidad de Amberes, Bélgica) por el intercambio de ideas y ponencias sobre temas afines; a Dorothée Bauerle Willert (Universidad de Talin, Estonia) por enviarme interesantísimos materiales; a mi querida amiga Johanna Van Haastrecht (Universidad de Gróningen, Holanda) por facilitarme curiosos datos sobre ciudades europeas; a mi fraternal amiga Eleonora Basso (profesora de Literatura Española, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación) por préstamos, lecturas, discusiones, inspiración; a mi mágica amiga Louise von Bergen (profesora de Literaturas Nórdicas, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación) por traducir para mí fragmentos de las Eddas y enseñarme el maravilloso mundo de trolls, Odín y Vainamoinen; a mi generoso amigo Joan van den Berghe (Facultades de Comunicación, Universidad ORT y Universidad de la República) por sus estimulantes palabras sobre este libro y los préstamos y búsquedas inacabables en su espléndida biblioteca de arte; a mi ex profesor y actual amigo Juan Introini (Director del Departamento de Filología Clásica, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación) por mañanas dedicadas a traducir del latín y griego autores clásicos, comentarlos y buscar términos en diccionarios especializados; al latinista Renart, por excavar en más diccionarios; a Hassan Mamari, (profesor de Literaturas Arabes, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación) por sus enseñanzas sobre Al Corán y sus diversos ámbitos culturales; al psicoanalista Leopoldo Müller, por todo el tiempo consagrado a traducir para mí fragmentos del hebreo del Pentateuco y de los Libros de los Profetas e interpretarlos desde el marco de su profesión; a Oscar Ingver, por permitirme el acceso a su rica biblioteca judaica; a la psiquiatra Lilián Alonso y al psicólogo Jorge La Roca por aportarme valiosos datos clínicos; a la psicóloga Elisa Dieste, por compartir conmigo su original investigación sobre Juan de la Cruz; al veterinario Daniel Berreta por procurarme conocimientos profesionales sobre los animales en nuestra sociedad; al biólogo Mario Piaggio (Facultad de Ciencias, Universidad de la República) y al químico Iris Sclavo por valiosos datos sobre sus especialidades; a la fonoaudióloga Adriana de Lucca, por sus charlas llenas de humor acerca del funcionamiento del aparato fonador; al jesuíta y comunicador Julio Boffano por compartir conmigo sus vivencias con comunidades quechuas; a mi amigo de adolescencia Enrique Raimondi, director del Cine Club de Maldonado, por su infatigable búsqueda de precisiones cinematográficas y literarias; a mis viejos amigos la psicóloga Mariela Michel y al doctor en semiótica Fernando Andacht por su apoyo y permanente diálogo electrónico; a mi colega Richard Danta (Universidad Católica del Uruguay, Universidad ORT) por leer, discutir y brindar ideas para este libro; a mis estudiantes de Comunicación (Universidad de la República, Universidad Católica del Uruguay, Universidad ORT), especialmente a Roxana Castiglioni, Jorge Tamponi, Analía Charbonier, Paola Piani, Gonzalo López, Emiliano Vargas, con una estrellita para Leonardo La Rovina y Alfredo Tato, por lo estimulante que resulta tener un ámbito donde compartir conocimientos; a mi entrañable amigo, el doctor en comunicación Cheriff E. Seye (París-Senegal- Bourkina Fasso), porque hace veinte años me enseñó a amar a África; a Eduardo y Daisy; a mi padre, por su comprensión y confianza inquebrantables e inmemorables; a mi madre, porque en horas de mucho sufrimiento, enhorabuena, a cualquier hora, está presente con su comprensión, su inteligencia y una sensibilidad que le es única.

 

A todos aquellos que sufren enfermedades consideradas vergonzantes. A todos aquellos que son humillados y maltratados

a causa de sus cuerpos.

 

1. La semiótica como caleidoscopio

 

Semiótica: ciencia de los signos. Signo: un soporte sensorial, el significante. Éste desencadena una o varias imágenes mentales, el o los significados. La concepción del signo (largamente identificado con la palabra), pertenece por mucho tiempo a la tradición logocéntrica, que pone a lenguaje y razón como instrumentos fundamentales del conocimiento.

El aporte de la semióloga y psicoanalista Julia Kristeva abre el concepto de signo: el soporte sensorial es productividad infinita de significados, no sólo mentales, intelectuales, racionales. También de imágenes pasionales que a veces desbordan los umbrales orgánicos (depresión que me arrasa, ira que perla mi cuerpo de sudor, amor que me saca de mí, éxtasis en el que mi corporalidad me abandona o se vuelve otra, desconocida): lo innombrable. Aquello a lo que no se puede aludir si no es por desvío, figura, ruptura con sintaxis, nominación directa, comunicación coloquial.

 

El significante puede ser caricia, pellizco, amargo, áspero, sopa, terciopelo, fetidez, succión, que se ubican más allá del lenguaje lineal, de la concatenación de causa y efecto, para embargarme. Hasta enajenarme. La semiótica (o, para emplear el término acuñado por Julia Kristeva, el semanálisis), constituye una exploración en volumen sobre el significante como producción y transformación de la significación que se produce en la(s) cultura(s).

 

Semejante concepción del signo trae consigo una nueva noción del discurso semiótico mismo. Este no será necesariamente un discurso conceptual, que avanza desde una hipótesis, busca probarla y desemboca en una nueva suma de datos. Discurso de un homo sapiens, que se va desenvolviendo con trazo coherente, lógico, lejano en relación con su objeto de estudio. El discurso semiótico que surge a partir del pensamiento de Kristeva tendrá algo de ese homo demens, que pone en evidencia lo que en lo humano hay de insensato. O del homo ludens, quien tiene al juego como base de toda actividad. Será un discurso interesado (a veces hasta involucrado) en afectividad e invención.

 

Imagino este discurso semiótico como caleidoscopio. La palabra viene del griego: kalós, bello; eídos, imagen; skopéo, observar. Designa un tubo oscurecido interiormente, que encierra dos o tres espejos inclinados y, en un extremo, dos láminas de vidrio entre las cuales hay varios objetos de figura irregular, cuyas imágenes se multiplican al ir volteando el tubo, a la vez que se mira por el extremo opuesto. Si el ángulo de los espejos es de sesenta grados, se producen cinco imágenes, percibiéndose entonces el objeto seis veces, lo cual le da el aspecto, ya de una rosa cuya forma cambia haciendo girar el tubo, ya de una estrella de seis brazos. Con dos espejos inclinados de cuarenta y cinco grados se tendrá una estrella de ocho brazos. El número de estas formas continúa creciendo a medida que disminuye el ángulo de los espejos, lo cual proviene de que los rayos luminosos sufren de un espejo a otro un número creciente de reflexiones. Así, las imágenes de esos objetos constituyen múltiples y caprichosos dibujos.

La semiótica escoge cualquier objeto considerándolo como significante: no inamovible cosa que se me opone en el mundo, sino fluctuante imagen que impresiona mis sentidos. Lo estudia tratando, en lo posible, de ponerse fuera de la doxa: ese conjunto de normas y valores no escritos y a veces no verbalizados, a través de cuya red una cultura percibe el mundo. La semiótica, en lugar de seguir a ese objeto en un recorrido recto, lo hace girar, reflejándose en los espejos de las diversas culturas y recogiendo los significados rituales, folclóricos, míticos, estéticos, cotidianos, que las mismas depositan en él. Así, algo habitual, que no parece presentar interés alguno, se transforma en una estructura que muestra innumerables facetas, invitaciones inagotables. Simboliza castigo, ultraje, vergüenza; sugiere sensualidad o crueldad; desencadena risa; es condición casi ineludible para arte, heroísmo y santidad; se yergue en prueba de amor sin condiciones. Son tantas las imágenes que libera, tan contrarias o contradictorias, se ubican a niveles tan diferentes (religión, literatura, cine, publicidad, chiste o conversación banal), que de pronto la semiótica nos parece un edificio construido de modo tal que la integridad de los significados de ese objeto puede verse desde ella. Pero esta disciplina no participa de la naturaleza del panóptico. Aunque suela desplegar imágenes recurrentes, acaso lo que más muestra es la ausencia de un significado estable, último, decisivo, total. El discurso semiótico da vueltas y su objeto, visto como significante, describe siempre una nueva figura, opuesta, análoga, complementaria o remota en relación con las ya conocidas.

Elijo, entonces, la metáfora del caleidoscopio porque ella encierra las imágenes de idea, noción, impresión, que se oponen a la dureza irresistible de las cosas percibidas como obstáculos, reglas, modelos definitivos. También porque la acción de observar, que el caleidoscopio supone, es diferente a las de dictamen, veredicto, rígida valoración de seres, objetos, conductas. Observar supone conocer, tomar conciencia, hacerse sensible en relación con algo o alguien.

Pero, sobre todo, me agrada la imagen de kalós, bello. Y la posibilidad semiótica de levantar, dignificar y hasta embellecer cualquier elemento, por neutro, humilde y hasta despreciado que lo considere una cultura.

2. El camino de lo inmundo

Pasaporte para la sociedad

¿Por qué escribir una semiótica del excremento? Enterrado en la doxa, como todo lo considerado inmundo, asquea o hace reír, pero persiste en su ignominia: carece de nombre en el ámbito de nuestra reflexión. El cuerpo como significante o soporte de múltiples simbolismos es un dato universal que atraviesa la urdimbre de las ideas humanas y aun parece desbordar la barrera de las especies. Sin embargo, los significados de ciertas excreciones permanecen, generalmente, como tema implícito, a pesar de su recurrencia biológica.

Desde la semiótica, lo que el cuerpo segrega dibuja un lugar esencial en la perspectiva de la producción de sentido. Y, sin duda, su valor de limpio o sucio es crucial en el desenvolvimiento y las relaciones de la humanidad consigo misma y con otras especies. Orina y heces constituyen el primer pasaporte para ingresar en la sociedad. Desde el temprano espacio de la guardería, usualmente se acepta al pequeño si ya sabe ir al baño por sí solo o, al menos, pedir para hacer sus necesidades. Un poco más adelante, el descontrol de los esfínteres es serio impedimento en lo que concierne a la integración grupal. Constituye uno de los motivos por los que son más golpeados niños, enfermos y discapacitados. En la ancianidad, se yergue como causal de exilio del conjunto familiar. Es motivo mayor para que el hombre desprecie a sus semejantes, pertenecientes a otras capas sociales o a otras culturas. También para que se mantenga apartado de las demás especies. Así, soterra imágenes conmovedoras que, desde muy adentro e ignoradas por nosotros, determinan nuestras conductas. Es surtidor de vergüenzas imborrables y constituye una prueba que sólo supera nuestro más genuino amor.

Del odio al asco

Con excepción de las lágrimas y, hasta cierto punto, de la leche, las excreciones corporales producen repugnancia o miedo que puede llevar, en casos extremos, a pérdida de conciencia. Esa sensación de horror o asco es tratada por nuestra cultura como si fuese suficiente para decidir si algo es sucio o no; como si no hubiese que buscar fantasías en lo que puede originar tal repulsión. Sin embargo, el origen del término asco ya nos refiere a intensas imágenes emocionales, muy difíciles de generalizar y objetivar. Asco parece ser el antiguo usgo, que procede del verbo latino osgar. odiar. Así, el origen de la repugnancia no estaría en la suciedad sino en pasiones negativas extremas, que nos hacen estremecernos hasta la náusea y tachar de inmundo aquello que aborrecemos. El odio es un sentimiento primario que, según Freud, experimentamos desde nuestro mismo origen frente a todo aquello que, por sernos extraño, percibimos como amenazador. El asco, en cambio, parece constituir una reacción cultural posterior y mucho más elaborada. Es tarea semiótica la de contribuir a exhumar eso sepultado y, al desenterrarlo, echar luz sobre muy diferentes aspectos de nuestras vidas.

Lo sucio se parece a lo limpio

A medida que observamos, se toma evidente que no existen definiciones exactas acerca de lo inmundo. Nuestro conocimiento de las cosas imaginadas como repulsivas está repleto de contradicciones, titubeos e incoherencias. Se percibe, también, que nuestras costumbres, idiosincrasias, angustias, alegrías y nuestra afectividad toda reflejan tales confusiones.

En su obra Peer Gynt, el dramaturgo noruego Henrik Ibsen introduce una escena en la que Gynt, una especie de ilusionista que cree sus propias historias, encuentra una troll vestida de verde y la sigue, haciendo gestos de enamorado.

Los trolls son personajes típicos del folclore escandinavo. Existen allí donde reina la naturaleza. La penetración de progreso e industria los hace retirarse a regiones cada vez más apartadas. Son feos y sucios y tienen algunos rasgos animales como orejas sin lóbulo y rabo. Su organización social es semejante a la humana. Se agrupan en torno a un rey y mantienen vigorosos lazos familiares. Pero la malla de sus significados difiere, con mucho, de la humana.

En la obra de Ibsen, la troll quiere saber si su cortejante tiene otro traje además de los andrajos que lleva puestos. -¡Ah!, suspira Peer, si vieras mi traje de fiesta. La troll responde que ella se viste de seda y oro a diario. -Para mí, eso es como estopa y hierbas, contesta el joven. Entonces, la troll afirma significativamente: -Has de saber que en Ronden, donde está el palacio de mi padre, todos nuestros bienes presentan dos aspectos. Si visitas el palacio, desde luego creerás que te encuentras en el más feo de los despeñaderos. Gynt no se extraña: -¿Sí? Pues precisamente ocurre algo análogo en mi casa. Todo el oro te parecerá fango y paja, y es posible que cada cristal reluciente de las ventanas esté sustituido por un tapujo de trapos viejos. La troll se entusiasma: -¡Lo negro semeja blanco! ¡Lo blanco semeja negro! Gynt corea con ella: -¡Lo grande se parece a lo pequeño! ¡Y lo sucio a lo limpio!

En una entrevista de 1978, Roland Barthes, uno de los maestros de la semiótica, se refiere a ella como a una disciplina para la libertad. En la cultura o aun en el microgrupo en el que vivo, hay objetos que son signos de fealdad, residuo, pequeñez, mugre. Pero en otra sociedad o, acaso, en una comunidad cercana a la mía, tales objetos revisten otros significados, no menos válidos. Estoy obligada a respetar y soy libre de elegir. También puedo flexibilizar los duros caminos de mi rutina mental y hacer circular los valores, verlos cambiar relativizando y, acaso, revitalizando mi existencia. La voluntad de mantener fijas las imágenes de grande, pequeño, sucio, limpio, esplendoroso, harapiento, choca contra la nada: contra contextos que fluyen diluyéndose inexorablemente en el tiempo. Es mi capacidad de resignificar, descubrir y revalorar la que puede nutrir mi vida y esperanza.

Significar lo sucio

En ocasiones, los trolls intentan vivir con humanos, porque los admiran o se enamoran de ellos. La danza de significados que desencadena tal convivencia ilustra bien los desencuentros entre grupos que atribuyen valores unívocos a sus significantes. En cuentos populares como Las intercambiadas, un troll roba una princesita considerada muy bella por los suyos y por el propio troll, que ha incorporado los significados de esa cultura. La niña tiene la piel transparente como un pétalo, sus ojos son grandes y azules y su boca es una preciosa curva. En una ocasión en que, bajo la adormilada vigilancia de su vieja aya, la niña duerme en su cuna situada en el jardín del palacio, el troll la incauta, poniendo en su lugar a su propia hija. Demás está decir que, según la comunidad troll y, por supuesto, de acuerdo con los criterios de su madre, la pequeña troll es hermosísima: su cutis es verdoso y amarillento, como limones sin madurar, sus ojos echan chispas y su pelo no se puede desenredar. Cuando esa madre ve a su “nueva hija”, exclama: - ¡Qué niña tan pálida y miserable! Se parece a un perro, de lo blanca y delgada que es. La mete en la cuna de la niña troll, con el colchón y las almohadas de paja gruesa, entre la que también se había metido algún que otro cerdo. Cuando la princesita sintió aquello duro y punzante debajo de su pequeño y suave cuerpo, empezó a llorar amargamente. -¿Por qué lloras, niña asquerosa? -preguntó asombrada la vieja troll.

Cada vez que los reyes regalan un vestido nuevo a la pequeña troll, ella se divierte tirándose toda la sopa encima y manchándose o, si no, le clava el atizador de la chimenea para hacerle un agujero grande.

Los padres respectivos se enojan o desconciertan ante conductas que no corresponden a las del código del grupo de adopción. Pero nadie realiza un trabajo de encodificación: enseñar a las chicas los significados que las respectivas comunidades asignan a cada significante, probablemente porque tales significados parecen tan obvios a los adultos que los consideran naturales y no culturales.

Cuando la niña se transforma en jovencita, sus “padres” la llevan al baile que, en su palacio, da el rey troll. La sala está llena hasta los topes y apesta tanto a troll que la princesa se echa atrás.

Los olores se encuentran entre los signos menos estudiados por la semiótica a causa de la resistencia que oponen a la codificación. Se hunden en una doxa (o norma no escrita y hasta no verbalizada) oscura y confusa, desde la cual provocan desprecios entre clases, grupos étnicos y obstaculizan seriamente los encuentros entre culturas.

La “madre” da un empujón a la princesa y le dice: -¡Muestra que tienes un poco de sabiduría troll!

Lo que es sucio en un lado es limpio en otro y pretender lo contrario no evidencia distinción ni refinamiento sino falta de sabiduría o, como en este caso, adaptación forzada a otra cultura.

El príncipe heredero troll, que parece un murciélago y tiene una doble fila de dientes amarillos solicita inmediatamente la mano de la princesa. Por su parte, los reyes comprometen a su “hija” con un duque, que representa a la más noble familia del reino. Pero la troll no lo soporta porque siempre está avergonzándose de todas sus ocurrencias. Las dos jovencitas deciden escapar de sus novios, que cada una experimenta como catastrófico. En la madrugada, una toma el camino del palacio del rey y la otra el de la espesura del bosque. La princesa encuentra madre y padre y se enamora del duque. La troiíllega a la cueva de sus verdaderos progenitores, donde está la vieja twll cortando leña. Los troncos son duros y resistentes y ella dice palabrotas muy feas. La chica se para y empieza a reír. -¡Tú me gustas! -exclama- - ¡Así se habla! La vieja troll la mira, y nada más verla grita: -¡Mi propia salvaje hija! -e inmediatamente empieza a rascarle la cabeza. -Aquí hay un rizo que ningún cristiano puede desenredar, descubre en seguida. Y agrega: - Bésame, mi pequeña ¡Ay, qué rico! ¡Qué morros tan babosos tienes! Más tarde, la joven troll se casa con su príncipe y, con el tiempo, llega a ser reina de los trolls.

Este cuento, poblado de seres fantásticos y aparentemente tan ajeno a nuestra cultura, refleja, sin embargo, innumerables conflictos cotidianos. En sus estudios sobre semiótica y arquitectura, Decio Pignatari describe un fenómeno de la sociedad urbana brasileña que también ocurre en Uruguay. A menudo los intentos, estatales o privados, de proporcionar vivienda decorosa o abrir comedores en barrios marginales chocan con fracasos. Los inodoros se arrancan, con el piso se hace leña, las verduras y cereales se tiran. Ello no significa que los marginales sean naturalmente mugrientos o que no puedan dejar de ser lo que son. Implica la larga tarea de comprender las imágenes que tienen de alimento y vivienda, de su propia marginalidad y de la sociedad central para luego transmitir, gradualmente, aquellos significados integradores. Por otro lado, en el transcurso de este trabajo veremos que algunas nociones de limpio/sucio, salubre/insalubre, propias de los habitantes de cantegriles uruguayos o de aldeas africanas muy diferentes a nuestras ciudades, tienen reconocido valor médico. Conocimientos científicos y conductas sociales circulan en un espacio significativo que aparenta certezas. Pero, de hecho, está cargado de incertidumbres que ni siquiera advertimos.

La semiótica enseña que el mundo de los signos crea el de las cosas. Si lo aceptamos, debemos admitir que hay tantas maneras de significar lo sucio como existen grupos humanos y hasta animales. La cerda enseña a su lechón dónde defecar para que pueda integrarse a la piara. El perro se revuelca en excremento de otros animales porque el impulso de su antepasado, lobo o coyote, lo lleva a enmascarar su olor ante el susceptible husmeo de una presa virtual. No es posible hablar de lo inmundo en sí o en general, sino de ciertas fantasías acerca de la inmundicia o donde la inmundicia, sin signo social que la acuse, se vuelve imperceptible.

El camino de lo inmundo

Hojarasca, cáscaras de frutas, hortalizas, huevos, desechos orgánicos de todas clases. Fetidez. Ese montículo de podredumbre, el compost, es indispensable para la fructificación de la tierra. Desperdicios, residuos, estiércol: la naturaleza hace el milagro a través de vida, muerte y sustitución de millones de individuos diminutos que se adentran en la inmundicia. Son seres unicelulares, de naturaleza vegetal y animal. En sólo un gramo de excremento hay mil millones de bacterias y varios millones de hongos, una población mayor que la de todos los habitantes humanos del planeta. Las bacterias fijan el nitrógeno y transforman las sales amoniacales en nitritos. Los hongos degradan celulosa y moléculas del azúcar. Los protozoos usan sus cilios para absorber putrefacción y transformarla. Las larvas de mosca suelen alimentarse con estiércol hasta que se transforman en insectos con alas. La temperatura, que la presencia bacteriana levanta a treinta y cinco o cuarenta grados, desciende para permitir la acción de otros individuos: ciempiés, milpiés, nemátodos, flagelados, vorticelas, escolopendras, que se alimentan del excremento de los anteriores transformándolo, a su vez, en nuevo y más rico fiemo. Los colémbolos son pequeños insectos ápteros que se nutren de hongos, bacterias y vegetales en estado de descomposición. Los ciempiés y los nemátodos son artrópodos necesitados de la humedad de esa corrupción. Las vorticelas son protozoos poseedores de un pedúnculo que los fija al terreno para mejor cambiarlo. La última en llegar es la eisenia fétida o lombriz de tierra, el organismo más grande que vive en el compost, capaz de tragarse una docena de hojas predigeridas. Para los agricultores, ese anélido es signo de salud y riqueza del suelo. Su función es muy importante, porque airea el maloliente mantillo. Se alimenta de todo lo que ha sido previamente digerido por los otros microorganismos. Durante el tiempo en que la montaña de materia putrefacta se deteriora, en ella viven, mueren y se trasmutan millones de seres. Mientras el carbono se desprende, otros elementos alcanzan concentraciones elevadas: nitrógeno, fósforo, potasio, calcio. Las especies que se nutren de desechos orgánicos habitan en los primeros veinte o treinta centímetros de la piel terrestre. El hombre puede intervenir paira mejorar las propiedades naturales de esa piel que, a partir de 1940, toma el nombre de compost. Aunque éste existe desde que hay plantas, su invención suele atribuirse al agrónomo inglés Sir Albert Howard, quien agregó a hojas muertas, cáscaras, frutas descompuestas y abundante estiércol. Pero se dio cuenta de que, una vez superpuestas ambas capas, se produce una reacción ácida que mitiga el proceso de fermentación y propagación de los microorganismos. Entonces, añadió cenizas, cal apagada o tierra para equilibrar el efecto. Después agua, pues las reacciones necesitan un lugar húmedo y aire que circule. Los últimos cuidados son las remociones de esa piel, de aproximadamente un metro y medio de altura, de manera que el mecanismo de descomposición sea homogéneo. Luego, y por un período de hasta tres meses, todo debe ser quietud. La transformación de cadáveres, podredumbre y excrementos hace que la vida vegetal empuje, florezca y fructifique con toda su avidez vital.

En 1939, en una conferencia sobre su novela La montaña mágica, Thomas Mann plantea un proyecto similar para el destino humano. Así, Hans Castorp, el héroe de La montaña mágica es un joven común, hijo de la clase media acomodada e ingeniero mediocre. Pero, al hacer una visita casual a su primo Joachim, que se encuentra a la sazón enfermo, penetra en el hermetismo calenturiento de un sanatorio para tuberculosos en alta montaña. Allí se enfrenta con morbidez orgánica, gargajos y pústulas, con la muerte y el amor, no como base de la familia, sino como cosa insensata y prohibida y aventura en el mal.

En lo laxo, entre lo que se degrada y destruye, experimenta una elevación que lo vuelve capaz de aventuras sensuales, éticas y espirituales en las que no hubiera siquiera soñado desde el mundo de la planicie. Es precisamente lo anormal y patológico, su vecindad, su constante presencia, lo que constituye el recurso pedagógico a través del cual se consigue el adelanto del hombre común mucho más allá de su condición. Poco a poco se abandonan a la vez la repulsa y la inconfesada atracción que ejercen inmundicia, enfermedad y muerte, para captar la vida de un modo que de ninguna manera ignora el dolor, lo que hay de temible y tenebroso en la experiencia humana, sino que lo incluye y sobrepasa. Entonces se consigue escuchar el latido de una salud emocional y espiritual de orden superior que, precisamente, sólo se comprende a través de intimidad con muerte, enfermedad y desviación. Durante una Noche de Brujas que se celebra en el sanatorio, Hans Castorp dice a Claudia Chauchat, la mujer de la que se enamora: Para llegar a la vida hay dos caminos. Uno es recto, corriente, probo. El otro es malo, conduce a través de lo inmundo y ése es el camino genial. Semejante concepción de lo abyecto, abominable, sucio hasta rechazo y asco, como instrumentos de saber, salud y vida, hacen de La montaña mágica una novela de aprendizaje, quietud y esperanza. Tres meses lleva a las hojas, desperdicios y estiércol para convertirse en compost, fecundación, certeza de rica cosecha. Siete años de unidad y fuerza en el ensimismamiento, siete mágicos años de encantamiento lleva a Hans Castorp percibir, muy lejos y por encima de los significados cotidianos, un sentido cósmico de nuestro destino, más allá de los umbrales de muerte y vida.

3. Excremento: de la naturaleza a la cultura

El chancho es el más limpio (Babe, Australia, 1996)

Nuestros umbrales

 

Muchos son los artistas que representan nuestros actos primero y último en este mundo bajo forma de inhalación y expiración. Así, bienvenida y adiós se marcan por un signo aéreo: aliento, suspiro, hálito. Sin embargo, hay otro signo, de naturaleza bien material, que acompaña el pasaje por los dos umbrales de esta vida.

 

Algo está ocurriendo en el seno materno. El ser que dentro palpita comienza a llenarse de tiempo. El tiempo es su medio, pues es el medio de la vida en el mundo en el que nacerá. Pero tal tiempo, embrionario, fetal, tiene una particularidad. En la vida extrauterina, el fluir temporal exige de nosotros entrega, pérdida, diario tributo. El tiempo intrauterino, en cambio, es sólo tiempo de crecer y prepararse para el futuro. Tal crecimiento requiere recibir de la madre, mediadora entre hijo y ámbito externo. Pero, en el interior de la matriz, como una fruta que ha sido herméticamente cerrada para su conservación en una valva de lata, el embrión permanece fuera del tiempo, en el sentido en que nada debe entregarle. Ni el aire de su respiración, ni las heces de su alimento.

 

Una vez trasvasado el portal materno, el recién nacido tiene veinticuatro horas para expulsar materia fecal. Esta se ha acumulado en su intestino durante el período de gestación: es el meconio, resultado de partículas que flotan en el líquido amniótico y que el feto absorbe por vía oral. Si al salir no lo excreta, corre riesgo de infección y debe ser intervenido. 

 

En el instante de la muerte, puede ocurrir que los esfínteres se aflojen. Son menos los artistas que han querido significar a través de lo fecal la partida y el regreso de la visita a esta tierra. Algunos ven en los umbrales excrementicios de nuestra existencia un signo de la tristeza que la impregna. En su soneto Pronuncia con sus nombres los trastos y miserias de la vida, Quevedo atribuye a lo fecal significado de desgracia, que presidiría nuestra estancia en el más acá: La vida comienza en lágrimas y caca.

Otros escritores, como François Rabelais, festejan muerte, vida y corporalidad con risa estrepitosa. En el capítulo VI de su Gargantua Rabelais cuenta el nacimiento del gigante. La madre suspira, se lamenta, grita, hasta que aparecen comadronas de todas partes quienes, palpándola por lo bajo, encuentran algo mal oliente y piensan que es el niño. Pero no es sino un enorme bolo de excremento que se escapa por el ano, mientras el niño irrumpe al mundo a través de una oreja materna. Cómico estallido del cuerpo, que produce simultáneamente residuo y vida por sus más diversos orificios.

Otras veces se trata de un filósofo quien, indignado por la política desarrollada por un gobernante, festeja su muerte con una sátira. Así, en Apocolocyntosis del divino Claudio, Séneca se burla del fin que encuentra el emperador. El curioso nombre que escoge para titular su pieza, viene del término griego kolokynte, que significa calabaza, zapallo. Como en varias lenguas modernas, en la Antigüedad se emplea la palabra zapallo como metáfora de tonto. En algunas ocasiones, después de su muerte, los emperadores romanos son transformados en dioses (apoteosis). Con el título Apocolocyntosis, Séneca sugiere que este emperador quien, según él, envida fue estúpido, al morir se transformó en zapallo. O tal vez que un zapallo se transformó en un dios. El hecho es que en su sátira (I, 22), sostiene que lo último que dijo, después que hubo dejado escapar un gran sonido por aquella parte por la que hablaba más fácilmente, fue “¡Ay de mí, creo que me cagué!". Y Séneca agrega, con ironía: Sí lo hizo no lo sé. Lo cierto es que lo cagó todo, dando así su visión de la política desarrollada por Claudio. De ese modo, horror ante la muerte e ira o resentimiento por las injusticias cometidas durante la vida, se resignifican en una gran carcajada.

Entre inicio y adioses untados de excremento, el ser humano danza su vida de cada día marcándolo con ese significante biológico y le atribuye los más diversos significados.

Danza fecal

Tránsito intestinaL Hacer o ir de cuerpo. Mover vientre, intestinos, barriga. Todas esas expresiones, arcaicas, coloquiales o médicas, designan la defecación como vivacidad, dinamismo, danza. El cuerpo de animal o planta, su fruto, raíz o grano, atraviesan el umbral de la boca. Rítmicamente, las mandíbulas se ponen en movimiento. Esa cadencia inicia la transformación del organismo ingerido en bolo. La saliva va a su encuentro. Los componentes químicos de la antigua forma (hoja, semilla o bestia), se transustancian al contacto con enzimas y ácidos salivales. El naciente bolo alimenticio atraviesa el ismo de las fauces. Desciende al esófago, donde la onda peristáltica lo atrae hacia el antro, la parte del estómago que lo acoge. Si el comensal está de pie, los gases que suelen producirse durante el baile digestivo suben al cardias, ubicado en lo alto de la cavidad estomacal.

Mientras, en el antro, el bolo se alía con jugo gástrico y alcanza el duodeno, atravesando el piloro. En la segunda porción del duodeno, se asocia con bilis, una excreción del metabolismo hepático, tan amarga que antiguas nosografías le atribuyen perturbaciones caracteriales. Traspasa la válvula ileocecal y arriba al intestino grueso o colon. A través de vellosidades intestinales, algunas de sus partículas, destinadas a integrarse en el torrente sanguíneo, se absorben. La sangre circula por el riñón y baña el organismo. Lo restante pasa por marco cólico, desciende por sigmoides, cruza ampolla rectal y traspone esfínter anal. La danza biológica termina. Mineral o cuerpo de un ser vivo no humano trasvasan el cuerpo humano, como puente tendido desde la naturaleza. Una vez excretados, empieza la cultura.

Misteriosa fantasía

En su travesía, el alimento recorrió el ducto digestivo, lacrado y sellado. ¿Cuál es el misterio que transforma ese objeto comestible y, por lo tanto, deseable y puro, en paradigma de lo sucio? Ninguno de los procesos químicos a los que el cuerpo lo somete puede considerarse repugnante. A las fracciones no asimilables se les añade cierta cantidad de pigmentos biliares marrones o verdes, comparables con los colores que usa un pintor. Luego, fermentan en el intestino hasta su salida.

El producto que el cuerpo expulsa puede considerarse un ejemplo de lo que el fundador de la semiótica, Charles Sanders Peirce, llama primeridad: un modo de ser potencial, independiente de cualquier otra cosa, con cualidades que pueden o no actualizarse. Libertad del excremento en el momento de emerger al mundo: ilimitada, incontrolada y múltiple.

Pero, inmediatamente, esa materia dúctil se encuentra con lo que Peirce denomina segundidad: límite, conflicto, choque, que conduce al reino de la terceridad o ley social. Desde esa terceridad, generalmente se dibuja una fantasía según la cual el organismo es una móvil y animada fábrica de suciedad. Y no sólo eso: debe evitarse, a todo costo, que su relativa limpieza exterior se contamine con lo impuro que viene desde su propio interior o del de otro, animal o persona. Sin embargo, en diferentes actividades, en diversas culturas, en distintas épocas, el excremento puede actualizar otros de los infinitos significados que porta en su primeridad.

Las culturas animales

Homo sapiens, faber, loquens, ludens. Sin embargo, desde la etología y la zoosemiótica, la cultura no aparece como actividad sólo humana. Y los que estamos en contacto con animales sabemos que ellos conocen muchas cosas que los humanos ignoramos. Asimismo, juegan, lo que indica capacidad de simbolizar. Los delfines tienen un lenguaje articulado tan complejo como el nuestro. Los chimpancés fabrican suertes de coladores y otros instrumentos. Los gorilas aprenden códigos como el de los sordomudos y logran expresar ideas tan abstractas como los conceptos temporales de antes y después.

En Números 22, la Biblia nos dice que el animal es capaz de comprender la palabra de Dios mejor que su amo humano. El cuarto libro del Pentateuco (22: 20-34), cuenta que vino Dios a (su siervo) Balaam de noche, y le dijo: Si vinieron a llamarte (los moabitas), levántate y vete con ellos... Así Balaam se levantó por la mañana y enalbardó su asna y fue con los príncipes de Moab. Y la ira de Dios se encendió porque él iba; y el ángel de Yhuh (Yahveh) se puso en el camino por adversario suyo. Balaam y el lector no comprenden la voluntad de Dios, que parece contradictoria. Sólo la pequeña burra ve por tres veces al ángel enviado y entiende el deseo del Señor. Por tres veces se aparta, a pesar de los golpes y amenazas de muerte de su dueño, incapaz de inteligir. Sólo después que Yhvh da el don de la palabra a su humilde criatura, Balaam puede percibir la voluntad divina. La historia bíblica parece transmitimos que la lógica de Dios es diferente de la humana y que, en ocasiones, sólo los, animales tienen capacidad para comprenderla y enseñárnosla, si estamos preparados para escuchar. Acaso porque el animal forma parte de esa libertad, plenitud, infinitud, que es propia de lo divino.

La orina es importante signo que facilita la convivencia pacífica entre muchos animales, salvajes o domésticos. Demarcando su territorio con ella, evitan invasiones con las consiguientes disputas. También el excremento es, para algunos animales, signo de socialización intragrupal.

Desde tiempos bíblicos (Lev. 11:7), el cerdo se considera inmundo. Pese a la expresión sudar como un cerdo, el cerdo no suda por lo que, bajo temperaturas elevadas, debe humedecer su piel en el exterior. Para compensar falta de pelo protector e incapacidad de transpirar, bijáca tierra húmeda, limpia y fresca donde revolcarse. Sólo se cubrirá de orina y heces si no tiene otro medio de sobrevivir. Se lo cría en un brete, donde está reducido a cubrirse con su propia inmundicia. Este hecho es particularmente cruel pues, en libertad, los cerdos, como los humanos, significan un espacio como lugar donde excretar. Tal lugar se diferencia claramente de su ámbito de convivencia.

Los cerdos son animales de gran inteligencia. Después de la exhibición del filme Babe, el chanchito valiente, en Australia se los adopta como compañía y son amigos particularmente afectuosos, diestros y serviciales. Por otra parte, los cerdos aparecen ocasionalmente como mascotas en muchas teleseries estadounidenses como La niñera, 911, Los tuyos y los míos, etcétera. Cuando no se los empareda con fines de explotación, también para ellos el excremento es signo donde se fundan hábitos socializadores: cultura.

La cultura como convención

Un conjunto de individuos, animales o humanos, vienen juntos (convienen) para colaborar entre sí y asegurarse, de esa forma, una vida mejor. De modo más o menos consciente, atribuyen significados compartidos a sus actos, incluso los biológicos. Así, lo orgánico, lo funcional, se tiñen de simbolismos, que el propio grupo genera y que termina considerando naturales e inevitables. De esa manera, la cultura toma el lugar de la naturaleza.

El VI Congreso Internacional de Semiótica, que se celebró en Guadalajara, México, en 1997, se llamó sugestivamente: Semiótica, puente entre naturaleza y cultura. En él se presentaron trabajos como “Molestias del alma, molestias del cuerpo”, de Norval Baitello Junior. Según ese investigador, el desarrollo de la medicina psicosomática confirma la necesidad déla semiótica como medio más veloz para revelar los signos sociales y culturales subyacentes que afectan la salud física de la persona. Se fantasea con que la ciencia descubrirá los mecanismos bioquímicos de todas las enfermedades y su consecuente cura. Pero la búsqueda semiótica de sus componentes socio- y psicoafectivos y la dimensión comunicativa generadora de traumas, constituyen una contribución decisiva para la eficacia de las ciencias biomédicas. Por eso, el entendimiento de los fenómenos culturales y su integración con el organismo, son hoy parte pragmática de la semiótica de la cultura, escuela que nació en el encuentro de biólogos, lingüistas, etnólogos y neurólogos. Actualmente, Norval Junior es asesor semiótico en un centro, asistencial de Sáo Paulo, donde se ocupa de intermediar entre pacientes avergonzados de sus enfermedades (impotencia, incontinencia de vejiga o intestino) y médicos tratantes.

El término asco tiene la misma raíz que el italiano áscher (usado en la zona de Reggio). La palabra áscher asocia repugnancia con imágenes de opresión y angustia. Es así como muchas personas viven afecciones consideradas asquerosas por la sociedad. Lo que el semiólogo procura es resignificar la enfermedad. De ese modo, quien la padece modera la sobrecarga cultural de repulsa que puede llevar a mutismo, reclusión, negativa a tratarse y, en casos extremos, a la muerte.

La semiótica aparece como instrumento para recordar al individuo que el significado de sus actos, aun los orgánicos indeliberados, depende de una convención social. Si se hace necesario, dicha convención puede cambiarse.

La convención fecal

Los artistas, que son grandes libertadores, nos muestran que lo fecal es sólo convencionalmente repulsivo.

En 1897, J. K. Huysmans publica su novela Al revés. Des Esseintes, el protagonista, es un joven aristócrata hastiado, que piensa que la

naturaleza ha pasado de moda, con su antipática uniformidad y su mediocridad que cansa la paciencia de los refinados. Según él, ninguna de las creaciones naturales se ha reputado tan sutil o grandiosa que no pueda inventarla el genio humano.

Arrastrado por el afán de artificio, Des Esseintes quebranta su salud al punto que el médico, después de observar sus deposiciones, sustituye la comida por lavativas. El joven no puede menos que felicitarse pues su inclinación a la cultura alcanza así el éxito supremo. Imposible ir más lejos. El alimento de ese modo absorbido es de seguro la última desviación que se puede cometer. ¡Qué decisivo insulto arrojado a la cara de la vieja naturaleza, cuyas exigencias se extinguen definitivamente!

Pide, como en un restaurante, la carta, y desdobla las sucesivas recetas del facultativo. Este piensa que el extraño paladar de su paciente se fatiga con el sabor de irrigaciones preparadas según una única fórmula. El propio Des Esseintes inventa “platos” inéditos. Prepara enemas de vigilia para los viernes, en los que refuerza el hígado de bacalao y tacha el extracto de buey como un bocado, expresamente prohibido por la Iglesia. Sueña con sentarse cada día a una mesa donde, en lugar del cubierto, se colocaría el instrumental necesario para el lavamiento. Y entonces, sin tardar más de lo que se tarda en recitar el Benedícite, se habría suprimido el fastidioso engorro de la comida.

Bajo la irónica pluma de su autor, Des Esseintes se propone descaminar el curso de la naturaleza, al tiempo que “renueva” las convenciones de la cultura.

Una similar burla de las ilusiones culturales en tomo a ingestión y excreción, surge en el filme que el artista plástico Julián Schnabel realiza sobre Jean-Michel Basquiat (1996), otro pintor de origen africano, muerto a la temprana edad de veintisiete años. En un fragmento del filme, Basquiat (Jeffrey Wright) se desliza en bicicleta a través del Central Park de Nueva York. Va al estudio de Andy Warhol, estrella del pop art en la década de los sesenta (interpretado por David Bowie). En la banda sonora, bisbiseo de frondas y modulación de pájaros se transforman en el sonido de un chorro de orina, cuando Basquiat ingresa en el taller de Warhol. Éste está realizando una de sus famosas Pinturas oxidadas. En el suelo ha depositado metales y acrílico, solicitando a su modelo, de espaldas a la cámara, que orine sobre los materiales, mientras se mueve en una y otra dirección. Basquiat observa el espectáculo y comenta:

-Ah, una pintura hecha con meada.

-No, responde Warhol, arte de la oxidación.

-Sí, asiente Basquiat, yo también odio limpiar brochas.

Para Warhol, la suciedad que la sociedad atribuye a la excreción no sólo no le importa: quiere subvertir ese significado, destacar la técnica que está experimentando y los resultados que con ella obtiene. Por su parte, Basquiat compara prácticas de limpieza, decidiendo que la orina presenta ventajas frente a materiales pictóricos tradicionales, agua y disolventes.

-Quiero hacer más, -comenta entusiasmado Warhol- Frank (el modelo) toma una cerveza mexicana que produce un verde genial

-¿Por qué no orinas tú mismo sobre el acrílico? quiere saber Basquiat, a lo que Warhol responde: -No me gusta la cerveza.

Para los artistas, ubicados fuera de la doxa o norma común, no hay connotaciones repugnantes en las cosas, siempre que atisben en ellas el potencial estético que buscan. Inversamente, la bebida, sea por su sabor o por resultar indigesta, causa rechazo.

En 1974, Luis Buñuel filma Le fantôme de la liberté (Eljantasma de la libertad). En una secuencia de dicha película, un matrimonio burgués recibe a otras parejas de igual condición. Elegantemente vestidos, anfitriones e invitados se dirigen a una sala pulcra y coqueta. Alrededor de una mesa adornada con un centro floral, se agrupan un conjunto de waters relucientes. Los celebrantes se desabrochan solemnemente faldas y pantalones, bajan bombachas y calzoncillos y se instalan en sus silletas. La conversación se inicia de inmediato: viajes, trabajo, colegios para los niños. Sobre todo, negocios: el valor pecuniario del excremento y el modo de mejor explotarlo. Súbitamente un señor, con aire apocado, pide un favor al oído de la dueña de casa. Ella, discretamente, le da una indicación. El caballero se dirige a una pequeña habitación apartada, se asegura de que esté vacía, tranca la puerta y se instala junto a una pequeña heladera en la que descubre variados manjares, que devora ignorando los códigos de mesa.

La ficción relatada por Buñuel encuentra una cierta correspondencia en las costumbres de la comunidad Occoram, que se encuentra en las proximidades de Cuzco. Todos los años, durante los meses de enero y febrero, se celebra el Encuentro del Cono Sur de Estudiantes Jesuítas (ECSEJ). En 1995, se reunieron en Perú, en tomo al tema de la Inculturación. Con ese nombre se designa la visita a colectividades que profesan otras creencias, con el propósito de comprender sus valores y fe, al tiempo que se expone el mensaje evangélico. Antes de presentarse, los jesuítas solicitan el acuerdo de la comunidad. Al uruguayo Julio Boffano, quien también es Licenciado en Comunicación, se le asigna como destino el grupo Occoram, al que debe ir acompañado por un jesuíta peruano. Previamente, se les proporcionan algunos rudimentos del circuito comunicacional de ese grupo: no se saluda con la mano, se evita mirar a los ojos de las mujeres y la mayor muestra de deferencia que puede recibirse es la invitación a defecar en común.

A pesar de que tal colectividad está relativamente próxima a Cuzco, el viaje dura alrededor de cinco horas, a causa del carácter vertical e intrincado del camino. La población sólo habla quechua, con excepción del presidente, el fiscal (encargado de organizar asambleas y celebraciones) y el catequista (responsable de las relaciones con los jesuítas). Boffano y su amigo llegan un lunes al atardecer. Contrariamente a lo esperado, los habitantes no han sido informados de su venida. Los miran con recelo. Finalmente, les ofrecen pasar la noche en una de las viviendas, perteneciente a un matrimonio con un niño de unos seis años.

En la planta baja hay sólo una habitación con una cama de una plaza (donde duerme la pareja con su hijo) y un horno que expectora humo. En la planta alta, se almacenan alimentos: básicamente papas y maíz. A los jesuitas se les autoriza a extender sus sacos de dormir junto a la cama. En ninguna de las casas hay baño, pues a las funciones excretorias no se les atribuye significado privado. Hombres de pie o acuclillados y mujeres inclinadas se alivian en la cercanía de amigos y parientes. Sólo toman distancia en relación con Boffano y su amigo, los sospechosos desconocidos.

Después de comer chuño (papa congelada por la escarcha), los jesuitas duermen en la proximidad de la familia que los alberga, en medio del aire denso que el homo escupe. Se despiertan temprano: la habitación está llena de hombres deliberando en quechua. Finalmente, el presidente les informa que la comunidad no cree que sean jesuitas. Piensan que son soldados encargados de reclutar gente para la guerra contra Ecuador, en la que ellos no quieren intervenir. O enemigos que planean dar muerte al presidente mediante un abalorio blanco. También se les advierte que la colectividad padece a causa de una prolongada sequía y que no suponen que la presencia de extraños facilite la lluvia. En definitiva: el martes lo consagrarán a ritos de invocación a las aguas y el miércoles decidirán qué destino dar a sus ominosos visitantes.

Cuando llega el miércoles, los jesuitas son conducidos a un descampado, donde se los interroga. Boffano es la mira: su compañero tiene rasgos quechuas, pero él es el primer hombre rubio, barbado y con ojos claros que ve la comunidad. Es sobre sus espaldas que se descargan las preguntas. ¿Cómo es su tierra? ¿Cómo son sus indígenas? ¿A qué distancia viven del hombre blanco? Boffano siente entre miedo y vergüenza de confesar el exterminio. Inventa comunidades semejantes a la de Occoram, con las que los blancos mantendrían cordiales relaciones. Sus palabras son convincentes. Mientras, empieza a llover.

Una lenta cordialidad se desdobla a lo largo de los ocho días que dura la visita. No está exenta de incomodidades. Los anfitriones tienen su propio olor. Boffano, que es comunicador, no interpreta ese signo como limpio o sucio: sólo diferente y preservado bajo los ponchos. En cambio, él se baña en un arroyo nacido del deshielo. Su cuerpo, cubierto de vello claro, asombra. Niños y aun varones adultos se acercan a tocarle barba o pelo de cabeza y pecho. Si se dispone a hacer sus necesidades, tiene un corrillo alrededor. La situación altera sus funciones digestivas.

Decide levantarse en medio de la noche, mientras todo el pueblo duerme, con el fin de defecar. Para él, decididamente, las funciones excretorias se asocian con significados de privacidad. El día de la partida, Boffano recibe la mayor muestra de confianza que habría de concederle un adulto durante su estadía: la mujer en cuya casa se hospeda, va de cuerpo a su lado en el borde del camino.

BofFano había tenido experiencias de convivencia en cantegriles y había encontrado en las mismas momentos de alegría y solidaridad. Pero de Occoran sólo deseaba irse: -Si no partí inmediatamente, sonríe, fue, en primer término, porque no conocía el camino y, en segundo, por orgullo. Ahora le gustaría regresar: Estar en un medio completamente extraño es encontrarse con las propias extrañezas, las más hondas. De ese modo se vierte una luz nueva sobre la propia interioridad. Si volviera, todo sería distinto. Además, me falta recibir el signo explícito de amistad y confianza: la invitación a defecar en común.

Luces y bostas

En muchas culturas, la gente se reúne a la lumbre de la bosta, combustible para calentar ambientes y también cocinar. En India, las mujeres la consideran superior a la leña, pues los platos se preparan con una manteca llamada ghee, para la cual la boñiga es el mejor combustible, ya que arde lentamente, sin quemar la comida. Eso permite despreocuparse y realizar otras tareas. También en Uruguay, la “leña de vaca” es tradicional alimento del fuego hogareño. E importante fuente de luz.

Las noctilucas son microorganismos marinos, que deben tal nombre a su fulgor. Si no hay contaminación por la noche, sobre todo si está velada, en la superficie del mar la luminiscencia que las caracteriza se manifiesta, fastuosa y vivaz. Semejante brillo no es privativo de esos protozoos: lo comparten con luciérnagas, ciertos hongos y el estiércol. Durante mucho tiempo no se supo si se trataba de funciones fisiológicas de los seres o de elementos químicos, en torno a los cuales se añadía la fluorescencia de la fantasía humana. Hacia la década del cincuenta se hablaba de una sustancia, la noctilucina, común a animales, plantas y excremento. Aparecía como una mezcla compleja, inconstante, a la que no podía analizarse ni fijarse en fórmula alguna. Lo único seguro era su magnífico efecto de esplendor. Hoy es indiscutible la existencia de un elemento, la luciferina, que se encuentra en ciertos organismos animales, hongos y bosta. Cuando unas bacterias luminiscentes, poseedoras de una enzima llamada luciferasa, actúan sobre tal sustancia, la misma libera luz, a veces poderosa. En 1985, en ciertas chacras uruguayas se inicia un plan piloto, oriundo de China. Consiste en la construcción de biodigestores. Los mismos son pozos revestidos de cemento, de aproximadamente tres metros de diámetro por diez de profundidad. En ellos se deposita el estiércol acumulado en el suelo de los tambos. Luego se cubren con tapas dotadas de una válvula. La fermentación produce un gas susceptible de iluminar una casa entera. Más adelante veremos cómo, tanto culturas como la azteca y la bambara cuanto corrientes místicas y mistéricas, asocian heces con oro y luz. La naturaleza también los relaciona.

4. Excremento como castigo

Malvín Norte: sin saneamiento, 1998

Señor: mi persona no se ha manchado

 

En la Biblia aparecen varias alusiones a lo fecal como abyección. Ezequiel es uno de los grandes profetas, cuyos vaticinios se inician probablemente en su juventud, durante el quinto año del exilio en Babilonia, siete años antes de la caída de Jerusalén. Desde viento norte y nubes incendiadas, desde su trono de zafiro envuelto en fuego, Yhvh lo llama para advertir al pueblo elegido: la gente se encuentra cubierta con la suciedad de sus culpas. Yhvh ordena a Ezequiel que cargue con el vicio de sus hermanos desviados: Acuéstate sobre el lado izquierdo y pon sobre ti la maldad de la gente de Israel. Yo te fijo, conforme a los años en que cometieron el mal, un plazo de ciento noventa días, durante los cuáles tú cargarás con su maldad. Concluido este plazo, te acostarás del lado derecho y llevarás la maldad de la gente de Judá durante cuarenta días; te fijo un día por cada año que cometieron el mal

 

Sin protestar, el joven sacerdote acepta la inmovilidad expiatoria. Para acatar la voluntad de su Dios y purgar la falta de los suyos, también consiente en ser atado y obedecer a un severo régimen alimenticio: sólo comerá ‘ugah, un pan hecho con cebada y agua, que simboliza la hambruna. El alimento será cocinado directamente sobre excremento humano, que representa la comida impura del exilio: Comerás tu alimento en forma de galleta de cebada, cocido con excrementos humanos (guelelei tzeat ja-Adam) en vez de leña.

Frente a semejante imperativo, Ezequiel suplica en nombre de las prohibiciones alimentarias transmitidas por el mismo Yhvh a Moisés en Levítico 11: “Señor: mi persona no se ha manchado jamás, hasta ahora no he comido animal muerto ni despedazado, ni jamás entró en mi boca carne impura".

Yhvh, compadecido, cambia ese excremento que contiene carne (cadáver) por bosta (que puede equipararse a una cocción vegetal): “Bien, en vez de excrementos humanos, te permito excrementos vacunos (tzofoei ja-bakar) para que cuezas tu pan". (Ez. 4: 4-15)

Así, en Ezequiel lo fecal aparece como signo de culpa y penitencia humanas, de ira y compasión divinas. También, se perciben diversos significados según sea la naturaleza del excremento. El que verdaderamente representa pecado y castigo es el de origen carnal. La boñiga tiene un matiz de inocencia y perdón.

Lo que sale del instinto del hombre ...

Las visiones del profeta Zacarías (alrededor del 520 a. de J. C.) atribuyen la destrucción del Templo y el exilio al pecado. Es necesario que la gente limpie sus faltas. Su cuarta visión (Za. 3: 1-17) se despliega en el cielo, donde tiene lugar un juicio. El acusado es el sumo sacerdote Josué. Su traje está cubierto de sa’im (mierda). Satán es su acusador. Pero Yhvh defiende a su pueblo. El Ángel del Señor señala a Josué como tizón sacado del fuego y ordena que le den vestiduras limpias. Lo fecal es signo de desobediencia a las enseñanzas divinas y su limpieza representa la tenaz preferencia de Yhvh por sus elegidos. A diferencia de Ezequiel, en Zacarías lo fecal no es signo de castigo divino sino sólo de falta humana, que despierta la misericordia de Dios.

Poco después, el profeta Malaquías se esfuerza por corregir el extravío de los hebreos. En nombre de Yhvh amenaza a los sacerdotes con tirarles a la cara lo que sale del intestino del hombre (peresh), la inmundicia que se junta en sus fiestas (pereshjagueijim) y barrerlos junto con ella. (Ma. 2-3.) En Malaquías, las heces significan la ira de Dios ante los vicios de sus oficiantes.

Las heces del exilio

En Al Corán (Azora V: Aleia 38) se ordena: En cuanto al ladrón, sea hombre o mujer, que se le corten las manos. Es la recompensa por sus propios hechos, un castigo ejemplar de Alá. Alá es poderoso, sabio.

La resonancia que tiene ese mandato coránico en el subcontinente asiático es inmensa. En tales culturas, durante el ritual alimenticio, el individuo se religa con su comunidad. Introduciendo la mano derecha en la olla compartida, simboliza su pertenencia. Por oposición, la mano izquierda, aliada a imágenes de maldad, es la que usa para enjugar sus excreciones. Si alguien pierde su diestra, que es pura y puede tocar el
festín de todos, ya no comerá en compañía. Con la siniestra, que seca la propia inmundicia, es imposible compartir el banquete grupal. Paquistaníes e indios musulmanes castigan robo con amputación de mano derecha, que se asocia a rectitud moral. No queda más que la mano fecal.

En nuestras sociedades occidentales, cuando alguien, por causa de edad o enfermedad, deja de controlar sus esfínteres muchas veces es arrojado del seno de la sociedad y del de su propia familia, para ser internado en una casa de salud. Excremento conduce a exilio y, en consecuencia, se percibe como culpa.

Hedor, horror y pecado

En francés antiguo, los términos ascre, askeror o ascror (que vienen de la misma raíz latina de la que surge la palabra asco en español), significan horror. Según la tradición católica, hedor, horror y pecado coinciden. Para el creyente medieval, el infierno connota pozo negro, letrina, cloaca. Con el olfato desde lejos o con el tacto asqueado, el hombre lee el signo de Satán, el Adversario, rey de la inmundicia. Así, por ejemplo, San Hilarión eremita (siglo IV) atrae multitudes hasta su remoto retiro a causa de sus milagros y austeridades. Es capaz de descubrir, por su pestilencia, el escondrijo de los ángeles caídos. Todavía en el siglo XIX, un médico francés percibe las heces como signo de nuestra condición imperfecta, enfermedad a la cual la naturaleza nos condena desde la cuna. Y hasta hoy surgen fantasías sobre la Edad Media (como metáfora del tiempo presente), donde el pandemónium se representa como ano gigantesco, que defeca eternamente. En su adaptación de Los cuentos de Canterbury de Geoffrey Chaucer (siglo XIV), el cineasta Pier Paolo Pasolini termina la película con la imagen de unas nalgas enrojecidas y formidables, que ocupan toda la pantalla. Según su fantasía, el mismísimo intestino del Diablo constituye la zona del infierno reservada a frailes pecadores. Desde su negro abismo, incesantemente surge materia. Esta se transforma luego en miles de religiosos cubiertos por severas sotanas. Al finalizar de ese modo su relato y al escoger, para filmarlo, un primer plano en ligero contrapicado, Pasolini parece sugerir que, en nuestra condición humana, todos estamos salpicados de porquería, aunque nos disimulemos bajo las formas más honorables.

Durante la Edad Media, en algunos casos existe la costumbre de llevar al condenado al lugar de su castigo en una carreta colmada de deyecciones. Con tal hecho, la comunidad significa su división. De un lado, lo puro: autoridades, fieles y obedientes, orden. Del otro, lo impuro que debe expulsarse. Ningún rasgo común entre pecador y quien lo ajusticia. El culpable no depende de ningún condicionamiento. Su maldad no conoce atenuantes. El pecado se excreta. Colocándolo entre heces, se pretende que el réprobo es su metáfora. O, acaso, la identidad misma de la porquería.

En el siglo XVIII, Berna es paradigma de pulcritud. Todas las mañanas presidiarios, hombres y mujeres, encadenados a carros, cargan estiércol. Se piensa en un sistema semejante para limpiar los pozos negros de París. Varias pueden ser las connotaciones de tal reglamento. Tal vez se considera que, al barrer deposiciones de buen ciudadano, el miserable purifica las que yacen en su propio interior. O, quizás, que está emporcado en cuerpo y alma al punto que ya no importa lo que toque.

El Bicho

El retrato de preso y demente se hacen sobre el modelo de la bestia. Al perro o a cualquier otro animal atado o enjaulado, el amo le revierte los hábitos elementales de su especie. Le impone, por servir de compañía o instrumento de trabajo, un lecho que es, también, estercolero.

A fines del siglo XVIII, en París se investiga el suelo de las prisiones. Está completamente penetrado de materia infecta: yacija-cloaca. En el siglo XIX se cuentan casos de encerrados quienes, para abrigarse del frío, se cubren el cuerpo con sus propios residuos.

Durante la última dictadura en Uruguay, cuando un disidente, hombre o mujer, ingresa a un cuartel, lo primero que en muchos casos se exige, es defecación pública: vergüenza. Ulteriormente, el preso político convive con seis o siete semejantes en cuartos que incluyen water. Su defecación se desprivatiza. Tales métodos no sólo caracterizan al sistema represivo del Estado. Es común someter a un prisionero, cualquiera sea su signo ideológico, a un encierro donde permanece entreverado con sus excreciones.

Antes de la última reforma carcelaria, en Punta Carretas vivía un penado conocido como El Bicho. Pintaba las paredes de su celda con sus propias deposiciones. Periódicamente, los bomberos las limpiaban a manguerazos.

Cuando solo el excremento significa

Una cárcel uruguaya de hoy. En un cuarto de dos por dos, impregnado de olor fecal, una terapeuta habla con un recluso tipificado como borderline. El enfermo ha entrado a la consulta con materia en la mano. Está ensimismado, replegado, mudo. La médica le dice que comprende su imposibilidad de verbalizar vivencias. Pero, aunque le cueste encontrar palabras, ella está allí para escuchar. El penado no puede atribuir nombre a su angustia. Abatimiento, machacamiento, asfixia: masa que cubre todo.

La orientación carcelaria tiende a que el ser humano pierda su integridad. Sin nada suyo, ni libertad, ni amigos, ni espacio, ni ropa, éste queda en estado de total dependencia de sus guardianes. Tal circunstancia empuja hacia a la regresión. Así, el contexto hace que, en algunos casos, la persona vuelva a su etapa más primaria.

Con su caca entre los dedos, este preso no se comporta como un adulto que está promediando la veintena. Retrocede hasta la etapa de bebé. Un bebé encerrado en su mundo, muy elemental, incapaz de significar. La prisión despierta en él vivencias más arcaicas que las del llanto que pide pecho materno. Sólo un lloro indiferenciado de recién nacido, incapaz de comunicar a nadie lo que le falta. Sus manos se embadurnan más y más con su propia deposición. Incapaz de manejar solo la escoria interior que lo ahoga, cortado de todos, la única gratificación afectiva que le resta es la de manipular sus propias heces, cuyo contacto fue deleitoso en un primerísimo tiempo de la vida.

La terapeuta continúa hablándole. Inesperadamente, el preso divide la caca que tiene en la mano y se la ofrece. No puede decir lo ignominioso: sus impulsos, el rechazo de la sociedad, las experiencias de ira, dolor y abandono. Eso ignominioso ha devenido innominable. La vivencia es de naturaleza tal que sólo puede significarse con excremento. Así, la deyección se transforma en el único puente entre él y su semejante, en el único gesto simbólico que le queda. Únicamente a través de esa materia, accede a algo que se aproxima al mundo compartido.

Hablar de lo que la médica siente, es exhibirla despojada. Sin embargo, su sentimiento no viene de la profundidad del individuo desnudo. Se elabora en el pasaje a través de hábitos y valores propios de su cultura. El excremento se asocia con poderosas imágenes de repulsa. A ellas se suman otras, que tienen fundamento a la vez cultural y biológico. Es con caca que algunos animales y también el niño que está elaborando su afectividad, agreden a quienes los cuidan. Ése (generalmente ésa) que cuida es, alternativa o simultáneamente, sentida como amante y protectora o como amenazadora, excluyente, inalcanzable. ¿Qué significa el signo ambiguo de este penado? ¿Estallido ante la propia enajenación? ¿Intento de traspasar a otro esa angustia masiva, intolerable, esa escoria interna? ¿Rudimentos de una propuesta afectiva, de un pacto de amistad?

Tal vez el gesto simbólico de este encarcelado explique por qué, en algunos “copamientos”, los delincuentes no se llevan necesariamente los objetos más valiosos. Pero sí revuelven, destrozan y embadurnan las paredes con los excrementos de su propia expulsión social.

La terapeuta no toca la caca. Pero dice al recluso que, aunque la angustia le impida hablar, a través de tal gesto, él está estableciendo un modo de comunicación, un vínculo. En siguientes entrevistas, el joven logra recobrar palabras perdidas y sustituirlas por su excremento.

A pesar de la última reforma carcelaria, la situación de los presos uruguayos continúa violando derechos que no son únicamente los de cada recluso. Son los de la sociedad toda, ya que no hay rejas ni alarmas que puedan proteger contra seres condenados a perder hasta el último trazo de identidad y retomar a un estado de falta, furia y angustia ya sin nombre. Ese dolor, en la mayoría de los casos, está destinado a volcarse de nuevo sobre ciudadanos siempre más temerosos y encerrados.

El ángel de la ciénaga

En 1859, en un conventillo de Nueva York, nace un delincuente que cine y literatura celebran con profusión. Es Billy the Kid, quien a los doce años ya ejecuta. En noches fétidas, emerge de las cloacas de la ciudad para desmoronar algún forastero. Lo despoja hasta de ropa interior. Luego de perpetrar la infamia, se restituye a la basura. Al morir casi niño, a los veintiún años, tal vez sin experiencia de caricia, Billy debe más de veintiuna muertes, es temido, solo y nadie. Su cuerpo se expone hasta la corrupción y se entierra con júbilo.

En su cuento El asesino desinteresado Bill Harrigan, Borges no desvaloriza completamente al muchacho de cloaca y cascotazo. Le concede, también, hurras y apoteosis. Bill vive entre excremento, en su corta experiencia no prueba el contacto humano, da la muerte sin que en ello le vaya ganancia alguna. Tales significantes dibujan para el artista una imagen de inocencia: lo llama ángel de la ciénaga. De ese modo, se sugiere que la mugre externa, que la escoria interior pueden ser camino de santidad. Es opinión de poeta. En su cuento El incivil maestre de ceremonias, Borges reúne en el mismo espacio a rameras, poetas y gente peor.

Formas de lavado

Desde el siglo XIX, en Europa se considera la idea de eliminar a un tiempo heces y vagabundos: hedor inmundo e infección social. El mendigo tiene la aureola de quien duerme en suelo sucio: similar a la del encarcelado. Su olor es signo de la enfermedad moral que lo mancha. Que se lo fuerce a juntar residuos de virtuosos. El modelo de pulcritud ya no es Berna sino Brujas, donde viejos e indigentes recogen excremento. Gracias a esa política, Lieja y Gantes relucen.

En ocasiones, la oficialidad practica otra forma de fregado (despidos, prisión, engranaje policial). El protagonista de la novela Trópico de Capricornio (1938) sostiene que, de acuerdo con la lógica de los superiores, no había nada equivocado en el mecanismo (social), todo estaba bien, salvo que las cosas temporariamente se habían desacomodado. Así, traían consigo epilepsia, robo, vandalismo, perversión, negros, judíos, rameras y Dios sabe qué más, algunas veces huelga y lockouts. Entonces, de acuerdo con esa lógica se empuñaba una escoba grande y se barría a fondo el establo.

Diferencias sociales, étnicas, ideológicas, delitos: todo se confunde en una misma bolsa de estiércol que es necesario abyectar. arrojar lejos de la comunidad considerada decente.

La piel sucia

Ningún signo tan tajante como la piel sucia para justificar discriminación. Escisiones y antagonismos sociales, raciales y generacionales se significan en la concepción de tacto, suciedad y estiércol. El que aspira a la integración desplaza hacia otro aquello que se esfuerza en reprimir (vejez, enfermedad, pobreza con las que no se solidariza: diferencia étnica que desprecia). En tal visión, olores y contactos juegan un papel mayor. La roña fundamenta distancias.

 

El fenómeno del racismo sigue teniendo vigencia mundial. Se basa en un supuesto olor, propio de la “raza” y en la asociación más o menos inconsciente del color diferente con la mugre. Según una leyenda popular, los humanos eran negros hasta que se descubrió un lago. Todos se precipitaron a bañarse y algunos sólo pudieron lavar palmas de manos y plantas de pies. Pero, como nuestra existencia se rige por el oxímoron o asociación de contrarios, también lo que se considera sucio y se asocia a lo negro, en la fantasía suele vincularse con vigor, mayor. De ahí surge la creencia de que el pene pigmentado es más potente que el blanco y, en consecuencia, la envidia del blanco hacia su rival negro, que seria un amante superior.

 

Joven y adulto no intiman con viejo. El pringue que, supuestamente, se oculta en los pliegues de su piel no es basamento menor para el rechazo. Generalmente, el descontrol de los esfínteres equivale a exilio.

 

Al integrado lo perturban los mensajes de esfuerzo o desgaste físico, hacinamiento o diferencia étnica. De ese modo, asienta su humanidad y bienestar, lejos de la desgracia. El énfasis puesto en la suciedad de los marginales tiene un significado preciso. No ya su contacto: su sola presencia supone riesgo. Tal argumento elude responsabilidades. Emanaciones o cáscaras en la piel son signos decisivos para justificar el trato que se da a enfermos, viejos, miserables. Asco también puede venir del latín escharosis: formación de costras. En esos casos, más que con lo sucio, lo asqueroso se asocia con los campos de enfermedad y pobreza. La familiaridad fecal repugna. Su olor se revela sin sutileza no sólo en tugurios y cantegriles, sino en casas burguesas habitadas por viejos o depresivos. Y emerge brutalmente en hogares de ancianos o ascensores de hospitales. Se rehuye trabar amistad con un marginal o visitar a un enfermo melancólico aduciendo contaminación o mugre. La quimérica inflación de la noción de sucio tiene que ver, también, con un conflicto interno. Es como si el hombre triunfara de un secreto sentimiento de falta de limpieza propia, encontrando otro ser más manchado, a quien despreciar. La idea de que ciertos olores rebajan a la persona, se asocia con la fantasía de que los mismos están consustanciados con su integridad, lo que da un sentido moral a clasismo, racismo, xenofobia.

 

Sin embargo, aunque se esté informado y hasta se proteste, no se experimenta el mismo espasmo frente a sustancias y olores industriales, probadamente contaminantes. El excremento constituye, por excelencia, signo donde depositar, lejos de sí, el desprecio. A través de explotación y depresión, tizne y tiempo, van surgiendo los intocables.

Excremento y muerte

Hoy el aloe se comercializa con fines cosméticos. Pero, en antiguos libros de símbolos, se lo designa como medicina para el estreñimiento. Su sabor amargo significaría penitencia y sufrimiento, dos imágenes fuertemente asociadas con excremento. Quien retiene caca no puede ser sino pecador.

El aloe también sirve como medio de embalsamamiento, porque se le atribuyen valores protectores contra la descomposición. Significados de residuo y corrupción se asocian. Las heces amenazan al cuerpo, efímero. Olor de excremento: hedor de podredumbre. Si no puede amputarse, que se enmascare. En los conventos se fabrican perfumes socialmente útiles. Emboscan, ocultan y aun medican. Son agua de melisa o toronjil y romero (también conocida como agua de la Reina de Hungría, especialidad de carmelitas descalzas, difundida en toda la Europa de los siglos XVI y XVII). Omitir o cercenar roces y husmos forma parte de un proyecto que refiere a quimera o desvarío: pretende borrar testimonios de tiempo orgánico, restringir signos de duración corporal y profecías de fin mundano. El excremento los despliega.

Encubrir la mácula, silenciar su aliento, no son sólo tentativas de desarmar su poder pestífero. Constituyen, también, un tanteo de negar el transcurso de la vida terrena con su sucesión de apariencias. En las cárceles, los grafitti proclaman la atención que el encerrado pone en acumulación de plazos y podredumbre. Fuera de ellas, la deyección también obsesiona. Producto ineludible de una negada fisiología, reaparece implacablemente. El excremento contradice el forcejeo por rechazar duración y animalidad, la brega por cercenar a la humanidad de su cuerpo.

En el siglo XX, la imposición de un nuevo sinsentido angustia difusamente a Occidente. En su obra Poderes del horror, la semióloga Julia Kristeva muestra la morgue (y, a veces, también el ámbito de las contemporáneas casas de duelo). Visto sin Dios ni amor, el cadáver cae, como excremento. Es tarea semiótica escuchar y traer a luz sentidos que se ocultan más hondo que la primera apariencia.

5. El primer hombre que usó un inodoro

                                                                                                                   Trainspotting - Reino Unido 1996

Ciudad cloaca

 

Múltiples signos nos hablan de imágenes de asco y hasta connotaciones de horror asociadas con heces. Sin embargo, semejantes a cloacas son las ciudades que no cuentan con sistema de cañerías. Roma, cuyos acueductos atraviesan el imperio, aparece como modelo de limpieza. Sin embargo, las ruinas romanas no aportan prueba positiva acerca de la existencia de retretes. Nada dicen sobre ellos los tratados de Vitrubio. La palabra letrina, que sí aparece, es una contracción de lavatrina, que viene de lavar. Las lavatrinae son lugares públicos donde aquellos que no tienen esclavos van a lavar su ropa y vaciar sus orinales. Hasta el siglo XV, el común de la gente defeca bajo el cielo. En el XVI se organiza una política de la deyección, con su policía del desperdicio y su propaganda de la privatización. Al promediar el siglo, se suceden los reglamentos que obligan a los particulares a construir letrinas en sus casas, manteniendo en rigurosa equivalencia retretes y privados para designar los lugares donde, de ahora en adelante, deberán ejercerse las necesidades.

 

Tales dictámenes no modifican hábitos cotidianos ni prácticas arquitectónicas, aun oficiales. En los grandes palacios entre el XVI y el XVIII, Fontainebleau, Versalles, Saint-Cloud, las letrinas siguen faltando. Se evacúa en una bacinilla portátil o se sale al campo. En una carta de la duquesa de Orleans a la electriz de Hannover, fechada el 9 de octubre de 1694, la primera se lamenta de las incomodidades de Fontainebleau: Sois muy dichosa de poder hacer de vientre cuando queréis. No ocurre la mismo aquí, donde estoy obligada aguardar mi deposición hasta la noche; no hay retretes en el lado del palacio que da al bosque y yo tengo mi habitación en esa parte.

La sensibilidad de la duquesa está herida, pero también se siente sorprendida la nuestra. ¿Qué grado de confianza une a esas dos damas para que traten, con tal naturalidad, esas intimidades epistolarmente? La carta refleja una familiaridad con las evacuaciones que hoy, por lo menos a partir de cierto círculo social, no se tiene.

Hasta el siglo XVIII los reyes casi nunca están solos. Saint-Simón visita al regente mientras éste se halla sentado en su bacinilla. Un cortesano irrumpe en los reales aposentos a fin de impedir que Luis XIV declare precipitadamente sus intenciones de desposar a Madame de Maintenon. Lo encuentra defecando. El soberano ni se indigna ante semejante intromisión ni desiste de su propósito. Es mientras va de cuerpo que la Duquesa de Borgoña mantiene con sus damas las conversaciones más confidenciales.

Las clases signadas por alta cuna hacen gala de desenvoltura en relación con el cuerpo y sus “miserias”. Tal vez piensen que sus excreciones participan de la nobleza de sus personas.

Otros monarcas transforman al excremento en signo de soberanía y parentesco con la divinidad. Los Yahoos son un pueblo no occidental. Su rey vive en una caverna, cuyo nombre es Alcázar, en la que sólo lo visitan cuatro hechiceros y dos esclavas, para atenderlo y untarlo con estiércol. Su dios, ideado a imagen y semejanza del monarca, también se llama Estiércol. Borges recoge esos hechos, tal vez probables, en El informe de Brodie.

Hasta fines el siglo XVIII, las mayoría de las casas no cuentan con pozo negro. En los centros amurallados, las escurriduras se dejan dentro del recinto de la ciudad, a lo largo de las paredes que la circundan. En el entorno de templos, habitado por miserables y frecuentado por fieles, los residuos fecales se acumulan. Suele suceder que el transeúnte no vea el suelo que pisa: tan cubierto de excremento está. Acerca de Madrid circulan murmullos: por sus calles corre estiércol, soretes de todos colores, blandos y enjutos. Módena es una ciudad que en medio del pantano, medio sepultada se ubica. Suele llenarse de mierda de la cabeza a los pies quien tropieza en sus caminos. París que, desde el iluminismo, tiene reputación de Ciudad Luz, es conocida, también, como Ciudad Mierda. Hacia fines del siglo pasado, corren rumores según los cuales los parisinos ya no se dan los buenos días. Se saludan con un lamento: ¡Qué olor! Todavía hoy, en Ciudad de México, ¡Aguas! es voz de alerta ante peligro. Hasta bien entrado el siglo XIX, con esa palabra se advierte al transeúnte que se vaciará una bacinilla por la ventana. Con suerte, éste se hace a un lado. De lo contrario, se baña.

En las sociedades tradicionales, las nociones de pudor y vergüenza no dibujan del mismo modo sus contornos. La casa se continúa en la calle.

Allí se vierten orín y caca. El paisaje montevideano del llamado tiempo de la barbarie (1800-1860) abunda en personajes que se alivian tranquilamente en la calzada. Heces, porquería, podredumbre: los montevideanos están familiarizados con ellas y aceptan con naturalidad los hechos de muerte, vida y corporalidad. Ya entrado el siglo XX, el desagrado por la excreción es relativo hasta entre adultos de clase media. En Montevideo, y más aun en el campo, persisten las residencias con el retrete fuera. En las noches, se usa la bacinilla sita en el lugar más íntimo de la casa: bajo el lecho. En las viejas mansiones, los dormitorios dan a un gran patio de claraboya (que se abre sólo en tiempo cálido). A ese patio también desembocan escritorio, sala, comedor y toilettes. Hoy, todavía se encuentran letrinas de cafés, escuelas públicas y cuarteles, tan hediondas como en viejos tiempos. A pesar de las órdenes de las autoridades, hasta ahora en barrios de numerosas ciudades (incluida Montevideo, donde cada vez son más frecuentes las personas y hasta las familias que duermen a la intemperie), se encuentran residuos fecales en la vía pública.

El primer hombre que apretó el botón de un inodoro ..

Famosos son los baños, llenos de secretos para la belleza, que toman mujeres como Cleopatra y Popea. O aquellos en los que se sumerge el amante antes de encontrarse en el lecho de la amada y que Boccaccio describe en el cuento segundo de la segunda jornada de su Decamerone. Pero, hasta el siglo XV, usualmente, se concurre a baños colectivos. Con el tiempo, éstos se prohíben pues se los acusa de contribuir a la ligereza de costumbres. Sin embargo, sólo en la segunda mitad del siglo pasado el agua corriente a domicilio se transforma en una necesidad para la clase media. Recorre cañerías de fregaderos y lavabos hasta conferir sentido a la preparación de una pieza estable con la función de lavarse y evacuar. Disponer de cuarto de baño es signo de modernidad y bienestar, digno de mostrarse a los visitantes. El centro significativo es la bañera, que asocia imágenes de ocio, exuberancia y placer: inmersiones en espuma, leche, sales, aceite rojo de Turquía, flores de saúco y hojas de laurel. Cepillos, esponjas y almohadas flotantes, donde apoyar la cabeza rodeada de perfumes, efluvios, vapores de ensueño. En su investigación sobre los signos de limpieza y suciedad, Georges Vigarello sostiene que, en muchas culturas, el baño está más vinculado con las ideas de refrescarse y embellecerse que con la necesidad de higienizarse. En Uruguay, hasta este siglo, ciertos sectores sociales, aun de clase media, asocian baño con imágenes de vago temor. Hasta ahora hay una opinión según la cual el cabello que se lava poco, no se cae. En algunos círculos, inmersión o ducha se prohíben cerca de comidas, durante períodos femeninos y, efectivamente, pueden producir muerte por hipotermia en el caso de linyeras cuyos cuerpos, cubiertos de costras protectoras, no han estado en contacto con agua durante años. Por eso, actualmente, en las escuelas de enfermería se advierte el peligro que supone la imposición del baño a aquellas personas muy sucias que recién ingresan a un nosocomio.

Antes del surgimiento del cuarto de baño y en contraste con su capacidad para significar lujo, el retrete (del latín retractus: retraído, separado) no se muestra a las visitas, así sea de mármol. Queda clavado en patios o pasillos exteriores. Su naturaleza se asimila al recuerdo de una animalidad insumisa, que no puede transustanciarse en fasto y magnificencia. Permanece desposeído de dicción en el lenguaje del refinamiento humano, porfiadamente empotrado en los márgenes y, en consecuencia, cercano al campo de reclusión y suplicio. De hecho, es semejante al calabozo, se usa para castigar niños y ciertas prisiones y salas de tortura hasta ahora se parecen a él.

El advenimiento de agua corriente y cuarto de baño, con su centro semántico en la bañera, logran, sin embargo, su resignificación. El agua, constelada de simbolismos purificadores, compone un nuevo discurso. Si a ello se agregan color, diseño y material comunes a los diferentes módulos (lavabo, bañera, water, bidet), se establece una metonimia de la pulcritud que dibuja un armonioso paisaje. Si esos módulos se separan, como aún suele ocurrir en Francia, el hilo metonímico se rompe. La semiótica muestra que un cambio cualquiera en un conjunto de signos, por cotidianos que parezcan, puede generar imágenes ominosas y aun conflictivas fronteras culturales. En su obra autobiográfica Cara a cara con las tinieblas, el novelista estadounidense William Styron recuerda su estreno en París: Afronté por primera vez y no sin aprehensión a los franceses y a sus estrafalarias costumbres. Jamás olvidaré cómo reinaba el bidet en mi triste dormitorio de hotel, ni los waters situados al fondo de un corredor iluminado con tacañería. (Esos aparatos y los lugares que ocupaban) ...definían el abismo que separa la cultura francesa de la anglosajona.

En todo caso, el influjo del agua adapta el infame retrete a la fantasía de una nueva moral: la de la limpieza. Water y espacio que lo contiene pasan a ser sanitarios. Rodeado y revestido de asepsia y pulimentación, el antiguo excusado (que, con su nombre mismo, pedía disculpas por nuestras “miserias”), se desliza al campo de significados propios de la sala médica (depósito de fármacos que se guardan en el baño) y, por lo tanto, se engloba en la ideología de la sanidad. Vicente Verdú cuenta como cierta la historia de una señora rural quien, al enseñar su nueva casa, dice al visitante: Este es el cuarto de baño pero, por suerte, todavía no hemos tenido que usarlo.

Representado como deudas saldada con la higiene, el excusado se traslada desde el exterior sórdido a un interior virtuoso y hasta digno de exhibición. De ese modo, se transforma así en signo que separa a las clases decentes que lo poseen del pueblo crapuloso que lo ignora. Así, el escritor inglés Somorset Maugham pretende que la democracia está basada en la uniformidad de hábitos de limpieza: El pozo negro es más necesario a la democracia que el parlamento... Las comodidades sanitarias han destruido el sentido de igualdad en los hombres... El primer hombre que apretó el botón de un inodoro... hizo sonar el toque de difuntos a la democracia.

El water en el cine

A pesar de la flamante honorabilidad burguesa que el water ostenta, el cine de Hollywood lo elide cuidadosamente. No obstante, desde 1919, con la película Male andfemále (Varón y hembra) de Cecil B. de Mille, el cuarto de baño se transforma en ámbito privilegiado para exhibir lujo, elegancia y estrellas semidesnudas. El signo clave es la bañera, que se asocia, por contigüidad o analogía, con aves acuáticas, moluscos o cetáceos. Aparece sostenida por cisnes dorados en The love parade (El desfile del amor, 1929), o es metáfora de una concha gigantesca con grifos en forma de delfines (Easy living, 1937). ¿En las películas de ese tiempo, las “buenas” se bañan tanto como las “malas”? Dentro del contexto cinematográfico, la inmersión no tiene connotaciones de purificación sino de sugerencia y sensualidad, por lo que conviene más a la perversa Queen Kelly (La reina Kelly, 1928), cuya bañera está rodeada por un círculo de cupidos disparando flechas a decenas de amantes infelices. En todo caso, el baño de Gloria Swanson, en 1919, sonroja a los estadounidenses pero les hace gastar más en lujosas salas de baño.

La idealización del aseo no va sin perjuicios. Al promediar la década de los ochenta, a través de los medios masivos, en Estados Unidos se hace una campaña contra el exceso de higiene. Ciertos sectores de la población, obsedidos de limpieza, se bañan más de una vez al día, produciéndose abundantes afecciones de piel. El hecho parece brindar argumentos a los que defienden la virtud de la mugre.

La inclusión del water y su uso en el discurso fílmico son tardías y contadas. Cuando aparece, en La grande boujfe (La gran comilona de Marco Ferrari, 1973), Trainspotting (Sin límites de Danny Boyle, 1996) y algunas otras películas, escandaliza a ciertos sectores de público. El recuerdo inmundo del retrete no sólo permanece cancelado en el cine sino que se borra de la memoria mediante nuevas nominaciones: water, inodoro, que connotan pulcritud y ausencia de tufo. La sala que lo contiene alude únicamente al hecho de bañarse o toma nombres como restroom, que convoca exclusivas imágenes de descanso y holganza.

Las familias acomodadas metaforizan más y más su espacio. El baño, ornado de conchas y caracolas, recuerda una playa, mientras cortinas y toallas llevan la estampa de coloridos peces. Se disfraza de jardín, en el que prosperan begonias, fitonias y peperonias. Ciertos pintores venden temas de bañistas y desnudos para decorar sus paredes. O se coloca en él una pequeña biblioteca que lo dignifique. Así, lo función considerada como más bajamente biológica se asocia con la actividad intelectual, cultural por excelencia. El trasero estimula al cerebro.

En todo caso, transformado como signo y como cosa, el viejo excusado se instala en el ámbito del aseo. Asear es una derivación del latín assedare: poner las cosas en su sitio. Así se confirma la teoría de la antropóloga Mary Douglas, según la cual la suciedad no existe per se. Es sólo materia en el lugar equivocado. La defecación pasa a ser un acto de purificación por el cual el individuo sanea su cuerpo. Al aligerarlo de materia, contribuye a alivianarlo, mientras por el water se descarga un chorro de agua violeta, con olor a lavanda mezclado con desinfectante. La higiénica expulsión del excremento aparece como signo que contribuye a la espiritualización.

Sin embargo, la obligación social de tener baño y el deseo de transformarlo en un lugar de boato, revestido de los más caros materiales, está lejos de alivianar el espíritu. ¿Cómo tener amigos de otras clases sociales si en la propia casa no hay baño? Más aun: ¿cómo conseguir trabajo, por humilde que sea, si la propia vivienda no da las posibilidades de higienizarse que la sociedad impone como apropiadas? El sueño de la clase media es tener un baño elegante. Si se pertenece a esa clase ¿cómo mantenerse a tono con los pares sin gastar en dispendiosos materiales y diseños?

Water y droga

En 1996, el director Danny Boyle presenta el filme Trainspotting, donde plantea las duras exigencias que la clase media hace pesar sobre sus miembros. Deben reunir un conjunto siempre creciente de condiciones: pertenencia a instituciones, hábitos de vida, posesión de cosas. La película se inicia con una persecución. El protagonista, Renton (Ewan Me Gregor), un joven de aproximadamente veinte años, roba para comprar drogas y escapa por las calles de una ciudad escocesa mientras una voz en off dicta: Elige la vida, elige el matrimonio, elige dos hijos, elige un empleo, elige dos autos, elige CD rom, elige una casa con hipoteca a plazo fijo, elige abrelatas eléctrico, elige televisión, elige alimentos con bajo colesterol, elige comida chatarra, elige ropa informal.. El mundo se materializa de modo cada vez más agobiante en objetos y obligaciones hasta que la misma voz estalla: El yo no elegir la vida. Elijo otra cosa. Quién quiere la vida si tiene heroína.

Encerrados en habitaciones cuyos techos destartalados ocupan la mitad de la pantalla, sin ventanas, Renton y sus amigos parecen emparedados vivos. La ausencia de muebles sugiere una desolación más profunda: familiar, afectiva, interior. Entre esas paredes que se descascaran, mantienen relaciones bisexuales, sueñan con el lejano rejno de Gary Cooper y Burt Lancaster, al tiempo que se inyectan y caen en un sueño de placer y apasionada negación de la sociedad y su ley. Reino del deleite indiferenciado, de lo latente, donde todo es posible. Las paredes estrechas se transforman en metáfora de una matriz, de una xora (en griego: espacio, sitio, región, campo, finca). En su Timeo (50b- 53d), Platón designa con ese término una zona inestable, incierta, ilegítima (como la sexualidad múltiple que practican Renton y sus amigos). La xora también provee lugar para todas las cosas inaprehensibles a través de los sentidos (ensoñaciones, alucinaciones).

En Revolución del lenguaje poético (1974), Julia Kristeva acuña el término para semiótica y psicoanálisis. En esa obra, Kristeva habla de la xora como de una articulación extremadamente provisoria (como los efectos de la droga). Es anterior al reino de lo social, caracterizado por significados precisos, norma y dictamen, del que Renton y sus amigos quieren escapar. Como la ensoñación, la xora es sonido, movimiento, color. Al socializarse, el individuo la reprime. En mi libro Mujer, deseo y comunicación (1992), la asocio con las playas de delicia más o menos inconfesables en las que los adultos nos hundimos, identificándonos con aventura, erotismo, felicidad de los personajes cinematográficos y olvidando momentáneamente nuestras rígidas identidades sociales. En ese sentido, la sociedad que Renton y sus compañeros enfrentan es tan intolerable que, a través de opio o heroína, los personajes regresan a la xora, flotando en la deleitosa protección de un tiempo que se percibe como infinito. Sin embargo, súbitamente, Renton, llamado por la voz de la Ley (un comedor igualmente marrón, donde sus padres comen, también de cara a un muro), decide abandonar la heroína. La habitación donde habrá de “rehabilitarse” (su dormitorio en la casa familiar), tiene sólo una cama entre un techo y un suelo que llenan el campo visual, produciendo una sensación de ahogo. El espacio habitacional, receptáculo protector que permitía, aunque fuese transitoriamente, gozo e imaginación, se muta en caja asfixiante. Mientras, en la banda sonora, la voz de la Carmen de Bizet tienta a Renton a abandonar su resolución, que se parece más a la continuidad que al cambio. Sin opciones reales, éste huye hasta el desolado apartamento de un traficante quien, por el momento, puede ofrecerle sólo supositorios de opio. Un primer plano de su trasero muestra al público la introducción de los supositorios. En vez de agredir al mundo con sus excreciones en un regreso a la etapa anal, Renton lo cancela a través de una también colérica ingestión por el ano. Pero los restos de heroína que quedan en su cuerpo se mezclan con el opio, produciéndole una dolorosa diarrea.

Renton escapa delante de viviendas económicas semejantes a bretes, mientras sueña con un gran baño resplandeciente con canillas de oro, mármoles blancos y un inodoro de ébano. De todo lo que la sociedad le exige que desee, lo único que lo tienta es un soberbio lugar donde excretar(la).

Finalmente llega a una taberna cuyo retrete desborda inmundicia. Con asco, dolor, placer extremo, Renton se alivia en medio de un charco de porquería. Pero, al defecar, pierde los supositorios. Vomitando revuelve en las aguas fétidas de la letrina hasta que, finalmente, se zambulle en ella.

Lo que sigue, es una secuencia de gran belleza: Renton nada en un agua purísima, de brillantes tonos verde azules, iluminada por luz blanca procedente del excusado. La ciudad, con sus apartamentos idénticos, semejantes a mazmorras, parece ofrecer sólo dos alternativas que, profundamente, significan lo mismo: drogarse con heroína o con consumo: auto, coca-cola, hamburguesas, shoppings y vida standard. Para Renton, la sociedad se presenta como caos sin significado preciso. Pero no es el mundo indefinido de los propios sueños. Es lo inestable, incierto, provisorio (siempre hay nuevos aparatos, regímenes, modos de ocupar el ocio), que imponen otros. Un caos ajeno, que asquea. Sin embargo, soterrado, se extiende ese manantial, pleno de connotaciones de vida y purificación. El grupo organizado, que decreta afectos, cosas, diversiones, ha sepultado su belleza y vigor auténticos.

Renton gira bajo las caricias del agua regeneradora, pero recupera sus supositorios y debe volver, primero manos, luego cabeza hasta que todo el cuerpo sale a través del water, forcejeando, untado, lloroso, como el de un bebé en tren de nacer a un mundo maldito.

La estética del filme se vincula con el movimiento expresionista, surgido aproximadamente un siglo antes. Como su nombre lo indica, el expresionismo constituye un arte producido por la exuberante sublevación del principio expresivo. También en Trainspotting, no es sólo el protagonista quien se expresa. Todos los elementos de la película tienen autóctono poder de bramido: los techos, excesivamente bajos, que amenazan con venirse encima: las paredes sin ventanas, que asfixian; las casas idénticas, que niegan la libertad. Son colores manchados de paredes, empapelados desgarrados, líneas de brazos, piernas, cabezas contorsionadas, quienes gritan lo que está ocurriendo en el interior de los personajes y en el mundo que habitan. Parecidos a los pobladores de la película de Boyle, los expresionistas sienten que el planeta se deshace bajo sus pies. Para ellos no hay salida, transacción, solución entre situaciones diversas. Tampoco para Renton surgen alternativas entre la diarrea provocada por las drogas o la defecación motivada por integración y consumo. Sólo encuentra anonadamiento, postración frente a la sociedad, situándose en las fronteras de no existir, de entrega al abismo, de abandono total. O aceptando reglas que también conducen al aniquilamiento de lo valioso y creativo que puede tener la persona. En 1895, un célebre precursor del expresionismo, Edvard Munch, pinta El Grito, manifestación extrema de la angustia humana. Un hombre solo toma su cabeza, donde asoman- ya los rasgos de la calavera, con una mano similar a una garra, mientras ojos y boca, desmesuradamente abiertos, aúllan a una sociedad sin respuestas. Con todo, su soledad es sólo humana: el individuo se encuentra en medio de la naturaleza. Detrás de él, un cielo naranja puede ser signo de ocaso como de aurora y el horizonte señala al infinito. En febrero de 1987, el Frankfurter Allgemeine Magazin publica una versión de la obra donde el mismo hombre enronquecido aparece rodeado de negro.

Sobre su cielo tenebroso se destacan, inmensos, una radio, un ventilador y el grifo de un cuarto de baño que pesan sobre él como ineludible amenaza. En dicha variante de la pintura de Munch, como en el filme de Boyle, la violencia aumenta, acosándonos desde esos objetos que cuelgan, amenazadores, de la negrura. La desesperación expresionista llega a su cúspide, adquiriendo caracteres desmesurados y, a la vez, llenos de sarcasmo: un amigo de Renton, afectado por la sobredosis, baña el comedor de una familia con su propio excremento. El comedor es el lugar simétricamente opuesto al baño. Simboliza lo social que se muestra, por excelencia: trabajo (pan ganado con el sudor de la frente); espacio de reunión doméstica y agasajo a los amigos; higiene (alimentos considerados puros).

 

Pero el filme representa en tal espacio un mundo donde los personajes se sienten sumidos en otro sinsentido (el de consumir, aburrirse pues ya no queda nada que compartir, vivir sin expectativas), que fácilmente puede transformarse en retrete.El reino de la m ... eterna.

Así, el excremento no sólo denota el buen o mal funcionamiento del organismo. También es metáfora de las enfermedades físicas y mentales que las modernas ciudades favorecen, de la inmundicia interior que crece en el hacinamiento. Según el protagonista de Trópico de Capricornio, todas estas calles de América, forman una enorme fosa, una fosa del espíritu en la cual todo es sórdido y drenado hacia el reino de la m... eterna.

 

El personaje señala que en las oficinas de muchas empresas e instituciones se acumula la doble suciedad de corrupción social y maltrato: Mi oficina en Sunset Street era como una cloaca abierta y hedía como tal.

 

En Montevideo, hoy, el atropello es habitual. Recibimos esa deyección ética, antihigiénica para nuestra vida interior, de modo casi ubicuo: en trabajo, calle, transporte, clínica médica, empresa privada y oficina pública. Sin embargo, a partir de la clase media, los padres inculcan a sus hijos el apego a limpieza, éxito y dinero. En cambio, pasan por alto o aun fomentan que sus chicos, adolescentes y jóvenes desparramen la fecalidad de mala educación y grosería sobre desconocidos, personas mayores y amigos de su propia edad.

 

6. El circuito de la burla

 

Jacob Jordaens. El rey borracho (Flandes, siglo XVII)

Se ha mostrado al excremento en campos de imágenes asociadas con castigo, culpa y ultraje. Pero, en la vida cotidiana, tanto el significado excremento como las palabras que lo designan, resultan ambivalentes. El insulto suele connotar cariño. En la novela Ulises, Dedalus se refiere a su amigo Mulligan a través de la metáfora caquita de papá. Dos amigas, que se soportan mutuamente las miserias cotidianas, suelen llamarse recíprocamente: Mi escupiderita, mi watercito, mi caño maestro.

Hasta hoy, la actividad excretoria sirve a amigos y hasta psicoanalistas para desdramatizar y traer a tierra situaciones y seres vividos como penosos o inasequibles. Acuérdate de que también hace caca es consuelo relativamente generalizado para dar cuerpo a una persona temida o excesivamente admirada. Representarse a alguien idealizado y lejano sentado en el water constituye un modo de acercarlo y humanizarlo. De esa forma se busca transformar una actitud o flexibilizar una relación.

En otras ocasiones, evoca admiración o aprecio más o menos inconscientes hacia quien se pretende insultar. Andá a cagar constituye una respuesta convencional frente a una broma. También puede expresar ira, fastidio o simple desconcierto. Que excrete aquel que, con delirio o ingenio, nos deja estreñidos de respuesta.

"Malas palabras" y su uso

Tradicionalmente, en el seno de la clase media, un rasgo que diferenciaba la cultura masculina de la femenina era el uso de términos groseros para designar excreción y sexualidad. La palabra mierda virilizaba al hombre. La empleaba en la sociedad de otros hombres o de mujeres (sirvientas, prostitutas o demasiado libres), por las que no sentía respeto. O con la propia esposa, una vez que conocía su intimidad sexual y doméstica. Hasta hoy, hay mujeres que jamás la pronuncian. Tal vez porque son ellas las que usualmente la limpian. O sólo la dicen a edad avanzada, cuando sienten que la experiencia les concede cierta permisividad.

El cambio de identidad cultural de los sexos ha uniformizado y vaciado de significado el uso de términos como mierda y cagar. Las expresiones: Cagar a alguien, Mandarse una cagada o Qué cagada se han vuelto cotidianas en el español del Uruguay. Han perdido así su significado denotado (nadie piensa en la función biológica) para adquirir uno metafórico, de carácter preciso y unívoco. Cagar a alguien significa calumniarlo o perjudicarlo. Mandarse una cagada, hacer algo mal, equivocarse poco o mucho. Qué cagada se emplea para designar insucesos que pueden ser triviales o graves en extremo.

En el marco estudiantil francés, existe una especie de fórmula incantatoria que consiste en repetir Merde tres veces. Se supone que, después de invocar de ese modo la ayuda del excremento, memoria, lucidez y creatividad favorecerán al candidato a examinarse. Probablemente tal expresión encuentre su origen en sistemas significantes tradicionales, donde el circuito de la burla se emparenta con formas de descenso que conducen a la reconciliación. Cerebro y ano, naturaleza y cultura, excremento e inteligencia, se reúnen en un solo poder creativo. Acaso, ese repique de significados arcaicos explique la circulación y abundancia de los nombres que designan la defecación en la mayoría de las sociedades, hasta hoy.

Excremento y fiesta

En su clásica obra sobre cultura popular en Edad Media y Renacimiento, el filósofo Mijaíl Bajtín despliega un universo en el cual el cordón umbilical que une hombre y animales con comunidad y tierra no ha sido segado. El cuerpo humano aparece entretejido con el mundo, confundido con materia, entrelazado con otros seres vivos. Bosta y vitalidad eterna se mezclan en diferentes tiempos, creencias y comunidades. El excremento se percibe como rasgo común a todos: miembros de la sociedad apartados por jerarquías, habitantes del universo jerarquizados en especies. Se opone al confinamiento del hombre en sí mismo. El énfasis está en umbrales orgánicos. En actos como los de sexo, comida y excreción, el cuerpo revela su esencia como principio de crecimiento que traspasa sus propios límites. Por eso, la caca cumple distinguido papel en la fiesta popular.

Los griegos no desdeñan la inveterada costumbre de arrojarse bosta. En la Edad Media se estila organizar partidas de boñiga. La directora de teatro y cine Arianne Mnoushkine muestra la pervivencia de tal usanza en tiempos de Molière. La guerrilla de excremento durante el carnaval significa una voluntad popular de eliminación de lo demasiado lleno, contraria al proceso de conservación que tiene lugar en el pozo negro. Hasta el siglo XV, a veces aun más tarde, en oficios religiosos revertidos, se usa estiércol en lugar de incienso. En el clima de permisividad que da el jolgorio, curas fingidos recorren la ciudad en carretas llenas de inmundicia, que rocían sobre la gente a modo de aspersión. En su estudio sobre la celebración del carnaval en el antiguo Montevideo ( 1800-1872), la historiadora Milita Alfaro no habla de deyección, pero sí de una fiesta donde la mugre tiene un papel central: arrojar agua sucia y hasta alimentos en mal estado es parte importante de la algazara general.

Excremento y risa

Cuando escriben en el género cómico, los autores griegos y latinos representan todas las excreciones corporales, especialmente las fecales. La tradición clásica avala la materia en el campo estético. La exaltación del cuerpo, que viene de la tradición griega y romana, justifica las libertades que se toman Chaucer, Boccaccio, Rabelais, Cervantes, Shakespeare, Swift.

Las heces no son sólo signo de resistencia contra instituciones, ceremonias y normas sentidas como agobiantes o amenazadoras. A ellas se asocian imágenes de fecunda risa. Tienen papel central en el folclore (palabra cuyo significado etimológico es sabiduría popular). Uno de los motivos de esta preponderancia, es la visión del cuerpo como rueda, donde no hay altos ni bajos definitivos. La cabeza puede encontrarse pegada a la tierra y el residuo en la posición más elevada. Nada debe afligimos ni envanecemos demasiado, pues nuestro destino es girar en la cómica danza de la vida. Es posible que la costumbre de arrojar alimentos, aveces en mal estado, sobre quien recibe un título académico, tenga ecos de estiércol. Con tal gesto, se procura mitigar el ingreso a la edad adulta. Se resignifican madurez y obediencia a códigos, esfuerzo, conocimiento y prestigio. Se connota que todo no es, en última instancia, sino alegre ilusión que despierta carcajadas. La risa baja de cátedra o sitial, encarna y libera. Lo alto son cielo y rostro. Lo bajo, tierra y vientre, sexo y ano. Bajar significa comulgar con la tierra concebida como principio simultáneo de absorción y nacimiento. Quizás de esa visión del organismo, momentáneamente olvidado de su socialización, venga la popular expresión rioplatense cagarse de risa.

Reírse del miedo

El excremento no sólo aligera la seriedad. También es signo multívoco en relación con el miedo. Desde la interioridad humana, el temor cósmico acecha. Es el sentimiento ante todo lo que, inconmensurablemente, rehúsa límites: cielo, montaña, mar. El sobrecogimiento frente al desborde universal se asoma desde relatos griegos, bíblicos o no occidentales hasta filmes taquilleras de hoy. Memorias y premoniciones relativas a cataclismos y fines violentos se trasuntan en episodios como los de Noé y Sodoma y Gomorra. En esos relatos, los elementos desencadenados simbolizan cólera divina contra máculas humanas. Tras la sanción aniquiladora, Yhvh perdona y regenera el mundo. En la tradición hindú, uno de los avatares (o descensos al mundo) de Visnú, protector de universo y humanidad, tiene la finalidad de prevenir a Manu, primer ancestro del hombre. Se avecina un maremoto. Manu llena el navío que Visnú le envía con ejemplares de todas las especies vivientes y semillas de todas las plantas de la tierra. El océano los sumerge. Pero el germen se salva y renueva. Entre aztecas, los elementos son instrumentos divinos que se liberan para revitalizar periódicamente el universo.

De modo trivializado, muchas películas de Schwarzenegger y Spielberg descalifican los finales catastróficos. Después de la muerte atroz, el universo retorna al orden.

La tradición suele simbolizar en la corporalidad ese lance contra el temor a los elementos desmadrados. El cuerpo asimila plantas y animales que, tras crecer en tierra, agua y aire, se ponen al fuego. El hombre los experimenta en su interior y los excreta, en fluir permanente. A través del ciclo de los alimentos, rayos, despeñaderos y huracanes se transforman en algo cercano, visceral, íntimo: comprensible. Probablemente por eso, en las cosmogonías cómicas, la cantidad astronómica de excreciones da origen a torrentes y planetas. En el Gargantúa de Rabelais, ríos y astros surgen de su orina. Mediante ingestión y expulsión, el individuo siente en sí mismo las etapas del universo que se ordena, destruye y renace. El estiércol aparece como eslabón en tal ciclo. Constituye un vínculo del propio organismo con la naturaleza toda. Lo fecal, entrañable y familiar, desempeña insigne papel en ese proceso de serenidad.

Hasta hoy, muchas son las versiones de un chiste según el cual un individuo perseguido por una bestia salvaje logra salvarse gracias a las heces de su pavura, en las que la fiera resbala o queda empegotada hasta inmovilizarse. La victoria se la lleva la risa.

... Más que nunca hueles, y no a ámbar

En el capítulo XX de la primera parte de Don Quijote, el hidalgo y su escudero, naturalmente medroso y de poco ánimo, se encuentran, en noche oscura, entre árboles altos. Soledad, sitio, tiniebla, todo causaba horror y espanto. Para colmo de males oyen que, en las cercanías, daban unos golpes a compás, con un cierto crujir de hierros y cadenas que, acompañados del furioso estruendo de agua, pusieran pavor al de cualquier otro corazón que no fuera el de Don Quijote. En cambio, en el de Sancho, es tal la alarma que no osa apartarse un negro de uña de su amo. En la metáfora escogida por el narrador, miedo y mugre inician su alianza. Así, por el frío de la mañana que ya venía, o que hubiese cenado algunas cosas lenitivas, ó que fuese cosa natural (o a causa del miedo mismo), el hecho es que al escudero le vino en voluntad y deseo de hacer lo que otro no pudiera hacer por él.

Don Quijote observa: Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo. -Sí tengo, respondió Sancho; mas ¿en qué lo echa de ver vuestra merced ahora más que nunca? -En que más que nunca hueles, y no a ámbar, respondió Don Quijote.

Con la luz del día, ambos descubren la causa de aquel horrísono y para ellos espantable ruido, que tan espantados y medrosos toda la noche los había tenido. Eran seis mazos de batán, que con sus alternativos golpes aquel estruendo formaban. Al ver esto a Sancho se le hinchan los carrillos, se le llena la boca de risa, con evidentes señales de querer reventar con ella. El susto inmotivado (y también sus consecuencias) producen jolgorio. La jocundidad provocada por la caca triunfa de la medrosa noche.

Avergonzar

Al igual que Sancho, amenazados por un peligro, animales y hombres suelen perder el control de sus umbrales. Conocidos son los casos de condenados a muerte que llegan manchados al lugar de la ejecución.

El término cagón se usa vulgarmente para designar al cobarde. La novela La matriz del infierno, del sefaradita argentino Marcos Aguinis, transcurre en Argentina y Alemania durante la década de los treinta. Se inicia con un interrogatorio. Ferdinand Keiper va a agradecer la ayuda del capitán de corbeta Julius Botzen y a responder por su conducta dudosa. Se hace acompañar por su hijo Rolf, esperando que la presencia del muchacho inhiba en algo la ira de su superior. Pero a Botzen no lo impresiona que el hijo presencie la humillación del padre. Insulta a Keiper y lo amenaza con darle latigazos. Luego le ordena que lo deje a solas con Rolf. Ferdinand se incorporó de inmediato, hizo el saludo militar y se alejó con paso zigzagueante. Dejó tras de sí un feo olor. Rolf lo conocía: su padre acababa de defecar en sus pantalones. Sus esfínteres lo raicionaban cuando bebía en exceso y también cuando se consideraba vencido. El hombrón terrible y cruel que pegaba a su madre y a sus hijos se convertía en un sucio bebé.

El significado de miedo asociado a excremento prima durante el Barroco. En el libro I del Buscón (1626), a Pablos, niño sirviente y desamparado, le llega el primer día de escuela: Empecé a temblar. Entré en el patio, y no hube metido bien él pie, cuando me encararon y empezaron a decir: -“¡Nuevo!”. Yo, por disimular, di en reír, como que no hacía caso; mas no bastó, porque llegándose a mí ocho o nueve, comenzaron a reírse. Páseme colorado; nunca Dios lo permitiera, pues, al instante, se puso uno que estaba a mi lado las manos en las narices y, apartándose, dijo Por resucitar está este Lázaro, según hiede”. Y con eso todos se apartaron tapándose las narices.

El texto no es explícito. Pero sabemos que los pequeños del mundo pierden, a veces por mucho tiempo, el dominio de sí ante una amenaza que los halla inermes. Una informante me dijo que logró un completo autocontrol hacia los once años, cuando su padre murió. Hasta entonces, cada vez que el progenitor gritaba, la niña se orinaba.

En los concursos de perros no sólo se evalúan líneas esbeltas y hermoso pelaje. También se tienen en cuenta cualidades éticas, como serenidad y valentía. El entrenador sabe que si castiga a su perro o lo atemoriza de cualquier otro modo, se orinará ante los jueces. Aunque de estricto pedigree, no será campeón.

La escoria del poderoso

En el libro V del Buscón, el pequeño Pablos regresa a su habitación de sirviente tras su primer día de escuela. Viene tapado de gargajos y golpes. Se echa en su camastro y rompe a llorar. Los demás criados fingen compadecerlo. Pero esa noche, una vez que el niño duerme, arman gran barahúnda, pretendiendo que han entrado ladrones. Con tal motivo, le propinan una soberana paliza. Finalmente, los golpes paran. Molido por dolor y miedo, Pablos yace en su catre. Pero hállase sucio hasta las trencas. Aquí el excremento no alivia el pavor. Tampoco es signo de risa sino de sufrimiento y vergüenza. Es lo no familiar (hacerse encima y en un lugar compartido) que afecta lo familiar (ir de cuerpo), tomándolo funesto. Al llegar la mañana, levantáronse todos y yo tomé por achaques los azotesparano vestirme... Los compañeros se llegaron a mí... y decían: -“Veamos si estáis herido, que os quejábais mucho”. Y diciendo esto, fueron a levantar la ropa con deseo de afrentarme. Yo la tenía asida con los dientes para no mostrar la caca... dijo uno: - “¡Cuerpo de Dios, y cómo hiede!". Todos comenzaron a mirar si había en el aposento algún servicio... y dijeron: - “Sin duda debajo de la (cama) de Pablos hay algo; pasémosle a una de las nuestras, y miremos debajo della”.

Yo, que veía que... me iban a echar la garra, fingí que me había dado mal de corazón: agarréme de los palos, hice visajes.

Visaje significa mueca y, en francés, rostro (visagé). El rostro constituye el centro socio-semiótico del cuerpo, aquel espacio que más nos identifica y que más exponemos al comunicamos con un semejante. Su vulnerabilidad se pone de manifiesto en expresiones como dar la cara o mostrar la cara. Aparece, así, como espacio de verdad que es preciso codificar según los diversos contextos. En francés existe el dicho perdre la face, que significa perder el código social del rostro a causa de emociones violentas. En español, las expresiones caerse la cara en pedazos o caerse la cara de vergüenza metaforizan la imposibilidad de mantener un código facial ante algo sentido como socialmente ignominioso (privado de signos por vergonzante). Así, Pablos sujeta con los dientes las frazadas para no mostrar la suya o la disfraza con mímica. ... al fin, entre los cinco me levantaron. Y al azar de las sábanas, fue tanta la risa de todos, viendo los recientes no ya palominos sino palomos grandes, que se hundía el aposento.

Si hubiese quedado oculta, la caca sería mero hecho biológico. Descubierta, se transforma, para su productor, en algo casi siniestro, como el retomo ominoso de una fase anterior de su vida, en la que aún no se había demarcado netamente del mundo exterior ni del prójimo (experimentado como próximo, cercano). Pero ha pasado el tiempo y esa cercanía se ha transformado en choque, ferocidad, encarnizamiento: -“¡Pobre dèi!” -decían los bellacos (yo hacía el desmayado).

Aquí desaparece toda posibilidad de codificar la expresión facial. Frente a lo más privado (con su olor denotado y su miedo connotado) hecho público, Pablos literalmente pierde la cara, pretendiendo perder la conciencia: Los otros trataron de darme un garrote en los muslos, y decían: - “El pobrecito agora sin duda se ensució, cuando le dio el mal”. ¡Quién dirá lo que yo pasaba entre mí, lo uno con la vergüenza y a peligro de que me diesen garrote! Al fin, de miedo de que me le diesen -que ya me tenían los cordeles en los muslos- hice que había vuelto, y por presto que lo hice, como los bellacos iban con malicia, ya me habían hecho dos dedos de señal en cada pierna... Propuse de hacer nueva vida, y con esto, hechos amigos, vivimos de allí adelante todos los de la casa como hermanos.

El significado abyecto que adquiere el excremento en este contexto es el del propio mundo orgánico transformado, por la violencia, en mundo de otros, que lo resignifican para escarnecerlo. Una vez que todos se ríen de Pablos, lo insultan y golpean hasta que se hace caca de miedo, en las escuelas y patios nadie me inquietó más. Así, las heces representan, también, la última etapa de un ritual de integración al grupo. Como el bebé que cuando llega al mundo debe expulsar su meconio, el niño que se integra a la gavilla tiene que expeler su caca. Un vez mostrada, Pablos deja de ser un extraño para transformarse en un miembro más de la colectividad, cuya compulsión de humillar y violentar a otros, interioriza

Por rituales semejantes se suele pasar hasta hoy en Uruguay al ingresar a grupos muy diversos como colegio, ejército y cárcel. Es cuestionable la representatividad que pueden tener hechos aislados. Sin embargo, referiré dos ocasiones en que fui testigo de sucesos asimilables a los que protagoniza Pablos hace tres siglos. Corre la década de los sesenta. En una escuela de Maldonado, una maestra deambula por el corredor con un niño embadurnado y berreante. Los siguen otros chicos, que hacen ademán de taparse la nariz o de aventarse el aire. Estoy paseando las moscas dice, con una sonrisa, la maestra mientras sujeta fuertemente la mano del pequeño, que grita con la cara enrojecida.

Ahora estamos en la década de los noventa, en una escuela de Montevideo. En un salón donde se hacinan más de cincuenta escolares, el aire es rancio. Súbitamente la maestra se precipita sobre uno de los tantos niños, lo responsabiliza de la hedentina y, asiéndolo de un brazo, le espeta: La próxima vez que sueltes una ventosidad, te desnudo el trasero y se lo hago oler a toda la clase. El pequeño queda llorando.

Con tal castigo, se espera que los chicos adquieran completo dominio sobre sus cuerpos. O se descarga en el más débil la propia escoria.

Las reformas escolares que se han sucedido desde los años sesenta hasta hoy sólo prevén cambios en los contenidos de los programas. Aún no contamos con una educación relativa a corporalidad, respeto y afecto, vías mayores para la socialización.

Defecar de rabia

Cuando hablamos, presionamos levemente los músculos abdominales para que el diafragma suba y sostenga la vibración de las cuerdas vocales. Pero, cuando nos sentimos enojados o frustrados, tendemos a mantener el diafragma contracturado, lo que lo hace descender, presionando sobre los órganos abdominales, en un trabajo semejante al de la defecación. Así, se obliga a las cuerdas vocales a producir voz por su propio esfuerzo muscular y no gracias al de la columna expiratoria. Despecho e ira, con su conato de descarga fecal, provocan frecuentes disfonías.

En sus investigaciones sobre perros, el etólogo Konrad Lorenz señala un fenómeno que, los que convivimos con animales, generalmente tenemos ocasión de observar. Si nuestro amigo se siente abandonado a causa de una larga ausencia o indignado por la adopción de otro animal que percibe como contrincante, suele orinar o defecar no sólo dentro de la casa sino en los lugares más impropios: camas, macetas donde crecen delicadas plantas de interior, etcétera. Tal conducta cesa, inmediata o gradualmente, después de nuestra reaparición o de la desaparición del rival. En el caso de los niños, se habla de regreso a la fase anal cuando, con el nacimiento de un hermanito o el surgimiento de otra situación conflictiva, el pequeño desaprende sus costumbres higiénicas.

Excremento y odio

Antiguos mitos o filmes recientes nos hablan de defecar un enemigo. A quien así actúa, no le basta matar. Quiere denigrar al otro, degradarlo, transformarlo en inmundicia. En la leyenda islandesa Atlakvida [El cantar de Atila, anterior al siglo XII), la princesa Gudrun apremiada por su madre, quien le obliga a tomar un bebedizo, desposa a Atila o Atli, rey de los hunos, también conocido como azote de Dios. Atila codicia un tesoro que posee Gunnar, hermano de su esposa. En consecuencia, maquina su muerte. Para salvarlo, Gudrun envía a Gunnar un signo inconfundible entre islandeses: un anillo hecho con pelos de lobo entretejidos. En los países septentrionales, el lobo es símbolo de luz, porque ve en las tinieblas. Así espera Gudrun que Gunnar vea a través de la tenebrosa envidia de Atila y logre huir. Pero la virilidad heroica del hermano es fatalista: exige que desafié su destino. En consecuencia, muere víctima de su enemigo, quien lo arroja a un foso de serpientes. Pero Gunnar no revela su secreto. Al lobo (o a su pelaje que, metonímicamente, lo representa) le toca actualizar otro de sus papeles simbólicos: el de psicopompo. Como tal, conduce (a Gunnar) por la ruta llana hacia el paraíso.

 

El dolor y la cólera de Gudrun no conocen límites. Mata alos dos hijos que tuvo de Atila y prepara un guisado con sus corazones. Una vez que su marido ha terminado la cena, le suelta estas palabras: Tú, maestro de espadas, has tragado los corazones sangrientos de tus hijos mezclados con miel; que digieras, valiente, humanos cocidos. Saboréalos como bocadillos y mándalos al retrete. Después, quema la casa. Ninguna inhibición en la tarea del odio, que no persigue sólo dañar al adversario sino aniquilar su continuidad, su progenie, con la consiguiente repre­sión, supresión (o simple inexistencia) de ternura materna.

Alejada por siglos, en tiempo y distancia, de la saga islandesa, la película The silence of the lambs (El silencio de los inocentes, 1991) presenta un caso hasta cierto punto análogo. Por razones que los receptores ignoran, el talentoso psicoanalista Aníbal Lecter (Anthony Hopkins) ha perdido todo aprecio por la humanidad. Está encerrado en una celda muy semejante a un retrete o, peor aun, a un caño: en las profundidades de la cárcel, en penumbra, sin poder salir nunca. Aunque el filme no lo muestra, debemos suponer que, como en muchas cárceles uruguayas y de otras partes del mundo, en ese pequeño lugar come, duerme y excreta. Su crimen es el canibalismo. Sin sensualidad, sin adicción, diríase que el doctor Lecter devora a otros sólo para defecarlos, retirada toda ambivalencia reparadora. ¿Dónde radicaría el motivo de tan misteriosa antropofagia? ¿Acaso los engulle para transformarlos, no sólo a ellos, sino a la misma ley, en su propia caca? Ese sería el acto de violencia máxima, no únicamente contra un puñado de enemigos, sino contra la sociedad toda. Recordemos una vez más las categorías semióticas de Peirce: una primeridad libre, informe, indistinta; una segundidad que es del orden de lo brutal, del choque ciego; y una terceridad donde la ley se instaura. Lecter se golpea contra una sociedad que desprecia y que termina imponiéndole su Ley. Al devorar y excretar a sus adversarios, los hace regresar a la primeridad inicial en la cual no hay regla posible bajo la cual agobiarlo.

El Dr. Lecter a punto de comer el Oscar 1992

Patéticamente encerrado en otra prisión aun más oscura, la fortaleza desmantelada de su propia interioridad, el doctor Lecter no es, sin embargo, incapaz de afecto. Al contrario, establece una relación con Clarice (Jody Foster), una joven policía que investiga motivaciones criminales. Sus conversaciones con ella, que se apoyan en respeto y confianza mutuas, la resignifican como prójimo, semejante: carne incomible. Cuando, al final del filme, Lecter logra escapar, hace un llamado telefónico a Clarice: No tema por su vida. El mundo sería menos interesante sin usted.

 

Empero, entre comunidades antropófagas, la absorción de un antagonista rara vez obedece al odio. Responde, denotativamente, a la necesidad de alimento. Connotativamente, significa el deseo de apropiarse del adversario en cuanto admirable poseedor de virtudes tales como fuerza, valor y destreza.

 

7. Lo que no mata, fortalece

                                                                                                  Médico griego

El vigor de lo inmundo

 

El capítulo anterior nos muestra que, si bien el excremento suele asociarse con odio, vergüenza y miedo, también se lo vincula, implícitamente, con imágenes de vigor. Según sostiene Nieztsche, lo que no me mata me hace más fuerte. Lo mismo piensa Víctor Hugo. Jean Valjean es el protagonista de su friso histórico titulado Los miserables (1864). Hambre, cárcel, golpes, trabajos forzados, persecuciones y, finalmente, su travesía por las alcantarillas de París con otro hombre sobre los hombros, no hacen sino contribuir a un empuje no sólo físico sino moral y espiritual. El libro III de Los miserables se titula, sugestivamente, El lodo pero el alma Cuando Jean Valjean surge de ese intestino de Leviatán que son las cloacas parisinas, está estremecido, helado, fétido, curvado bajo el peso del cuerpo herido que arrastra consigo, empapado de inmundicia y con el alma llena de una extraña claridad.

 

Lejos de poesía y religiosidad, una tradición europea, tanto académica como popular, vigente aún en el XIX, asevera que la gente encargada de limpiar desagües es más sana. Los archivos médicos de París registran casos de mujeres tísicas que se curan gracias a trabajar en la transformación de materias fecales. Los especialistas que las revisan, admiran su robustez y frescura de piel. El historiador Alain Corbin habla de personas que se sumergen parcial o completamente en excremento. Su coraje da como recompensa la curación de diversas afecciones motrices y cardíacas. También reumatismo y otros males, irreparables para la ciencia, ceden ante el poder regenerante de la inmundicia. En la segunda mitad del siglo XIX, se pretende que el cólera se amansa en las cercanías de depósitos fecales.

La acción bacteriana

El hecho es que la acción bacteriana suele desarrollar contundentes barreras inmunológicas. Así, el niño que nace en una cultura obsesiva, demasiado protegido e intocado por la naturaleza, está más expuesto que otros, que crecen en medios considerados antihigiénicos. Hasta la década de los ochenta, en Dakar, Senegal, las calles vecinas al centro no estaban pavimentadas. Las cubría la arena que venía de la playa atlántica. Niños y cabritos correteaban en ella. Si un pequeño se caía, la madre le frotaba la raspadura con un puñado de esa arena, que bien podía encontrarse al lado de boñiga. Probablemente tal costumbre viene del ritual islámico, donde las abluciones sanadoras son tan importantes. Pero, si falta el agua, la arena puede hacer las veces de aquélla. En todo caso, Senegal es uno de los países con más bajo índice de mortandad infantil en el Tercer Mundo.

El contacto con basura contribuye al fortalecimiento. En la década de los ochenta, un grupo de médicos uruguayos estudia la protección natural contra el tétanos generada en niños marginales, que tocan desperdicios. Estos resisten mejor la contaminación que los chicos protegidos, carentes de inmunidad natural.

El medicamento

La aplicación de excreciones como medicamento es una práctica muy antigua, recordada en papiros de Egipto. Saliva, orina, bilis, heces, tienen potentes valores. Algunas culturas prehispánicas continúan empleándolos como remedio y hechizo contra enfermedades. No se trata de un uso desconocido en Uruguay. Tanto nuestra gente de campo como ciertos herboristas montevideanos hacen preparados con bosta para ingerir por vía oral. La hierba, que atraviesa el cuerpo de la vaca, recorre sus vísceras y se envuelve en sus jugos, emerge de nuevo al ámbito exterior, donde la curandera la recoge y expone a luna y rocío. Luego la entrega al abrazo terrestre, inhumándola. A través de esa prolongada caricia cósmica, se transforma en materia sanadora. Según informantes oriundos de los departamentos de Florida y Salto, constituye un excelen­te tratamiento para la cura de males respiratorios. De acuerdo con herboristas montevideanos, los preparados con boñiga fortalecen el sistema inmunológico, resultando beneficiosos aun en casos de cáncer y sida.

Por otra parte, el excremento del ser humano se utiliza en muchas comunidades, incluido un sector de nuestra población urbana, con finalidades de magia negra. La deyección se atraviesa con una aguja. De ese modo se agrede algo formado en el interior de la persona, producto de su contacto visceral. Mediante lo que en semiótica se llama procedimiento metonímico (actuar sobre una cosa que es continuación o efecto de alguien), se procura causarle a quien excretó esa materia un daño que, según se dice, puede ser mortal. Las heces sobre las que se actúa para causar tal estrago no pueden ser de origen vegetal. Debe operarse con deposiciones de procedéncia animal, ya que las mismas se originan en un cadáver.

El médico

En comedia y mímica antiguas así como en perdurables chanzas y bromas, el médico aparece como comedor de excremento. En sus Gracias y desgracias del ojo del culo, Quevedo escribe que hasta los excrementos o mierda son de provecho pues, según defienden los doctores galenistas y boticarios droguistas, son buenos.

Tales burlas se fundan en el papel que se adjudica al excremento en la medicina antigua. El célebre facultativo Hipócrates (siglo V a. de J. C.) y sus discípulos, lo consideran un texto básico para fundamentar diagnósticos. Las heces narran el pasado reciente de la interioridad orgánica. Durante el siglo XII, a Salerno se la conoce en Europa y norte de África como ciudad de Hipócrates por la nombradla de sus médicos. En sus códices de medicina se señala cuáles son las fases de la visita.. Primero, anamnesia. Mirar y preguntar: reconocer los signos del mal. Segundo, examinar las excreciones del paciente, lo que permite el diagnóstico. Después de cumplidos estos pasos, se emite el pronóstico y se prescribe el tratamiento. La importancia atribuida al excremento en la semiología médica occidental continúa, así, hasta bien entrado el XIX. Aún hoy, en Uruguay, circulan chistes donde un doctor es perseguido por un aprendiz importuno, generalmente gallego. Para deshacerse de él, le enseña a comer materia fecal de pacientes. Después de probarla, el estudiante se indigna contra los afectados, les asegura que están podridos y pronostica la muerte a todos. Hoy se habla de colocar chips en los inodoros, encargados de transmitir electrónicamente un análisis de las heces del paciente al laboratorio. El excremento parece contener información sobre cualquier parte del organismo.

La fetidez de la fábrica

El olor del excremento se asocia con curación desde la época del corpus hipocrático hasta fines del pasado siglo. Según una tradición médica, las heces portan fuego vital. Se les adjudica el significado de síntesis de quien come y quien es comido. De ahí su poder regenerador. Por lo tanto, no parece aberrante emplearlas en preparados aromáticos, siempre que provengan de hombres y animales sanos y vigorosos.

Bajo el reino de Carlos II de Inglaterra, asesoradas por científicos, las autoridades hacen abrir los pozos negros de Londres para vencer pestes mediante fetidez. El prestigio del olor se expande hasta los diccionarios. En la Encyclopédie métkodiquede 1787, se registra esa pretendida virtud del estiércol. Medio siglo después, doctores franceses y españoles sostienen que el hedor fecal constituye una máscara olfativa que protege contra epidemias. Hasta se piensa en desparramar excremento en las calles de aquellas ciudades diezmadas por plagas.

Sin embargo, los vahos excrementicios también se temen. Hasta el siglo XIX, la contaminación es fantasma mayor, que puede llegar a través de olor, aire o espíritus. Después de Pasteur, los peligros impalpables se vuelven tangibles. Es el tacto el que enferma, en la medida en que colabora con la penetración de bacterias en el cuerpo. En cambio, el desparramo de microbios que se perciben solamente por el olfato, no se considera contaminante. La desaparición del papel patógeno del aire va junto con el ocaso del olfato en semiología clínica. Paulatinamente, el médico abandona su papel de inspector de excreciones. Tanto más que, personalmente, se apropia de la creciente repulsión de la clase media a la que pertenece. Porque la repugnancia por el hedor aumenta. Y el hedor también. El cinturón fabril impone su tufo angustiante, tanto o más que los pozos negros de otro tiempo. La empresa sustituye al excremento en la jerarquía de la maldición. Mientras, la industria del perfume prospera.

8. Sensualidad fecal

Sir Lawrence Alma Tadema. Dans man atelier. Gran Bretaña. 1893, detalle

Fragancia excrementicia

En Fragmentos del análisis de un caso de histeria (1905), Freud afirma que, durante la educación de la persona, la sensación de repugnancia se elabora como reacción al olor fecal. Y la explicación más común acerca de lo sucio consiste en que es algo que huele mal. Pero suele suceder que ese husmo se asocie con significados de fecundidad, atractivo sexual, buena comida, perfume refinado u otro placer que halague los sentidos. Hasta bien entrado este siglo, los campesinos europeos se niegan a comprar abonos químicos inodoros. Desean, para sus campos, deyecciones sin procesar. Confían en el buen olor excrementicio que, según ellos, contribuye a fecundar la tierra.

Por otra parte, existen muchos alimentos cuyo tufo es semejante al de sudor o heces (ciertos quesos finos como el Limburgo, pescados, etcétera). En el siglo pasado, los asalariados parisinos que trabajaban en estercoleros y cuya ropa, cabello y piel permanecían impregnados, no les era difícil encontrar compañera. De hecho, tradicionalmente la perfumería ha usado materias fecales y otras excreciones para producir extractos y lociones. De acuerdo con un escritor persa, el ámbar gris, que es una sustancia muy apreciada en la fabricación de fragancias, surgiría, como una fuente, del fondo del mar. Otros dicen que es la resina de un árbol de Arabia. Un “sabio de las Indias” asegura que consiste en una mezcla de cera y miel congeladas, con que abejas africanas hacen sus nidos y que, más tarde, las lluvias arrastran hasta el mar. Sin embargo, en el siglo XIII, el navegante Marco Polo señala que los pobladores de Madagascar tienen copioso ámbar gris, porque en su mar hay ballenas en abundancia. El ámbar gris proviene del tubo digestivo de un cachalote y resulta de una enfermedad. Cuando la bestia defeca, arroja el preciado producto entreverado con sus excrementos.

Lineo designa con el nombre de odores hircini (olores de macho cabrío), a ciertas efluvios, aun de origen vegetal. Lo que los caracteriza es su aptitud para recordar, de modo inconsciente, las emanaciones de esperma, sudor y, ocasionalmente, heces que, de modo más o menos intenso, suelen acompañar la actividad sexual. Con esas sustancias reminiscentes, combinadas con otras múltiples esencias, los perfumistas realizan composiciones embriagadoras.    

En su novela La engañada, Thomas Mann cuenta la historia de Rosalie, esplendorosa mujer de cincuenta años. Nunca usa perfumes o esencias fabricadas. Pero ama sin medida todo cuanto la naturaleza ofrece para deleite de las regiones olfativas. Al iniciarse el relato, la encontramos paseándose por la campiña, en un lugar surcado por un barranco. De su fondo desbordan jazmines y alisos. Es un cálido día de agosto y, procedentes de las honduras, suben ondas de fragancia. Rosalie las aspira, se detiene, retoma la marcha y se detiene nuevamente: -¡Este es el aliento vivo de la naturaleza, calentado por el sol y embebido de humedad. Ella deliciosamente nos lo envía desde su seno. Gocémoslo, reverenciémoslo, pues también nosotras somos sus criaturas!

Al bordear el lindero de un bosque percibe, de pronto, un efluvio particularmente arrebatador. Unos pasos bastan para descubrir su fuente. Bajo el calcinante sol, se ve un montón de desechos rodeado de moscas verdes. Hay excremento animal (o tal vez humano), restos de  vegetación pútrida y el cuerpo desintegrado de un animalito silvestre. Las emanaciones de tal fermentación están lejos de ser nauseabundas. — Se diría que, aun a nivel biológico, más que lucha entre opuestos, existe una secreta connivencia, un pacto que preferimos negar para proclamar lo pulcro y negar lo soterrado.

La caricia del excremento

Gargantúa es un personaje del folclore francés, hecho a semejanza del dios irlandés Dagda, el Buen Dios, proveedor de abundancia, muerte y regeneración. De su caldero nadie se aparta insatisfecho, pues contiene alimento para todo hombre y conocimiento de todo orden. Cuando golpea con un extremo de su maza, mata. Cuando golpea con el otro, resucita. Todo depende de las polaridades puestas en juego pero, profundamente, todo es Uno.

A imagen de Dagda, Gargantúa es destructor y constructor, señor de muerte y vida, dotado de poderoso instinto sexual y gran glotonería. No hay bien ni mal en el mundo celta, lo que significa que no existe pecado. Para él y para el ámbito que habita, su sensualidad vigorosa y los modos que imagina para obtener deleite constituyen parte significativa de su grandeza. Es, de nuevo, el reino de la xora, sin significados jerarquizados, sin arriba ni abajo. Paisaje único de placer múltiple. En el capítulo XIII de La vie très horrifïcque du grand Gargantua, Rabelais cuenta cómo el padre de Gargantúa descubre el carácter maravilloso de su hijo: el vástago tiene una capacidad casi infinita de inventar objetos con los que limpiarse el culo. Entre ellos se encuentran prendas como caperuza, gorra tapaboca y orejera, que habitualmente cubren cabeza y cara: la parte alta. Al ser utilizadas para secarse, no sólo no tapan sino que exhiben y se mezclan con suciedad de carne y mundo. Como lo señala el filósofo Mijaíl Bajtín, así se representa al cuerpo como rueda, como signo de que superior e inferior nunca quedan fijos. Se señala el valor simbólico de giro, dinámica y, con ello, de circulación, devenir y desaparecer. O liberación de ataduras a lugar, posición, jerarquía. La corporalidad se democratiza.

Lo que más aprecia Gargantúa es limpiarse con una oca. En el mundo celta, la oca se asocia con búsqueda del centro absoluto, del origen. A través de su roce, Gargantúa encuentra el eje de su cuerpo. La suavidad y tibieza de las plumas irradian la caricia desde ano hasta honduras intestinales y, de allí arriba, a las regiones de corazón y cerebro. Los órganos considerados más nobles, los que, fisiológica o simbólicamente, rigen amor e inteligencia, quedan bañados por ese dulce contacto que viene del culo.

Quevedo se inflama contra el que niega que el ano sea fuente de placer: Pues decir que no es miembro que no da gusto a las gentes, pregúnteselo a uno que con gana desbucha, que él diralo que el común proverbio, que, para encarecer que quería a uno sobremanera, dijo: “Más te quiero que a una buena carga de cagar”.

En el capítulo octavo del Ulises, Joyce presenta el acto de defecar como técnica erótica: Bloom se retiene y cede pero resistiéndose, hasta que finalmente llega el suave aflojarse de los intestinos. El roce de piel y excremento resulta arrobador. Pero, como en el arrebato de los amantes, la caricia puede transformarse en irritación o herida. Bloom teme que la deposición, demasiado gruesa, remueva sus hemorroides.

Entrelazada en vagas imágenes camales, aparece la acción de evacuar en el monólogo interior de Molly Bloom: me gusta dejarme ir después en la cubeta todo lo que pude meterme. La insinuación del acto sexual se acompaña con el sueño de basinillas como metáforas de amplio lecho: escupideras de un tamaño más proporcionado para que una mujer pudiera arrellanarse con comodidad.

En sus Tres ensayos de teoría sexual, Freud señala que, en el lactante, la zona anal, a semejanza de la labial, proporciona un apoyo de la sexualidad en otras funciones corporales. El valor erógeno del ano en esta etapa es muy grande y, en algunos casos, conserva una considerable participación en la excitación genital durante toda la vida. Estreñimientos y diarreas, frecuentes durante la infancia, determinan que no falten estímulos intensos en tal zona. Con referencia al valor erógeno del tracto anal, valor que se conserva, al menos en su trasmudación genital posterior, las hemorroides juegan un papel destacado en la satisfacción sensual. Los niños que aprovechan el placer que la zona anal proporciona, retienen las heces hasta que la acumulación provoca contracciones musculares y, al pasar por el ano, producen un vigoroso roce sobre la mucosa. De ese modo, sensaciones de dolor y placer se mezclan.

Uno de los motivos por los que el lactante se rehúsa a vaciar el intestino en la bacinilla, es decir, cuando su mamá lo desea, es que se reserva esa función para cuando la desea él mismo. En ese caso, no se trata de hostilidad contra quien lo cuida. No quiere ensuciar su cuna: sólo procura no perder la caricia que la defecación le proporciona. A pesar de la severa censura impuesta por la educación, son muchos los adultos que no desdeñan la gratificación, de carácter intensamente sensual, que les produce su propia defecación.

Sin embargo, la proximidad o coincidencia de los órganos sexuales y excretorios es determinante, hasta hoy, en psicopatologías de la sexualidad. Del material clínico de varios analistas surge, sobre todo en niños y adolescentes, una convicción según la cual sólo las partes del cuerpo que están alejadas de las zonas genitales y excretorias son limpias. Las hendiduras y cavidades deben evitarse porque están enfermas y producen suciedad, por lo que resultan repugnantes y conllevan peligros. Pero también el pene, a través del cual pasa orina y que causa “poluciones”, suele hacer que su dueño se sienta sucio. Si las excreciones se consideran inmundas, pene y vagina tienen idéntico significado. En algunos tristes casos, ni un enamoramiento profundo, ni proyectos vitales en común, ni la promesa de los hijos pueden alejar tales fantasías, con su consiguiente barrera de frustración. De cualquier modo, tanto en el contexto analítico como en el de las relaciones sociales, en nuestra cultura es más fácil hablar de conflictos sexuales que de problemas con las funciones excretorias. Es trabajo semiótico el de rastrear signos, nuevos o antiguos, susceptibles de aligerar ese áscher. esa angustia, ese agobio.

El cuerpo como cocina

El que come tripas, que son saco de excremento, gusta, también, de comerlo. En el capítulo IV de Gargantúa se cuentan las hazañas de Gargamelle, la madre del gigante. Su nombre significa boca grande, gaznate, garguero. De una vez, Gargamelle embucha toneladas de los más diversos manjares: ¡Oh, hermosa fecalidad que debía hincharse ampulosamente en ella! Según Rabelais, la materia fecal es alegre pues significa festín, banquete, tragantona, con su posterior liberación.

El gusto por carne semicorrompida o caca supone significar el cuerpo humano o animal como cocina de la que pueden surgir bocados suculentos. El excremento sería el último y más refinado producto gastronómico. El ano, un homo de donde sale el plato más elaborado. En El país de las sombras largas, Hans Ruesch describe los bocados que hacen la delicia de los esquimales del norte. Son aquellos bien podridos y sazonados con heces. Así, cuando una familia esquimal del norte, no habituada a tratar con blancos, se afana en agasajarlos, termina frustrada y enfurecida: Emenek hizo un último intento (para complacer a su huésped) con una golosina que había reservado para él mismo; tratábase de una mezcla bien masticada de ojos de caribù, estiércol de ptarmigan, liga de garza y sesos de oso fermentados; pero no por ello obtuvo más éxito.

-¿Por qué vino al país de los hombres si no le gusta su comida? -gritó entonces, estallando en cólera.

-Quizá no tenga hambre -dijo Asiak (su mujer)-.

A semejanza de los táctiles y los olfativos, los signos gustativos rehúyen la codificación. Como poseen, además, una difusa pero vigorosa aura emocional, se transforman en fuente de innumerables malentendidos, confusiones y desprecios entre culturas.

Sin embargo, no sólo pueblos muy alejados de nosotros o personajes míticos como Gargamelle disfrutan con tales sabores. Los recetarios de Francia, reino de la buena mesa, hasta hoy incluyen caza de pluma semicorrompida. El término faisandé (putrefacto) viene de faisán e indica el estado en que debe estar la carne para la preparación de ciertos platos. La confusión entre comida y descomposición deja huellas en el habla cotidiana. En varias lenguas europeas existen expresiones como olla podrida, pot pourri o zu Brei zercochtes Fleisch (carne podrida hirviendo). El uso de tales términos parece apuntar a una percepción de lo cocido o hervido como semejante a lo podrido o fecal. Tal noción viene, probablemente, del simbolismo del caldero, en el que se significa la tumba como peldaño para una nueva vida. En la obra Los trofeos de Annwn, que es el nombre del Más Allá galés, se describe un caldero mágico, típico recipiente de la regeneración. Los cerdos que allí se guisan, renacen al día siguiente.

Ese pródigo significado no se mantiene en el mundo quevediano del Siglo XVII, abrumado por hambre y carestía. Las tripas piden justicia y,  a aquellos que comen poco, les quedan descomulgadas. Por otra parte, en la obra de Quevedo se siente el costado cruel de la comilona cárnica. 

En su novela Buscón, Pablos y sus amigos, después de despedazar a un cerdo con sus propias manos, le abren el vientre y hacen embutidos. Se los devoran tan de prisa, que dejan la mitad de lo que se tenían dentro. La risa que provoca quien come excremento queda desganada por la idea de matanza que se asocia con tal festín.

Escenarios fecales

El discurso semiótico gira, planteando nuevamente el problema de las relaciones entre animal y cultura. Hablar del dolor del animal y, en consecuencia, de sus derechos, es integrarlo a la cultura, un ámbito considerado como específicamente humano. Por otra parte, al investigar comportamiento y lenguaje animal, disciplinas como la etología y la zoosemiótica abren el concepto de cultura y postulan, como se señaló anteriormente, la existencia de culturas animales. Las observaciones etológicas prueban la existencia de sociedades estructuradas, complejos códigos de comunicación y conductas que manifiestan intrincadas psicologías. Admitir tales descubrimientos supone compartir, por lo menos parcialmente, el rango exclusivo de la humanidad. El planteamiento desata polémicas, aun a nivel académico. Es necesario que exista lo neutro, indiferente o despreciable para que pueda erguirse lo valioso, lo que merece ser considerado, lo admirable. Desde mi espacio teórico, afín con la etología y la zoosemiótica, los escenarios de dolor y miedo (cárceles, hospitales, mataderos) que, generalmente, son escenarios fecales, constituyen temas equiparables y, por lo tanto, dignos de atención.

Se pueden respetar las más estrictas normas de higiene. No importa. Generalmente, los mataderos participan de la naturaleza de la cloaca. Vacas a veces preñadas (hay gourmets que gustan del ternero en gestación, conocido gastronómicamente con el nombre de bacaray), corderos, cerdos y lechones son amontonados en camiones como una hacina de reses. (Res viene del latín cosa.) La descarga excrementicia, desatada por el pavor, de esa multitud que bala, muge, brama, es incesante. Después de un viaje, frecuentemente de muchas horas, el montón de seres vivos mezclados con sus deyecciones es arrojado fuera del camión y arreado al interior del matadero. En la puerta, un ternero se encabrita. Una vieja productora de leche se empecina en permanecer quieta. Una vaca preñada intenta huir. Se dice que el instinto advierte la proximidad mortal. El operario golpea ancas, vientre, hocico. O “estimula” con la picana eléctrica. Azonzados por el dolor, los animales ceden y terminan en los llamados “corrales de espera”, reducidos espacios donde pasan de doce a veinticuatro horas. Es el tiempo requerido para que baje el nivel de adrenalina producido por el pánico. De lo contrario, el sabor de la carne sería desagradable y no alcanzaría el ph adecuado. (Se llama ph al potencial de hidrogeniones, que permite evaluar la acidez o alcalinidad de la carne durante el proceso de maduración previo a ser congelada.) Cuando se estima que la concentración de adrenalina se redujo lo suficiente, cada animal es introducido en un túnel tan estrecho que sólo cabe su cuerpo. Allí avanza hasta encontrarse con el llamado marronero. Este le asesta un golpe con un martillo neumático o pemocautivo, en un punto imaginario que se encuentra en la intersección de las líneas que salen de la base de cuerno y de la comisura del ojo opuesto. El punto donde debe aplicarse el golpe es, como ya dije, imaginario. No hay signo que lo identifique con certeza ni el marronero recibe preparación alguna, excepto la que da el hábito. En el momento anterior al golpe, el instinto advierte de nuevo la cercanía de la muerte. En algunos casos, vaca u oveja, especialmente si están preñadas, tienen un sacudimiento de pavor y vierten el contenido intestinal.

Al cerdo, en cambio, se le reserva una muerte por descarga eléctrica. Se le aplica una pinza en una oreja a través de la cual se le produce un electrochoque que lo lleva a un estado comatoso. El sistema nervioso del cerdo es más parecido al del hombre que el de ovinos y vacunos. En consecuencia, al avecinarse la muerte, su nerviosismo aumenta e, indefectiblemente, mientras le colocan la pinza, vacía sus intestinos y vejiga.

Los pequeños de alrededor de veintiún días reciben pinzas acordes con su tamaño. Si las orejas son demasiado chicas o el matadero no cuenta con esos aparatos, se les da un golpe con un marrón común. Como su nombre lo indica, el pernocautivo, tiene un perno en su interior. En el momento de golpear, éste sale disparado con la velocidad de una bala para luego retroceder. Las chances de desmayar a la bestia de un solo golpe son muchas. En cambio, en el caso de los cachorros, hay dos dificultades. Por un lado, el marrón no es un arma de gran precisión. Por otro, la cabeza de una cría de pocos días es muy pequeña. En consecuencia, es frecuente que un solo golpe no baste.

Los animales se desploman sobre sus propias deposiciones. No están muertos. Sólo desmayados. Una grúa los engancha por el garrón. Todavía palpitantes, se los arrastra, cabeza abajo, al encuentro con el matarife, quien les abre la yugular de una cuchillada. La grúa los remolca entonces a la canaleta de desangrado. Allí permanecen aproximadamente diez minutos, mientras sus masas musculares se contraen involuntariamente, hasta que terminan de chorrear su muerte.

En las playas de faena, luego de quitarles el cuero, los cuerpos son desvicerados. El vientre de las vacas preñadas se abre de un tajo, el útero se arranca y se lleva a otra mesa, donde se extrae el cuerpo del nonato destinado a hacer las delicias del gourmet.

Muchos veterinarios trabajan en los frigoríficos para verificar que las condiciones de matanza sean higiénicas y que los cuerpos no porten enfermedades dañinas para el hombre. Pero el nivel de adrenalina se controla sólo indirectamente y en forma parcial.

En Francia, después de la promulgación de la llamada ley Bardot, lograda mediante la lucha de la actriz conjuntamente con consumidores indignados, la matanza es mucho menos cruel. Los animales reciben una inyección que provoca paro cardíaco inmediato aplacando, de ese modo, descargas tóxicas y fecales. A pesar de que en el parlamento uruguayo se han presentado proyectos de ley sobre los derechos del animal (que, en última instancia, son también los del hombre), los mismos continúan sin concretarse.

9. Excremento como promesa

Eduardo Vernazza. El justo, 1950 circ

El hecho de comer bestias provoca en algunos la vinculación del cuerpo de la persona con significados de fosal o estercolero. El animal puede concebirse dentro del campo de imágenes de afectividad, inteligencia, compañía. O, si el individuo es creyente, como parte de la creación divina. De hecho, animal significa animado. De ahí puede inferirse que está dotado de anima, que en latín significa alma. En consecuencia, el cuerpo humano que lo absorbe y excreta pasa a asociarse con ideas de tortura, asesinato, sepultura de la que emergen restos putrefactos.

 

En Samos, a orillas del mar Egeo, en la segunda mitad del siglo VI a. de J. C., nace Pitágoras, matemático y filósofo. Sus discursos atraen multitudes. En el siglo VI se mira con desprecio la palabra escrita, por considerarse que impide el diálogo y, así, obstaculiza la libertad de quien lee. Por lo tanto, son escasos los fragmentos pitagóricos, que hay que buscar en las Aurea carmina (Fórmulas de oro), escritas por sus discípulos y en algunos trabajos de Aristóteles, como Física, Meteorología y Tratado de los cielos. Diseminada en tales obras se encuentra la concepción pitagórica de dos clases de excremento, de significado moral diferente. Uno, producto de frutas y vegetales, se juzga como inocente. El otro, consecuencia de la ingestión de animales, se considera éticamente contaminante, porque supone derramamiento de sangre, sufrimiento y muerte. Por ese motivo, según Pitágoras, tales heces se enlazan con imágenes de asesinato.

En su ensayo Sobre comer carne, Plutarco (siglo I d. de J. C.), autor de vidas de hombres ilustres, considera al excremento cárnico como efecto o metonimia de llaga, llanto, cuerpo desollado o degollado. El organismo que lo come y excreta se relaciona, por analogía, con cámara de tortura. Su deyección se inscribe en el campo de ideas del crimen. Leonardo da Vinci (siglos XV-XVI), hombre de ciencia y artista, percibe el cuerpo humano que come y evacúa animales como espacio fúnebre, cementerio que entierra y arroja corrupción. En el zoológico de Atlántida, pegada a un árbol, puede leerse una máxima suya: Llegará el día en que los hombres conocerán íntimamente a los animales. Ese día un crimen contra un animal será considerado un crimen contra la humanidad. En el siglo XIX, el novelista León Tolstoi ve en el excremento cárnico un signo de piedad ausente y, en consecuencia, de disminución moral del hombre. Así, la deyección de origen animal adquiere significado de obstáculo esencial en las relaciones de la humanidad con Dios. Tal imagen se mantiene constante en diversas religiones y culturas. Según las Bases morales para el vegetarianismo, del líder indio Mohandas Gandhi, la desaparición de las deposiciones de origen animal marca una etapa fundamental en el progreso espiritual del individuo. El dramaturgo irlandés George Bemard Shaw (Premio Nobel 1926), piensa que hay una contradicción insalvable entre la oración que pide luz y la excreción de cadáveres. Del mismo modo, el narrador ashkenazita Isaac Bashevis Singer (Premio Nobel 1978) considera que la evacuación de animales va, no sólo contra la práctica mística del judaismo, sino contra cualquier reclamo de orden ético.

Desde la historieta, los pequeños semiólogos inventados por Quino, capaces de ver en seres y cosas significados más profundos se hacen eco al pensamiento de líderes, filósofos y artistas.

La promesa

En su obra La reina Mab, Percy Bysshe Shelley, el mayor poeta inglés, describe un mundo futuro donde no existirá excremento de origen animal porque el hombre ya no matará al cordero que lo mira a la cara, ni devorará su carne destrozada horriblemente. En el poema resuenan ecos de tierra y cielo nuevos, que promete Dios a la humanidad a través del profeta Isaías (Is. 65). En ese proyecto divino, la paz se manifiesta a través de la hermandad entre hombre y animales, significada por la abstención de ingestión cárnica. La boñiga se transforma así en signo de felicidad universal: Yo voy a hacer de Jerusálén un Contento y de su pueblo una Alegría... El lobo pastará junto al cordero; el león comerá paja como el buey y la culebra se alimentará de tierra.

De este modo, el nuevo paraíso se representa como un lugar donde todos los seres carnívoros se transforman en herbívoros. Al suspenderse la ley de comemos los unos a los otros, el derramamiento de sangre cesa. El cadáver se vuelve bosta. Esta constituye una fuente de calor y se vincula al medicamento en la medicina popular. Asimismo, es base de todos los hechizos de transferencia mágica de la leche, alimento materno por excelencia.

La santidad

De acuerdo con una tradición judía, que ciertos talmudistas hacen remontar a tiempos del mismo profeta Isaías, los Lamed Vav Tzadikimo treinta y seis hombres justos, son varones que permanecen anónimos en cada generación. A causa de sus méritos, el mundo se salva de ser destruido. En ellos se vierten los dolores de la humanidad como en un vaso. Según sostiene André Schwarz-Bart en la novela El último justo, esos santos no desdeñan perder su envoltura humana para sobrellevar la congoja de sus hermanos. Algunos se transforman en piedra con forma de lágrima. Otros, en perro errabundo.

En Zemyock, un pequeño pueblo de Polonia, vive un Lamed Vav a quien todos veneran. Lo llaman Hermano Animal Habita una choza hedionda, en medio de multitud de perros, tortugas, topos y otros bichos, a quienes trata como a hermanos. Su cuerpo y los harapos que lo cubren llevan manchas de caca o huelen a ella. Cuando se acuesta a morir, manda llamar a sus canes, sus cabras y su pareja de palomas. Todos aúllan, balan y arrullan su muerte. Según la tradición que recoge el novelista, es entre el sonido de las bestias y su fetidez que se encuentra con Dios. Y Dios mismo lo reconoce como justo.

Una de las muchas (y necesariamente frustrantes) definiciones de Dios, es la que lo identifica con Lo Irrepresentable. De ese modo, paradojalmente, la divinidad se hace susceptible de infinitas representaciones. Se transforma, así, en tema de gran atractivo para la semiótica, cuyo objeto de estudio es la representación, el signo. Simbolizado como Tabla de la Ley, como Mandamiento, Dios es terceridad pura. Significado como Aquél/Aquella para Quien todo es posible, capaz de crear, perdonar y transmutar, Dios está más cerca de la xora. En la acepción que Kristeva le da en su obra Polylogue (1977), el término xora designa matriz, cavidad nutricia, móvil, donde los seres se hermanan. Movimiento y abrazo desplegado, infinito, que ninguna imagen rígida puede clausurar. Espacio materno con lo que el mismo connota de cuidar, curar, limpiar, atravesar lo abyecto sin repugnancia. Tal vez por eso, el pensamiento judeocristiano marginal asigna gran valor a la inmundicia. Hay santos que renuncian a los códigos sociales: prefieren ese paisaje de matemación que Kristeva también llama lo semiótico mismo. Por eso, no vacilan en ensuciarse con deposiciones de enfermos, en mezclarse con animales y su caca, en andar cubiertos de mugre. Tienen la humildad de no considerarse cuerpos cerrados, terminados, superiores, perfectos. Abrazan lo que perciben como creación divina en su totalidad. Comparten eso semiótico que hace emerger del vacío seres como signos múltiples, imposibles de aislar en clasificaciones, escalafones, jerarquías. Así, ciertos elegidos ciñen la vida bajo cualquier forma y se maravillan sin distingos ante ella.

 

Tanto las instituciones como los discursos de ley, normalidad, sensatez, van contra esa santidad, esa xora. No existe lugar donde ubicarla. El discurso oficial de la Iglesia, que la racionaliza como búsqueda de penitencia, no basta para echar luz sobre su misterio. Tales santos instauran el escándalo de una fraternidad que no admite definiciones, aunque surja como sentido. Abren un espacio a través del cual se religan los habitantes del universo. Originariamente, religión significa precisamente eso: religar.

 

La santidad como rueda

 

Desde una perspectiva que no reconoce la trascendencia, el filósofo Mijaíl Bajtín habla del cuerpo como rueda cuando se refiere a carnaval, bufonada, risa, comilona, comunión con la tierra. Sin embargo, en ciertas formas de santidad, el organismo también se asimila a una rueda, que atraviesa las más diversas experiencias vitales, apartándose de códigos sociales, animalizándose, cubriéndose de excremento e inmundicia para regresar al abrazo inicial, que asimismo creó a la bestia y a su mugre. Tal santidad despliega un universo aun no desgarrado, donde el hombre no conoce falta, ausencia, desamparo. Proyección de lo celeste sobre lo terrestre, lugar privilegiado donde se produce la síntesis de alto y bajo, luz y sombra, creador y criatura, punto de encuentro para que pueda cumplirse el plan divino. La corporalidad santa atraviesa lo considerado sucio, despreciable, abyecto, para abrirse a lo infinito. Al reducir su cuerpo a lo execrable, el santo también lo exalta como instrumento salvador. Así, procura vivir, en su propio organismo, el dolor e inmundicia que atravesó Cristo.

Las heces son además metáfora de caída, culpa, daño. Ciertos santos se presentan como lo contrario del hombre probo, decoroso, decente. No buscan la moral en formalidad, buenas costumbres, cumplimiento de normas, sino en lo contrario. Se entregan al peligro, a lo que perjudica, consume y destruye, en vez de luchar por conservarse sanos y pulcros. Sólo los pequeños moralistas prohíben, sepultan experiencias bajo la lápida del deber sin reflexionar ni asumir. Generalmente los grandes moralistas son aventureros en el mal, en el vicio; prefieren la compañía de linyeras y criminales a la de personas “de bien”; eligen explorar cárceles, hospitales, manicomios, burdeles y tugurios en lugar de fundar hogares respetables. Con su conducta, descartan moral convencional y reconocimiento oficial para inclinarse ante miseria, descontrol, depresión, desviación: lo inescrutable. Desatan leyes y se aventuran en el terreno de lo desconocido para afincarse en él y ampliar los horizontes de su comunidad. O para regresar a ella ricos de nuevos tesoros. Tal actitud encuentra su explicación en el camino del Calvario y en el espacio del Gólgota. Independientemente de fe y datos históricos, el Gólgota despliega un simbolismo de esperanza. Allí, entre excreciones de moribundos, la escoria social y el amor más allá de toda Ley, se acompañan. Semejante planteamiento ayuda a comprender la reticencia frente a la higiene corpórea, la simpatía por lo “bajo” social y la necesidad de compartir desdicha, de igual a igual, con hombres y animales que experimentan algunos cristianos.

Después de una vida promiscua, Santa María Egipcíaca (siglo V) se deja crecer cabellos y uñas y no se lava jamás. Lo mismo hace San Gregorio, tras haber cometido incesto. En El pecador sagrado (1951), novela que le dedica, Thomas Mann dice que quienes lo buscan en su retiro para llevarlo a Roma y designarlo Papa, no lo reconocen. Sus garras, pelos y fetidez lo hacen más parecido a bestia que a hombre. San Telmo (siglo IV) es protector de los navegantes. Hace aparecer fuegos cruzados sobre los mástiles de los barcos en peligro, salvándolos del naufragio. Esos fuegos son signo de los instrumentos de tortura empleados durante su martirio. El tormento consistió en extirpar los intestinos. Así, San Telmo vela sobre los niños que sufren de cólico, estreñimiento y diarrea. De San Francisco (siglo XIII) y sus discípulos emana tal efluvio a animal y bosta que puede olérselos antes de vérselos. En el siglo XV, Santiago de Borbón, rey titular de Nápoles, renuncia al mundo. Miserablemente vestido, se hace llevar en una carretilla similar a las que, comúnmente, se usan para el acarreo de excremento. San José Cupertino (siglo XVII) duerme entre ovejas y su boñiga. En el mismo siglo, Santa Margarita María Alacoque no sólo limpia enfermos. Se llena la boca con sus excreciones, para mostrar la equivalencia de boca y ano, adentro y afuera, alto y bajo, limpio y sucio: todo es obra de Dios. Según ella, luego de esa aceptación total, se le aparece Cristo, quien le habla, mostrándole su corazón: He aquí, este Corazón que tanto amó a los hombres. Tales visiones recuerdan a sus contemporáneos y a quienes la siguen, algunas verdades evangélicas, descuidadas u olvidadas. Evocan la doctrina de amor de Jesús, que dispensa un lugar especial a los manchados moralmente, a los pecadores. En este siglo, en Francia, el cura Jean - Marie Vianney participa de la limpieza de pozos negros en su escuela. Va tras el volquete lleno de materia, hasta depositarlo en la alcantarilla.

Lejos de dogmas y doctrinas autorizadas, en su película Breaking the waves (Contra viento y marea, 1996), el cineasta Lars von Trier hace un planteamiento de fundamento evangélico. Bess (Emily Watson), la protagonista, quiere salvar con su amor y su fe a Jan (Stellan Skarsgard), el marido desahuciado. Significativamente, la palabra desahuciar se forma con la partícula privativa des y el término latino Jvducia: confianza. O sea que, etimológicamente, su marido moribundo está sin esperanza, sin fe. Con la repugnancia que le produce romper el mandamiento contra el adulterio, con asco y dolor, Bess practica la promiscuidad callejera. Cree que si tiene relaciones sexuales (actividad vital por excelencia) de forma impersonal, mientras piensa intensamente en Jan, le transmite vida. Todo el tiempo le habla a Dios y percibe un mensaje divino según el cual el verdadero amor por Jesús consiste en dar la vida y hasta el alma por los amigos. Así, abandona su cuerpo a vejámenes de tal naturaleza que provocan su propia muerte. Muriendo, espera que la energía que está en ella pasará al organismo del ser querido. Las autoridades religiosas exilian su cadáver del camposanto y prometen su alma al infierno. Cuerpo cubierto de manchas y golpes, rostro desfigurado, arrojado de la cultura, expulsado de la ley, animalizado, indiferenciado, Bess regresa a la xora que el director del filme interpreta como santidad. Su esposo sana. La última toma de la película consiste en un picado del pueblo, donde se destaca el campanario vacío del templo. En lo alto de la pantalla, desde los cielos, repican las campanas.

Estamos en un Montevideo reciente. A partir del cruce de Aparicio Saravia y Timbúes se extiende el barrio de San Vicente. Constituye una de las llamadas franjas rojas de la ciudad. Esa multiplicación de viviendas precarias, cartón y lata, es hospicio de violencia, casa cuna de criminalidad. Allí vivió durante años un sacerdote salesiano, a quien llamaban padre Cacho. No andaba sucio pero sí desprolijo. Barba crecida, ropa sin planchar. En la dentadura, caries y agujeros. Más de una vez tuvieron que internarlo pues sus vecinos le habían propinado una paliza. No pretendía ser ejemplo ni daba limosna. Compartía miseria. A veces, su sufrimiento interior era tan grande que necesitaba contenerlo en casa de su madre, en el Departamento de Rivera. Pero volvía. Decía que allí, más que en cualquier parte, se encontraba en presencia de Dios.

Nacido entre animales y bosta

El Dios cristiano no sólo elige el camino vergonzoso y hediondo del Gólgota para morir. También escoge un establo para venir a este mundo: (María) dio a luz su primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en una pesebrera, porque no había lugar para ellos en la sala común (Le. 2:7). Así, según Lucas, Dios mismo nace entre animales, su paja, su bosta. En esa visión, que es la evangélica, el nombre de Nuestro Señor al lado de los signos de animalidad, suciedad, estiércol, no constituye un sacrilegio.

 

Uno de los más controvertidos trabajos artísticos de la pasada década es el Piss Christ, de Andrés Serrano (1987), donde un Cristo crucificado se destaca serenamente en medio de una bruma dorada atravesada por diminutas burbujas. El fondo, de un rojo oscuro y resplandeciente, puede identificarse con el oro de alguna catedral barroca. Sólo el título aclara que se trata de orina. Tal imagen despierta severas protestas por parte de figuras tan poderosas como el reverendo Donald Wildmon de la Asociación Americana por la Familia o el Senador Jesse Helms, quien no desea que los impuestos de ciudadanos honorables se dirijan a subvencionar un arte semejante. El significado de la pieza sería unívoco: Serrano pretende que vivimos en una sociedad sin valores, donde lo sagrado es despreciado y se identifica con lo residual. Las personas decentes, que sí conocen el lugar exacto de bien y mal, no deben gastar su dinero para que tales mensajes sean posibles.

 

Sin embargo, la obra de Serrano parece creada para dar alternativas o, simplemente, memoria, a las ideas simplistas y a las ortodoxias que no se cuestionan. Quien nació en un establo y murió en el Gólgota maloliente, quien vino a traer sentido a los que lloran, a los que padecen y son vituperados (Mt. 5:1-12, Le. 6: 20-23), encuentra un lugar muy significativo en centros de diálisis y hospitales así como en prostíbulos, focos de drogas y penitenciarías.

 

10. De la santidad a los intereses

El Príncipe baila con la nieta de Pepe Merda

Excremento rentable

 

El amor a las excreciones físicas y morales de ciertos santos significa desdén tanto de los peligros cuanto de los bienes de este mundo. Muy otra es la actitud del hombre común, que codicia riquezas mundanas y aspira a seguridad, respetabilidad y limpieza (aunque sea por medio de la apariencia). Sin embargo, ya se ha visto que la doxa relativa a la inmundicia es contradictoria. La aumentada impugnación contra su derrame, que se impone en el pasado siglo, no está integrada sólo de amor por el aseo. El siglo XIX es utilitario y ahorrativo. Hay que evitar el derroche. Las imágenes de excremento están atravesadas por quimeras de oro. La exportación de caca aparece como uno de los grandes recursos potenciales de la capital francesa que, en 1834, produce 102.800 metros cúbicos diarios. El deseo de recuperar multiplica cálculos. Los higienistas recomiendan usar productos que transformen, desde la letrina misma, la deyección en abono óptimo. Se cree ciegamente en la superioridad excretoria del único ser capaz de saber, fabricar, hablar y razonar, rey de la creación, medida de todas las cosas, hecho a imagen y semejanza de Dios. La jerarquía de su mierda es incontestable. Líquida o sólida, se colige que constituye el mejor fertilizante. Se reflexiona acerca del valor del un kilogramo y se concluye que equivale a uno de trigo. Significar lo biológico como código, contrato, ganancia, constituye una tendencia específicamente humana: de ella nace el comercio.

El deseo de recuperar lo descartado estimula vigilancias olfativas. Cada olor sospechoso significa atentar contra salud pública y perder fertilizante para los campos. El estiércol humano se transforma, también, en preciosa materia prima para la industria química. Sólo el pozo negro de Montfaucon da medio millón de francos anuales. Hoy, cuando vamos a un baño público, acostumbramos entregar unas monedas a la cuidadora, a modo de compensación por pasar parte de su vida en el ámbito de nuestras deposiciones. En la China del siglo XIX, es norma, tras usar un kou-tse-fan o retrete común, no sólo no pagar nada, sino recibir un sapek, precio estimativo del excremento que se entrega.

La necesidad de ahorro confirma la preocupación por salubridad. Semejante trajín no busca sólo higienizar sino recuperar totalmente los desperdicios. Los efluvios deletéreos adquieren doble significado: peste y déficit.

Del orín emerge amoníaco. La química de la inmundicia, con el dinero como musa, inspira planes piramidales: edificación de complejos industriales asimilables a ciudades, como la soñada y nunca concretada Amoniápolis. El fantasma de pérdida se encadena a la fisiología social del excremento con el deseo de regular hombres y cosas para que todo produzca. Se quisiera transformar la ciudad en espacio exclusivo de lo que nunca da asco: dinero.

La inmundicia, temida y deseada por los ciudadanos, invade imágenes rurales. El campesino, familiarizado con establo y bosta, se asocia con imágenes de despilfarro y sueños de ganancia. Se impone no sólo higienizarlo sino trocar su materia fétida en masa rentable. Para el príncipe de Salina, mejor conocido en los ámbitos literario y cinematográfico como Il Gattopardo, la alianza de su sobrino el príncipe de Falconeri con la burguesa Angélica Sedara encubre vergüenza. Angélica es nieta de un paisano conocido como Pepe Merda. ¿Qué vínculo puede unir las dos familias nobles con la descendiente de un merdoso? el estiércol transformado en abono, el excremento devenido oro. Angélica es una rosa para quien el mote del abuelo es buen fertilizante. Es rica. Falconeri, pobre. Casarse con ella es como desenterrar una joya en una porqueriza. El hedor de campesino se transforma en perfume de gardenia para un ánfora colmada de monedas.

El microbio

Después del descubrimiento del microbio se plantean dos estrategias de desinfección. Una señala la importancia de depositar excrementos en recipientes herméticos, tratando de impedir cualquier contacto con la materia. El pozo negro se mantiene, pero cerrado y fabricado en metal. Cobre y acero triunfan de la tierra. Cuando exceden el foso, las deposiciones se recogen en tuberías impermeables, con paredes metálicas sin comunicación al exterior. Esos conductos conducen la inmundicia hasta las fábricas, destinadas a transformarla. La circulación está asegurada por bombas que aspiran y comprimen y otros procedimientos. De ahora en adelante, el pozo negro no es sino elemento inicial de un circuito cerrado que desemboca en la industria. Aunque a veces las tuberías también dan al mar, lo que Pasteur considera mejor. La polución de nuestros ríos y playas encuentra su predicador, muy hostigado por los economistas de su época, no en nombre del planeta sino en el de la rentabilidad. Se prohíbe descargar heces en los ríos, no por temor de polución sino para evitar desperdigamiento.

Tomar el excremento invisible y preservar a la población de su contacto, tal es el proyecto (utopía, lugar inexistente) que obsesiona a los médicos europeos de fin de siglo. Varias son las críticas a tales ideas: implican el recurso a un sistema complejo que requiere periódicas reparaciones, las cuales son fuente de miasma insufrible. Mejor impedir la proliferación de gérmenes mediante una rápida circulación de las defecaciones. Los ingenieros no quieren impermeabilidad sino aireación. Transportado por el torrente de la alcantarilla, el excremento pierde nocividad. No más pozos negros ni fábricas de sulfato de amoníaco. Lo que se requiere es evacuación rápida e incesante de la materia fecal hacia el centro de depuración: la tierra. Ella ejercerá su acción purgadora. Especialistas ingleses sostienen que el excremento sólo se vuelve perjudicial a partir del segundo día. Su carácter inocuo puede prolongarse con el movimiento hidráulico. La gran red de alcantarillado que se construye en Inglaterra, Bélgica y Alemania se sustenta sobre esos principios.

Pero la administración francesa se opone durante mucho tiempo. Las divergentes previsiones encuentran apoyo u oposición de acuerdo con diversas fantasías e intereses. Reaparece el conflicto entre táctica de ahorro (y recipiente hermético) contra movimiento y disgregación. Los más decididos defensores del sistema cerrado también patrocinan la regulación de prostitución y burdeles. Los grandes propietarios se yerguen en abogados de proxenetas y vendedores de excremento acumulado. Las heces ahorradas van a dar a la fábrica. ¿Y el abono de los campos? Que se invierta dinero en importar guano (excremento de pájaros marinos) que es necesario traer desde Perú.

En cambio, los autores de proyectos de movimiento y solubilidad subrayan los aspectos igualitarios de su plan, que implica agua para todos: el mismo trato para caca de rico y pobre. Víctor Hugo, romántico poeta de barricadas, quiere reactualizar los valores de libertad, igualdad, fraternidad. Para ello, el excremento, que el agua arrastra y devuelve a la tierra, es fundamental. Así las deposiciones se transforman en basamento de una sociedad justa y opulenta: Hacer correr el agua por las alcantarillas es restituir la inmundicia a la tierra... Ese cúmulo de heces amontonadas en las esquinas, esos volquetes de lodo que son traqueteados durante la noche por las calles, esas execrables toneladas de descomposición, esos fétidos derrames de fango subterráneo que el pavimento os oculta, ¿sabéis qué es? Es la pradera en flor, es la hierba verde, es el romero y el tomillo y la salvia, es la vida silvestre, el rebaño, el mugido satisfecho de los grandes bueyes al finalizar su jornada, es el heno perfumado, es el oro de los trigales, es el pan de vuestra mesa, es la sangre caliente de vuestras venas, es la salud, la alegría, la vida. Así lo quiere esta creación misteriosa que es transformación sobre la tierra y transfiguración en el cielo. En El intestino de Leviatán (libro II de Los miserables), el sueño igualitario de Víctor Hugo nace en el estiércol para terminar en una suerte de iluminación mística.

La irrupción del microbio también impone una revisión del concepto de igualdad. Los microbios pueden estar en las manos de cualquiera, sobre harapo como sobre traje de gala. Todos son sospechosos. Después de su descubrimiento, la fraternidad biológica entre los hombres se acrecienta. Pero, al mismo tiempo, aumenta la alarma frente a los indigentes. Hay médicos que sostienen que en la vivienda del pobre hay sesenta veces mayor cantidad de microorganismos que en la alcantarilla más infecta. La bacteria se encuentra bien y prolifera en la sangre del pueblo, donde suciedad y vicio florecen. Cuando toca al menesteroso, el burgués arriesga algo más que contagio. Se puede volver víctima de una mutación que tiene probabilidades de transformarse, en su sangre delicada, hasta en tara hereditaria. Entonces compromete su descendencia. Es el patrimonio genético el que corre riesgos. Si bien el microbio es más democrático que el miasma, la exclusión social se impone de otras maneras.

Hasta hoy, u hoy especialmente, la clase media uruguaya encuentra motivos razonables para enviar a sus hijos a colegios privados: los programas curriculares son más completos, hay mayor orden, etcétera. Pero existe otra causa, menos decible: el asco que produce que el propio hijo se trate con el del obrero, sirvienta o, peor aun, con un chico del Iname. Una repugnancia semejante suscita la adopción entre muchos uruguayos. Frente a los potenciales padres adoptivos, tíos, abuelos y hasta amigos, protestan. ¿Qué va a pasar con esos primos, sobrinos, nietos, limpios, sanos y honestos, cuando abracen y jueguen con quien porta la herencia de un  miserable, tal vez de un delincuente?

Limpieza exterminadora

Cuando, en el siglo XIX, en diversas capitales occidentales, se imponen medidas para reglamentar la defecación, el pobre las decodifica desde su propia posición. Difusamente, atribuye a la higiene los significados de desprecio por trabajo físico, cuerpo sudoroso y contacto directo del hombre con los elementos. El menesteroso toca toda clase de cosas. Está marcado y sahumado por la mugre. Así, su rechazo por el aseo viene entrelazado con un sentimiento de apego por la supervivencia. El grupo dominante quiere despojarlo de signos que siente como parte de su identidad y cultura. En consecuencia, los campesinos se empeñan en mantener junto a su puerta el recipiente con abono. A fines del siglo pasado, los traperos parisinos impiden la circulación de carros destinados a la recolección sistemática de residuos. Incendian los vehículos de la empresa encargada del aseo urbano. Algunos dicen que el agua mezclada con desinfectante, con la que comienza a regarse sistemáticamente las veredas, es una medida de las clases privilegiadas para exterminar indigentes.

El pobre sabe que hay soberbia depositada en umbrales táctiles y olfativos. Al colocarse más acá de las prácticas higiénicas, alardea de su condición. El rechazo del disciplinamiento, el lanzamiento de suciedad o su simulacro verbal, aseguran el reconocimiento de un lugar, de una posición. Derramando su propia inmundicia, el miserable arroja también un desafío a quien, en nombre de la prolijidad, desprecia la vida. En la novela Ulises, el coprotagonista, Dedalus, ve un perro maltratado que se aleja y orina rápido y corto sobre una roca no olida. Son los placeres simples de los pobres, piensa.

La mayor parte de cuanto sabemos sobre los significados populares de la mugre pasa a través del cedazo de una clase que enarbola la pulcritud como espejo del alma. Son los menos aptos para comprender los signos de aquellos que no comparten sus repugnancias. Según el discurso dominante, comportamiento sucio se asocia con instinto descontrolado; pueblo, con incapacidad de superar la etapa infantil. Trabajadores, bohemios y mendigos se oponen a la clase media educada, madura, que sabe asimilar las disciplinas somáticas necesarias para instalar limpieza. Por su parte, callejero y campesino suelen manifestar abiertamente su identificación con animalidad y naturalidad. Proclaman su preferencia por el cuerpo excretor y su repulsa contra la sublimación que escogen sus “mejores”.

11. La verdadera inmundicia

Titanic, EEUU, 1997

El dinero se transforma en caca

En su Epístola (2: 2-4), Santiago predica: Supónganse que entra a la asamblea de ustedes un hombre con anillo de oro, con ropas lujosas, y que entra también un pobre con ropas sucias. Y ustedes fijan la mirada en el que viste ropas lujosas y le dicen: “Siéntate en primer lugar”. Y al pobre: “Tú, quédate de pie, o sino siéntate en el suelo, a mis pies”. Al actuar de tal manera, ¿no estarán haciendo diferencias entre los dos?, ¿no estarán juzgando con pésimos criterios?

Lejos de las instituciones, el pensamiento cristiano significa discriminación entre ricos y pobres como pecado; acumulación material como inmundicia. En Marcos 6: 3, a Santiago se lo designa como hijo de María y hermano de Jesús. En los Hechos de los Apóstoles (15: 13-29), aparece como responsable de comunidades cristianas de predominio judío, que se forman en Palestina, Siria y Cilicia. Es un discípulo de tal magnitud quien se explaya sobre la metamorfosis de riqueza en mugre. En su Epístola (5: 2-3), dice a los ricos: Sus reservas se han podrido y sus vestidos están comidos por la polilla. De repente se cubrieron de orín su oro y su plata; el orín se transforma en acusador ante Dios. El apóstol sostiene que el amontonamiento significa porquería y maldición.

Esta idea no es sólo cristiana. Policratus es el único fragmento conservado de un largo tratado sobre educación política que algunos atribuyen a Plutarco. Según otros, se trata de un texto pergeñado por Jean de Salisbury en 1159, continuando una antigua tradición, consistente en fundar la sociedad sobre metáforas corporales. Las funciones superiores se hallan distribuidas entre cabeza (príncipe, jueces) y corazón (un hipotético senado). Las manos (funcionarios, guerreros) constituyen un espacio ambiguo, que oscila entre poco aprecio al trabajo manual y papel honorable atribuido al brazo seglar. Los pies simbolizan la base de la sociedad, esas masas rurales que alimentan a las clases superiores, quienes les devuelven desdén. Pero los que se hallan peor situados son los que manejan la economía y, más específicamente, el dinero. Evocan la imagen de vientre e intestinos que, si están poseídos de una avidez excesivamente grande y retienen con demasiada terquedad su contenido, generan innumerables enfermedades. Su infección puede acarrear ruina a todo el cuerpo. Los pensamientos antiguo y cristiano (independientemente del comportamiento concreto de autoridades e instituciones) coinciden en el menosprecio por acaparamiento, que sitúan en un abdomen prominente. El vientre cargado aparece como caldo de cultivo para dolencias y perversiones, sede de desvergüenza, estreñimiento de lo amasado en el estado cachazudo del avaro, sin desprendimiento ni prodigalidad.

Sin embargo, pesado o liviano, el tacaño se vincula tradicionalmente con las heces. Hez viene del griego fesai, que significa coagulación, condensación. Posteriormente, da el término latino fex, fecis: lo que queda en el fondo de vino o aceite. Así surge el verbo defaeco-defaecare que, en sentido trasladado, quiere decir aligerar. Plauto inicia su comedia La olla de oro (1.2.1), mostrando al avaro Euclión, quien vive obsedido por ocultar sus tesoros, hasta de su vieja esclava Staplyta. Después de echarla groseramente de la habitación donde esconde sus bienes, Euclión sale de su casa musitando: Nunc defaecato demum animo egredior domo: Ahora salgo de la casa con el alma defecada . (aligerada) de temor. Tal vez por eso, hoy, el ideal establecido consista en ser magro y millonario. En Estados Unidos existe un dicho según el cual un hombre no puede ser nunca ni demasiado rico ni demasiado delgado. La esbeltez y aun la anorexia serían signos con los que tapujar glotonería económica e injusticia.

Aproximadamente veinte siglos después, el pensamiento del apóstol Santiago reaparece en un delicioso cuento de Janucá, del escritor ashkenazita I. B. Singer. La Janucá o Fiesta de las Luminarias tiene origen a la vez bíblico y talmúdico. Surge de un episodio de la historia hebrea. En 197 a. de J. C., los antíocos de Siria se apoderan de Palestina y pretenden imponer por la fuerza su religión. La persecución del judaismo genera una rebelión encabezada por la familia de los Macabeos.

El levantamiento nace en la aldea de Modín, planeado por el hijo de un sacerdote, el viejo Matitiahu o Matatías. Su hijo Judas Macabeo (Yehudá Hamacabv Judas Martillo), continúa la lucha, hasta vencer a los ejércitos de Lisias en Betsur. Tras esa victoria, los judíos recuperan el Templo, cuyo altar ha sido profanado. El 25 de Kislev (noveno mes del calendario judío), el Templo se reinaugura. [Janucá significa consagrar, dedicar, inaugurar.) El episodio no se registra en la Biblia hebrea. Pero, de acuerdo con un relato legendario, durante el período helenístico, un rey Ptolomeo invita a setenta eruditos de Judea para que preparen una versión griega de los libros del Pentateuco. (Históricamente, lo más probable es que algunos judíos de Alejandría, que hablan griego y están olvidando el hebreo, sientan la necesidad de hacer una traducción de la Torá.) Más tarde, esa transcripción abarca todos los libros de la Biblia hebrea más algunos otros, llamados apócrifos u ocultos. Entre ellos, se cuentan dos que relatan los hechos de Judas Martillo y su familia. Este conjunto de textos se conoce como Targúm Hashivim o Septuajinta que, con el tiempo, se transforma en la Biblia católica. Así, la tradición apostólica conserva extensa memoria de los Macabeos, su lealtad a Dios y su lucha por guardar la fe.

El Talmud (cuerpo oficial de la ley y tradición judías) agrega un episodio milagroso a la victoria de Judas. Para restaurar el oficio auténtico no basta con consagrar nuevamente el Templo. Es necesario encender la Menorá, el candelabro de siete brazos del judaismo, que se remonta aun precepto del libro de Éxodo (Ex. 25-31). Pero cuando Judas Martillo reconstruye el santuario, no encuentra aceite ritual. Apenas un pequeño recipiente, que puede servir para un solo día. No obstante, más allá de toda expectativa, la Menorá permanece encendida ocho días seguidos, transformando la celebración en Jag Haurim (fiesta de las luces).

Hasta hoy, durante ocho días, el pueblo judío conmemora ese episodio. No se trata sólo de una festividad histórica. Lo que la Janucá celebra es la fidelidad y perseverancia de la colectividad hebrea, de pie frente a la adversidad, asida a sus valores y de la mano de su Dios. La familia se reúne en torno a un nuevo candelabro, la januquía, que tiene nueve brazos. Uno es el shamash o servidor, encargado de dar lumbre a los otros ocho, símbolo de las jornadas prodigiosas. Durante esos días se comen dulces tradicionales y los niños reciben dinero y regalos.

La historia que Singer relata ocurre una noche de Janucá en una pequeña aldea de Polonia. Una familia celebra la fiesta de los Macabeos. Los chicos ya han recibido sus obsequios: monedas y un dreidel, especie de trompo de lados planos. Olvidados del sentido de la festividad, los pequeños se sientan a jugar con el trompo por dinero, sin escuchar las palabras de sus padres. Los que están perdiendo, quieren ganar y los que están ganando, desean ganar más.

De súbito se siente golpear. Es un joven, cubierto de nieve, pero alegre y calmoso. ¿Puede quedarse hasta mañana? Afuera deja su trineo, de marfil repujado. En los ameses de sus caballos brilla la pedrería. Después de comer tortitas de canela, apuesta con los niños. De su inacabable bolsillo salen monedas de oro y plata, que pierde invariablemente. Los chicos ganan más y más. Pero desde la llegada del forastero, se ha percibido un rumor creciente, que ya no puede ignorarse. Una vez más, los animales perciben mejor que el hombre los signos del mundo espiritual. Perros que ladran, gallos que cantan, gallinas que cacarean, patos y ocas que graznan. ¿Qué significa ese portento? Sobre la pared de la habitación, el rico perdedor no proyecta oscuridad alguna. Es el Adversario, pues sólo su cuerpo es capaz de andar solitario de sombra. Inmediatamente, se duplica su estatura, le aparecen cuernos detrás de las orejas y una lengua que le baja hasta la panza. La casa se pone a girar como otro dreidel oscila la januquia y los platos caen al suelo. El diablo abre sus alas y desaparece. Oro y plata se convirtieron en polvo, en la nieve había rastro de herrumbre, se fue el tesoro del banco, nada quedó excepto el hedor del diablo, la caca del diablo estaba por doquier.

El afán de dinero, que hace olvidar el sentido de las celebraciones religiosas y el respeto por los valores genuinos, sólo conduce a mugre y excremento.

Sin encantamiento

En el siglo XIV, el narrador Giovanni Boccaccio también dedica la VIII Jomada de su Decamerone a mostrar hasta dónde puede conducir la avidez humana.

El noveno relato de dicha jomada, a cargo de Lauretta, se llama El encantamiento de Maese Simón. Simón de Villa es un médico, más rico en paternas heredades que en ciencia. Gusta trajearse de escarlata y exhibir lo más posible sus abundantes bienes.

Un día, para gran asombro suyo, descubre que, en su vecindario, viven Bruno y Buffalmacco, dos artistas muy pobres y muy felices. ¿Cómo se consigue ser dichoso sin dinero? ¿Cómo puede ser que dos personas que ignoran ciencia y tecnología, tan sólo artistas, gocen de tal alegría? Maese Simón se dirige a ellos y, directamente, se los pregunta. Bruno y Buffalmacco le responden que, de hecho, no son pobres sino inmensamente ricos. Mucho más de cuanto Maese Simón y cualquiera de sus amigos sean tan siquiera capaces de imaginar. Ya se figuraba el médico que, sin dinero, no hay ventura posible. ¿Y dónde se encuentran sus bienes? Maese Simón quiere solazarse viéndolos. Los artistas lo lamentan, pero no pueden mostrarlos. A sus tesoros sólo se accede por un camino secreto, que no se revela a nadie. Sin embargo, pensándolo bien, Maese Simón es científico especializado y, también, hombre de mucho dinero, merecedor de todos los respetos. Le confiarán su secreto. Cada vez que lo desean, los artistas se van de Encantamiento. Cuando alcanzan la dimensión encantada, reciben grandes honores de parte de varones notabilísimos. Rodeados de maravillosos tapices, adornados con túnicas dignas de emperadores, se sientan a mesas regiamente dispuestas. Servidos por una muchedumbre de criados, comen en platos, fuentes, botellas y copas de oro y plata, los más variados manjares. Mientras beben excelentes vinos al son de dulces instrumentos y melodiosos cantos, llegan la emperatriz de Turquía y las reinas de Francia e Inglaterra, que son las más bellas mujeres del mundo. Las soberanas no se enamoran sino de artistas. En eso consiste irse de Encantamiento y a esa posibilidad deben ellos el estar siempre felices. El viaje tiene otra particularidad: no hay dinero suficiente en este mundo para pagarlo.

El rico no acredita que existan tan maravillosos bienes y que él no pueda comprarlos. Así, invita a Bruno y Buffalmacco a cenar una y otra vez a su casa y hace gala de todas sus riquezas, con la esperanza de convencerlos para que lo lleven de Encantamiento también a él. Finalmente, los dos amigos le comunican que en Encantamiento han accedido a recibirlo. Pero, como no hay dinero que compense el acceso a ese reino, será recibido gratuitamente. Sin embargo, le aconsejan que lo piense bien pues, si acepta, deberá acudir montado en un animal monstruoso. La bestia lo conducirá a través de ciertos fosos que se han abierto cerca de la iglesia de Santa María Novella. En ellos se echan todas las inmundicias de la ciudad. Si el rico teme e invoca a Dios, la bestia lo arrojará en uno de los agujeros, donde se impregnará de un hedor insoportable. Según Maese Simón, tales peligros no significan nada para él. Lo único que desea es disfrutar de esas riquezas y placeres tan incomparables con los que en el presente goza.

Bruno y Buffalmacco le recomiendan entonces que elija su traje más costoso para comparecer de modo honorable ante los distinguidos personajes de Encantamiento. El médico les asegura que vestirá su túnica escarlata, con la que fue doctorado. Cuando los ilustres personajes de Encantamiento lo vean, tan valeroso y gallardo, lo harán capitán e, inmediatamente, se acostará con una condesa ¿O es que ha habido alguna mujer a la que no haya conquistado, con dinero o autoridad?

Los artistas le prometen que gozará de la Condesa Civillari, (en el 300, Civillari es el nombre de un maloliente callejón de Florencia, nel qual luogo si caca senza rispetto), quien ya está enamorada de él. Maese Simón dice no extrañarse pues, yendo de mujeres con sus amigos, no existe la que no haya dominado. Ahora, que le describan a la Condesa. Los artistas no escatiman pormenores. La Civillari es tan ilustre que, desde obispos a frailes menores, todos le rinden diario tributo. Vive en el palacio de Laterina, pero en todas partes es posible ver a sus barones: don Tronco Seco, don Palo Duro y el chambelán Torta. A Bruno y Buffalmacco les parece haberlos percibido como domésticos también en lo de Maese Simón.

Pero el invitado ya no los escucha. Se precipita en su residencia, corre a su cámara, busca sus mejores guantes y su túnica más larga. Esa noche le cuenta a su mujer cuatro mentiras y saca a ocultas sus galas. Se dirige, presuroso, al mayor de los pozos negros abiertos junto a la iglesia y se para a esperar.

Al poco rato llega Buffalmacco, la cara tapada con una máscara y el cuerpo cubierto con una capa negra. Ni bien divisa al médico, grita y salta de un lado a otro, como una feroz alimaña. Maese Simón tiembla de miedo. Pero el deseo de disfrutar de tantas riquezas, comidas y mujeres es más fuerte. Se sube a las espaldas del corpulento artista, quien finge calmarse. A paso lento lo lleva, de Santa María Novella a Santa María della Scala, en cuyos aledaños se han abierto pozos aun mayores, donde los campesinos vienen a abastecerse de abono. Se acerca al borde de uno de ellos y, poniendo una mano bajo uno de los pies del médico, se lo sacude y de cabeza lo echa en el hoyo. Inmediatamente recomienza a rugir y, corriendo, llega al prado de Ognisanti. Bruno lo está esperando y ambos se parten de risa. Mientras, el médico se esfuerza por salir. Pero resbala una y otra vez, revolcándose de pies a cabeza en aquella materia maloliente y engullendo un poco.

No hay oro capaz de comprar imaginación, inventiva, fantasía (con todo lo que conllevan de deleite) para aquel que no las tiene. Así es como Maese Simón se queda sin Encantamiento, pero con mucha caca y todo su dinero.

Lleno de oro, lleno de mugre

En español, la palabra roñoso designa tanto al avaro como al mugriento. Prevalece la idea del apóstol Santiago: lo que mucho se acumula corre el riesgo de transformarse en caca. En el capítulo IV del Buscón, Quevedo muestra a un mal viejo que no come y mucho menos comparte siendo riquísimo. El amo del protagonista, Don Diego Coronel, en compañía de varios rufianes, se acerca al tacaño mientras duerme y le saca de debajo de los pies unas alforjas. Adentro, el hombre guarda dulces. Don Diego los toma y, en su lugar, pone piedras y palos. Cubre todo con lo que lleva dentro del intestino y agrega más yesones. Al día siguiente, el viejo toma sus alforjas y, para que nadie viese lo que sacaba y no partir con nadie, las desata a escuras debajo del gabán; y agarrando un yesón untado, se lo echa en la boca y le hinca la muela y el medio diente que tiene, y por poco lo pierde. Mientras escupe y hace gestos de asco y dolor, los demás se allegan a él con el cura a la cabeza El hombre se ofrece a Satanás. El que le jugó la broma se le acerca y lo amenaza con la cruz, como si fuese el diablo.

A semejanza del texto de Singer, en el relato de Quevedo, riqueza y caca terminan intercambiándose y evocando al Adversario.

El reciente estreno de Titanic despliega un simbolismo similar. Ese buque o “palacio flotante” de 45.000 toneladas y 270 metros de eslora, con capacidad para 2.200 personas naufragó el 14 de abril de 1912 tras una colisión con un iceberg en el Atlántico Norte. Tal catástrofe se interpretó como símbolo cuyo significado sería el castigo por el desmedido afán de la tecnología y la soberbia creencia en el progreso de científicos y millonarios. Su historia ha sido dramatizada en múltiples novelas y películas. Los tesoros que con él se hundieron son un mito hasta hoy. Al iniciarse el filme de 1997, se ve a unos arriesgados buzos que penetran en las ruinas del barco, yacente en las profundidades del mar. Encuentran la caja fuerte y se apresuran a conducirla a lugar seguro. Pero cuando la abren, de ella se escurre una turbia materia marrón que les emplasta las manos.

La visión psicoanalítica

En sus Tres ensayos de teoría sexual Freud señala que la caca constituye uno de los primeros signos que el niño intercambia. A través de ella, demuestra su afecto. Es una parte de su cuerpo que regala a la mamá o a otras personas queridas. A partir de ese significado de ofrenda, el excremento cobra, más tarde, el de hijo. Según una de las teorías sexuales infantiles (tal vez hoy no tan frecuentes, a causa de la temprana educación sexual), el hijo se adquiere por la comida y se da a luz a través del ano.

Pero, rápidamente, el obsequio fecal deja de ser recibido con cariño y con los placenteros roces de la limpieza, para provocar irritación y censura. Al pequeño se le impone un juicio de acuerdo con el cual ese amoroso don de sí, es sucio, malo, eventualmente digno de castigo. Niño o niña se lastiman contra lo que sienten como arbitraria reversión de significados. Así, la fase anal, como toda pulsión, presenta un carácter ambivalente. El pequeño regala su caca, pero también la usa como desafío u hostilidad contra quienes lo educan. Después de la agresión viene la culpa, con su consiguiente intento de reparar.

En especial Mélanie Klein trabaja con los significados violentos que adquieren las excreciones en el contexto de ciertas perturbaciones psíquicas. En su experiencia terapéutica, Klein observa niños que sienten miedo de sus propias deposiciones. La psicoanalista lo atribuye a que, en sus fantasías, esos chicos las usan como armas dirigidas contra el cuerpo materno. En consecuencia, si tales instrumentos, imaginados también como animales peligrosos o venenos, se forman en el interior de su propio organismo, amenazan con destruir también al mismo niño. Continuando el pensamiento de Freud, Klein sostiene que existe un estadio precoz en el desarrollo humano, durante el cual el sadismo está presente en todas las fuentes de placer libidinal. Comienza con el deseo de devorar el pecho de la madre, o a la madre misma, y termina en el llamado estadio anal. Durante ese período, el ansia inconsciente del pequeño es apropiarse de los contenidos del cuerpo materno para destruirlos. Las tendencias genitales comienzan a ejercer su acción. El chico espera que dentro del organismo de mamá haya excremento o elementos asimilables: el sexo del padre, otros niños. Quisiera devorar ese padre o esos hermanos que han entrado en su madre. Desea atacarlos con su orina y sus heces metaforizadas en puñales, proyectiles, instrumentos que sirvan para quemar o ahogar a los progenitores. O, como modo de agresión menos directo, ensuciarlos a ellos y a su entorno. De ese modo, orina y caca, que han sido regalos en el primer estadio de desarrollo infantil, se convierten en armas vengativas. Pero la ira del niño no ha destruido su amor por la madre, el padre, los hermanos. Entonces vuelve a simbolizar ese amor en sus deyecciones “buenas”, esperando que tengan el poder de restaurar el daño que hizo con las “malas”. La caca “peligrosa” se vuelve caca "reparadora”.

Por lo tanto, el concepto de lo sucio surge en el ser humano sobre un núcleo práctico (el excremento), rodeado de componentes intensamente afectivos e imaginarios. Estos desempeñan un papel mucho más significativo en la vida diaria que el que desarrolla la caca misma.

En Historia de una neurosis infantil (1917-1919), Freud señala que, en ocurrencias, fantasías y síntomas, las nociones de excremento, obsesión por aseo y dinero, se distinguen con dificultad y se permutan fácilmente. Tal fenómeno encontraría su explicación en la primera etapa de vida. La frustración sentida por el rechazo del regalo fecal y la consiguiente obligación de control e higiene perdura, trasmutada, en la edad adulta. Así, algunas personas suelen transformarse en empecinadas combatientes de hijos y animales (en tanto productores de suciedad) y toda clase de máculas, reales o fantaseadas.

A su vez, la fascinación experimentada por una materia que es parte del cuerpo y sale de él, se desplaza con el tiempo hacia otro objeto que se recibe de la familia o se extrae de sí (de la propia fatiga, del propio trabajo). En muchas ocasiones, la avidez por conseguir dinero, regalado, suplicado, estafado, ganado de modo obsesivo, escatimado a otros, esconde el deseo de regresar a aquella sustancia que fue fuente de tantas satisfacciones como desilusiones en el inicio de la vida. Del material clínico surge que suele existir una relación entre mezquindad y estreñimiento. Las diarreas que ocasionalmente sufren algunas personas con dificultad para mover el vientre, simbolizarían el sentimiento de culpa por su falta de generosidad. Freud sugiere que, para lograr mejores lazos con los demás y mayor tranquilidad íntima, el individuo debe liberar de influencia afectiva tanto preocupación por higiene como relaciones monetarias y organizarse de modo más objetivo.

En su trabajo sobre Sueños en el folclore (1911), Freud y Oppenheim recogen numerosos sueños registrados en la tradición popular que plantean relaciones entre heces y dinero. En algunas historias transcriptas por los investigadores, se atribuye al excremento una doble asociación con lo mercantil y lo sexual. Un campesino sueña que en el cielo el trigo se vende a mejor precio. Logra subir con su caballo cargado hasta no poder más. Pero los espíritus celestiales no le compran nada y tampoco encuentra modo de bajar. Los ángeles le aconsejan producir un excremento tan prolongado que llegue hasta la tierra. En el esfuerzo, se despierta sobresaltado por las injurias de su cónyuge, a la que ha ensuciado de pies a cabeza. Según la lectura freudiana, ese sueño significaría la imposibilidad de erección del soñante (no logra producir heces suficientemente largas) y el consecuente odio contra la mujer, impenetrable a causa de su propia impotencia. La esposa ya no es un estímulo sexual suficiente o bien el hombre se siente incapaz de proporcionarle gozo. Después de analizar otros sueños similares, Freud sugiere que, a través del tema de la defecación, suele significarse la pérdida de vigor o ancianidad del varón, quien debe renunciar al placer sexual, sustituyéndolo por otro, el anal, que hizo sus delicias en una remota fase de la infancia. Así, el material, aparentemente repugnante, que constituye esas historias oníricas no sería sino una fachada mediante la cual reírse de una realidad triste: la de no poder satisfacer ya aquellas necesidades vitales que fueron importante fuente de gozo durante la juventud y la madurez.

A veces, los relatos hacen intervenir al diablo. Este lleva a un campesino a cierto sitio donde hay oro, para que lo desentierre. Como no da el tiempo para terminar la excavación, Satán ordena cubrir el hoyo y señalarlo con caca. Entonces, el campesino se despierta para descubrir que se ha hecho en la cama. En otra versión, un hombre busca oro en su casa. Pero escucha una alarma y sale precipitadamente, poniéndose una gorra que ha llenado el gato. El oro de sus sueños se transforma en cochambre.

 

Freud subraya la recurrencia del vínculo oro-caca. Pero el simbolismo según el cual el frenesí por bienes materiales conduce a inmundicia y la cabeza fijada en dinero termina llenándose de mugre, permanece ignorado. (Tal vez ese silencio se deba a que, según una conocida crítica, Freud y muchos de sus discípulos pueden calificarse, también, de buscadores de oro.)

 

Según los aztecas, oro es excremento del Sol. Cuando el astro la expulsa, la energía solar se solidifica en metal resplandeciente. Residuo digestivo, desecho, inmundicia, se sacralizan.

 

12. El verdadero oro

Georgia O´Keeffe. "Girasol", EE.UU, 1935

Los antiguos egipcios comen heces como forma de asegurarse la inmortalidad. Consideradas como receptáculo de fuerza, simbolizan un poder biológico sagrado que reside en el hombre y que, evacuado, puede ser en cierto modo recuperado. Del mismo simbolismo procede la significación esotérica de la ingestión ritual de excrementos. Se deposita en ellos un poder iniciático, que también es atribuido a noche y a animales carroñeros como buitre y hiena. Antiguos símbolos de la Gran Madre, esas bestias conceden, a través de la devoración y la travesía por el ducto digestivo, una vida más rica, sabia y misteriosa. En algunas regiones de África, el festín de heces constituye un acto de gran valor religioso. Los bambara son un pueblo que habita actualmente los territorios que se extienden entre Senegal y Mali. Sus iniciados se libran públicamente a banquetes fecales. Se los llama poseedores de verdadero

oro y se los tiene por los hombres más ricos del mundo. Para los bambara, oro significa fuego purificador, iluminación. El dios Faro, Señor de Verbo y Mundo, se orna con dos collares, mediante los cuales percibe toda conversación humana. Uno es de cobre. Propala palabras corrientes. Otro es de oro. Transmite palabras secretas y poderosas. Es necesario comer luz solar para excretar noche: recóndito conocimiento de uno mismo y universo.

La nigredo

El significado de conocimiento embozado que atribuyen al excremento los bambara se vincula con la significación alquímica del metal, producto de la digestión de valores diurnos y aparentes.

Se piensa que la alquimia se origina en Egipto, alrededor del siglo III d. de J. C. La cultivan indios, chinos, griegos, judíos y árabes. Más tarde, se incorporan elementos de diversas tradiciones, entre las cuales la mística cristiana. Desde el siglo XX, ilusionado con capital, ciencia y tecnología, la alquimia se considera, en general, una pseudociencia. Su único valor radicaría en las contribuciones que sus practicantes hacen a la química. Su objeto sería transformar metales comunes en oro.

Sin embargo, la alquimia tiene un carácter espiritualmente estable­cido. No constituye una descripción de fenómenos objetivos sino un propósito de inscripción del amor en todas las cosas. La función de las operaciones alquímicas es animar la recóndita vitalidad de la psique, facilitando así proyecciones anímicas en los procesos materiales, para experimentarlos como símbolos y construir con ellos una teoría de alma y universo. Para los alquimistas, el oro es símbolo de iluminación. De ahí su máxima: Aúnan nostrum non est aurum vulgui (Nuestro oro no es el oro de la gente común). La búsqueda de quien se concentra únicamente en proceso químico, científico, tecnológico, fracasa. Si el móvil es ganancia, sólo se cosecha humo.

La práctica alquímica procede de una antigua imagen del mundo. En tal visión, el universo, árboles y hombres, animales y estrellas, se crea a partir de una materia prima no física. Ese elemento mágico adquiere forma: aire, fuego, tierray agua. Dado que el aire puede mutarse en agua, el agua en tierray así sucesivamente, todas las cosas materiales pueden cambiarse. Es posible que una sustancia regrese a su condición original de materia prima. También, que la materia prima vuelva al mundo de modo diferente. Por lo tanto, no se trata de cambiar metales, sino de alcanzar el Espíritu de la Vida.

Las fases esenciales de tal proceso se señalan a través de cuatro colores, tomados de la materia prima tomo representante del alma original. El primero es nigredo, negro de los negros. Ese negro profundo tiene diversos significados simultáneos. Representa la escoria cotidiana que se unta en nuestro interior, menuda grava de castigos que infligimos a quienes amamos, mezquindades, indiferencias y omisiones. Como la fórmula alquímica se basa en escrutar la inmundicia que yace en la propia alma, el sujeto tiene que admitir que es un ser enlodado, sujeto de ruindad. Reconocemos como somos, dejar caer la imagen idealizada de nuestra autocomplacencia, no va sin una importante experiencia de dolor. Así, el proceso mistérico de la alquimia tiene gran semejanza con el místico de Juan de la Cruz quien, en el Segundo Libro de la Noche Oscura (5,5) señala que, para el alma, es imprescindible esta purgativa y amorosa noticia o luz divina que aquí decimos de la misma manera se ha en el alma, purgándola y disponiéndola para unirla consigo perfectamente, que se ha el fuego en el madero para transformarle en si Porque el fuego material, en aplicándose al madero, lo primero que hace es comenzarle a secar, echándole la humedad fuera y haciéndole llorar el agua que en sí tiene; luego le va poniendo negro, oscuro y feo, y aun de mal olor y yéndole secando poco a poco le va sacando a luz y echando afuera todos los accidentes feos y oscuros que tiene contrarios al fuego; y, finalmente, comenzándole a inflamar por de fuera y calentarle viene a transformarle en sí y ponerle tan hermoso como el mismo fuego. .. .A este mismo modo pues, habernos de filosofar de este divino fuego de amor de contemplación que antes que una y transforme el alma en sí primero la purga de todos sus accidentes contrarios; hócela salir afuera sus fealdades y pónela negra y oscura, y así parece peor que antes y más fea y abominable que solía porque, como esta divina purga anda removiendo todos los malos y viciosos humores, que por estar ellos muy arraigados y asentados en el alma, no los echaba ella de ver, y así no entendía que tenía en sí tanto mal; y ahora, para echarlos fuera y aniquilarlos, se los pone al ojo, y los ve tan claramente alumbrada por esta oscura luz de divina contemplación (aunque no es peor que antes, ni en sí ni para con Dios), como ve en sí lo que antes no veía, parécele claro que está mal, que no sólo no está para que Dios la vea, mas que está para que la aborrezca, y que ya la tiene aborrecida.

El negro significa, además, la renuncia, teñida de duelo, a la satisfacción de orgullos y sueños que familia y sociedad transmiten. A menudo, a esa abdicación sigue una indiferencia tal que pulcritud y mugre se toman indistintas. La negrura es símbolo de ruina: sentimiento angustioso de la propia desintegración en polvo que ondea en la oscuridad. Los filósofos han dado a esa experiencia los nombres de muerte, infierno, tártaro, tinieblas, noche, tumba, melancolía, sol eclipsado o eclipse de sol y luna. Lo han designado también con todos los términos que expresan podredumbre, hedor, excremento. Es esa materia la que proporciona el tema para tantas alegorías sobre crecimiento y sabiduría. Raimondo Lulio, filósofo y alquimista del siglo XIII dice, refiriéndose a la negrura: Haced putrificar el cuerpo del sol durante trece días, al cabo de los cuáles la disolución se volverá negra como la tinta; pero en su interior será roja como un rubí o una piedra de carbúnculo. Tomad entonces ese sol tenebroso y obscurecido por los abrazos de su hermana o madre y ponedlo en un alambique. De ese modo, del atanor o cloaca surge el Sol subterráneo, como luz de salvación en el fondo del alma.

Son notorias las semejanzas entre las metáforas usadas por el místico y el alquimista. Juan habla de un madero que deviene negro y maloliente hasta transformarse en roja llama. Lulio, de podredumbre que se muta en carbúnculo, el más preciado de lo rubíes. Lulio dice, también, que tristeza y melancolía son nombres que los Adeptos dan a su materia cuando alcanza el negro. Al ponerse en contacto con el más bajo punto de la angustia, ésta se transforma en vigor que permite al alma transustanciarse en otra, íntimamente integrada al Espíritu. Para ello es necesario derrotar la interioridad que aspira a encontrar su verdadera naturaleza a través del Yo quiero. El principio activo del ser humano acostumbra conseguir lo deseado ejercitando volición o autoridad. Pero al principio pasivo no se lo manda. La persona se centra en su desamparo. De la quietud y la paciencia del alquimista, de su desesperada esperanza surge el arco iris, que no obedece a la voluntad ni a la autoridad: sólo al amor.

Llama la atención la violencia de las imágenes que emplea Juan para designar la acción divina en miras a transformar los falsos deseos del alma y unirse a ella. En el Segundo Libro (6, 1), afirma que la fuerza de Dios enviste (al alma) a fin de renovarla para hacerla divina, desnudándola de las afecciones habituales y propiedades del hombre viejo, en que ella está muy unida, conglutinada y conformada, de tal manera la destrica y decuece la sustancia espiritual, absorbiéndola en unaprofunday honda tiniebla, que el alma se siente estar deshaciendo y derritiendo en la haz y vista de sus miserias con muerte de espíritu cruel; así como si, tragada de una bestia, en su vientre tenebroso se sintiese estar digiriendo, padeciendo estas angustias como Jonás (2, 1) en el vientre de aquella marina bestia. Porque en este sepulcro de oscura muerte le conviene estar para la espiritual resurrección que espera.

Es preciso inventar palabras para expresar la devastación necesaria para que la metamorfosis tenga lugar: el alma es destricada, descocida y, finalmente, se siente como en el vientre de un cetáceo: hace una travesía intestinal, fecal, hasta alcanzar su renacimiento en el seno del Amado.

La oscura noche del alma

Así, excremento y obtención de oro son extremos de una misma obra de transmutación. El oro está incluido en el excremento. En su copla Tras un amoroso lance, dice Juan: ...tanto más bajo y rendido/ Y abatido me hallaba, / Dije: ¡no habrá quién alcance! / Y abatime tanto, tanto, /que fui tan alto, tan alto/ que le di a la caza alcance. La caza metaforiza la unión con Dios, que sólo se alcanza tras soterrado abatimiento. O, en términos de alquimia, únicamente desde la sepultura de la nigredo el individuo se eleva hasta llegar a la unión de los principios activo y pasivo. El oro reluce. En Llama de amor viva, Juan, extático, anuncia: Matando, muerte en vida la has trocado.

Un antiguo alquimista árabe, Morienus, afirma que, como el excremento, el oro se extrae de la persona. Y agrega: Sí reconoces esto, el amor y la aprobación del oro crecerá dentro de ti Haz de saber que esto es verdad sin duda alguna
La noche depresiva

En numerosos casos de depresión, Freud señala la existencia de un canibalismo simbólico, que aparece en sueños y obsesiones. El sujeto desea devorar a quien ama y guardarlo en su ano, como en una cripta, para no perderlo jamás. Karl Abraham desarrolla la idea, diferenciando dos fases en la etapa anal. En la primera, el erotismo va ligado a la evacuación y la pulsión sádica: a la destrucción del objeto. En la segunda, a control posesivo. Lo deseado es tener en una cavidad del cuerpo al ser amado hasta lo despótico. El sadismo, por su naturaleza bipolar, apunta a destruir al objeto y a conservarlo dominándolo. Encuentra su principal correspondencia en el funcionamiento biofísico del esfínter anal (evacuación-retención) y el control de éste. En esa fase se unen, en la actividad de defecación, los valores simbólicos de don y rechazo. ¿Quién es ese ser que el sujeto quisiera devorar para mejor encerrarlo dentro de sí? Lacan habla de la Cosa falta, ausencia, desgarramiento del sujeto quien por su naturaleza misma queda separado de todo lo que no es él. En su libro Sol negro: depresión y melancolía Kristeva vuelve a esa imagen de la Cosa que identifica con la madre inicial, perdida real o simbólicamente, en la edad adulta. Tal imagen reaparece cuando surgen angustia, frustración, fracaso intensos. La Cosa puede ser también cualquier persona que, en la fascinación amorosa, tome el lugar inconsciente del primer amor.

El sufriente quisiera devorar a semejante ser para poseerlo definitivamente. Mejor tragado, digerido, que perdido. Una tal fantasía manifiesta el terror de no gozar más de la compañía de quien se ama y seguir viviendo. El canibalismo imaginario del depresivo significa denegar la pérdida. Mejor sepultarse con él en la depresión (o en su anverso eufórico). Pero negar la separación de quien nutre siempre.

El depresivo es uno que sólo encuentra sinsentido. Sin embargo, según Kristeva, es también un místico. Adhiere a su primer amor. No logra la experiencia del Tú y no cree en el tú. Pero permanece adepto, mudo e inconmovible, de un objeto de amor inicial cuya potencia afectiva resulta inexpresable. En la tensión de músculos, mucosas y piel, experimenta a la vez posesión y pertenencia a la amada innombrable. Descuido, mugre, excreciones, guardan la marca de ese ser, tan amante como para cuidar y limpiar. Tan querido como para provocar yacimiento desidia en aquél de quien se aleja. El ser que ama se encuentra en un espacio anterior a la significancia donde, según la expresión de Kristeva, el Verbo aún no se ha hecho carne. El depresivo ama a una madre que nunca se convirtió en persona diferenciada y permanece en él como impenetrable tristeza. El afecto del deprimido suele simbolizarse en su materia. Esa madre es a la vez inmaculada (perfecta) y sucia (capaz de asumir la suciedad del hijo). El doliente no logra significar sus umbrales (boca, ano) como fronteras que lo hagan autónomo de quien cuida. Al contrario, esos umbrales suelen constituir un gran beneficio secundario: son línea que, en vez de separar, fusiona con la imagen amada. A través de una actitud inerme, que va desde desprolijidad y desorden hasta extremos como el descontrol de los esfínteres, se exige ayuda. Las excreciones desordenadas permiten soldarse a la madre igual que un bebé. Como dije anteriormente, la madre se percibe, no como otro que significa algo, sino como parte fundamental del yo. Así, el duelo es caída que lleva a lo innombrable transformado en ignominioso. Cadere. El mundo se totaliza en residuo, excremento, nada.

El humor depresivo se constituye como soporte narcisista negativo, que ofrece al yo una fortaleza sin palabras. El derrumbe del sentido vital supone una dificultad para integrarse, no ya a la sociedad, sino al lenguaje mismo. El sufriente no habla. O lo hace en una lengua inexpresiva, que ya no late, porque esconde la imagen de un amor enterrado vivo. No lo traduce para no traicionarlo. Son las criptas del afecto indecible, sin salida.

Depresión y oro

Kristeva sostiene que psicofármacos o electrochoques pueden mejorar el grado de excitación nerviosa. Pero tales métodos (aun si resultan, en ciertos casos y hasta cierto punto, eficaces) no tienen por objetivo el problema de cómo resignificar el primer amor.

Del mismo modo, Freud y sus discípulos ortodoxos mantienen silencio sobre la función artística en tanto que ella subvierte los significados fijos que la sociedad impone y libera al sujeto de una identidad endurecida, para ponerlo en proceso, marcha, dinamismo, como en los tiempos en que era uno e infinito en la xora materna. El psicoanálisis ortodoxo, señala Kristeva, no toca la experiencia del sujeto capaz de desatar lo normal, lo social, lo racional, para disolverse en lo dionisíaco a través del acto llamado estético.

Sin embargo, la obra de arte suele lograr un sendero de reparación. A tal resultado se llega construyendo nuevas figuras del lenguaje, creativas exploraciones con forma, color, sonido, textura, que signifiquen el dolor, transformándolo. Se arriva reestructurando el relato de la propia angustia, desplazándolo o condensándolo en personajes inventados, dejando libre la imaginación. De ese modo se abren paisajes

André Delvaux. Una mujer, Bélgica, 1939 cir.

inéditos. En ellos se simbolizan las emociones innombradas de un yo que no logra adaptarse del todo a las exigencias sociales. Aquel sujeto susceptible de vivencias que no se transmiten a través de palabras y gestos cotidianamente usados, experimenta de modo más solitario el desamparo humano. La repetición de sonidos, el desvío de la sintaxis, el como si... propio de la metáfora, el al costado de... característico de la metonimia, el más allá... donde reina la paradoja, despliegan una playa en la cual se puede sobrevivir. A veces, renacer.

Al no presentar ningún mal físico, la depresión es una de las enfermedades menos comprendidas y más censuradas por la doxa. Tal vez en mayor grado que otros psicoanalistas, Kristeva reconoce valor a la posición depresiva. La palabra alemana para elaboración del dolor (en su sentido analítico) es durcharbeitung: trabajo de atravesar. Al atribuir significado simbólico a tal extremo de sufrimiento psíquico, el psicoanálisis kristeviano permite al doliente buscar otros signos para trabajar a través y traspasar así su sufrimiento.

Si eso se logra, puede conducir a una eudoxa o norma mejor. Quien es capaz de llegar a un lugar después de tan larga expedición a través de la escoria, encontrará un paraje más rico que el que conocen los que jamás emprendieron tan penoso viaje, más pleno que aquel que el propio individuo conocía con anterioridad al dolor. A semejanza de la teoría alquímica, la teoría psicoanalítica que Kristeva formula, sostiene que el excremento puede transustanciarse en oro.

13. Volver del excremento

Hércules limpia los establos de Augías, Metopas del Templo de Zeus en Olimpia c.456 a.C. detalle

...Salva el metal, salva la escoria

Afanes y esperanzas se consustancian con la escoria como significante de pródigos valores. Hijo de Zeus, dios máximo, y de la princesa Alcmena, Hércules (Herakles) es el más famoso de los héroes griegos. Todo el mundo helénico conoce sus hazañas y observa su culto. Fuerte, perseverante, lleno de coraje, es también capaz de gentileza y compasión. Sus celebrantes, que lo saben proclive a glotonería y codicia, olvidan de buen grado sus máculas. Lo consideran un protector para todo y, en consecuencia, se lo invoca en toda ocasión. Se lo llama comúnmente Alexikakos: el que aparta la desgracia. Disfruta de la admiración de filósofos tan diversos como cínicos y estoicos, además de deleitarse permanentemente con el cariño popular. En el plano humano, significa un ideal de comportamiento, atribuible tanto al gobernante noble, que actúa por bien de su pueblo, cuanto al hombre simple que, al fin de sus trabajos, tiene la esperanza de ser llamado a la presencia de los dioses. En el plano cósmico, es metáfora del Sol esplendente de primavera y estío así como del Sol de otoño e invierno, que triunfa sobre nubes, lluvias y tempestades.

 

Hera, esposa de Zeus, está celosa del bastardo de su marido. Como venganza, trastorna sus sentidos, confundiéndolo al punto de matar a sus propios hijos. Cuando Hércules despierta de su locura, para expiar su culpa y reposar su alma, debe ponerse al servicio de Euristeo, rey de Tirinte, en Argos. Éste le encomienda realizar doce arriesgadas tareas, que se conocen como sus doce trabajos.

Unos requieren coraje: dar muerte al león de Nemea, un monstruo invulnerable; o a la Hidra de Lema, serpiente de muchas cabezas, que infecta la comarca con su aliento ponzoñoso. De cada cabeza que el héroe corta salen otras dos. Pero Hércules las quema. Hera manda un cangrejo para ayudar a la Hidra, lo que es inútil, pues el héroe lo aplasta con sus pies y se convierte en la constelación de Cáncer. Muestra así sus múltiples recursos interiores, que le inspiran soluciones infalibles.

Están las hazañas que exigen tenacidad: capturar a la cierva de Cerinea, que tiene cuernos de oro y patas de bronce, lo que la hace infatigable. La cacería le lleva un año, al cabo del cual logra sorprenderla a orillas del Ladón y consagrarla a Artemisa. Otras aventuras demandan astucia: desbravar a las yeguas de Diomedes, que se alimentaban de carne humana, lo que las hacía furiosas e indomables. Hércules les da a comer el cuerpo de su dueño y las aplaca. Es capaz de eliminar las aves estinfalias, que tienen pico, alas y garras de cobre, matando con sus plumas de bronce a hombres y bestias. Hércules atraviesa algunas con sus flechas y aleja a otras mediante el sonido de un cascabel de bronce que fabrica Hefestos y le presta Atenea. Vence a Hipólita, reina de las Amazonas, para arrebatarle su cinturón, imagen del arco iris que sigue a las tormentas. Necesita ingenio para capturar al jabalí de Erimantea, monstruo de la tempestad, al que conduce a un campo nevado. Mientras huye, el animal se precipita en un barranco lleno de nieve y Hércules lo atrapa con una red para conducirlo a Micenas. La magnitud de su fuerza se manifiesta cuando, tras penosa lucha, vence al toro de Creta, asimilable a la tempestad mugidora del mar, que se desencadena sobre las costas de la isla. Hércules lo encadena y, con él sobre sus hombros, atraviesa el mar, para darle libertad en la Argólida.

Su osadía se despliega hasta el límite en ocasión de adquirir el ganado de Gerión, para lo cual se atreve a disparar una flecha contra el Sol. El dios fulgural admira a tal punto su audacia que le regala una nave de oro. En ella viaja a Eritia, isla sobre la cual reina Gerión, monstruo de tres cabezas. Hércules lo vence y se apodera de sus vacas. Exhibe nuevamente su sagacidad mientras trama estratagemas para obtener las manza­nas doradas de las Hespérides, cuyos árboles crecen en el confín del mundo. Durante el viaje también señala su solidaridad, pues dispara flechas 'contra el águila que atormenta a Prometeo y el titán lo recompen­sa indicándole el camino a seguir para lograr su objetivo.

Vive la experiencia humana al extremo de descender hasta el mismo país de los muertos para rescatar a Teseo y atar al perro Cerbero (capturando así a la propia muerte y logrando la inmortalidad).

La civilización griega pone entre esas proezas de ingenio, valor y destreza, al mismo nivel que ellas, la de lavar un establo. Augías, rey de Elide, tiene tres mil rumiantes en sus boyerizas, que no se han aseado en treinta años. A Hércules se le encomienda limpiarlas.

Según la interpretación mitológica tradicional, el episodio alude al sol que purifica la atmósfera. Si lo observamos desde el punto de vista alquímico, puede aparecer como imagen de su práctica. La alquimia es paradigma de toda labor. Durante el trabajo, aun sucio, aun despreciado, el ser evoluciona. La alquimia también constituye un modelo para toda actividad basada en el experimento, así sea con inmundicia. De ese modo, se yergue en paradigma de intelecto y espíritu, proyectado con constancia sobre belleza o turbiedad, como acontece, en ciertos casos, con la poesía. Borges describe al alquimista como gastado por larga reflexión y avaras vigilias. A través de ellas, tiene la oscura visión de un ser secreto / Que se oculta en el astro y en el lodo. Su fatiga le enseña que el oro puede aguardar escondido en situaciones grises, hediondas o dolorosas: bajo cualquier azar, como el destino. En Evemess, Borges insiste: Dios, que salva el metal, salva la escoria.

Si contemplamos la tarea de Hércules desde la psicología analítica, tal como la formula C. G. Jung, el individuo, cuando encuentra el coraje de mirarse cara a cara, se enfrenta con su suciedad interior (los trabajos del héroe son consecuencia de una enajenación que lo arrastró a destruir a quienes más amaba y, por lo tanto, a sí mismo). Después de reconocerla, empieza la lenta labor de autoeducación, que se asemeja a limpiar un lugar lleno de inmundicia. El mismo orienta al sujeto cada vez más allá de su yo, hasta atravesar una muerte interior que lo conduce a otra comprensión del mundo y de sí mismo. En todo caso, la idea tradicional del héroe es que, transformado por sus aventuras enseñe, a sí mismo y a la sociedad, lo que ha aprendido a través del coraje, la sutileza y la perseverancia. Así, el héroe es inteligente, útil, eficaz, físicamente fuerte y bello. Pero en este mito, al lado y con el mismo valor que sus grandes hazañas contra bestias poderosas, monstruos y hasta el propio sol, está esa humilde y maloliente tarea de lavar, limpiar, llenarse las manos del  excremento de las bestias: lo que tradicionalmente hacen las mujeres con sus casas, sus enfermos, sus viejos, sus niños y sus animales. ¿Será que quienes limpian, hasta hoy generalmente ignorados o despreciados, cumplen una tarea asimilable a la hazaña más heroica? 

Excremento y honor

Lejos de la opinión corriente, el honor no se identifica necesariamente con su oficial símbolo, pulcritud exterior. En Odisea, el poeta nos habla del porquerizo Eumeo quien, entre todos los criados de Odiseo, es el que con mayor lealtad lo sirve. Por ningún motivo deja de dormir entre los cerdos para mejor cuidarlos. El poeta no vacila en llamarlo dios: elegido de Zeus, celestial, divino (XIV, 48).

En cerámicas de Grecia antigua, héroes míticos yacen por el suelo, ebrios, ante la puerta de una ramera o delante de una vieja alcahueta, B quien los rocía con el contenido de un vaso de noche. O persiguen a alguien, orinal en mano.     

Al iniciarse el siglo XVII, en un Japón histórico o ficticio, ocurren los hechos del capitán Oishi Kuranosuké, consejero y padrino del señor de la Torre de Ako. En un día de 1702 el señor de Ako recibe a un enviado imperial: Kira Kotsuké no Suké. Éste debe impartir las disposiciones para el ceremonial con el que se agasajará al emperador.

Se trata de instrucciones lentas y enzarzadas. El maestre de ceremonias exige cortesías siempre más angustiosas. Una mañana, tras conducir al orgulloso señor de la Torre al límite de la humillación, le ordena que se arrodille a atarle el zapato. Luego, lo insulta por su torpeza. Desbordado, el señor de Ako firma la frente de Kira Kotsuké con un hilo de sangre.

El maestre de ceremonias es signo del Emperador. Dañar el signo es dañar lo que el mismo representa. Días después, el dueño de La Torre de Takumi no Kami, del linaje de Ako, recibe un puñal de oro y pedrería para que se abra el vientre sobre una alfombra roja. Su Torre se confisca, sus capitanes se desbandan, su familia se ateza y destruye. Su nombre se vincula a la execración: a lo que se arroja fuera, como excremento. (Tal vez valga la pena señalar que el término execración, que viene del latín exsecratio, se refiere a una abominación que encuentra su origen en lo sagrado.)

Todos esperan que su consejero y padrino, Kuranosuké, castigue su provocada muerte. También lo teme Kira Kotsuké no Suké, el vil enviado. Así, el palacio del maestre de ceremonias se vuelve híspido de arqueros y esgrimistas. Detrás de Kuranosuké, se multiplican espías que atisban y escrutan.

El consejero escoge el escondrijo más improbable de todos: el de sus propios vómitos y excrementos. Se deja arrebatar públicamente por ramerías y juergas. Suele amanecer revolcado en umbrales de prostíbulos, la cabeza mezclada con inmundicia. Oculto bajo esa ostensible porquería, planea y dirige la venganza contra el indigno maestre. Se equivoca un hombre de la ciudad de Satsuma quien, al verlo tirado en la cochambre, se avergüenza de él y lo escupe. Al amanecer de la noche señalada, Kira Kotsuké no Suké es degollado. Sin ira, turbación, ni condolencia, su cabeza se ofrece en homenaje al señor de la Torre de Ako, de cuyo fin era culpable.

Por orden del emperador, el consejero y sus aliados deben suicidarse. El mandato se cumple con exaltada calma y todos reposan junto a su señor. Hombres y niños oran sobre el sepulcro de capitanes tan leales y se muestran unánimes en calificar el episodio de glorioso. Entre los peregrinos que acuden hay uno, polvoriento y cansado, que debe haber venido de lejos. Es el hombre de Satsuma, quien había esputado sobre el consejero caído en el suelo, entreverado con sus excreciones. Ese hombre comete harakiri para reparar su desatino. La falla consiste en no comprender que inmundicia es reverso de hazaña.

Borges recoge el hecho en su Historia universal de la infamia.

Günter Grass, Céline, Artaud: son muchos los escritores de este siglo que se asocian con el uso ético y estético del excremento. En cambio, en la imaginación de sus lectores, Borges aparece obsedido por tigre, ajedrez y laberinto. Sin embargo, reiteradamente, el maestro señala la importancia del pasaje por las heces en la prosecución del destino y así lo explícita en su conferencia sobre La ceguera: Un escritor, o todo hombre, debe pensar que cuanto le ocurre es un instrumento; todas las cosas le han sido dadas para un fin y esto tiene que ser más fuerte en el caso de un artista. Todo lo que le pasa, incluso las humillaciones, los bochornos, las desventuras, todo eso le ha sido dado como arcilla, como material para su arte; tiene que aprovecharlo ...el antiguo alimento de los héroes es la humillación, la desdicha, la discordia. Esas cosas nos fueron dadas para que las trasmutemos, para que hagamos de la miserable circunstancia de nuestra vida, cosas eternas o que aspiren a serlo.

Regresar del excremento

El excremento, del que se tienen raras menciones en el mundo celta, aparenta ser signo de ignominia. Pero su agazapado simbolismo salta en un grupo de leyendas irlandesas conocidas como Ciclo del Ulster, que se recopila en el siglo XII, pero data del siglo VIII y tal vez de antes. En ese marco se encuentra una epopeya titulada La matanza de Cathair Chonrai o Muerte de Curoi. Su protagonista es el más famoso héroe mítico de Irlanda: Cuchulainn de Muirtheme.

Como Hércules, con quien se lo compara, Cuchulainn tiene como padre a un dios: Lug, El Blanco, El Resplandeciente. Lug es dios mayor. También se lo conoce como el Múltiple Artesano, porque es el inventor de todas las artes; como El Cuervo, pues los celtas atribuyen a ese pájaro el don de la profecía; y como El de Largo Brazo, porque orquesta campañas guerreras donde despliega su habilidad con lanza arrojadiza y honda. Siempre conduce a la victoria. Por lo tanto, de la cabeza de su hijo emana la Luz del Héroe, que es signo de semidioses y personajes inspirados por la divinidad.

Cuchulainn es fulgurante, civilizador y personifica a la sociedad a la que pertenece, la cual, por su intermedio, se diviniza. (Hasta hoy Cuchulainn permanece en el afecto de escoceses e irlandeses. En la oficina Central de Correos de Dublín hay una estatua que lo representa moribundo, con una corneja que es, tal vez, su padre Lug, posada en el hombro. Irlanda lo ha transformado en símbolo de su resistencia contra la política de Inglaterra.)

Como el héroe griego, representa un culto solar masculino. Al igual que el hijo de Zeus, es valeroso y fuerte, capaz de librar al mundo de monstruos y fuerzas tenebrosas. Hércules vence al perro Cerbero y el semidiós celta derrota al sabueso de Culann (quien le da su nombre: Cu-Chulainn). A Hércules lo protegen Apolo y Atenea. Cuchulainn se encuentra a menudo, en el Otro Mundo, con Morrigan, diosa de la guerra.

Diferente de Hércules, que tuvo que servir a Euristeo para castigo de su propia enajenación, Cuchulainn se parece más al capitán Oishi Kuranosuké: es pariente y principal guerrero de su señor, Conchovar Mac Nessa, rey del Ulster. Pero, antes de jurarle lealtad, derrota a ciento cincuenta jóvenes de las brigadas reales. Rompe quince juegos de armas hasta que acepta el suyo, únicamente de las manos de su soberano.

Cuando se apodera de Cuchulainn la furia de la batalla, sus cabellos se erizan y de cada hebra salta una chispa de fuego. Su musculatura aumenta de tamaño, un ojo se abulta mientras el otro se hunde. En el interior de su piel, su cuerpo se da vuelta de modo que pies y rodillas quedan hacia atrás mientras que pantorrillas y nalgas dan el frente al enemigo. Una llamarada sale de su boca y un chorro de sangre negra de lo alto de su cabeza. Su aullido hace bramar a todos los espíritus del lugar y el enemigo se estremece. Tales enroscamientos, que cambian por completo su cuerpo, son signo de un carácter sobrehumano. No sólo usa fuerza: también es diestro conocedor de magia, a través de la cual se vincula con las manifestaciones más palpables de la vida, los animales, y con las formas más abstractas, los números. Lleva siete caireles de joyas sobre su cabeza, siete broches de oro sobre su pecho. Tiene siete pupilas en cada ojo, siete dedos en manos y pies. Sus cabellos son de tres colores: oscuros en la raíz, rojos mientras crecen y dorados en las puntas. Trazas de cuatro tonos, amarillas, azules, verdes y rojas cruzan por sus mejillas. Así, se relaciona con las cifras de la divinidad (tres), de la humanidad (cuatro) y de la totalidad (siete). Tal es su admirada apariencia en tiempos de paz. Belleza no de hombre sino de cíclope (o de personaje imaginado por un artista de las vanguardias). De nuevo similar a Hércules, es capaz de descender vivo a la morada de los muertos y regresar.

En la aventura cuyo sentido nos interesa, Cuchulainn, junto con Curoi, rey de Leinster, ataca la Isla de Firfalia (actual Isla de Mann). Los ejércitos del Ulster y Leinster se apoderan de cuantioso botín. Raptan asimismo a la guardiana de un misterioso caldero, la princesa Blathnaid (La Florecilla).

A la hora de repartir los trofeos, rey y héroe desean la mano de la princesa. Pero Blathnaid ama a Cuchulainn. Curoi estima que, sin La Florecilla, la partición es injusta. Para vengarse, vence a Cuchulainn en combate singular. Le arrebata su caballo, lo echa por tierra y embadurna su cabeza con bosta. Con ese acto tal vez pretende, no sólo quebrantarlo y humillarlo, sino tomarlo repulsivo a la sensibilidad de su amada.

Blathnaid se ve obligada a acompañar a Curoi hasta su morada, Cathair On Sliabh Mis. Pero cuenta con la destreza que, en artes mágicas, le da su caldero prodigioso. Pronto se las arregla para hacer llegar un mensaje a su héroe. En él le indica cómo entrar a la mansión y rescatarla.

Los amantes se confabulan para dar muerte a Curoi. El rey perece, víctima de su pensamiento unívoco. Creyendo mancillar a Cuchulainn a través de afrenta y estiércol, Curoi le confiere vigor y perseverancia. Acaso hasta aumenta su seducción.

Vergüenza sobre quienes se tapan las narices

En el capítulo 37 del Génesis se habla de la relación privilegiada que existe entre Jacob y José, el primer hijo que aquél tuvo con su segunda esposa, Raquel. También se narra, someramente, qué perturbadora resultó esa preferencia del padre para sus demás hijos.

 

Por profunda y azarosamente que se tienda la línea encargada de bucear en el pozo del pasado, lo que se intenta recoger, se aparta y escabulle aun más profundamente. Lo imposible de ser buscado enzarza en una especie de juego burlón a la propia fiebre de encontrar. Ofrece puntos de referencia y metas aparentes pero, cuando se las alcanza, nuevos objetos del pasado se divisan. Así ocurre con el navegante, que no halla fin a su travesía porque, detrás de la península hacia la que se dirigía, yacen nuevas tierras que lo embrujan. Así reflexiona Thomas Mann, al promediar el siglo XX, mientras desdobla y escruta los vínculos entre Jacob, José y sus hermanos.

 

Cuenta el maestro alemán que, por ser hijo de Raquel, la esposa amada, y por haber heredado sus ojos oblicuos, José es el favorito de Jacob. Los diez hermanos nacidos de Lea y las esclavas pastorean ganado. Resisten noche fría y sol ardiente. Mientras, José, bajo la tienda del padre común, aprende hebreo, egipcio y escritura cuneiforme.

 

Sin embargo, el primogénito de Jacob es Rubén, quien nació de su primera esposa, Lea. Por lo tanto, es a Rubén a quien corresponde la bendición que Dios derramó sobre Abraham y que éste transmitió a su heredero Isaac, de quien la recibió Jacob. No obstante, a causa de una falta cometida por el hijo mayor, Jacob trama trasladar su bendición al elegido. Los hermanos sospechan, odian y temen. José sueña. En sus paisajes oníricos hay diez espigas que se inclinan ante una, axial; diez estrellas que giran alrededor de una, fulgurante. Cuenta sus sueños a sus hermanos. Para su sorpresa, no recibe la admirativa respuesta que espera.

 

Como anticipo de la bendición, Jacob regala a José el manto de novia de su madre. Unos días más tarde, con mil recomendaciones, envía al predilecto a buscar a sus hermanos a las tierras de pastoreo.

 

Antes de llegar, José se cubre con el manto de Raquel, que ha llevado consigo a escondidas del padre. Sin premeditación, estalla la ira de los hermanos. Lo asaltan y, con uñas y dientes, desgarran la túnica de la esposa favorita. La paliza que le propinan hace peligrar su vida. Atado de pies y manos, lo arrojan a un pozo. Allí permanece durante tres días. El niño mimado, que cree que el mundo lo ama, descubre que sus hermanos no sienten por él sino abominación. El acariciado está cubierto de llagas.

 

El consentido siente hambre y sed. El acompañado se encuentra solo, en honda oscuridad. Dentro del estrecho espacio del pozo, en el que no puede moverse, el acicalado se mancha con su propia inmundicia. De ese hoyo no puede regresar a su vida anterior. Untado de sangre y excremento, como en un parto auténtico, el Proveedor nace a su destino.

El jefe de la expedición ismaelita, quien ulteriormente lo compra como esclavo, no se deja engañar por su aura de hedor y sus pecas marrones: Observen las pestañas y la delicadeza de los miembros, aunque estén embadurnados y malolientes por la estadía en el pozo. Vergüenza sobre quienes se tapan las narices. Quien debe avergonzarse es aquel que ve sólo deyección allí donde hay alguien que tiene virtudes más altas que la mera limpieza.

A menudo asociado con el lado repulsivo de la vida, el sapo suele representarse con una joya en la frente, que simboliza la sabiduría de quien advierte la presencia de lo sagrado y aun logra vislumbrarla. Tal es el sentido que imprime Thomas Mann a este particular episodio de la vida de José, en la novela El joven José, segundo libro de la tetralogía que dedica a José y sus hermanos (1934-1944). Sin enterramiento, mugre ni excremento, no puede nacerse al propio destino que, en este caso, es el de Proveedor del Pueblo Elegido. Sabio es aquel que así lo advierte.

Honrar la vida

Dachau, 1944. Según el testimonio de un médico ashkenazita uruguayo, para huir junto con otros prisioneros, su padre debe atravesar un campo minado. El hombre teme cruzar tan peligrosa superficie. Se esconde en un pozo negro donde permanece intemporalmente, acaso un día, hasta que alguien lo rescata. Es el único que sobrevive.

Desde tiempos inmemoriales, en cárceles y campos de concentración diseminados por el mundo, cuando sus guardianes no les dan líquido, los prisioneros (indios de las más diversas identidades, negros, disidentes de diferentes ideologías y religiones, mujeres que han transgredido la ley patriarcal, gitanos, homosexuales) beben su orina para honrar el deber de la vida.

14. Mitos del excremento

Taina Palios, Odia 1996

Historia del excremento

Mito, del griego mythos, significa fábula, ficción alegórica, especialmente en materia religiosa. Constituye una práctica semiótica cosmogónica: que trata del origen y evolución del universo. Sus símbolos remiten a una trascendencia universal. El excremento también tiene sus mitos.

En Los orígenes del comportamiento en la mesa, el antropólogo Lévy-Strauss recoge un mito de origen guyano según el cual, en un tiempo, hombres y animales comían por el mismo umbral por el que excretaban. Puiito, el ano, se paseaba entre ellos y se complacía en arrojarles inmundicia a la cara. Después escapaba. Los animales, indignados, se confabularon. Pretendieron que estaban durmiendo y, cuando Puiito se acercó para realizar su hazaña, lo atraparon, lo cortaron en pedazos y se lo repartieron. Cada animal recibió su parte, más o menos grande según las dimensiones del orifìcio que hoy puede verse. Tal mito parece señalar que, en un tiempo, en esa cultura, lo que entraba en tubo digestivo y lo que salía de él no se percibían como puro/impuro, limpio/sucio. En una fantasía posterior estaría la génesis de la antítesis.

El vuelo de los dioses

En nuestra infancia, generalmente pensamos que salimos del ano de nuestra madre, equiparables a un montoncito de excremento y, en general, eso no nos produce asco alguno. Acaso por tal motivo, en algunas sociedades, el instrumento básico de la cultura emerge de los intestinos de alguien.

Las comunidades nórdicas tradicionales consideran la poesía no sólo como urdimbre de belleza sino como herramienta para conocer di­mensiones del tiempo, lenguaje de vientos, animales y frondas, el mismo corazón de seres y objetos. Se la piensa como fórmula paira construir las cosas concretas del mundo, curar enfermedades y modelar destinos. Sin poesía no hay vida posible. Se la obtiene de la diarrea de los dioses o se va a buscarla al fondo del intestino de los gigantes.

En el siglo XIII, el erudito noruego Snorri Sturluson nos lega, en palabras de Borges, una mitología de fuego y hielo, la violenta gloria de una estirpe. Son las Eddas. (La palabra Edda se interpreta como Arte Poética pero, también, como Urgrossmutter, antepasada, abuela, de lo que puede inferirse que el Arte Poética es Madre Primordial de todo.) Las Eddas constituyen la recopilación y explicación de una tradición oral islandesa muy anterior a los relatos que Snorry escribe, donde se cuenta el génesis de hombres, dioses y naturaleza. En el origen hay lucha. Por un lado, están los ases, dioses asiáticos llegados de Troya. Se vinculan con guerra, majestad, sacerdocio y fertilidad. Entre ellos, Odín, el supremo, es tan bello que su presencia alegra a cuantos le ven. Su nombre viene de la raíz germánica wut, que significa furor sagrado lo cual, en ese ámbito cultural, equivale a ciencia total. Porlo tanto, el saber que Odín posee no es de orden lógico racional sino que tiene un carácter huracanado, relampagueante, dionisiaco. Cabalga sobre Sleipnir, un caballo plateado, de ocho patas. Los romanos lo identifican con Mercurio quien, en las lenguas latinas, preside un día de la semana: miércoles, mercoledì, mercredL De modo equivalente, en las lenguas germánicas el dios de borrascosa sabiduría reina al promediar el ciclo semanal. En islandés, miércoles se dice onsdagr (día de Odín). En sueco, danés y noruego, onsdag. En flamenco, woensdag y en inglés wednesday, palabra que viene de woden’s day, también día de Odín.

Odín tiene el poder de hafiin. El concepto de hamn corresponde, hasta cierto punto, al de metamorfosis. Pero, en las mutaciones celtas y mediterráneas, por ejemplo, el individuo cambia de forma corporal. En cambio, alguien con la propiedad de hamn (que literalmente significa paradero dentro de algo), deja durmiendo su cuerpo mientras su alma vuela a refugiarse en otra forma. O cubre su cuerpo con otra corporalidad: “alceidad”, “salmonidad”, “cisneidad”. Así, puede desplazarse a países remotos, por tierra, agua o aire.

La familia de Odín se enfrenta a los vanes, criaturas semidivinas que vienen de antes del principio: se vinculan con agua y tierra. Son quienes dispensan paz y abundancia, sensualidad y amor. Ases y vanes llegan a un acuerdo, que sellan escupiendo en un balde. Para muchas culturas (escandinavas, celtas, bambara del África Occidental), escupir es comprometer la palabra. Aunque puede tener significado infamante, la saliva aparece como excreción creativa y curativa. En Extremo Oriente existe una creencia según la cual las gemas encuentran su origen en la saliva de serpientes. Jesús sana a un ciego con su saliva (Jn. 9:6) y, en su tiempo, se piensa que los emperadores romanos pueden curar con la suya. De hecho, en la saliva de muchos animales (murciélago, perro, gato) hay sustancias químicas restablecedoras.

De la saliva de los dioses surge Kvasir, el primero y más sabio de los hombres. Los enanos Fjalarr y Galarr matan a Kvasir para quedarse con su sangre. Contrariamente a las ideas recibidas, los enanos nórdicos (normánico: dvergr, antiguo alto alemán: zwerc, inglés antiguo y moderno: dveorg, dworj] no son forzosamente pequeños. Pueden adoptar a voluntad cualquier tamaño. Los enanos son hábiles artesanos, excelentes orfebres. Pero también codician las fórmulas del conocimiento y la belleza. Por lo tanto, ambicionan el cuerpo de Kvasir, originado en saliva, que mana junto con las palabras, dando el don de la poesía, sus múltiples poderes. Así, lo matan y almacenan su sangre en un caldero (Odrórin) y dos cubos (Són y Bodn). La mezclan con miel (en muchas sociedades, dulce como la palabra divina) y ésa es la pócima que confiere la merced de poesía y conocimiento a quien la bebe. De acuerdo con tal concepción, la esencia del hombre (su sangre, donde otras comunidades, como la judía, sitúan al alma) es poesía, y ésta es un bien tan precioso que bien vale matar por ella.

El gigante Suttungr aísla a los enanos en un arrecife a punto de ser cubierto por la marea. Estos entregan el brebaje, que Suttungr esconde en las profundidades de la montaña de Hnitbjórg. Lo custodia su hija Gunnlód, cuyo ominoso nombre significa Invitación al combate. Los gigantes encarnan oscuras fuerzas naturales, asociadas con violencia y aullido, llamarada, nieve, humus, tierra y agua. Viven en montañas, cubiertos de pieles y armados con troncos de árboles. Son extraordinariamente peligrosos para hombres y hasta dioses, pues los mueve la impulsión ciega, incapaz de detenerse a inteligir. Así, según las Eddas, el valor de la poesía es reconocido y codiciado por seres de todas formas y tamaños, por los muy sutiles y por los visceralmente instintivos. Odín, bajo el hamn de una serpiente, se desliza por las hendiduras de la piedra y llega hasta la guardiana de la pócima poética. Deja caer su “serpentidad” y la giganta se siente recorrida por la dicha de ver al Dios hermoso. Está dispuesta a darle cuanto le pida, a cambio de su amor, aunque sea fugaz.

Odín no vacila en negociar sus abrazos para obtener el don poético. Durante tres noches, regala a Gunnlód sensualidad deliciosa. Tras atravesar por cada penumbra de caricias, la giganta le entrega, primero a Odrórin, luego a Són y, finalmente, a Bodn. La poesía se consigue inspirando amor, aunque valga igualmente prostituirse por ella.

Odín bebe el contenido de los recipientes, se refugia en el hamn de un águila y atraviesa el cielo en dirección a Asgardr, la morada divina. Pero es ancho el espacio celeste que se extiende entre la montaña de gigantes y la residencia de los dioses. Aunque Odín vuele rápidamente, el padre de Gunnlód también es veloz. El dios logra su objetivo, aunque con gran dificultad, pues su vientre pesa por la enorme carga de filtro poético. Entre plenitud y apuro, de su ano escapan tres gotas. Debajo, en la tierra, se desencadena un curioso espectáculo. Los hombres, que han divisado el orificio húmedo del águila, se precipitan con baldes tras su vuelo y logran recoger las tres preciosas pizcas.

En la tradición islandesa, el poder de ciertos caracteres de la escritura (las runas) y sus combinaciones o constelaciones es inmenso. Probable­mente de origen mediterráneo, las runas se gravan sobre piedra. Aparecen, en general, rodeando monumentos con diversas formas. Tal vez la más frecuente sea el círculo, que representa a Midgarthomr (literalmente, serpiente de tierra), verde serpiente y verde mar, la tierra, como ella circular. Las runas son las iniciales de cinco campos: el de los animales: bóvido salvaje, lobo, alce, caballo; el de meteoros y cielos, luz y agua; el del buen año fértil, abedul, espina y tejo; el del hombre, con su miseria y su sensualidad deliciosa; y el de la paz y los dioses. De ese modo, las runas cuestionan los límites de la realidad, apuntando hacia regiones más profundas.

Cualquier persona puede aprender lo que significa cada runa y escribir con ellas. Pero, por debajo de la alianza significante/significado, yace lo innominable: algo que no se puede enseñar ni descifrar. El receptor está en presencia de soporte material pero, más allá de lo trivial, no ve ni oye, nada percibe. Una runa no es traza de nada, no se parece a nada, no es el producto de la convención de nadie. “Eso”, lo innominable, sólo se obtiene mediante un don natural más la travesía de miedo, dolor, asco; el sacrificio de algo preciado y estimado como necesario, una parte del cuerpo, una parte de la vida. Odín, que es el máximo de los dioses, entrega uno de sus ojos al gigante Mimir, en prenda por la obtención de conocimiento. Cuelga, durante nueve noches, de un árbol que el viento mueve. Cuerpo lacerado por una pica, hambriento y sediento, sacrifica­do a Odín, él mismo a sí mismo, colgando del árbol de raíces inexploradas. Ni bebida ni pan. También entrega uno de sus ojos. Pero recoge dieciocho constelaciones de runas entre las infinitas posibles.

Los sacrificios de Odín por conseguir la poesía descubren que sólo quien está dispuesto a mutilarse, hundirse en el fondo de la piedra, pasar por los brazos de una giganta, atravesar el cielo, únicamente el movido por una moral superior, que desconoce escrúpulos convencionales, aversión y miedo, es quien logra ser un gran poeta. Mientras, las carreras de los hombres por recuperar las tres gotas de diarrea del dios, despliegan un universo que, ni en el nivel divino ni en el humano, reconocen mayor bien que la poesía. Esta puede yacer en cualquier sustancia, aun la convencionalmente más repulsiva. Así, Odín habla siempre en skaldskap (literalmente: ^creación poética) y cuantos lo escuchan sienten que, ante ellos, se descorren los velos que ocultan la verdad.

Pero las palabras no sólo revelan y deleitan: también operan directamente sobre la realidad. Con ellas, Odín deja ciegos y sordos a sus enemigos. Las agudas armas de sus adversarios quedan mochas como bastones. Los hombres que Odín protege no necesitan llevar cota: se lanzan con sus dientes contra los escudos de los oponentes y los desgarran con la fuerza de osos o lobos. Los versos de Odín apagan fuego, apaciguan mares y cambian la dirección de los vientos, enviándolos a las regiones que él quiere estremecer o fecundar.

¿Y qué hacen los hombres con las tres gotas de diarrea divina? Ese líquido encierra la poesía humana, tan hermosa que merece llamarse don de los dioses o hallazgo de Odín, Dios supremo.

El intestino de los gigantes

Kaleuala: tierra de gigantes. Ese es el nombre de la cosmogonía finlandesa. Según esagénesis, el primer hombre, el increado, Vainamoinen o Vaino, nace de una virgen que está en el cielo, hasta que por Jin desciende del aire, elpotente viento del Este la mece, la oíala sacude y así la fecunda el viento. Así la espuma la deja grávida. Se trata de una partenogénesis: una concepción sin intervención de varón, aunque la espuma recuerde la simiente. Pero tal espuma es producto del viento, entre judíos soplo de Dios, entre druidas, hálito mágico que conmueve el universo, entre zapotecas y otros pueblos prehispánicos, Dios supre­mo, Dios soplo, Dios viento, según Shelley encantador de los espectros,/ ... espíritu salvaje,/ destructor y salvador... / ¡oh incontrolable!

A diferencia de otros génesis, que nos muestran al primer hombre enmarañado en culpa o caliente por batalla, Vaino es poeta, bardo eterno (Canto I). En veintidós mil ochocientos versos, distribuidos en cincuenta cantos, Kalevala cuenta sus aventuras y las de su hermano, el forjador y artista Ilmarinen, sus viajes y pasiones. Pero, especialmente, describe la poesía de Vainamoinen, que desencadena la acción y crea las cosas del mundo. Con ella, detiene hemorragias, calma dolores, fabrica instru­mentos de música y talismanes, encanta perros, aparta serpientes y las tranquiliza, invoca socorro y protección para ganado, contra osos y para parturientas, atrae fortuna sobre remero, curandero y jugador. Vaino se rehúsa a emplear fuerza física o armas. Cuando se enoja, entona palabras que no canta ni la mitad de la gente ni aun un tercio de los novios. El sol tiembla, el lago calla, estallan las fuertes rocas, las piedras se parte en dos o se quiebran en el fondo de los ríos. Cambia el sombrero del adversario en un paquete de nubes, sus mitones en nenúfares de un lago, convierte su manto en densa bruma y su cinto en una trailla de astros. (Canto III). Pero Vainamoinen también es un hombre y, cuando va a construir su nave, se le rompe el trineo de las voces, el carro de las palabras.

De nuevo, en esta epopeya se significa la idea de que nada arredra a un gran poeta a la búsqueda de sus versos. Vaino los persigue primero en cabeza de golondrinas, vuelo de cisnes, hombros de ocas. En su calidad de intermediarias entre cielo y tierra, las aves parecen especialmente indicadas para portar poesía. Las rastrea luego en boca de reno, que conduce de este mundo al otro y que, como todos los animales cornudos, participa de los poderes de la luna. Indaga bajo lengua de ardilla, que pasa recorriendo de arriba a abajo el árbol del mundo. Como santos de diferentes religiones, como artistas contemporáneos, el viejo Vainamoinen piensa encontrar su meta atravesando la barrera de las especies. Sin embargo, las fórmulas no emergen. Entonces baja a Manala, también conocido como Tuonela, el país de Mana o Tuoni, señor de los muertos. Si es necesario, a la gran poesía se la busca más allá de la vida. En el camino se puede morir enfermo, de muerte natural, de otras muertes. El viaje a los infiernos es viaje de miseria. A la orilla del río que circunda el reino de Tuoni está la hija del dios, lavando las ropas sórdidas, bataneando sus harapos en el cruel río, en la baja agua. La virgen le hace cruzar la gran corriente, pero no sin advertirle:

-¡Desgraciapara ti, Vaino, que vienes vivo a Tuonela, sin haber muerto, a Manala! Como el dios Odín, el poeta es aquel capaz de franquear todos los límites, prohibiciones, reparos, para obtener la fórmula poética, la única que contiene el mundo. Pocos pueden comprender lo que realmente significa la poesía y, por lo tanto, los riesgos a los que se expone el artista. Ni siquiera la dueña de Tuoni, reina del infierno: -¡Oh viejo y gran Vainamoinen!, ¿por qué venir a Manala, a la vivienda de Tuoni, antes que Tuoni lo quiera, sin que Mana te redame? (Canto XVI)

No obstante, la poesía que Vaino busca no mana en los infiernos. Un pastor le descubre dónde encontrarla. El espacio donde la palabra poética yace se revela cuando menos se espera, a través de los seres más sencillos, sin intervención de la voluntad del poeta. Pero ese sitio es terrible: está en los intestinos del gigante Vipunen, en la barriga del mago; hacia abajo habrás de irte, no es muy cómodo el viaje.

La poesía aparece anidada en lo camal, visceral, orgánico, en la travesía hasta el fondo del cuerpo y su materia. Vipunen, rico en palabras, el anciano muy sapiente, yacía ba/o la tierra. La búsqueda de la poesía, que es capaz de vadear la muerte, también puede traer desde la muerte hasta la vida. Vainamoinen hundió el venablo de hierro en la boca de Vipunen, en sus deformes encías, sus quijadas rechinantes, y habló largo de este modo: -Deja ya, esclavo del hombre, de dormir bajo la tierra, ¡sal ya de tan largo sueño! Vipunen, rico en palabras, abrió su boca grandísima, apartó un labio de otro, y tragó al hombre, precipitó en su garganta al viejo y gran Vainamoinen.

El poeta, que previamente se ha construido una precaria nave, boga de un intestino al otro, avanza hasta el fondo de cada sinuosidad, explora en los recodos y roe el ombligo del gigante hasta que Vipunen, rico en palabras, viejo sabio, de gran poder en la boca, de corazón con gran ciencia, abrió la caja de frases, el cofre de sus palabras para cantar buenas fórmulas, cantar sus mejores cantos, los orígenes profundos, sortilegios del principio que no canta ningún niño, que no entiende cualquier héroe. La poesía es también misterio, incorruptibilidad, privi­legio. Se puede comprar un libro, no su deleite. Se puede estudiar un canto, no su verdad. El aprendizaje obligatorio de la poesía, dice Borges en Siete noches, es un absurdo: tanto valdría hablar de felicidad obligatoria.

Vipunen abre de nuevo sus grandes encías y el viejo Vaino salta fuera del vientre del cantor mágico. Se va a casa de su hermano Ilmarinen, el herrero, y le dice:

-Hallé cientos de palabras, millares de sortilegios, saqué del misterio frases y fórmulas del olvido. Luego Vaino se dirigió al astillero, enunció la palabra poética e hizo nacer la nave sin virutas ni hen amientas (Canto XVII). El nombre trae la cosa a ser, sin necesidad de instrumentos materiales, ya limpia y perfecta. Cuando ha conocido aves y animales, muerte e infierno, cuerpo e inmundicia, el poeta se transforma en constructor del mundo. Aproximadamente mil años después, en Una Defensa de la Poesía, Shelley afirma: los Poetas no son sólo los autores del lenguaje y la música, de la danza y la arquitectura, de la escultura y la pintura: son los secretos legisladores del mundo, los fundadores de la sociedad y los inventores del arte de la vida.

Lo simbólico y lo semiótico

Así, el significado recóndito, mistérico, vital, de la poesía se constituye en el punto mismo de encuentro entre lo simbólico (entendido en el sentido kristeviano de social, comprensible, comunicable) y lo que Kristeva llama xora o lo semiótico mismo. Eso, que antecede o subyace bajo toda significación, cercano a lo materno inicial, a lo orgánico, a lo untado de excremento y, a la vez, abierto a lo infinito. En consecuencia, la poesía no puede confundirse nunca con esfuerzo intelectual, que es tarea cultural propiamente dicha. Poesía es bisagra entre cuerpo, sensualidad, arrobamiento, éxtasis que va más allá de lo orgánico, y cultura como organización y producto de la sociedad.

La poesía establece correspondencias, elabora y codifica las dos tendencias (el impulso semiótico, desbordante, insensato, y la norma simbólica, separada, canalizada, socializada). Esas correspondencias se manifiestan especialmente en las antiguas cosmogonías. Allí un héroe o un dios encuentra la poesía o su equivalente, el sampo (mágico objeto desconocido), a través de un afán que pone en jaque todo su ser. Vuelve envuelto en sombras infernales, manchado de excremento, a veces mutilado, sacrificado (sacrum jiert hecho sagrado). Así, favorece al grupo humano que permaneció, sin riesgo, en el interior de la norma. Con su vuelo y su descenso a negrura, intestino, cloaca, trae nuevos conoci­mientos a su propia comunidad, contribuyendo a la evolución simbólica, social de la misma. Sin embargo, tales sortilegios provienen de lo semiótico, soterrado, inicial, ilimitado. Sus fórmulas incantatorias reactivan lo que lógica y sintaxis reprimen: ritmo, melodía, repetición presimbólica. Renovando la ley que rige la estructura social o colmando sus carencias, la poesía apela a una coherencia profunda de la comunidad: a una xora, a un tesoro maternal, recóndito y experimentado como común.

Hoy nos es difícil comprender la noción misma de runa. Nos desconcierta la naturaleza de la poesía que Vaino busca. La armonía entre lo semiótico (hondo, primordial, oculta riqueza de todos) y lo simbólico (social, convencional e impuesto) se mantuvo (aunque con muchas dificultades) hasta el romanticismo, con su noción de poeta heroico. En las sociedades actuales, tal armonía cede y se resquebraja ante una experiencia significante que se toma más y más standarizada. La expresión poética genuina tiende a ser solitaria porque perturba un orden social cada vez menos relacionado con esa xora. Por eso, la productividad poética (tanto en el medio familiar, laboral, como en el espacio privado del gabinete psicoanalítico), suele ser percibida como patología, locura. Sin embargo, a veces logra poner a la sociedad (o a sectores de la misma) en estado de fugaz caricia, calor, contacto con lo innominable. 

Taina Palios, Vipunen, 1996

15. Abarcar la totalidad

James Joyce plantea ceñir corporalidad, cultura y cosmos. A través de puentes metafóricos, su novela Ulises hace brillar cada elemento en plenitud de significados múltiples. El mar es dulce madre gris. Sus olas, caballos marinos de blancas crines, con brillantes riendas de viento. Probablemente, Joyce recoge esa metáfora de la tradición celta. En El Libro de las Invasiones, perteneciente al ciclo del Ulster (siglos VII u VIII d. de J. C.), los principales personajes son los Thuata Dé Dannan (hijos de la diosa Danu), una raza divina. Entre ellos se encuentra Mannanan, deidad del mar. Su manto, profundo y verde azul, fluye como un tropel, perennemente. Más de mil años antes que Joyce, los caballos de Mannanan ya eran las olas. Pero el novelista irlandés no quiere incluir únicamente metáforas míticas. Así, el océano que se pinta en Ulises suele tomar matices verde moco.

 

Según Joyce, la novela debe abarcarlo todo: historia y cultura, animales y heces. Leopold Bloom, el protagonista de Ulises, busca un libro y lo encuentra caído junto a un orinal. Como a muchas personas, le agrada acompañar una actividad considerada como intelectual, la lectura, con la defecación: Le gustaba leer en el inodoro. Al incluir al excremento en el amplio contexto de su novela, Joyce propone una estética que comparte con maestros de su tiempo y otras épocas, de la suya y diversas culturas. Según tal doctrina, nada es desdeñable para el arte. Ulises abarca mito celta, pensamiento judío, filosofía griega y fe cristiana. Amor físico y ternura familiar. Interrogación poética y estiércol.

En su “Invocación a Joyce", Borges celebra al arquitecto de arduos laberintos,/ infinitesimales e infinitos,/ admirablemente mezquinos,/ más populosos que la historia. Su homenaje se dirige al artista ávido de totalidad. La búsqueda de Borges es la de una vislumbre de la mente divina. Por eso, en un libro que, significativamente, titula Historia de la eternidad, recuerda a Plotino. En el quinto libro de las Enéadas, Plotino afirma que el alma humana capta un objeto y después otro, siempre una cosa aislada que se concibe y miles que se pierden; pero la Inteligencia divina abarca justamente todas las cosas. El pasado está en el presente, así como también el porvenir. Nada transcurre en ese mundo, en el que persisten todas las cosas, quietas en la felicidad de su condición.

En su cuento Funes el memorioso, Borges pone en la memoria de un joven de diecinueve años ese universo simultáneo, ese delirio de captación y reciprocidad. Después de una caída, Funes queda definitivamente lisiado. De acuerdo con los demás, lleva su orgullo hasta tildar de venturosa su desgracia. Según él, antes que el redomón lo voltease, había sido lo que son todos los hombres: ciego, sordo, abombado, desmemoriado. Cuando se recuperó del golpe, el presente era casi intolerable de tan rico y nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El precio le pareció mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.

A cambio del conocimiento de todos los tiempos y todas las cosas, el largo período transcurrido colgando de sus pies y la pérdida de un ojo parecen, también, bajo costo a Odín, dios supremo de la cosmogonía islandesa. Entre los galeses, Keridwen, Diosa Madre del saber y la abundancia, hace hervir, para su hijo aun no concebido, un caldero de ciencia, memoria e inspiración. Como no puede revolver la pócima permanentemente, la deja por un instante al cuidado de un joven, Gwyon Bach. Pero mientras la poción bulle, tres gotas saltan dentro de la boca de Gwyon. Éste se da cuenta inmediatamente que tiene entre los labios un privilegio que no le estaba destinado porque, súbitamente, ve el mundo en su sinfín, su minucia y en el caleidoscopio de su temporalidad. Quien nos habla de Gwyon no sabe lo que él ve. Pero si el elixir ha conferido al joven el don de conocer eternidad e infinitud, seguramente también conoce las visiones de Funes: todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía la forma de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a acciones musculares, térmicas, etcétera. Podía reconstruir todos los sueños, todos los ensueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca.

Gwyon entiende que cuando Keridwen se entere (y se enterará tan pronto como lo vea) que hay alguien no designado por ella que puede intuir cuántas cerdas hay en las aborrascadas crines de un potro, cuántas lenguas en el Juego cambiante, cuántas partículas de polvo en la innumerable ceniza, cuántas estrellas en el cielo, querrá destruirlo. Así es, en efecto. Ella lo persigue y el huye a través de urgentes metamorfosis hasta que Keridwen se lo traga bajo forma de grano. Así la diosa concibe a Taliesín (que significa Frente Brillante), considerado rey de los bardos celtas. Taliesín es símbolo de ciencia poética, última encamación del druidismo y, según algunos, maestro del mismísimo Merlín, maestro del rey Arturo.

Lo que Borges hace con Funes es nada menos que poner una gota de Keridwen en su paladar, un alephen su cerebro. El alephes la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada, que para la Cabala significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad; también se dice que tiene la forma de un hombre que señala el cielo y la tierra para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior. Ciertos místicos, después de atravesar innumerables ayunos, persecuciones, soledades, la propia noche del alma, alcanzan averio. En trance de referirse a la experiencia del infinito, hablan de un pájaro que es todos los pegaros, de una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. En La reina de la hadas (1590-1595), el poeta Spencer, para referirse al microcosmos de alquimistas y cabalistas, señala el espejo universal de Merlín, redondo y hueco y semejante a un mundo de vidrio.

Ese espejo o alef que permite a Funes abarcar la totalidad, incluye corrupción, caries, vaciaderos de basura. A abarcarla aspira todo gran poeta, dios u hombre, y sin duda Borges, que escribió en tantas claves.

16. Contra la limpieza

El artista que aspira a dar una visión de la totalidad, tiene la persistente voluntad de mostrar el patio trasero de la sociedad, aquellas zonas donde el ser humano no puede sentirse ufano de sí. El artista no es artista sino a condición de ser doble y de no ignorar ningún fenómeno de su doble naturaleza, sostiene Baudelaire.

Por consiguiente, son muchos los autores que cuestionan el valor moral de la excesiva limpieza exterior. En Trópico de Capricornio, el protagonista la denuncia. Según él, en el espacio de lo pulcro se significan mezquindad, cobardía y mutilación interior. Bajo el afán de fregar se agazapa una mugre peor, la del alma: Eran desesperadamente limpios. Pero en su interior, apestaban. Ni una vez abrieron la puerta que da al alma; ni una sola vez soñaron con dar un salto a ciegas en la oscuridad. Después de las comidas se lavaban los platos y rápidamente se colocaban en el aparador; después que se leía, el diario era cuidadosamente doblado y ubicado en el estante; después que se lavaba, la ropa se planchaba y doblaba y luego se la guardaba en los cajones. Todo se hacía pensando en un mañana, pero el mañana no llegaba nunca. El presente no era más que un puente, y en ese puente todavía están gimiendo, como gime el mundo, y no hay ni un solo idiota que piense en volar el puente.

El mundo como cloaca

El sentimiento de que los más limpios ocultan la inmundicia mayor constituye una temática recurrente de literatura y cine. En 1989, Woody Alien presenta Crimes and Misdemeanors (misdemeanors: faltas, ofensas menores), incorrectamente traducido como Crímenes y pecados. El cineasta evita expresamente la alusión al pecado (avón, pésha, jet o jataá), que implica la presencia de Dios y la violación de su Ley, con sus consecuencias de castigo y grandeza divinas. El título (y el filme) aluden a la doctrina bíblica de recompensa y venganza celestiales {sajar vaonesh), que aparece en Levítico 26, Deuteronomio 11 y 28 y Salmos 92. Pero, en un mundo ciego, tal doctrina no se cumple. El protagonista del filme, Judah Rosenthal (Martín Landau), es oftalmólogo. Según sus propias palabras, dichas mitad en broma, mitad en serio, escoge esa profesión porque, durante su niñez, su padre solía repetirle la enseñanza rabínica: Conoce lo que está por encima de ti - un Ojo que ve...

Al iniciarse el filme, Rosenthal recibe un homenaje a causa de la realización de una mitzvá (buena acción, solidaridad con el prójimo): su contribución a las mejoras de un centro oftalmológico. Durante la celebración también se destacan sus cualidades de esposo, padre, amigo, hombre instruido y conocedor del mundo elegante. Así, aparece como alguien que ayuda a los demás a ver física, moral e intelectualmen­te. Sin embargo, ese que supuestamente trae luz, lleva una vida tapada, frente a la cual mantiene ciegos a los demás. Está involucrado con Dolores (Angélica Huston), una mujer sola y de salud mental endeble. (El mismo recuerda que su aire de fragilidad y desamparo lo atrajeron poderosamente en un principio.) Ella recibió durante la relación algunos ofrecimientos laborales y otros sentimentales. Pero el médico la retuvo a su lado por dos años, con una vaga promesa de matrimonio. Ahora quiere segar el vínculo. Dolores no sólo pretende revelarlo todo a la señora Rosenthal (Claire Bloom). También amenaza con hacer público el hecho de que la contribución al centro oftalmológico ha sido realizada con dudosos desplazamientos de fondos. Rosenthal contrata un mercenario (que, significativamente, es su hermano, su doble, su mitad oculta), el cual mata a Dolores. (Tal hermano bien puede ser él mismo, quien la asesina simbólicamente al abandonarla.) La enseñanza rabínica según la cual mitzvágoreret mitzvá (una buena acción arrastra a otra) se revierte. Rosenthal ve el cuerpo de su antigua amante: tirado, caído, inerte. Sus ojos están abiertos. El ojo es símbolo del alma y su unión con Dios. Dolores solía invitarlo a asomarse a los suyos, para ver su propia alma. Ahora esos ojos dan a la nada. Contradictoriamente, el médico confía en la palabra de su padre: hay algo por encima de él, un Ojo que ve. Por lo tanto, aunque sea con temor y temblor, espera el castigo. Sin Dios, dice, el mundo es una cloaca.

Otras historias se entretejen con la suya. El cineasta Clifford Stem {Woody Alien) es considerado “perdedor” por esposa, amigos, el grupo social que frecuenta. Se niega a hacer filmes comerciales. Desea documentar lo que considera los momentos más elevados del pensamiento judío contemporáneo. Louis Levy, el filósofo a quien dedica su película, sostiene que, en nuestra permanente búsqueda amorosa, procuramos encontrar el infinito deleite que nos proporcionó nuestro primer amor: el de la infancia. Ello implica el riesgo de hallar también las mismas frustraciones con las que nos limitaron nuestros padres.

Clifford visita a su hermana viuda. La encuentra en un ataque de nervios. Se siente sola: la ciudad es fría, hostil. Se propone el amor. A través del correo sentimental de un periódico, conoce a un hombre con el que sale a bailar varias veces. Finalmente, deciden tener una relación. Para que resulte más excitante, el presunto amante le pide que se deje atar. Una vez sujeta, defeca encima de esa extraña a la que se había acercado, supuestamente, en busca de refugio, tibieza, un hogar. Pero todo lo que pudo darle es la agresión anal de un niño pequeño, frustrado, celoso, lleno de odio, incapaz de reparación.

El documental que estaba realizando Clifford no se termina, no sólo porque a nadie le interesa financiarlo. El filósofo se suicida. Levy, que parecía un portador de luz, también fracasa en su careo con la nada.

Crímenes... finaliza como empieza, con otra fiesta. Es el casamiento de la hija del rabino quien, significativamente, se ha quedado ciego. En las tradiciones de tronco hebraico, la ceguera suele curarse con oración, agua purificadora o saliva. La ciencia del oftalmólogo no puede sainarla, tal vez porque el ojo simboliza al hombre viendo a Dios. También, a Dios viendo al hombre. Y, por oposición, en el mundo narrado por Alien, hombre y Dios no pueden verse. 

Durante el agasajo, Rosenthal se encuentra casualmente con el cineasta y mantienen un breve diálogo. El médico está satisfecho de sí. Sostiene que sólo en el cine hay justicia. Relata su propia historia como verídica, pero ajena. El desenlace consiste en que, después del delito, no pasa nada. Al contrario: carrera y fortuna ascienden, el matrimonio continúa ofreciendo una imagen perfecta, la hija se casará pronto con un óptimo partido. Con el tiempo, el crimen se trivializa, se transforma en falta menor (misdemeanor) que conduce, no a sanción sino a bienestar. Pero si el desenlace es feliz, responde Clifford, significa que nuestras peores sospechas se confirman.

En 1864, Dostoievski publica Crimen y castigo. Después de cometer dos asesinatos, Raskolnikov, el protagonista, ahogado en culpay camino al castigo, se encuentra con la luminosa revelación del Amor.

Inversamente, en el mundo de Crímenes e inconductas, no hay pena. Tampoco Gracia. Quien busca amor queda cubierto de excremento o cae, sólo cuerpo yacente, alasombradeun dios deojos cerrados. Un dios que, según el filósofo Levy, la humanidad judía nunca logró imaginar como Ternura. Mientras, el maestro encargado de diseminar sus enseñanzas, pierde la luz. Rosenthal, impune e impecable en su traje de gala, reputación y domesticidad, habita un mundo sin devoción ni sentido, degradado, sumergido en una cloaca.

El significado de que los muy limpios ocultan lo muy sucio se vehicula, mediante otros signos, en el filme de Claude Chabrol titulado La ceremonia (1995). Los Leliévre (Jean-Pierre Cassel y Jacqueline Bisset), un respetable matrimonio con dos hijos, necesitan a alguien que limpie su espléndida casa en la costa de Saint-Malo. Sophie (Sandrine Bonnaire), la doméstica contratada, resulta no sólo pulcra sino excelente cocinera. Sophie traba estrecha amistad con Jeanne, la chica del correo (Isabelle Huppert), a quien el señor Leliévre detesta. De acuerdo con él, Jeanne abre su correspondencia. Pero hay algo incomparablemente peor: ha sido acusada de dar muerte a su propia hija, aunque no se encontraron pruebas para castigarla.

Jeanne describe a Sophie su situación de madre soltera pobre, desamparada y desesperada, aunque insiste en que se trató de un accidente. A su vez, le muestra un diario donde se habla del sospechoso incendio de la modesta vivienda que habitaba Sophie con su padre y que determinó la muerte de éste. Según Jeanne, tanto el señor como la señora Leliévre tienen, asimismo, pasados dudosos: escándalos finan­cieros y sentimentales, el misterioso suicidio de la primera señora Leliévre. Limpiadora, funcionaría, burgueses: el director Claude Chabrol sugiere que, cualquiera sea su clase social, los humanos están manchados. No obstante, algunos pueden limpiar su porquería con dinero. Jeanne y Sophie, en cambio, no tienen nada. Su única diversión consiste en ayudar a un Grupo de Acción Católica a ordenar las donaciones para los pobres. En grandes bolsas de basura, la clase media del pueblo ofrece su solidaridad: latas de conserva con fecha vencida, prendas de lana apolilladas, camisetas sudadas. Los envoltorios hieden. El amor de las personas decentes por su prójimo se significa en mugre, residuos echados a perder o manchados de excreciones.

Los hechos se precipitan. El señor Leliévre primero prohíbe la entrada de la empleada de correos a su casa. Luego despide a Sophie. Las amigas van a la residencia de los señores con el fin de retirar las pertenencias de la doméstica. Pero, antes, preparan un gran recipiente desbordante de chocolate. Suben al dormitorio de los Leliévre y Jeanne salta con zapatos puestos sobre la inmaculada cama matrimonial. Colocándose la olla a la altura del pubis, hace el gesto masculino de orinar, mientras desparrama la sustancia, metáfora de una gran diarrea, sobre las sábanas blanquísimas.

El lecho matrimonial es espacio donde la sociedad autoriza la acción de la naturaleza a través de la ley y, eventualmente, la consagra por medio de la institución religiosa. Así, el acto biológico se transforma en acto social por excelencia: encargado de reproducir la sociedad con sus normas, valores y jerarquías. Al derramar sobre su superficie impecable tal metáfora excrementicia, las dos perdularias no sólo están enchastrando la ley, devolviendo los dictámenes que las excluyen a una negrura indiferenciada. También resignifican el espacio de reproducción de ese orden, que reserva para ellas y sus similares sólo residuos. Lo mutan en lodazal, pero estéril; en cloaca, pero infecunda.

La ira del artista

Muchos son los artistas que expresan su rebelión contra el orden dominante a través del signo fecal. El discurso del motín tiene como blanco predilecto, no al adversario mismo, sino al espacio donde simboliza sus pulcritudes y repugnancias. Así, la cólera escoge significantes excrementicios, como los que mejor trasmiten el deseo de rebajar un orden, una oficialidad, una doxa. Flaubert expresa la insurrección verbal de su juventud a través del ataque a la higiene. Caga sobre las botas, orina por la ventana, grita "sorete", caga sin misterio, clama en una de sus cartas (mayo de 1843).

En su novela Bárbara ( 1996), el uruguayo Roberto Appratto denuncia una cultura mediocre, consumida por un público que la identifica con best-sellers o libros legitimados por premios oficiales y cuadros que decoren el living-room. Estancos, poderosos, convencidos de su propia gloria, esos artistas de salón, medalla y compra-venta, incapaces de vida y plenitud, van cayendo, misteriosamente asesinados. La noticia de sus muertes evoca, entre su público, cuerpos extendidos en parques, rodeados de flores, con un rosetón de sangre en la sien. Pero lo que se encuentra son residuos mezclados con excremento.

La reivindicación por la belleza

En el siglo pasado, poetas como Charles Baudelaire y pintores como Chaim Soutine se empeñan por dar un contexto estético y reflexivo a carroña y podredumbre. Esos artistas, a su vez, encuentran anteceden­tes en las pinturas de carnicerías de Annibale Carracci y Pieter Aertsen, y en los cerdos y bueyes desollados de Joachim Beuckelaer y Rembrandt, pintados en los siglos XVI y XVII. También en las cabezas degolladas y miembros tronchados que representa Théodore Géricault (1791-1824). En tales desechos humanos y animales, que la sociedad rechaza, ofrece o descarta, los artistas visualizan aquello para lo que verdugo o matarife están ciegos. Pintan miembros, carne, piel, sangre que conservan textura y color, ojos mansos o llenos de dolor, fijos en nosotros. Tales cuadros pueden leerse como protesta contra rigor e indiferencia sociales. Memoria del sacrificio sobre el que se basan, a la vez, producción y Ley. Tales espacios plásticos permiten decodificar una estética que se opone al ultraje y reivindica la belleza de los sacrificados, a pesar de todo.//

 

Ese interés por excreciones y olvidos constituye uno de los rasgos notables del sirte contemporáneo, que procura elaborar lo social y sus noirnas. En Poeta en Nueva York (1929’-1930), Federico García Lorca dedica poemas al Paisaje de la multitud que vomita y al Paisaje de la multitud que orina. El poeta aguarda que se quemen esas gentes que pueden orinar alrededor de un gemido. La micción adquiere significado de indiferencia ante el dolor. En Nueva York. Oficina y denuncia Federico acusa: Todos los días se matan en Nueva York / cuatro millones de patos, / cinco millones de cerdos, / dos mil palomas para el gusto de los agonizantes. / un millón de vacas / un millón de corderos / y dos millones de gallos / que dejan los cielos hechos añicos. La sociedad, con sus valores oficiales de pulcritud y decoro, se construye sobre su propia insensibilidad, sobre excremento, terror y muerte de otros. El arte eleva una suerte de rito para sensibilizarla.

Francisco de Zurbarán "Cordero de Dios" España 1635-1640

17. La capacidad de amar

Robert Mapplethorpe. El momento perfecto EEUU .. 1988

A pesar de sus contradicciones, al menos oficialmente, la sociedad deposita un valor a menudo irracional en la limpieza física. Así, como consecuencia de un conjunto de creencias y convenciones culturales, surge la intolerancia médica relativa al contacto con la materia. A medida que el bebé se desarrolla, una sed de tocar todas las sustancias que se le ofrecen o salen de su cuerpo, lo devora. Rápidamente se le veda la manipulación de su excremento para tolerar (hasta cierto punto) la experiencia manual de la comida. En cambio, se le proporcionan materiales como plasticina, que metaforizan esa fecalidad prohibida. El tabú contra las deyecciones se extiende a la observación de las funciones excretorias. Así, el ser humano debe reprimir, no sin dificultad, el interés que otros animales muestran por sus anos. Quienes tenemos familiaridad con niños, sabemos que no es infrecuente que soliciten permiso a una escandalizada visita para observarla mientras defeca. O se asomen a hurtadillas bajo puertas de sanitarios públicos a fin de contemplar a desconocidos. Ese interés se mantiene disfrazado bajo sueños o fantasias, a veces hasta la edad adulta. Pero medicina y psicología coinciden en considerar que todo contacto con la propia deposición significa desviación patológica. El embadurnamiento es un signo distintivo en la semiología de la psicosis.

¿Arte psicótico?

 

La plástica uruguaya Lacy Duarte se deja llevar por la fascinación de embadurnarse como los niños. Con manos, pies, todo el cuerpo desnudo y untado de lodo, Lacy manotea, pisotea, se revuelca y arrastra sobre sus telas, danza horizontalmente como si estuviera ritualizando muerte y alumbramiento continuos, su perenne esfuerzo por salir, respiración, aire, caca, liberarse y liberar, porque el afuera se logra, generalmente, a través del rechazo. Sobre sus telas en blanco deja caer agua de tuna, barro, bosta, semillas. En su vivencia, relación con cuadro es relación con cuerpo triunfante de primeridad: esa frescura y libertad tan transi­torias porque, desde que nace, ese cuerpo cae en las trampas, normas, bretes contra los que choca hasta someterse al peso de la Ley.

 

El brete es el lugar donde el hombre encierra a las bestias para tener su primer relacionamiento con ellas: domarlas, marcarlas, engordarlas, castrarlas, cortarles los cuernos, mutilarlas. Allí se vuelven dóciles animales domésticos, preparados para explotación o matanza. Si un animal no pasa por el brete, se transforma en bestia de monte, salvaje, jabalí, plaga que es necesario exterminar. La sociedad no trata de modo muy diferente a nuestros propios cuerpos, a nosotros mismos. Según Lacy, lo único que nos salva es lo lúdico que trabaja en los bordes de lo social: nuestra corporalidad desnuda y los elementos de la naturaleza.

 

Paira el 2000, en colaboración con el teórico del arte Joan van den Berghe, la artista planea una instalación en los jardines del Museo Blanes. Serán bretes de madera de monte unidos con alambre. Las maderas tendrán el alto de las personas que, si quieren entrar, aceptarán llenarse los zapatos de boñiga. Los calabozos de las bestias formarán un laberinto ligado a un chiquero lleno de estiércol y a otra construcción que contendrá huesos de animales recogidos en el campo, tal vez un cráneo humano. Así, Lacy busca exponer lo que no queremos reconocer: ley o norma implícita que trunca, degrada o mata nuestra xora, nuestra participación en la naturaleza, nuestro impulso al abrazo total. De ese modo, busca formas de sacudimiento, conmoción, temblor. Trabajar el dolor con manos y pies: encharcar, salpicar, pero compartir, comunicar, hacer partícipes.

 

Un proyecto más inmediato es el de sembrar lápidas con flores en distintos espacios de la ciudad. No sólo en recuerdo de los desaparecidos políticos. En memoria de lo que de nosotros va desapareciendo, de lo que sucumbe bajo prohibición, mecanización, miedo, moral irreflexiva, ausencia de fantasía, desidia.

 

Lacy también trabaja con óleo que, como todas las sustancias elaboradas y destinadas al arte por la sociedad, no permite hundirse en él. Contiene sustancias tóxicas que exigen la mediatización del pincel. Así, el óleo impone una distancia similar a la de la verbalización, a la de una escritura honda, íntima, pero separada de la artista, con la que ella superpone momentos, estados de alma, paisajes de su vida.

Según Lacy, sólo las sustancias de la naturaleza, el poder dionisíaco que emana del cuerpo vacío de un animalito muerto o del océano, testigos de una fuerza que nos arrebata para traemos o llevamos desde y hacia donde no sabemos, sólo el lodo, nos permiten intuir esa dilatación materna, anterior al asco.

Merda d´artista

 

Otras veces, los plásticos usan excremento, no para significar un provisorio regreso a la xora, sino lo contrario. Las heces aparecen como término, límite, final. El italiano Piero Manzoni inicia su trayectoria plástica vinculándose a un movimiento alemán de posguerra conocido como Arte Cero. En 1961, presenta, como en la góndola de un supermercado, un cúmulo de latas de conserva, probablemente llenas del propio excremento. Cada enlatado, de forma aparentemente denotativa, llévala misma etiqueta: Merda d'artista.

El acto de enlatar puede leerse como uno de los intentos de eternidad que el hombre ha emprendido en la tierra. El durazno maduro se pudre abandonado en manos del tiempo. La lata lo recibe en el corazón del vacío y el tiempo se detiene. Permanecerá intocado, lejos de la manipulación de todo reloj, hasta que ese obturador se abra nuevamente. Pero aquí la lata no es intemporalidad sino artificial estancamiento, urna que sólo aloja lo ya triturado.
Nuestra abyección

En 1989, Robert Mapplethorpe realiza una exposición de fotografías que titula El momento perfecto. La misma incluye representaciones de un esbelto vaso de material transparente dentro del cual se expanden flores de largos tallos sobre las que se vierte un haz de luz. Otro recipiente, de caderas levemente ampulosas y extenso cuello, deja emerger la larga y fina hoja de una orquí
dea y el elegante perfil de la flor. Ese mismo momento perfecto abarca un autorretrato donde el artista, de espaldas a nosotros pero con sus ojos clavados en los nuestros, exhibe su desnudez. No sólo solicita nuestra mirada sino que nos impone la suya, como si quisiera asegurarse de transformamos en testigos. Del ano sale un largo y retorcido trozo de cuero: rabo o fusta. Signo metafórico o metonímico de sadomasoquismo, homosexualidad, excremento; o del sida del que Mapplethorpe estaba muriendo. La muestra, que celebra luminosamente las más delicadas manifestaciones de la vida, no permite que exiliemos sus otras caras.

Robert Mapplethorpe. Orquídea, EE.UU

La plástica inglesa Helen Chadwick elabora Flores de orina, para cuya realización solicita a un hombre que orine sobre la nieve. Luego esculpe efímeras piezas a partir de los hoyos dejados por el líquido. Se trata de un oxímoron o alianza de contrarios: la sustancia considerada sucia por excelencia se encuentra con el luminoso símbolo de lo inmaculado. ¿Lo que sale del hombre es tan puro como la nieve? ¿El hombre, por su propia naturaleza, contamina hasta el propio emblema de la incorruptibilidad? ¿O quizá el caliente jugo que surge del organismo humano puede fecundar el hielo mismo, haciéndolo florecer? En todo caso, esas piezas artísticas, ubicadas a los pies de quien las elabora y de sus receptores, están destinadas a ser pisadas, enlodadas o a diluirse.

En 1993, en la Bienal de Venecia, la croata Marina Abramovic presenta un happening: en lo hondo de un sótano deposita huesos de vacas y ovejas todavía con nervios y tendones. Ella misma, sentada sobre carne de animales, un poco hablando, un poco cantando y un poco llorando, relata la guerra serbocroata mientras, en las paredes, pueden verse fotos de muertos. No se trata de un espectáculo únicamente visual. El olor a descomposición es casi insoportable y muchos espectadores abandonan un lugar donde no parece representarse sino actualizarse lo abominable.

¿Lo abyecto como valor estético?

A veces, los artistas elaboran sustancias (plasticina, barro) de modo que metaforicen excreciones. O representan esos desechos a través de pintura, escritura, fotografía. Pero también manejan las materias orgánicas mismas sin intermediario alguno. Así, en lugar de óleo, acuarela, pigmento, destinados desde la partida a actuar como signos, esos plásticos colocan delante de sus receptores huesos, podredumbre, excreción: la cosa misma. De ese modo, los residuos se hacen presentes en galería o museo para autosignificarse. Se trata de mensajes que, desde el nivel significante, difieren de la tradición artística anterior. Inmemorialmente, el arte representa el mundo sin ocultar sus aspectos soeces. Pero, en los casos de Chaswick o Abramovic, hay un drástico rechazo del signo en tanto que algo que se pone en lugar de otra cosa. Trazo, pintura, fotografía, aun si representan lo inmundo, contribuyen
a separación, ilusión, sublimación. En cambio, aquí se impone el deseo de hacer presente lo biológico como tal. A menudo, semejantes piezas provocan involuntarias reacciones físicas en el receptor. Es un arte que no parece dirigirse a emociones o a inteligencia, sino al propio cuerpo del otro, produciendo escalofrío, piel de gallina, náusea. ¿Hasta qué punto tales respuestas orgánicas pueden considerarse únicamente como ma­nifestaciones biológicas y hasta dónde se relacionan con el proceso cultural de la significación? Más aun: ¿puede lo abyecto, que la cultura significa como su contrario, ser exhibido como significante cultural? ¿Es siquiera de naturaleza representable?

Parecería que la operación de apartar es fundamental para el mantenimiento del sujeto social y de la sociedad misma, justamente porque la abyección es corrosiva para ambos. Sin embargo, nos encontramos ante un movimiento de vaivén. Para que una sociedad pueda constituirse, sus integrantes deben convenir lo que la misma asimila y lo que deja fuera, al precio de transformarse en caos. Pero, por debajo o a través de las normas y valores que la sociedad se atribuye, lo apartado permanece y busca fisuras a través de las cuales emerger.

Lo abyecto irrenunciable

Kristeva define lo abyecto como lo que perturba la identidad, el sistema, el orden, lo que no respeta los umbrales, los peldaños, las reglas. Es suciedad o excremento en medio de la galería o el museo. Ubicado en el centro de un espacio cultural, constituye la cosa misma que hay que ocultar o alejar para ser miembro de esa propia cultura. El planteamien­to de una estética de la abyección hace que lo cultural se vuelva ambiguo, desconcertante, caótico. ¿Por qué, entonces, de forma sostenida, llama a muchos de nosotros, nos magnetiza, nos promete un secreto mensaje?

Originariamente, no hay abyección: nada que alejar de sí. El niño entrega sus heces a la madre, quien celebra el buen funcionamiento del pequeño organismo. Luego lo lava, acariciándolo y produciéndole inten­sas sensaciones de placer, protección y cariño. Ninguna prohibición separa los dos cuerpos amantes. Todo se toca, palpa, festeja. Durante esa primera fase, sexo, excremento, salpicadura, vómito, no significan inmundicia. La madre y el niño son libres, también, porque ambos aun forman uno, seguridad total, pleno deleite, risas y sonidos que expresan las delicias, sin definición posible, del amor.

Pero, lentamente, el sujeto inicia su proceso de individuación, sin el cual no hay ingreso a la cultura. De lo natural y festivo emerge lo abyecto: aquello que el sujeto, que aun no se ha constituido como tal, debe arrojar de sí (etimológicamente, abyéctar) para volverse “yo”. El niño también aprende esa experiencia de su madre. Ella le indica lo que es sucio, reprensible, desagradable y lo que, por lo tanto, debe limpiarse y mantenerse apartado.

Sin embargo, la madre misma es alguien a quien el niño tiene que renunciar de modo creciente durante su proceso de socialización. No sólo debe abandonar la fiesta de compartir con ella su caca. Lo abyecto se desplaza peligrosamente hacia el precario pasaje situado entre el deleitoso cuerpo materno, tal como se lo interioriza en la primera infancia, y el dominio, a menudo experimentado como implacable, de sociedad y ley. Así colocado entre madre y norma, lo abyecto es, también, por su naturaleza misma, lo irrenunciable. Sintomáticamente, en Lucca, Pistoia y Siena, existe el arcaísmo áschero, que tiene la misma raíz que asco pero significa, al mismo tiempo, rechazo, dolor y deseo, apetito, sentimiento intenso por algo.

De ese modo, abyectar es distanciarse de eso que la comunidad no puede integrar: no sólo sustancias y acciones, sino vínculos, lazos, un modo de relacionamiento afectivo. Tal distancia constituye una condición necesaria para formar la propia identidad sexual, psicológica y social. Pero, al precio de semejante alejamiento ¿la identidad de un individuo puede mantenerse constante, definitiva? En alemán existe un dicho tradicional según el cual Liebe ist heimweh (Amores nostalgia). Lo abyecto, íntimamente relacionado con lo que Freud llama unheimlich (contrario a lo hogareño), es lo que otrora fue hogareño, familiar en un tiempo remoto. La partícula negativa -un-, antepuesta a la palabra heimlich, es el signo de la represión.

Para unos más que para otros, de acuerdo con características personales y con las condiciones que plantea el entorno, a lo largo de la vida, el impulso de volver al goce total del cuerpo, al recubrimiento, al hundimiento en las profundidades maternas, a la indiferenciación, puede rasgar el código social. Las prohibiciones que limitan sexo, comida y excreción no necesariamente se asumen para siempre. En algunos casos se mantendrán automatizadas. En otros estallarán con dramatismo menor o mayor. Así, ciertos procesos biológicos son designados como repulsivos y ocultados por la sociedad. Pero los mismos, en grados que van de lo intenso a lo imperceptible, continúan llamándonos.

O arte, literatura, ritual religioso se hacen cargo de las transgresiones. Más aun: junto con el amor, los espacios estético y sagrado son los únicos paisajes capaces de recibir y ordenar la abyección transformándola, de caos que destruye, en lenguaje que puede compartirse, ayudar a crecer y a ampliar los horizontes vitales.

A su vez, las experiencias religiosa y estética pasan por el camino de lo abominable. Se encargan de atribuir signos, códigos, una liturgia a los momentos de lo obsceno (lo que está en escena indebidamente), lo sublime (lo que se levanta) y de éxtasis (lo que está fuera de sí) en la vida del individuo y la comunidad. Enfrentados a situaciones extremas (muerte, dolor, enfermedad, pasión) o cara a cara con la inmensidad que nos circunda, arte y religión en un sentido amplio, nos ofrecen canales para que eso que nos invade o se suelta en nosotros, no se desmande arrastrándonos.

Así, el proceso de abyección no es sólo una fase de la constitución del sujeto. Hace parte de los logros de su madurez, cuando la persona se toma capaz de enfrentar corporalidad, pasión, angustia y fantasía, bucear en esos abismos y alzarse con un entramado cultural, sea arte o fe. Relacionado con prácticas infractoras, con la experiencia de cruzar umbrales, manejar prohibiciones y desatar convenciones, el poder de arrostrar y conferir signos a lo que emerge como irrepresentable, constituye un tramo capital en la vía de crecimiento y liberación, no sólo de un individuo sino de una cultura.

La capacidad de amar

Ya se mencionó que, según la teoría freudiana, durante las fases sádicas oral y anal, el niño no pierde su capacidad de amar. Esta resurge, embadurnada de culpa, tras cada ataque de odio. También muchos artistas buscan resignificar lo mugriento, lo repulsivo, lo fecal, transformándolo en reconciliación y esperanza.

En este siglo, tal vez la experiencia que inaugura tal corriente sea la obra Fuente (1917), el más emblemático de los ready-mades u objets trouués de Marcel Duchamp. Se trata de un orinal puesto al revés. El artista lo libera de su servidumbre. Así como las actividades del sexo en bruto se refinan a través de las ars amandiy se legitiman por medio del matrimonio, el arte quiere arrancar al significante excreción él significado repulsivo que, usualmente, lleva atado.

Encontrar cosas al azar es un juego creativo propuesto por el dadaísmo, que utiliza objetos de uso común, cambiándolos de lugar, llevándolos a otros contextos y haciendo brillar en ellos significados embozados, insospechados, inéditos. Duchamp hace girar el orinal noventa grados sobre su posición habitual. De ese modo, su función se toma imposible, so pena para el usuario de mojarse con su propia orina. El significado burlón atribuido al objeto se subraya en un dibujo de 1964, que el artista titula Reenvío especular. Pero los objets trouvés no son sólo signos de sarcasmo. Aunque constituyan una innovación artística del siglo XX, participan del simbolismo que religiones, mitos y literatura atribuyen tradicionalmente a lo abandonado, sucio, desecho: extrema dignidad del despojamiento y potencial de regeneración. Un orinal, arrancado a su medio utilitario, se inviste con la gravedad solitaria de lo desamparado. Sin valer para nada, dispuesto para nada, está vivo. Tiene la potencia vital y perturbadora del oxímoron, la figura que desposa lo vergonzante con lo majestuoso. El objeto que estorba o humilla: ése es el primer paso del arte, que consiste en mostrar el alma sin antifaces, vanidades ni defensas.

En el extraño señorío que le confiere el abandono, el objeto se exalta y recibe un significado que sólo puede llamarse mágico. Al tiempo que es blanco de burla, se convierte en ídolo. En el contexto habitual y utilitario, yacía encerrado en su función. Se lo recordaba cuando se hacía necesario. El resto del tiempo, permanecía envuelto en una suerte de anestesia de la que el arte lo despierta. Aligerado de su uso consabido, deja aflorar un alma secreta que, como el espejo hechizado de un cuento, refleja nuestra identidad más íntima. Según Duchamp, siempre es terrible ver a un hombre que se cree absoluta y seguramente solo, pues hay en él algo trágico, quizá hasta sagrado, y a la vez horrendo y vergonzoso. Siempre llevamos una máscara que no es la misma sino que cambia para cada uno de los papeles que tenemos asignados en la vida. Pero qué máscara queda cuando estamos en soledad, cuando creemos que nadie nos observa, controla, escucha, exige, intima, ataca. Acaso el carácter sagrado de ese instante se deba a que el hombre está solo frente a Dios o ante su propia conciencia. Tal vez nadie perdone el ser sorprendido en esa última y esencial desnudez de su rostro, la más terrible y esencial de las desnudeces, porque muestra el alma sin defensas.

El orinal, dentro de un baño, es un signo que alude a la vez a lo biológico y alo técnico. Transformado en Fuente, se hace prueba, indicio, testigo de nuestras ocultas soledades. Así, nos infunde ternura por lo que la sociedad nos enseñó a execrar.

Poderes, ciclos, semillas

En 1919, Kurt Schwitters crea en Hanover el movimiento Merz e inicia sus colages y montajes. Nacido en 1887, en esa misma ciudad, Schwitters arma colages con residuos de todas clases. Recoge la palabra merz, que utiliza para designar sus trabajos, de un trozo de papel desgarrado donde se lee la última sílaba de la palabra Kommerz. Aunque el nombre Merz no se parece en nada al término Scheisse, que designa al excremento en alemán, algunos críticos afirman que Schwitters lo elige, también, por su semejanza con las palabras merda, merde, mierda, de los idiomas latinos. También es posible que el artista suscriba a la vieja tradición que asocia avidez de dinero con inmundicia. Quiere transformar, por medio del ridículo, al arte tradicional y denunciar sus costos innecesariamente elevados. Sostiene que todo lo que el artista escupe es arte. Con esa fórmula estimula a los imaginativos, afirmando que poco importan los materiales que se utilicen: es la disposición inventiva de los mismos la que opera el sortilegio. Así, trabaja con el contenido de cubos de basura, ropa interior de amigos o sus propias excreciones. Durante años, construye su Merzbau, armazón sin fin que elabora con objetos estropeados, restos de cosas y desechos de todas clases. Durante diez años, en el 5 de la Waldhausstrasse donde reside, elabora lo que llama la catedral de la miseria erótica. Tiene que demoler parte de su casa para conseguir más y más espacio. El Merzbau en perpetuo devenir no es sólo un templo de humor y mugre, sino una construcción de formas netas y ángulos agudos, que hace pensar en artes gótico o cubista.

La obra de Schwitters se acerca a la del alquimista, que no sólo confiere dignidad a lo abandonado sino que lo yergue en necesaria travesía para la elevación. El encumbramiento de los residuos hasta el rango de catedral, se asemeja también a la tradición alquímica, en cuanto ésta afirma que los objetos preciosos están potencialmente presentes en la basura. Un contemporáneo suyo, el artista ruso Wassily Kandinsky expresa las mismas ideas cuando escribe: Todo lo que está muerto palpita. No sólo las cosas de la poesía, estrellas, luna, bosques, flores sino aun un botón de calzoncillo en el lodazal de la calle. Todo tiene un alma secreta que guarda silencio con más frecuencia que habla.

También entre la basura se proyectan los poderes oscuros que yacen en el interior del artista. Es su sombra terrena, un contenido psíquico que, a causa de su historia personal o del contexto en el que vive, se encuentra perdido u olvidado. Pero que puede surgir un día color de naranjal, un día como un pájaro sobre la más alta rama.

Schwitters construye su catedral considerándola una obra de arte total, que no debe terminar jamás. Es un trabajo de reconciliación, donde todo lo herido, roto, pisado, encuentra un nuevo ciclo, tejido de afinida­des y abrazos. ¿Una metáfora de la naturaleza, acosada por el hombre, a la que Schwitters quisiera cuidar y sanar? ¿Un amparo contra las amenazas del mundo exterior? Un bombardeo aliado sobre la ciudad destruye su Merzbau en la noche del 8 de octubre de 1943. Schwitters se había refugiado en Lysaker,

Noruega, en 1937. Allí había recomenzado un nuevo Merzbau, pero en 1940 la invasión nazi lo obliga a buscar asilo en Londres, donde muere en 1948. Sin embargo, los restos de su obra y los testimonios fotográficos de la misma muestran que consiguió juntar esos desperdicios con tal dignidad y novedad como para lograr la vislumbre de una extraña promesa.

Menos conocida pero ciertamente envuelta en magia, es la propuesta plástica de Carol Rama. Desde la década de los treinta, el arte de esta pintora y escultora italiana toca pérdida, degradación y suciedad, pero entretejiéndolos de tal modo con ingenuidad y encantamiento que la obscenidad misma se hace conjetural y se diluye en fantasía. La obra que reproducimos es una acuarela titulada Marta (1940). Representa a una mujer mayor, ampulosa y preñada de los signos de la vida. Tal vez podrían verse en ella marcas identificatorias de una Gran Madre, prostituta sagrada o bruja chamánica. De su cabeza salen ramas llenas de finas hojas, que terminan en flores como lilas o pequeños candelabros. También podría tratarse de la corona de gloria de una poeta. O de una criatura silvestre llamando al amor con sus cuernos o plumas. Sus párpados y pestañas están maquillados como los de una ramera vieja y sabia. Su boca carnosa y roja se extiende en labio, lengua o pico insinuante. Nos vuelve la espalda. Su cuerpo es amplio, claro, sin máculas y se ensancha hacia abajo, en caderas y nalgas poderosas, que sugieren una gran cavidad donde albergar vida. La actitud, acuclillada, puede sugerir la posición que, para alumbrar, asumen las mujeres de culturas muy antiguas. Está desnuda, pero no descalza. Sus enormes zapatos, negros y puntiagudos, son de hechicera. Su cuerpo se abre y, a través del fino vello oscuro, surgen sus excrementos. ¿Se trata de un dejar caer, de una alusión a descomposición, muerte y nada? ¿O tal vez de un acto mágico, donde se muestra el producto de una compleja travesía corporal, pronto para ser usado en pócima, fermento o abono de vida? Las heces se vuelcan sobre la tierra, sobre la que también se apoyan sólidamente sus tacones. Para obtener los poderes de esa tierra, las hechiceras apoyaban macizamente sus pies en ella. Marta sugiere un acto de dádiva y recepción de poderes, ciclos, semillas.

Carol Rama. Marta, Italia, 1940

Sólo quien ha estado muerto puede renacer

El artista alemán Joseph Beuys (1921-1986) considera que sustancias de vida (alimentos, excreciones, texturas) y animales, son agentes que invitan a la reflexión e incitan a la creatividad. En consecuencia, el espacio artístico es aquél desde el cual una sociedad sana es todavía posible. Esa concepción del arte como espacio de curación constituye el legado central de su obra: una invitación a recorrer la xora, matriz de caricia y reparación.

Probablemente sus experiencias durante la segunda gran guerra son determinantes para comprender el original trabajo de este plástico. Como piloto, lo hieren cinco veces hasta que un ataque antiaéreo ruso alcanza de lleno su avión. Una tribu nómada lo rescata en la zona de Crimea. De no haber sido por esos tártaros, sostiene el artista, no estaría vivo. Ellos me descubrieron sepultado bajo la nieve, cuando mis compañeros habían dejado de buscarme. Estaba inconsciente entonces y sólo doce días después recuperé el sentido, ya internado en un hospital alemán. Las memorias que guardo de aquel tiempo son sólo imágenes que lograban penetrar como chispas en mi conciencia Entre tales recuerdos están sus voces diciendo Yoda (agua), la textura afelpada de sus tiendas y el olor denso, penetrante, a queso, gordura y leche. Cubrieron mi cuerpo con grasa para ayudarlo a calentarse y lo envolvieron en una suerte de pelusa espesa para evitar que el calor escapara.

En el transcurso de su vida, Beuys insiste en la significación de felpa, gordura, miel, leche, bosta, orina, como metáforas de calor, curación y renacimiento.

El tiempo de la posguerra transcurre, para millones de alemanes, como depresión, caos y culpa. Beuys se dedica a estudiar biología, pero abandona rápidamente esa carrera al ver el abordaje fragmentario que los científicos hacen de la vida. Siente que las especializaciones, al centrarse en un organismo o en una parte del organismo, producen pérdida de la percepción del todo y, con ella, del sentido y plenitud de la existencia. Desplaza su campo de trabajo, pero se enfrenta a la misma desintegración en el terreno de las artes. Sin embargo, en 1947, Beuys encuentra al escultor Ewald Mataré, un hombre fascinante que cree en la completa unidad de arte y vida. Beuys siente la misma necesidad de decir adiós a las definiciones limitadas y a la concepción del arte como producción de un grupo de profesionales especializados. Según él, el trabajo artístico implica una inmersión más intensa en la aventura de vivir, un compromiso de tal naturaleza que puede cambiar vida y sociedad. Así, la tarea con materiales orgánicos constituye una especie de actividad psicológica de curación. La performance (literalmente: exhibición) constituye una vía de expresión favorita para este plástico. Con raíces en el movimiento dadaísta y en los happenings de los años sesenta, la performance incorpora elementos de danza, música, artes visuales, pantomima, drama. Es una forma expresiva que pone el énfasis en espontaneidad, evanescencia, y, a menudo, en el sentido del dolor, del humor y de lo irracional. Beuys concibe sus performances como acciones terapéuticas del alma, a través de las cuales arte se identifica con rito. Un rito, en tanto que representación física de viaje espiritual, en que cuerpo y materias orgánicas se utilizan como símbolos del espíritu y sus atributos. Las performances de Beuys parecen simbolizar una progre­sión (que nada tiene que ver con lo intelectual, racional, cognitivo académico). Tal paso se dirige hacia el sacrificio de la identidad para renovarla en una etapa superior, más cercana a la luz, a Dios en el sentido de lo Inmensurable. Así, sus performances constituyen, de cierta manera, rituales de purificación, con el fin de sacar del cuerpo de la humanidad una suciedad que ofende el sentido del universo. El organismo humano está manchado de violencia, guerra, destrucción de las demás especies, enfermedad psicológica, interior. El artista atribuye al arte una vigorosa facultad de reparación. Como el rito, tiene el potencial de mantener la integridad social y cósmica, preparando al individuo para el papel que debe jugar en ella.

En su drama Prometeo liberado, Percy Bysshe Shelley (1792-1822) sostiene que no hay revolución social si no viene precedida de una insurrección interna, que transforme al individuo en alguien capaz de ser rey de sí mismo. De acuerdo con el poeta inglés, sólo a través de gran autodiscemimiento y vigoroso autocontrol, el hombre se hace capaz de tolerar, perdonar y amar. Sin esas facultades, no es posible ninguna revolución digna de tal nombre. En Una defensa de la poesía, Shelley ve en el arte un camino para que la humanidad encuentre su propio conocimiento, su propia curación. Un siglo y medio después, el plástico alemán hace una propuesta similar. Busca, gracias a la convivencia con animales, a la unción con sus sustancias, al viaje a través de las especies, que el hombre logre perdonarse a sí mismo. De ese modo, se puede crear un nuevo planeta. La gran tarea del arte es preservar, reunir, sanar. En un artículo sobre Shelley y Beuys (en el marco del bicentenario del nacimiento de Shelley, 1992), el teórico del arte Joan van den Berghe recuerda, a propósito del pensamiento de estos dos artistas, la fórmula de Jean Clerc: Sólo quien ha estado muerto puede renacer.

En 1949, Beuys desciende los peldaños de una depresión profunda: ansiedad, angustia, sentimiento de impotencia creativa, tormento espi­ritual. Pero, según él, la depresión significa un tránsito necesario, una muerte del alma que posibilita su resurgimiento.

Después de su experiencia académica, pasa diez años en una solitaria región del bajo Rin. Lleva una vida quieta, recluida, dedicada a su trabajo creativo y a la contemplación de las demás criaturas: He aprendido a imitar los sonidos que emiten otros animales y a integrarlos a mi arte. Lo veo como un modo de tomar contacto con otras formas de existencia, más allá de lo humano, para elevamos por encima de nuestra restringida comprensión del mundo y expandimos a la escala de los otros seres que producen energía en el universo, de nuestros colaboradores de las otras especies, todos con habilidades diferentes de las nuestras.

Beuys va mucho más allá de aprender los sonidos de las bestias: se considera su portavoz y piensa que un mundo verdaderamente integrado pasa por considerar con igualdad a todos sus habitantes. Así, los animales participan en su obra de un modo a la vez simple y misterioso, que nos conduce a una utopía: a un pensamiento político diferente. En mayo de 1969, Beuys realiza una de sus más espléndidas performances. El festival Experimenta 3 de Frankfurt, lo invita a participar en su programa teatral de vanguardia. Se le solicita que, según sus propios criterios, ponga en escena la Ifigenia de Goethe y el Tito Andrónico de Shakespeare. Beuys combina las dos obras y las lee alternativamente, haciéndolas escuchar por altoparlantes ubicados en los extremos derecho e izquierdo de la sala. También el escenario se divide en dos espacios. Uno, yermo, corresponde a Tito Andrónico, héroe guerrero que sacrifica a su propia hija. El que corresponde a Ifigenia, la jovencita sacrificada por su propio padre para propiciar una guerra que no comprende, simula un corral donde un caballo inmaculado deambula, dejando sentir el típico ruido de sus pisadas, comiendo heno y orinando. En el medio, Beuys viste un traje blanquísimo, que constituye una metáfora del pelaje del animal, al tiempo que simboliza lo sagrado. Lee ambas obras mientras realiza movimientos rituales con materias nutricias como azúcar o grasa, que unta en el suelo. Naturaleza y cultura, alimento y excreción se entretejen por medio de una gestualidad litúrgica. A través de tal reunión, Beuys llega hasta nosotros a través de un vínculo inédito: espontáneo, animal, corporal, imaginativo y, de ese modo, mágico.

Carol Joseph Beuys, Coyote, EE.UU

Aunque Beuys recibe muchas invitaciones para visitar Estados Unidos, sóloaceptael encuentro en 1974, después del retiro de las tropas norteamericanas de Vietnam. Me gusta América y América gusta de mí, también conocida como Coyote, es una performance que dura ininte­rrumpidamente tres días, a partir de la llegada del artista al aeropuerto Kennedy de Nueva York. Allí lo espera una ambulancia. Los médicos lo envuelven en felpa gris y lo conducen directamente a la René Block Galleiy, en Manhattan. Es el hombre (la humanidad), herido por una guerra que ha continuando ininterrumpidamente en distintos puntos del globo, quien viene a sanarse (a sanamos) a través de los grandes remedios que, aun violentada, reserva la naturaleza, hacia la que el arte despliega sus brazos.

Una Sección de la amplia sala de exposiciones está iluminada. Adentro, un coyote camina cautelosamente. En un rincón, una parva de heno. Cincuenta copias del Wall Street Journal la famosa publicación financiera, se ordenan en altas pilas. En el centro de la sala, dos cobertores de felpa y un cuenco con agua. Debajo de las frazadas, como relojes que marcan la energía que se consumirá en ese espacio, se han colocado luces brillantes que, a lo largo de la performance, amarillean hasta apagarse. Los médicos acompañan a Beuys a la sala donde él y el coyote comerán, beberán, dormirán y compartirán tres jomadas de su vida. Durante tres días y tres noches, la gente se amontona alrededor del edificio, para observar la extraña cohabitación de hombre y bestia. Casi todo el tiempo, Beuys permanece envuelto en sus mantas, como un misterioso monje. El extremo de un callado de pastor sobresale en el lugar de su cabeza. Al inicio, el coyote ignora a Beuys y pasa su tiempo caminando, comiendo y durmiendo.

Especialmente algunas criaturas constituyen símbolos para este artista: cisne, gran ciervo macho, liebre. El coyote representa la vida animal y humana en tiempos anteriores a los colonizadores europeos, quienes la acosan desde hace cientos de años. De algún modo, se trata también de una metáfora de la insensibilidad mostrada por el Imperio hacia el pueblo de Vietnam. Mientras las brillantes luces casi imperceptiblemente avanzan hacia su ocaso, también el artista y el coyote inician su diálogo, a la búsqueda de un entendimiento total entre los dos. Ese viaje hacia el encuentro toma la forma de una danza en la cual el coyote sigue a Beuys y, a su vez, el artista imita los movimientos del cánido, siempre los ojos del uno en los del otro. De ese modo, Beuys indica que no sólo quiere “domesticar” al animal, atrayéndolo hacia sí, sino también esforzarse en percibir la realidad de modo semejante al coyote. A veces el animal se distrae: desgarra, masca y orina sobre la pila de diarios financieros, como transformando y devolviendo algo de las trazas y el calor de la naturaleza al insensible y aislado mundo del dinero. Otras, Beuys da tres golpes en un triángulo metálico. Mientras la última, límpida nota queda vibrando en la atmósfera, se dirige a la parva de heno. Generalmente, el coyote lo sigue y permanece quieto junto a él. Ambos forman una desusada, pacífica unidad de hombre y animal, más allá de las especies.

Beuys no despliega ningún mensaje conceptual acerca de la defensa de vida salvaje y pueblos llamados “primitivos”. Tampoco acerca de la no intervención en otras culturas. Artista, bestia, alimento, agua, excremento, paja y felpa se elevan como invocación a un mundo de serenidad cuyos límites se pierden lejos, en el entorno expandido de la imaginación, de que nos habla la semiótica de Peirce. Puente entre símbolos humanos y naturaleza inmensurable.

En su reflexión sobre el papel de la imaginación en el pensamiento de Peirce, el semiólogo Femando Andacht deja entender que el efecto del arte en la acción humana consiste en captar algo tan coactivo y atroz como guerra y extinción, sin inhibir la inventiva. Al contrario, gracias a esa penumbra de posibilismo, el artista es capaz de encontrar caminos sin estrenar para aquello que parece encerramos irremediablemente. Según Beuys, la llave para cambiar las cosas es abrir el candado que tranca la creatividad en cada individuo. Cuando cada ser humano sea creativo, independientemente de cualquier idea política, podrá revolucionar su tiempo. Esa creatividad pasa por todos los estadios de la vida, sus huellas y emanaciones.

Belleza que emerge de la basura

En febrero de 1998, el artista plástico Fernando Stevenazzi y su familia toman la iniciativa de armar Integrarte, una exposición colectiva en Paso de los Toros, departamento de Tacuarembó.

Los materiales deben ser residuos recogidos en casas y calles o la propia suciedad del Río Negro, actualmente contaminado.

Según Stevenazzi, un especial reino del arte fermenta en lo que se rompe, lo inservible, lo que infecta. Limpiar la costa del Río Negro, la ciudad o la propia residencia, traer esa mugre al centro de Paso de los Toros y mostrarla, transformada, constituye una tarea de reconciliación con la naturaleza, los otros, la propia interioridad.

Fernando Stevenazzi. Pan e infamia. Uruguay, 1994

El trabajo no supone únicamente elaborar basura física sino inmundicia humana: maltrato, cólera, desempleo, frustración, violencia. Así, el propio Stevenazzi hace una instalación con vajilla hecha pedazos, fragmentos de cuchillos, cucharas oxidadas, trizas. La primera pieza muestra encuentros: un plato quebrado que el escultor no rompió, un cuchillo viejo que halló en la calle, un trozo de pan y un soporte de mesa que fabricó. Hay un intenso contraste entre blanco del plato, negro del cuchillo y amarillo ocre del alimento básico, atravesado por el utensilio, convertido en arma feroz. El artista significa así la violencia cotidiana que tergiversa la ternura de la comida en común. El plato, en escala, es mucho más grande que el pan que, sin embargo, tiene forma de hogaza y debería alimentar a todos. Por medio de la desproporción, el artista representa no sólo la violencia doméstica, sino la que supone ganarse el pan cuando los salarios se escatiman o las posibilidades de trabajo no existen. Continente y contenido tienen una relación con algo que les es ajeno: ira, falta, desgracia. Es la comida disminuida, degradada, de remuneración que no alcanza o de afectos quebrantados. Sin embargo, la obra también sugiere imágenes de fuerza y resistencia. Simboliza situaciones, a veces ajenas a nosotros, que rompen las relaciones que nos hospedan. No obstante seguimos, grandes o pequeños (no somos nosotros quienes establecemos la escala), pero enteros. La media luna del cuchillo está tan hondamente clavada en el alimento que su tajo llega hasta la mesa. El pan, metáfora del hombre, resiste esa agresión. La pequeña masa, tan frágil, el pan nuestro de cada día, aguanta, aunque inerme. Es lo que lo contiene, el círculo del plato, símbolo del mundo que nos rodea, lo que se separa en dos. Se abre un campo de sugerentes significados. Su clave es el hombre, tierno, vulnerable, a veces ruin, quien sobrevive a las agresiones ajenas a su propio mal.

Otra pieza presenta una taza partida con una vieja cuchara en su interior. En la taza rota yace un furor más solapado. No hay un elemento agresor como el cuchillo. Un golpe, un estremecimiento, una emoción hizo que estallara. Así, el continente, la mesa, se convierte en contenido: lo que estaba dentro de la taza se vuelca, penetrándolo. El líquido derramado se identifica con sangre y las mitades se abren en lo que parece metáfora de plegaria o ruego. A través de tal súplica, la taza significa el movimiento de rehacerse. En el centro, la cuchara simboliza la voluntad de amar. En su XXXV Soneto a Matilde, Neruda dice amor, tu mano pura preservó las cucharas. Según César Vallejo, la cuchara es lo único que se necesita para vivir: corazón, mano abierta, símbolo de entregar y recibir. No corta, no lastima sino que penetra en el cuerpo delicadamente, para nutrirlo. Ingenua, sencilla, participa en el ciclo de la vida. De ella emana contacto, calor, la presencia de una mano desconocida que la asió, vertió alimento y lo endulzó. De ella emergen fantasías de amparo.

En la tercera pieza de la instalación, que el artista llama Café para dos, otra taza rota se abre, metáfora de dos pétalos. Hay un plano que recibe esas dos mitades, que también insinúan la imagen de dos amantes. Un plano mayor aparece como signo de un altar: los amantes unidos a través de un ritual. Así, cada trozo representa un individuo. Uno tiene asa y se puede tomar. El otro es más abierto. El líquido no se derrama: se divide entre la parej a. La rotura no aparece como consecuencia de un hecho violento sino como imagen vital. Constituye el significante de dos que se quieren y complementan para formar la taza, que se puede unir y dividir, para reunirse más tarde. No es indicio de crisis sino de vida diaria. Muestra cómo recibe cada uno lo que más tarde ambos comparten. Señala la posibilidad de formar una unidad completa y la de acoger a otros en esa unidad. La taza representa lo que contiene, generosa para albergar amigos y ávida de aceptar los líquidos y alimentos del espíritu. La rotura también simboliza nuestra condición. No somos como una taza entera. No podemos contener lo que quisiéramos o podríamos contener. No sabemos nunca cuánto nos falta y cuánto tenemos.

La última pieza se compone de un tenedor tan hondamente clavado en un alimento esferoide que parte el plato. El Renacimiento encuentra su metáfora en esa esfera: un mundo entero, como forma geométrica plena. La doxa acerca de nuestro hábitat planetario aun depende mucho de aquélla. Sin embargo, ese fruto esferoide está contaminado. Cubierto por un verde negruzco que se asimila a desintegración inminente, podredumbre, sepsis, no produce deseo sino repulsa. El tenedor que lo agrede representa el incesante acoso contra nuestro mundo, que es también nuestra fuente nutricia.

Independientes de la instalación, se yerguen u ocultan otras piezas. Hay una esfera que sugiere imágenes de huevo o útero, el cual en algún momento se expandió. En su interior, permanecen rastros de gran violencia. En sus paredes internas han quedado incisiones y, en el fondo, se deposita algo, azul, verde, vidrio y cerámica esmaltados, trizas de colores que se fundieron, restos de comida o de tesoros o esperanzas de que haya un envés de las cosas: un sentido por nacer o renacer.

Depositado en el suelo y en un rincón del salón, como si en lugar de exhibirse se escondiese, se encuentra un recipiente de cerámica con fragmentos de diversos materiales mezclados. Son trozos que representan sucesos personales, lo experimentado con atracción y repulsa, lo que se encontró inolvidablemente mientras se vivía. Tiempo, silencio. El color de los pedazos simboliza lo excrementicio, lo residual que va arrojando la existencia. La mezcla de los trozos traduce un impulso de deshacerse de código, sociedad, orden, de regresar infinitamente a cuerpo, deseo, a tocarlo todo, a estar envuelto, embadurnado, sumergido en un vientre. Por eso es una pieza secreta, que no se coloca en lugares visibles o soportes, sino que se deja en el suelo o se guarda, algo muy íntimo que no se comparte con todos. De pie frente a ella, puede leérsela como sinécdoque: visión aérea de algo mucho mayor, de un paisaje: recuperación de un mundo a través de un montón de desechos. No podemos captar lo infinito, pero algo de ese infinito se nos ofrece por medio de lo pequeño, humilde y hasta despreciable: polvo, desperdicio, basura.

Felipe Stevenazzi relaciona, extendidos sobre una superficie de madera e intensamente iluminados, objetos inciertos. ¿Huevos de peces fulgurantes, desaparecidos hace un millón de años? ¿Algas verde azules, organismos pioneros sobre la superficie oscura y velada de los orígenes? ¿Generación de insectos interplanetarios, criaturas a la vez de tierra y aire? ¿O una corriente de agua transformada en burbujas fosforescentes? Sólo bolsas y botellas de plástico mugrientas, que flotaban por el Río Negro contaminándolo, incapaces de reintegrarse al ciclo de la vida. Únicamente polución y suciedad. El ámbito dilatado del arte logra reciclarlas: conferirles significado de vida e inescrutable belleza.

Un poco más allá se alzan las corazas oníricas de David Eliot Salamanovich.

Salamanovich busca retazos viejos, olvidados en el fondo de los cajones de su casa y los empalma con gasas pintadas y brocados bordados de oro. Lo androjoso, inservible, se casa con materiales finos, lujosos. Lo olvidado, con su condensación de tiempo, derrotas y alegrías, se cubre con hebras del más brillante de los metales. Adentro de las corazas, en su hueco o ausencia, se pergeñan mendigos en tren de metamorfosearse en príncipes. Los mismos actualizan la leyenda según la cual seres fabulosos visitan el mundo en harapos para probar el corazón de los hombres.

David Salamanovich. La princesa de los andrajos, Uruguay 1997

Ana Dezcalzi reúne trozos de hierro oxidado y papel. Magalí Pastorino encuentra, caído, un postigo roto y lo pinta. Jorge Suárez organiza una danza de cajas vacías. Claudio Tamosiunas hace un colage con basura y lo cubre de resina. Alain Jubaud presenta un respaldo de cama donde ha pegado figuras de ángeles, qüe velan el sueño de un imaginario durmiente.

Lo que se tira (abyecta) es, al mismo tiempo, naturaleza y sociedad. Eso que queda entre los dedos después de usar un instrumento, limpiar el propio cuerpo, el de un niño o un enfermo, ese trozo de tela cuando ya se terminó el vestido, ese pedazo de madera desprendido de un destartalado mueble, se ocultan en el fondo de una lata, ropero o desván, mugre que avergüenza. En la sociedad de producción, representan lo más execrable: lo inútil. El arte los recupera y juega con su gratuidad y modestia, los reviste de oro, los reintegra a la cultura.

Defecar publicidad

Tradicionalmente, la publicidad ubica a la inmundicia en el espacio de lo inmostrable. Si hace alusión a ella es a través de metáforas que la mantienen lo más lejos posible de nuestra imaginación. Así, en el año 1993, un laboratorio lanza un spot publicitario para promocionar un nuevo laxante. La primera toma muestra un moderno ascensor atiborrado de personas vestidas de azul o gris impecables. Están visiblemente incómodas a causa del hacinamiento. La segunda toma registra la puerta que se abre automáticamente y la gente que, con notorio desahogo, sale a un exterior amplio y luminoso. Una última toma se abre sobre el rostro sonriente de la actriz Ana María Compoy quien, con elegante vestido y amplia sonrisa, muestra un frasco adornado con una colorida etiqueta frutal. Parece tratarse de una sabrosa jalea. Con voz alegre, Compoy exclama: ¡Qué alivio! Usted también lo experimentará si toma este laxante.

Nada más alejado de los comparados que los comparantes escogidos. Los intestinos se representan mediante pulidas paredes de acero, duras y heladas. Los excrementos se significan a través de las pulcras personas amontonadas y el acto de defecar gracias a la apertura de las puertas hacia la libertad de aire y sol. La apariencia misma del medicamento habla de huerto, granja, frescura. Ninguna imagen evoca ni remotamen­te aquello que se está publicitando. Los colores marrones y terrosos han sido sustituidos por tonos fríos de azul y gris. La única manera de anclar esas imágenes en el significado “ir de cuerpo” es el parlamento que la actriz recita. Lo visible es limpio, ordenado, socializado al extremo. Así, implícitamente, el excremento se significa como lo que debe ignorarse, lo vergonzante por excelencia.

Sin embargo, en estos últimos años, algunas tendencias publicitarias (especialmente de ropa para jóvenes) en Europa y Estados Unidos, muestran cabezas deshechas, con sangre y sesos derramándose sobre el pavimento, vientres que se abren en un tumulto de intestinos, una mujer que orina sobre el rostro de un hombre, mientras el texto publicitario proclama la excelencia de watersports clothing by Kadu.

La siempre creciente inclinación de los informativos a exhibir planos cercanos de lo morboso, mortífero e inmundo, ha generado diversas teorías. Según algunos psicólogos, el receptor, cómodamente instalado frente a su aparato de televisión, disfruta más de su seguridad y bienestar si contempla, de lejos, cómo otros son decapitados, despanzurrados, cubiertos de miseria. Deslizamientos metonímicos hacia lo que no es mi parcela de vida, hacia lo que jamás me ocurrirá. Por oposición, la publicidad tradicional propone lo contrario. No la metonimia centrífuga de poner en otro la desgracia, sino la centrípeta, de atraer hacia mí todos los atributos de lujo, opulencia, voluptuosidad, de que gozan quienes consumen el producto. Sólo que en esta nueva corriente publicitaria, el que usa el traje tiene una mano destrozada, yace en el charco de sus propias sustancias o recibe en pleno rostro las excreciones de otro. ¿Deseo de inmundicia, sangre, muerte? ¿Sensualidad que vincula el placer fugaz del consumo con la propia destrucción? ¿Modos de exorcisar fantasías de degradación y final? ¿Formas de un erotismo silenciado que la adquisición del producto haría posible? ¿Protesta, pero a través de la aceptación, contra una sociedad cuyos valores son los de comprar y tirar? ¿Simple deseo de atraer una atención que, saciada por el lujo, sólo puede ser movida por lo abominable? Otras tantas preguntas que quedan sin respuesta.

18. El reposo del alma

Máscara de la cultura mende. África occidental

Dancé lejos y ampliamente

 

Aunque publicidad, medios masivos y el empuje general de la globalización tiendan a estandarizar el mundo, bajo la superficie aparentemente más homogénea siempre hay pliegues, bolsillos, bastillas.

 

La comunidad mende es ajena a fronteras políticas. Habita al sur y al este de Sierra Leone, sobre la costa atlántica de África. En el seno de esa sociedad, se despliega una elaborada cultura femenina, conocida como sonde. La preside una sowet En la lengua mende, el término sowo designa a alguien excelente en el trabajo que realiza, con pleno control en el campo del bien hacer. En las danzas rituales, la máscara sowo simboliza nobleza, magnificencia.

 

La soweie es mujer madura o añosa. Una joven queda muy por detrás de ella. La feminidad sólo puede comprenderse desde el lugar de quien ya ha gestado, alumbrado y criado. Además, el interior del cuerpo de una mujer se revela a un único hombre: el esposo. Su cuidado debe permanecer secreto para los demás varones. Es tarea de Sowei mantener vigorosas y saludables a las madres presentes y futuras. Sowei también atiende fricciones entre mujeres y conflictos domésticos. Encarna sabiduría femenina, ecuanimidad cuando juzga y hogar cuando contiene. Por eso debe ser mayor: es necesario que la primitiva identidad muera y renazca en un más elevado ser. (La palabra cristiana despliega una enseñanza semejante: Sí un hombre no muere no puede ver el Reino de Dios. Jn: 3, 3.)

La sowei es maestra, fuerza y sanadora de las mujeres mende. Eso significa que usa inteligencia para entender y esclarecer dificultades del modo más adecuado. Tiene una enorme capacidad de soportar. Así, cosecha autoridad y poder. Su corazón se pone de pie ante la adversidad. Trabaja graciosa y rápidamente. También con la continuidad necesaria para que la tarea se cumpla. Sufre injusticia, dolor y atraviesa pruebas sin queja. Conoce la serenidad. Es la más instruida en la cultura femenina. (La sociedad mende se basa en la estricta distinción de géneros. Durante el día, hombres y mujeres cumplen con sus quehaceres, comen y conversan en lugares separados. Sus relaciones están regidas por complejas normas y prohibiciones.)

La mujer capaz de alcanzar ese lugar sabe disciplinarse. Actúa de acuerdo con la norma social y jamás descuida su imagen. Representa a sus semejantes en el mayor grado de socialización. La joven la admira. El hombre la respeta como a la más alta embajadora de la feminidad. Donde sea que vaya, se muestra impecable. La acompaña un aura de grandeza. Donde quiera que se presente, recibe honor y elogios. Los gana y mantiene palmo a palmo, mediante una persistente demostración de sapiencia.

Pero la sociedad sande no sólo tiene a Sowei También tiene a Gonde, máscara y mujer que tal máscara representa. Cuando la niña atraviesa los penosos rituales que la conducen hasta la edad adulta, Gonde la divierte. Hace bufonadas para que olvide fardo y dureza.

La danza es esencial para que una jovencita sande logre su identidad femenina y un lugar destacado en la sociedad. Gonde consuela a la danzarina torpe y alienta a quien desespera frente a su general desmaña. Es figura amiga, que aligera la solemnidad y recuerda que, en el seno de sande, no todo es severo.

Gonde significa, también, fracaso. Hay muchos naufragios en la estricta cultura sande. No todas tienen madera para soportar el rigor ni encuentran abrigo en el seno de tal sociedad. Muchas permanecen dependientes e improductivas. Recriminación, recompensa, castigo: todo es inútil. Antes de ceder, es posible que Gonde trate una y otra vez. Un proverbio dice: Dancé lejos y ampliamente. Giré y giré. Salté hasta el aire y me sumergí en el suelo. Dilo mejor de mí, pero fallé. Intenté todo. Pero fallé.

Gonde vive al margen de la sociedad central. Come cualquier cosa. Toca y se deja tocar por quien sea. Viste andrajos. No le preocupa la mugre. Antiestética, basta, sucia, de mala reputación. Vive de la gentileza de exitosos.

Sowei es inmensamente superior. Gonde se burla de tan rígida perfección. Sin embargo, hay una sentencia sande: Gonde teme a Sowei. Pero sólo porque entre ellas hay un acuerdo.

Por ser máscaras, Sowo y Gonde no son sólo signos más o menos representativos de mujeres. También simbolizan espíritus. Como tales, están ambas por encima de la gente común. Aparecen como opuestos, pero en pie de igualdad. Se encuentran en secreto, en los lugares exclusivos donde los vigorosos se congregan para negociar sus asuntos. Contrastantes y complementarias, significan que la sociedad está hecha de elevación y escoria. Gonde, la perdularia del pueblo: mugrienta, se deja vivir. Corresponde a una clase que no quiere responsabilidad ni compromiso. A su modo, máscara y mujer que ésta simboliza, gustan. Es libre, obscena, irreverente. Cualquiera puede reírse de ella. Pero porque hace tiempo que no le importa la opinión ajena. También Sowei tiene más de un motivo para temer a Gonde. Desde su tenaz postura, la invitación a la incuria debe ser poderosa. Por otra parte, alguna vez Sowei es Gonde. Un lágrima se escurre. Se musita un reproche. Un error se desliza. Se escapa una ventosidad. Generalmente, por lo menos una vez al día, se defeca.

Para llegar a Sowei no es posible negar ni despreciar a Gonde. Se necesita explorarla a fondo y, plenamente, comprenderla. Sowei se pone de pie sobre Gonde y Gonde la sostiene.

La sinceridad de lo inmundo

En plena calle, en medio del espacio público donde se lo respeta y encomia, el senador Thomas Buddenbrook gira y cae. Es el comienzo de su agonía. Como la vía es en pendiente, los pies quedan más arriba que la cabeza. La postura del cuerpo parece simbolizar el envés de la posición social que ocupa. Se ha derrumbado sobre su cara. El sombrero rueda por el pavimento. Su abrigo de piel se humedece en lodo e inmundicia. Enguantadas dentro de blanca cabritilla, sus manos yacen en una poza. Después que llevan el cuerpo a su residencia, su hermana Toni llega, sollozante. Encuentra a Gerda, la esposa, sin una lágrima. Está traspasada por el asco: ¡Cómo se veía cuando lo trajeron! En toda su vida permitió que una peca de polvo cayera sobre él ¡Es insultante, es vil que el fin llegue de este modo!

Tempranamente, Thomas se transforma en cabeza de una familia y una firma fundada por Buddenbrooks un siglo atrás. Jamás considera el hecho de pertenecerse sólo a sí mismo y a sus propias inclinaciones. Tensa cada uno de sus nervios y músculos para preservar perfecta integridad y reputación sin tacha. Dicta cartas y telegramas urgentes, da instrucciones, impulsa la industria de la ciudad entera, asiste a asambleas y comités, visita la bolsa, inspecciona depósitos y dársenas, habla con los capitanes de aquellos barcos que le pertenecen y hace transacciones comerciales. Aduana, impuestos, construcciones, caminos, correo, asistencia social, todo eso tanto como su propio negocio, lo afanan. Tiene visión y buen juicio en materias específicamente profesionales, especialmente cuando se trata de finanzas, para las que muestra un don particular. Todo el día recibe gente, con tino y dignidad, atención y cortesía. Encuentra la palabra exacta, el tono justo para cada persona. Se muestra serio, jovial, irónico, divertido, sutil y respetuoso de acuerdo con cada ocasión. Eso, desde temprano de la mañana hasta tarde en la noche. Cuando llega a cena o baile, trajeado de noche o gran gala, despliega vitalidad. Tiene reputación de conversador cautivante. Es anfitrión gentil y lleno de tacto. Su cocinay bodega son el ápice. Mientras, dos, tres o más preocupaciones, que van variando, se ciernen sobre su vida. Tal vez su fin, revolcado en la porquería, sea ironía de Thomas Mann, quien quiere significar que todo lo mundano es engañoso. Acaso sea piedad. Al fin, Thomas puede dejarse ir, plenamente.

Visto desde la cultura mende (de la que hablamos en el apartado anterior), el elegante Senador Buddenbrook realiza de modo perfecto el ideal de Soujo. Sólo que, mientras permanece largamente de pie, le falta Gonde para que lo sostenga.

En Occidente, un contemporáneo de Thomas Buddenbrook señala la necesidad de aflojamiento, mugre, excremento, como formas de alivio frente a la tensión exigida por el grupo. La roña tranquiliza porque devuelve naturalidad al individuo, socializado hasta el límite. En el libro II de Los miserables, Víctor Hugo sostiene que la sinceridad de lo inmundo nos complace; es un reposo para el alma. Se necesita el descanso de la derrota para merecer la más ostensible victoria.

Lo inmundo reposante

En ese sentido, el escarabajo es vigoroso símbolo en antiguas civilizaciones del Mediterráneo oriental, especialmente en Egipto. Se cree que pone sus huevos en bolas de excremento, haciéndolas rodar hasta su agujero. A través de tal creencia, el insecto se transforma en imagen de regeneración. La experiencia vital se sepulta para mejor elevarse.

La palabra excremento viene del latín excrementum-a que, a su vez, se origina en el verbo madre cemo-cemere: pasar por un cernidor. La asociación de imágenes connota el hecho de aligerar, descargar, reducir, atenuar, aliviar. Falstaff es uno de los héroes más populares de la obra de Shakespeare: gran comilón, libertino y defecador. Es el bufón de Hal, príncipe heredero, en los dos dramas históricos referidos a Enrique IV.

Con su vida sin otra ley que la de satisfacer sus necesidades naturales, Falstaff alegra y aligera el duro porvenir de soberano que espera a Hal, en un país desangrado por guerras internas y amenazado por el reino de Francia. Tan glotón que tiene que desabrocharse los pantalones después de sus festines, el chacotero es una simpática vejiga, inflada al punto que hace mucho tiempo que no puede verse las rodillas.

Miente hazañas pero, cuando se ve en peligro, abona la ávida tierra (Primera parte de Enrique IV, II, 2). Es, sobre todo, intestino que transforma incesantemente materia. Anterior a la ley patriarcal, que exige sacrificio de la vida para probar bravura y acrecentar poder, Falstaff está inmerso en la xora. En ese deleitoso receptáculo materno no hay prohibición, jerarquía ni exigencias políticas. Su compañía es juego, broma, risa, alegre triunfo del organismo inocente. A través de tal permisividad, el guasón logra que Hal crea y confíe en sí mismo al punto de aceptar su destino de monarca. Tal vez por eso, al iniciarse Enrique V, obispo y arzobispo elogian la sabiduría y equidad del nuevo rey y las comparan con las locuras de su juventud, cuando su gordo payaso lo acompañaba a todas partes. Los prelados conjeturan que las virtudes de su señor han madurado sobre el gran vientre de Falstaff, reposándose en él como la hierba de verano en la noche.

Acaso las demandas del padre fuesen demasiado atemorizadoras para que el joven heredero pudiese realizarlas de inmediato. Algunos críticos señalan que únicamente cuando la rigurosa figura de Enrique IV desaparece, Hal logra asumir su condición de monarca. Pero para que tan pesado destino se aceptase, también se necesitaron fiestas de la carne, inmensas digestiones, gozar y excretar, gloria de la corporalidad, olvido de heroísmo, guerra y muerte, beatitud orgánica donde sólo hay placer, vida e ignorancia de las inflexibles exigencias paternas.

Progresivamente, Hal construye la pétrea masculinidad que corresponde a Enrique V, ávida de sangre francesa y de su propia victoria. Sin embargo, tal armazón debe tener alguna vulnerabilidad, pues se siente amenazada frente a la lógica vital de Falstaff, quien se pregunta: ¿Devuelve el honor una pierna rota? ¿Un brazo? ¿Nos quita el dolor de una herida? No. Así, pues, ¿el honor carece de conocimientos quirúrgicos? Totalmente. ¿Qué es el honor? Una palabra. ¿Qué hay en esta palabra honor? Viento... ¿Quién posee este honor? El que murió el miércoles. ¿Lo siente? No. ¿Lo oye? No. ...El honor no es más que un blasón fúnebre. Y aquí termina mi catequismo (Primera parte de Enrique IV, V, 2).

La vecindad del bufón constituye una intensa tentación de regreso para alguien dispuesto a encerrarse en la cota militar con el fin de dominar y expandir a sangre y fuego su reino. Significativamente, el príncipe arroja a Falstaff lejos de sí al asumir el poder: ...te destierro so pena de muerte... y te prohíbo poner menos de diez millas entre nuestra persona y la tuya (Segunda parte de Enrique IV, V, 5).

No obstante, por representar un cuerpo sólo sumido en su propia delicia, durante el reinado de Enrique V, Shakespeare hace morir a Falstaff como un niño en sus envolturas de bautismo (II, 3). Vivió sin conocer la norma y, por lo tanto, antes de asco, culpa y pecado, en plena bienaventuranza.

Aunque Enrique V es de 1599, Falstaff reaparece en Las alegres comadres de Windsor, en 1601. Es que la reina Isabel I está vieja y triste. En consecuencia, como se divirtió mucho con los retozos del picaro, encarga a Shakespeare una nueva comedia en que Falstaff resurja para aliviarla, aligerarla, excretar su melancolía. Y el bufón resurge con sensualidad redoblada, que le exige cortejar no a una sino a dos mujeres a un tiempo, soñando con confusión de pieles, redondeces y placer que borre identidades. Las mujeres son casadas, pero para él nada significan instituciones ni jurisprudencia: Repartidme como a un gamo enviado por presente a un juez, y que cada una de vosotras tome un muslo (V, 5). Sus inmoderados apetitos son castigados. Es encerrado en un canasto de ropa manchada con las excreciones de sus damas, apaleado y chamuscado.

Empero, las honestas señoras a quienes Falstaff requiebra y sus severos maridos, muestran máculas que pueden considerarse peores que la sensualidad inocente: rigor, abuso de poder, desconsideración, despotismo. El bufón termina haciendo reír a todos de toda falta y toda ley, gracias a su animalidad impetuosa y a su resistencia a las penalidades que le imponen. Así, Las alegres comadres de Windsor termina con un gran festín en que las personas consideradas honradas y el mugriento payaso comen a más no poder, atiborrando sus intestinos de materia. Juego y placer tienen la última palabra sobre sanción y autoridad.

Excreción como elemento integrador

Hasta hoy, en cualquier medio juvenil, se atribuye un significado social tanto a tomar como a expulsar: bebida y micción comunitarias estrechan lazos entre varones. Aun en la pulcra clase media uruguaya, los muchachos juegan con el chorro de sus aguas y consideran que su fuerza y alcance son prueba de hombría.

Muchas mujeres envidian ese poder masculino. Al iniciarse la década de los setenta, feministas holandesas destruyen ellas mismas los urinarios de Amsterdam, por considerarlos símbolos de los injustos privilegios que la sociedad concede al hombre. Estos se encontraban cada doscientos o trescientos metros, a lo largo y a lo ancho de la ciudad. Consistían en un techo sostenido por un eje de acero. Un pequeño tabique ocultaba cabeza y cuerpo de los usuarios, agrupados alrededor del soporte. Podían verse los pies y la vigorosa evacuación que corría, luego, por la calzada. Después del gobierno de Mitterand, en París los urínoirs han desaparecido de las grandes avenidas, pero todavía se mantienen de pie en las calles de barrio, como orgulloso signo de confraternidad entre varones.

Ciertos nobles transforman el chorro de su orina en un modo de resignificar su condición aristoprática. En su novela El barón rampante, Italo Calvino cuenta la historia de Cósimo, primogénito de la aristocrática familia de los Rondó, aislada en el mundo de su alcurnia y buenos modales. Cósimo decide afirmar su independencia estableciéndose en los árboles, sin regresar a tierra jamás. Después de amenazarlo e intentar vanamente atraparlo, su padre siempre en pie sobre las ramas, hace amistad con pobres y bandoleros, adquiriendo fama de caballero noble sí, pero no al modo tradicional.

Un día, el barón Arminio cabalga hasta debajo de la fronda donde se encuentra su heredero. Ya no se trata de autoridad de padre ni de obediencia de hijo. El señor de Rondò sólo pretende hacer una última tentativa para que el vástago baje y se haga cargo de sus deberes de gentilhombre. Cósimo arguye que hidalgo se es tanto en tierra como enarcándose en los bosques. El progenitor le hace pensar en sus estudios y en sus deberes de cristiano. Cósimo alega que, a causa de encontrarse unos metros más arriba, no dejará de ser alcanzado por las buenas enseñanzas. Pero, súbitamente, el niño se fatiga de ese diálogo solemne y lanza una respuesta de varón: Ma io dagli alberi piscio più lontano! El padre, indignado, se aleja, amenazándolo con la virilidad divina: Attento, figlio, c’é Chi può pisciare su tutti noi!

De ese modo, las aguas de Còsimo contribuyen a representar una nueva concepción del linaje, menos pedante, más natural y cercana a los sectores olvidados de la sociedad: delincuentes y miserables.

Sin excremento no hay abundancia

Lo que se expele representa lo que sobresale. Quien excreta con generosidad, bebe a raudales y come hasta saciarse. La estatua del Manneken-Pis adorna una fuente de Bruselas. Esa típica figura encontraría su origen en algún lapso del Renacimiento. Un padre pierde a su pequeño hijo. Apremiado por el deseo de dar con él promete que, allí donde lo halle y en la actitud en que lo sorprenda, le elevará una estatua. El niño aparece orinando. Los habitantes de la ciudad simbolizan en él a un protector. La presencia del hombrecito que perpetuamente hace agua significa que los ciudadanos siempre tendrán qué beber. En frente del monumento se encuentra un museo llamado Boterhuis (en flamenco: Casa de Manteca). En él se exhiben cientos de Manneken Pis, trajeados con indumentarias de diferentes partes del mundo. De ese modo, el niño extiende la generosidad de su evacuación a diversos habitantes del planeta.

Aun hoy, en despedidas de solteros, se suele arrojar alimentos putrefactos y otras porquerías sobre los que se casan. El gesto alude, por un lado, a la última concesión lúdica antes de las responsabilidades que se aproximan. Por otro, connota el antiguo ademán que, a través de mugre, invoca profusión y fecundidad.

La variedad y recurrencia de estas representaciones muestra algunos de los motivos por los que es difícil establecer zonas de rechazo aun cuando, oficialmente, se impongan interdicciones.

19. Excremento, espacio materno

Gustav Klimt: Las tres edades de la mujer/Austria, 1905, detalle

En su clásico estudio sobre el declinar de la Edad Media, el historiador Johan Huizinga transcribe parte de un sermón pronunciado por Odón de Cluny, monje del siglo XV. El religioso habla en estos términos: Si, como el lince de Beocia, (los hombres) tuviesen la capacidad de penetración visual en la interioridad, la sola mirada de las mujeres les resultaría nauseabunda: esa gracia femenina no es sino sarro, sangre, humor, hiel. Considerad lo que se esconde en el interior de las narinas, en la garganta, en el vientre: inmundicias por todas partes. Y nosotros, a quienes repugna tocar, aun con la punta del dedo, vómito o excremento, ¿cómo podemos desear el estrecho abrazo con la mismísima bolsa de la porquería?

 

Las sustancias que enumera el monje no son de ningún modo privativas del cuerpo femenino. Sin embargo, la idea de que la mujer es más sucia que el hombre flota aún, difusamente, en nuestra cultura y obsesiona atormentadas fantasías. Del material clínico de algunos analistas surge hasta hoy que, mientras el varón es pene, la hembra es excremento. Soy mi propio cuerpo, dice una analizante, y la única

realidad son sus productos, mis entrañas y mi orina. De ahí un ansia de expulsión, de no dejar nada sino heces. En tal anhelo yace el inconsciente deseo de destruir un mundo experimentado como lugar donde lo femenino sólo se identifica con lo infecto.

Es a causa de la sangre de menstruación, parto y puerperio que, en las sociedades de predominio masculino, la corporalidad de la mujer se considera más sucia que la del hombre. Jesús (Mí. 9: 20-22, Mr. 5: 25- 34 y Le. 8: 43-48) deja sin efecto las prohibiciones de Levítico (15: 19-31) contra la sangre femenina. Trata a hombres y mujeres sin hacer distinciones. Pero en la institución católica, el interdicto de ejercer el sacerdocio se basa, probablemente, en los mandatos de Levítico. Por otra parte, durante siglos, las instituciones religiosas de origen hebraico consideran que la mujer está moralmente más manchada que el hombre: es ella la primera responsable de la expulsión del paraíso. En casos de prostitución, seducción y hasta violación, aún hoy suele responsabilizársela exclusivamente. Su cuerpo pecador (literalmente cubierto de pecas, de máculas) incita al mal.

Más sucia, es ella la que más se ocupa de limpiar. Aunque nos encontremos finalizando el siglo XX, todavía hoy las mujeres son las que están en mayor contacto con las heces. Lavan sus casas y hasta sus pueblos. En Confieso que he vivido, Neruda recuerda sus tiempos de diplomático en Singapur. En su solitario bungalow, el excusado quedaba en el fondo de la casa. Era una caja de madera, con un agujero en el centro. Debajo, un cubo de metal. Cada mañana aparecía misteriosamente limpio. En la madrugada, se presentaba una bella mujer de la casta de los intocables, pies descalzos, sari de tela burda y dos puntos rojos, que en ella parecían rubíes, a cada lado de la nariz. Se deslizaba por la parte trasera, se dirigía al retrete y desaparecía con el sórdido receptáculo sobre la cabeza, alejándose con su paso de diosa.

En Los fuegos de San Telmo, el novelista José Pedro Díaz cuenta cómo, en la década del cincuenta, en las poblaciones del sur de Italia, podían verse escultóricas jóvenes con ánforas sobre sus cabezas. Los cántaros estaban llenos hasta los bordes de excremento. Eran las mujeres quienes tenían obligación de purificar los pueblos de sus desechos.

La que limpia

El agotamiento de las posibilidades de trabajo en el campo lleva a las jóvenes trabajadoras hacíala ciudad, donde ingresan al servicio doméstico. La tarea de lavar se considera la más baja. Una pintura de Jean- Baptiste Chardin (siglo XVIII) despliega detalles de ese mundo que nos resulta tan familiar. La lavandera está acompaña por un niño. Al fondo, por la puerta abierta, otra lavandera duplica su trajín. Esa misma mujer que se ocupa de la ropa sucia de los patrones, regresará a su vivienda para encargarse de limpiar la de los suyos.

La novela El pozo de J. C. Onetti (1939) se inicia con una secuencia en que Eladio Linacero, perdido en sus ensoñaciones, se asoma a la ventana del conventillo en donde vive: Las gentes del patio estaban, como siempre, la mujer gorda lavando sobre la pileta, mientras el hombre tomaba mate agachado, con el pañuelo blanco y amarillo colgándole frente al pecho. El chico andaba en cuatro patas, con ios manos y el hocico embarrados. No tenía más que una camisa remangada y, mirándole el trasero, me dio por pensar en cómo había gente, toda en realidad, capaz de sentir ternura por eso.

La escena de la mujer que lava mientras el hombre permanece sentado a su lado puede encontrarse, hasta hoy, en cualquier lugar de Uruguay. Pero Eladio se equivoca cuando afirma que toda la gente siente ternura por las nalgas de un bebé. Su repugnancia ha sido compartida inveteradamente por muchos hombres frente al hijo de su mujer, especialmente si es ajeno. Veamos el capítulo 20 de Rayuela de J. Cortázar:

...el culito al aire de Rocamadour y los dedos de la Maga yendo y viniendo con algodones, oyendo sus berridos.

La Maga tapó a su hijo que berreaba un poco menos, y se frotó las manos con un algodón.

- Por favor lavate las manos como Dios manda -dijo Oliveira. Y sacá toda esa porquería de ahí

-En seguida -dijo la Maga. Oliveira aguantó su mirada (lo que siempre le costaba bastante) y la Maga trajo un diario, lo abrió sobre la cama, metió los algodones, hizo un paquete y salió de la pieza para ir a tirarlo en el water del rellano. Cuando volvió, con las manos rojas y brillantes, Oliveira le alcanzó su mate.

Las mujeres se asimilan a diosas, estatuas o Magas pero, durante milenios, abandonan sus viviendas o las de extraños, cargadas con excremento ajeno. Cuando ellas mismas necesitan limpieza y cuidado, generalmente lo reciben de otras mujeres. Hasta el siglo XIX, buscan refugio en casa de la madre después del nacimiento de un niño o a causa de otras afecciones. En culturas como la uruguaya, hasta hoy, en caso de enfermedad de la esposa, es usual que se llame a la madre para que se ocupe de su hija y nietos. La vilipendiada figura de la suegra tiene otra cara, de la que poco se habla: es ella quien sustituye al marido en las tareas de cuidar y asear, haciéndose cargo de parte del compromiso matrimonial: el de mutua asistencia en la adversidad. En cambio, si el marido está enfermo, es la mujer quien vela por él, lo limpia y le tolera enojos y caprichos, devolviéndolo al paisaje de la infancia.

En su filme Amarcord, Federico Fellini muestra a un hombre (Armando Branda), a quienes los fascistas castigan por su disidencia haciéndole beber varios vasos de aceite de ricino. Vuelve a su casa completamente cochambroso. El hijo (Bruno Zanin), ya grande, al verlo se tapa la nariz y corre a encerrarse en su dormitorio. Es la esposa (Pupella Maggio) quien lo baña como a un niño, musitando palabras de consuelo. Poco tiempo después, ella enferma. Marido e hijo la llevan al hospital, donde le hacen cortas y esporádicas visitas. Las monjas se encargan de su aseo y asistencia hasta que muere. La película, situada en el pueblo de Rímini durante la década de los treinta, ilustra una situación habitual, que todos podemos observar en Uruguay hasta hoy.

Tradicionalmente, la sociedad asigna a la mujer el papel de limpiar y cuidar como forma de diferenciarse del hombre y esto ocurre desde el inicio de la vida. Abrazo, mimo, baño del chiquito parecen “cosas femeninas". El varón se autoexcluye de ellas. A no ser que se trate de un anciano, ya sin vigor viril, como en el cuadro La pulga, de Giuseppe María Crespi (siglo XVII). Allí, en primer plano, una joven se espulga sobre la cama. Una mujer de más edad sale con un cántaro. Mientras, en un rincón apartado de la habitación, un hombre de edad avanzada sostiene un bebé en los brazos. Pero, si es joven, lo exilian las mujeres de la familia, la opinión social, su propia esposa. En un grabado de Françoise Bouzonnet (también del siglo XVII), se muestra una escena doméstica. Significativamente, la obra corresponde a una mirada femenina (insólitamente F. Bouzonnet ha aprendido el oficio de grabadora y se gana la vida ejerciéndolo). A la izquierda, mujeres, niños y perros rodean el fuego del hogar. La luz destaca la figura de una joven madre que limpia el trasero de su bebé. A la derecha y en sombra, los hombres beben y ríen, solos y de espaldas.

No es infrecuente el resentimiento del marido contra ese balbuciente pequeño que, con su extrema fragilidad y piel tersísima, acapara la atención de su mujer: de aquella que, de modo más o menos inconsciente, él mismo ha elegido como nueva y rejuvenecida madre. Hoy, los médicos invitan a los padres a asistir al alumbramiento de sus hijos. El hombre ve a su bebé aún untado y lo toca antes que la mujer. A medida que el pequeño crece, participa más y más en la tarea de cuidar. No quiere perderse la asociación en la ternura. Así, la pareja madre-bebé se está transformando en una relación donde hay tres que se integran intensamente a través de abrazo, baño, pañales y otras atenciones cotidianas. Matemar se confunde con patemar en lo que concierne a abrigar, consolar, limpiar, conferir un primer sentido. La experiencia del cuidado muestra que un padre puede ser tan tierno, afectuoso y solícito como una madre si deja aflorar su sensibilidad. Para ello se necesita que la mujer acepte el reparto de su condición con el compañero y que éste no tema su propio potencial materno.

Al promediar este siglo, El segundo sexo se considera un ensayo fundamental en la evolución de los Estudios Femeninos. En él, Simone de Beauvoir propone a la mujer algunas de las cualidades que, en su opinión, son características del varón: independencia, iniciativa, creatividad, agresividad y otras. Hoy, desde el tiempo transcurrido, los Estudios de Género, que investigan la identidad cultural de cada sexo, plantean otra visión. Aparentemente, nos dirigimos hacia una sociedad que no sólo precisa mujeres que trabajen en las más diversas áreas.

También necesita hombres capaces de acunar, cuidar, matemar. Por otra parte, ese deseo estaría naturalmente en el varón. Es la comunidad patriarcal la que se lo amputa. Pero, aun en culturas de fuerte predominio masculino, tal anhelo, inconteniblemente, emerge. Cuando nace su primer hijo, en 1938, el poeta Miguel Hernández se colma de ternura: ¡Ay, qué ganas tengo de darle pellizcos y recibir su mierda en mi mano!

La que cuida

Tradicionalmente, la mujer no sólo gesta, alumbra y limpia a su pequeño. Es costumbre que se haga responsable de viejos y enfermos de la familia. En cierta oportunidad, la escritora uruguaya Mercedes Rein observó que, en plazas de todo el mundo, a través de esculturas o llamas perpetuamente encendidas, se rinde homenaje a héroes guerreros o soldados desconocidos. En cambio, nunca se celebra públicamente a esas esposas, hermanas, madres que, durante días, semanas, a veces años, luchan por la vida de un ser querido, expuestas al contacto de su cuerpo contaminado, guerreando contra su muerte.

Ese trabajo de combatir padecimiento y enfrentar agonía, de cuidar y limpiar afligidos, ha sido asumido desde tiempo inmemorial por mujeres. No desde la asepsia puntual y científica del médico sino desde su propia, vivida, esperanza, hasta hoy quienes más han logrado salirse de asco, espasmo, náusea, y transmutarlos en amor, han sido mujeres. En su condición de madres actuales o potenciales, han hecho que las prohibiciones relativas a la suciedad aparezcan como falaces e ilusorias. ¿Conocería una mujer que ha atravesado la inmundicia, el carácter fantasioso de autoridad, norma social, prohibición? Si la respuesta es afirmativa, la importancia de que el hombre cuide y cure a sus seres queridos aparece como promesa contra rigor, violencia, tortura.

Viento madre

Aire y, sobre todo, desmadrado viento, surgen a menudo como símbolos viriles. En la civilización griega, viento se asocia con Espíritu, que es masculino. (La mujer es sólo materia.) Por su función de fecundar, se relaciona con simiente. Por su fuerzay arrebato, se vincula con el vigor del varón.

Sin embargo, desde diversas culturas, poesía y religión le atribuyen las maternales funciones de gestar y limpiar. En su ponencia “Ser verbal & ser afectivo & ser imaginario” (1997), el pintor zapoteca Nicéforo Urbieta nos habla de Beu. Según se acentúe la palabra, beu significa luna, coyote, mes, huitlacoche. Astro, tiempo, animal y hongo están presididos por la letra b: viento. Primero aparece el coyote (beu). Desde las dos dimensiones susceptibles de experimentarse sobre la tierra, lanza al viento (b) su aullido en las noches de luna (beu) y nos ofrece la primera dimensión, espacial. El mismo tono, beu, la luna, nos propulsa hacia la cuarta dimensión, el mes. A partir de allí iniciamos y recorremos la larga profundidad de la vida. Nos espera huitlacoche (béu), negro hongo de maíz, quien simboliza a plenitud la muerte (gel-gutimilpa: que murió). El huitlacoche emboza, en oscuridad, la germinación que reiniciará un aullido en otra noche.

Desde un ámbito cultural diferente, él del romanticismo inglés, el poeta Percy Bysshe Shelley, también adjudica al viento maternales imágenes de gravidez y purificación. En su Oda al Viento del Oeste, dice: Oh salvaje Viento del Oeste, tú que desde el ser del otoño resuellas, / tú que impeles lejos de tu invisible presencia las hojas muertas, / como espíritus que fugan de un mago, / amarillas y negras y pálidas, rojas calenturientas, / pestilentes multitudes: Oh tú, / que en un carro persigues y combates las semillas aladas hacia su oscura cama borrascosa, / para que yazcan, frías y bajas, / cada una como cadáver, / hasta que tu hermana azul sople / su instrumento... / ¿Oh, Viento, / si Invierno viene, puede estar atrás y lejos Primavera?

Al viento que, como una mujer, limpia el mundo, se le adjudica, también como a una mujer, el destino de gestar un mundo nuevo.

Lo materno como esperanza

En 1985, Marguerite Duras publica El dolor, novela corta bajo forma de diario secreto, escrito en seguida de la segunda guerra. Una mujer espera a su marido, Robert L., internado en un campo de concentración. Han tenido un hijo, muerto durante la guerra. Ahora vive con otro compañero. No importa. El dolor de imaginar la muerte de Robert L., el foso negro donde el agonizante sólo pronuncia el nombre de su mujer, la espera de cada hora, noche y día, incesantemente, la arrancan de su humanidad, la devuelven a un antes de la cultura, de la compañía, a un antes que sólo puede ser soledad y vergüenza. De no lavarse, de abandonarse, de sólo querer encerrarse en el foso fantasmal. ¿Cómo pudo escribir esa cosa que la espanta cuando la lee? La palabra escribir no se adecúa a ese diario, a esa Cosa, en el sentido kristeviano de depresión masiva, inmensa. Sus páginas están regularmente llenas de una pequeña escritura extraordinariamente regular y calma. Líneas simétricas que traza el homo sapiens. Sus páginas están llenas de un caos grotesco de imágenes y emociones, que con el tiempo no se atreve a tocar y frente al cual la literatura la avergüenza. Tal vez porque la siente como representación de ese homo sapiens, de su orden, su discurso racional, su civilización, su profundo lazo con lo execrable. Lo que hay en su diario es desesperación, mugre, corporalidad degradada, lo abominable como parte constitutiva de la humanidad, foso, excremento, dolor: lo que no puede designarse. Sufrimiento vivido hasta las heces, como extranjerización, enajenación, salida de sociedad y cultura, completo desasimiento de los otros: Nadie tiene nada en común conmigo. Finalmente Robert L. es encontrado y traído a París, esqueleto viviente, irreconocible. Pero, como para la madre el hijo, como para la amante el amado, el está separado para mí sola de los millones de otros, completamente distinto, solo.

Lo que hay de repugnante en ese cuerpo medio cadáver, en esa osamenta que hace desviar la mirada de los vecinos, significa para ella la pasión de hacerlo vivir. Se la comunica al médico, se la contagia al hombre con el que vive. Su existencia y las de los que la rodean se transforman en olfato, tacto, búsqueda de los alimentos más apropiados, preocupación porque esa carcaza no rasgue la piel que la cubre, almohadones, taza de caldo, bacinilla: Seis o siete veces por día pedía para hacer. Lo levantábamos tomándolo por debajo de las rodillas y los brazos. Debía pesar entre treinta y siete y treinta y ocho kilos; los huesos, la piel, los intestinos, el cerebro, el pulmón, todo: treinta y ocho kilos repartidos en un cuerpo de un metro setenta y ocho.

La amante escruta, adivina, indaga. Cuando recorre el cuerpo amado no ve sólo cabeza, brazos, piernas: concibe vísceras, órganos, entrañas. Quisiera poder acomodarlo por dentro, cambiar de posición esos órganos, aliviar esas vísceras, como cuando intenta que ese cuerpo encuentre la postura más confortable: Lo depositábamos sobre la bacinilla, sobre el borde de la cual poníamos un pequeño almohadón: donde había articulaciones, la piel era como de celofán.

Luego espera atentamente cada deposición, la escucha, la mira, la huele: Una vez sentado en la bacinilla, hacía todo de una vez, con un glu-glu enorme, inesperado, desmesurado. Su corazón se contenía para no acusar a unos ni a otros sino a la condición humana misma. Pero el ano no podía retenerlo, soltaba su contenido.

Aquí el excremento tiene significado de testimonio de la vileza como fundamento mismo de lo humano. Así, se transforma en una larga carta de lo indecible: Hacía esa cosa viscosa verde sombrío que hervía, mierda que nadie había visto aún. Cuando la había hecho lo volvíamos a acostar, quedaba anonadado, los ojos semicerrados durante mucho tiempo.

El tiempo avanza ritmado por las defecaciones del ser querido, por ese documento indescifrable, por esa frontera que lo separa de quienes no han experimentado su dolor. De la ley feroz dictada por un orden fanático surge lo incomunicable, lo imprecisable: primeridad anterior a lo grupal, a todo hábito alimentario común, a la condición misma de la especie: Durante diecisiete días, el aspecto de esta mierda permaneció igual Era inhumana. Lo separaba de nosotros más que la fiebre, más que su estado esquelético, más que los dedos sin uñas, más que las cicatrices de los golpes. Le dábamos caldo amarillo como el oro, caldo para lactante y salía de él verde sombrío como de la cuenca de un pantano. Bajo la tapa de la bacinilla, se escuchaba la efervescencia que reventaba en la superficie. Flemosa y pegajosa, recordaba un gran escupitajo. En el momento de expulsarla, la habitación se llenaba de un olor que no era el de la putrefacción, el del cadáver -todavía se encontraba, sin embargo, en su cuerpo materia de cadáver- sino más bien de un humus vegetal, olor" de hojas muertas, del suelo en un bosque demasiado espeso. Era un olor sombrío, espeso como el reflejo de esa noche espesa de la cual emergía y que nosotros no conoceríamos jamás... Evidentemente había revuelto en la basura para comer, había comido hierbas, había bebido agua dei máquinas, pero eso no explicaba. Delante de la cosa desconocida, buscábamos explicaciones. Nos decíamos que tal vez bajo nuestros ojos, se comía su hígado, su bazo. ¿Cómo saber?¿Cómo saber lo que ese vientre contenía aún de desconocido, de dolor?

Foso donde la amante lo pensó muerto, depresión hasta la que ninguna palabra alcanza, excremento que encierra un potencial del horror inimaginable, que no es posible interpretar: ése es el sol negro del que habla el poeta Nerval y que Kristeva retoma en su estudio sobre la melancolía: orfandad, viudez, desamparo, exilio de alegría, lo innominable.

Durante diecisiete días el aspecto de esta mierda permaneció el mismo. Diecisiete días sin que esta mierda se parezca a ninguna cosa conocida. Cada una de las siete veces que hace por día, la olemos, la miramos sin reconocerla. Diecisiete días escondemos a sus propios ojos lo que sale de él, del mismo modo que le escondemos sus propias piernas sus pies, su cuerpo, lo increíble... Al cabo de diecisiete días la muerte se fatiga. En la bacinilla ya no hierve, se vuelve líquida, permanece verde, pero tiene un olor más humano, un olor humano.

Durante mucho tiempo, cada hora de cada día, para esa mujer el recuerdo del excremento cambiado, significará triunfo. No sólo sobre la enfermedad del ser querido, sino sobre la infamia humana. Victoria del cuidado, de la reparación. Vigor de lo que hay de materno en las personas. Eso materno que hombres y mujeres llevan dentro de sí, a veces sin saberlo. Eso materno que constituye la mayor confianza en que la humanidad sobreviva, a pesar de su propio mal. Tal vez más que ninguna insurrección política, más que ningún hecho histórico ostensible, más que ninguna revolución tecnológica, la emergencia de la capacidad de maternar en la humanidad, cualquiera sea su sexo, edad y condición, llegue a considerarse como el más importante cambio social hasta ahora vivido.

Excremento: espacio materno

Es la xora que conforman el pequeño y su madre: sin identidad, ni razonamiento, voz sin significado preciso, caricia, piel, todo es hermoso, tersura y caca, todo es fiesta de cuerpos amantes, aun indistintos en la victoria del primer amor. Caos en devenir, anterior a distinciones y separaciones. Reino necesario de la naturaleza antes del advenimiento de la cultura. Ensueño, estremecimiento en el que me entibio al calor del otro, todo mi cuerpo estrechando el suyo, risa, caricia, vibración deliciosa hasta que, para la madre y el bebé, suele sobrevenir el sueño. Lo abyecto está ausente. Nada que arrojar lejos de sí en el arrobamiento que acepta lo corporal en su totalidad, mejilla, mano, nalga, olor, orina, todo es sílaba, susurro, sonrisa. Nos mojamos, nos besamos, recibimos las formas de tierra y aire, caca, eructo, suspiro y nos besamos, dos devueltos al uno triunfante de deleitoso abrazo.

El lactante constata la presencia de la madre gracias al olor antes que a la vista. A su vez, el olor de sus deposiciones constituye, para ella, un llamado. En sus intercambios con la mamá, el niño experimenta con sus labios leche y, en sus bajos, materia fecal seguida de acariciadora limpieza. El pequeño no tiene nada. Sólo su caca, que brinda a quien ama. También, por medio de ella, llama la atención, obteniendo así aseo en forma de mimo y cuidado. A su vez, la madre se alegra cuando, poco después de nacer, el bebé elimina su meconio. Ulteriormente, se complace con las deposiciones del niño, signo de que la naturaleza anda bien.

En su novela Sula, Toni Morrison muestra a una madre que se desprende de su único alimento para obtener la caca de su hijo. Lo que se come es lo convencionalmente apreciado. Pero desplaza su valor a algo que, desde el punto de vista biológico, es igualmente imprescindible, aunque la sociedad lo oculte: Un poco antes de diciembre, el bebé, Plum, dejó de ir de vientre... lloraba y se retorcía. Parecía sufrir mucho. De pronto, enfebrecido por su propio llanto, se le cortó la respiración y pareció que iba a morirse ahogado. Eva corrió a su lado y derribó el orinal de barro, encharcando el suelo con la orina del niño...

La maternidad es mugre, negación del asco, contacto con todas las sustancias de la vida. ...cuando entrada la noche (Plum) empezó a llorar otra vez, Eva decidió acabar con su sufrimiento. Lo envolvió en una manta, pasó el dedo por los recovecos de la lata de manteca y se lo llevó dando traspiés a la letrina. Allí, en medio de su profunda oscuridad y glacial hedor, se puso en cuclillas, colocó al niño boca abajo sobre sus rodillas, le destapó las nalgas y le introdujo en el ano el último resto de comida que tenía en el mundo. Suavizando la penetración con la manteca, intentó aflojar las heces con el dedo medio. Su uña enganchó lo que parecía un guijarro; extrajo uno y después otros. Plum dejó de llorar mientras las negras y duras deposiciones iban cayendo como un rosario sobre el suelo helado.

Desde la madre, el excremento que cae, palpado, cuidado, escuchado, se parece a mala, gomboloi, rosario. La simbología nos dice que en ese instrumento de oración o meditación, común a hinduistas, musulmanes y católicos, cada cuenta representa un mundo. Su conjunto simboliza todas las formas de la manifestación ensartadas en el hilo del Espíritu universal. El último abalorio que falta significa el regreso de lo múltiple al principio. Esa uña de madre también hace pasar al exterior, una a una, las bolitas de caca del cuerpo de su hijo, hasta llegar a la cuenta ausente. En el momento en que todas las esferas de ese mala orgánico yacen en el suelo, la madre llega a un antes del dolor, a una primeridad fundamental, aun principio, aun Uno hecho sólo de amor: Cuando todo hubo terminado, Eva se quedó pensando, ahí en cuclillas, dándole calor con su cuerpo a su adorado niñito en medio de una oscuridad casi total con los tobillos y los dientes helados y la nariz asediada. Mientras, el aliviado Plum dormía.

Maternidad de los amantes

Si, como dice Federico García Lorca en su poema Nocturno de Battery Place, el cuerpo tiene una doble vertiente de lis y rata, quienes se aman, madres, hijos, amantes, lo aceptan en su totalidad. Con desesperación y delicia, acariciando sus cuerpos en superficie e interioridad, besándose, lamiéndose, succionándose, los amantes ritualizan un regreso a la xora del primer amor. Nada repudiable en esa corporalidad adorada. Ciega perseverancia en olor, sudor, sustancia. Antes del primer abrazo, quienes se aman se prometen que toda emanación, toda materia de sus cuerpos, ilimitadamente deseados, serán acogidas en ternura y deleite. Y tal amor se sueña como eterno. En su poema “Una carroña”, Baudelaire acepta para siempre la delicia de la amada, estrella de mis ojos, sol de mi naturaleza. La acepta aun después que la miseria la coma a besos.

En “Tango del viudo”, Neruda dice: Daría este viento del mar gigante / ...por oírte orinar, en la oscuridad, en el fondo de la casa, / como vertiendo una miel delgada, trémula, argentina, obstinada. / Cuántas veces entregaría este coro de sombras que poseo, /...llamando... sustancias extrañamente inseparables y perdidas.

En su nostalgia, el poeta se siente capaz de entregar la poesía misma (viento del mar gigante, coro de sombras que poseo) para recobrar el cuerpo deseado, sus excreciones. ¿O será que, como lo enseñan dioses y antiguos bardos, la poesía surge de piel, abrazo, materia, redondez de vida y más allá?

En “Poema de amor”, Federico expresa el insensato intento de regresar a la primera infancia que suele acompañar a la pasión amorosa: ... mí corazón tiene la forma de una niña / mi corazón tiene la forma de una milenaria boñiga.../ ¡Mi amor! /... sólo existe / una cunita en el desván / que recuerda todas las cosas.

G. Klimt, Adán y Eva, Austria, 1917-1918, detalle

Es la xora, espacio imaginario donde se asocian bebé, baba, beso, mimo, mamá, vaca, caca, caricia, sin núcleo significativo preciso. Conjunto de significados que insinúa identidades que se confunden, se envuelven, se fusionan, regresan a un estadio de contacto profundo, anal, uterino. Sólo así puede sugerirse tal emergencia de deseo y ternura, antes del asco.

En la novela El beso de la mujer araña de M. Puig, Molina, un homosexual, cuida a Valentín, su compañero de celda, un guerrillero que ha sido torturado. Comparte con él su comida y le cuenta películas para distraerlo. También lo limpia, entre solicitud y broma, cuando los alimentos envenenados que le obligan a comer los militares lo bañan en su propia porquería:

- Vos quedate tranquilo, y si te parece que ya largaste todo, cagón que sos, decime, así te limpio. (...)

- Gracias...

- A ver... así, y un poco por acá... mojo esta punta limpia de la sábana, y te limpio bien. (...)

-¿No te da asco?

- Calíate. Otra punta mojada de la sábana, ...asi (...)

- Ay, cuánto mejor me siento.

El hecho de ser lavado por Molinita es determinante para que Valentín le ofrezca, más adelante, un cariño sin borde ni prejuicio. El propio guerrillero recuerda cuando, en una ocasión, limpió al hijo de un camarada en un acto de ternura que apunta a una nueva masculinidad: Yo una vez lo limpié al hijito de ese muchacho, del pobrecito que mataron.

No importa que la enunciación de la esperanza se repita. Es de esa masculinidad capaz de cuidar, limpiar, matemar, desde donde acaso surjan nuevas posibilidades para un planeta en peligro.

Madre Dios

Es difícil hablar de los dioses mexicanos. Se los puede intuir cuando el oficiante indica al creyente la presencia del pirul, un árbol salvífico y le dice que corte un mechón de hojas. Mientras lo hace, el creyente debe colmarse de un agradecimiento mudo hacia el árbol que se desgreña para salvarlo. Más tarde, la mano del oficiante, completamente desnudo, limpia con hojas .de pirul el cuerpo del creyente, también desnudo. Mientras, de ambos emerge la plegaria visual, sin nombre, delirante y fugaz manifestación de lo inexplicable. Junto a ellos, en una gran marmita de barro, arde copal, resina sagrada cuyo efluvio, intensísimo, los penetra a los dos en hondura, como si alcanzara tejidos óseos, hasta la médula. Transcurre un tiempo intemporal, largas horas, unos minutos. Cuando el rito termina, el creyente, con humildad, minucia y gratitud, recoge una a una las hojas del pirul, ya marchitas. Su frescura vital se ha llevado la inmundicia humana para transformarla en realización.

La mayoría de las investigaciones publicadas sobre las divinidades mexicanas están hechas desde una mirada occidental, ajena al misterio. Es desde esa mirada, probablemente plagada de yerros, pero teniendo una remota vislumbre de la fe de toltecas, zapotecas, aztecas, que hablaré de Tlazoltéotl.

 

Xochiquetzal es una Diosa Madre, probablemente de origen tolteca. Empero, los aztecas le reservan un lugar de privilegio en su panteón. Se identifica con tierra y luna. Tiene varios esposos. Como compañera de Tláloc, Dios del Maíz, brinda el alimento básico. Aliada con Tonancatecuhtly, Señor del Sustento, se identifica con fertilidad general y se hace madre de todos los frutos. Ella es fuente nutricia para hombres y animales por igual. Es patrona de todas las artesanías y todas las artes, de naturaleza y cultura. En la vida cotidiana de los aztecas, recibe el nombre de Tlazoltéotl, Diosa Inmunda. Vela sobre sensualidad, progenie y, también, confesión. Su nombre quiere decir Diosa de la Mugre porque recibe los pecados de boca de los fieles y los devora. Quienes creen en ella, quedan limpios. En la costa del Golfo se la conoce como Tzintéotl, Diosa de las Nalgas, nombre que implica excremento. Puede perdonar, pues sus sacerdotes la llaman Tlaelcuani, Comedora de Basura. Tlazoltéotl es Diosa de Amor y cada humano, por lo menos una vez en su vida, debe confiarle sus ruindades, entregarle su excremento interior, como un niño a su madre, para que lo limpie y se lo devuelva en creatividad, amor, observancia de vida.

 

También entre algunos cristianos existe la costumbre de ofrecer ira, rencor, envidia, celos (roña íntima), a la Virgen María, para que ella los transforme en fe, esperanza y amor. En lo alto del cerro, a la entrada del santuario de Guadalupe, hay una placa que celebra a Dios Madre.

 

En el siglo XII, San Bernardo de Claraval siente un Jesús materno: alimenta con su cuerpo. A expensas de su corporalidad, también limpia. Cura enfermedades bíblicamente inmundas: lepra y hemorragia femeni­na. Transforma hedor en vida. Purifica de males espirituales. Recoge escoria para mutarla en salvación.

 

La celebración cristiana

 

Las crónicas y características de las instituciones cristianas pueden llevar a considerar su celebración central, la misa, como un rito disparatado o vacío. El Cuerpo del Hijo se absorbe en un acto asimilable al canibalismo para ser luego excretado, metaforizando abandono o ausencia del Padre en el agónico lapso de la cruz.

 

El significado del rito sólo puede captarse a través del pensamiento paradojal. Cuando se revela, como señala en su poema La llama Juan de la Cruz, ¡...las profundas cavernas del sentido, / que está oscuro y ciego,... ¡ calor y luz dan junto a su querido!

La paradoja responde a una lógica otra, que admite la contradicción. Las cavernas del sentido se presentan como oscuridad, ceguera, ausencia. Sin embargo, dan calor y luz. El mensaje evangélico también es paradojal, en el sentido etimológico. Se ubica más allá de toda doxa, de todo sentido común o aparente. Más aun, encuentra su sitio atravesando la más llagada y sucia miseria. Es vida que surge del cadáver, de sus heces, de sus purulencias, de todo lo que, ordinariamente, parece oponerse y excluir frescura y salud.

Considerado sólo como símbolo de reconciliación, quien atravesó el Gólgotay fue capaz de volver a este mundo y al de su Padre, suele adquirir poder sanador. Así lo atestiguan enfermos, abandonados y encarcelados, anónimos o célebres como Dostoievski, quien quiso vivir, creer y crear, a pesar de haber rozado el filo mismo de la muerte y haber permanecido diez años en su casa. (Me refiero al simulacro de su fusilamiento y a su estadía en la cárcel de Siberia, que relata en su obra autobiográfica Recuerdos de la casa de los muertos, 1860.) Jesús y sus discípulos transfieren sentido al lugar mismo donde éste aparece como humillación, deshonra, dolor: nada. Su muerte no significa devoración y deposición, sino don vivificador. La carga simbólica está puesta en vínculo y reanudación que manan de una dádiva semejante.

En la nave derecha de la iglesia de Paso de los Toros nos sorprende una instalación. Las piezas del antiguo confesionario (banco, puerta, paredes, tabla agujereada, techo), impregnadas por las palabras de los creyentes, por su mal, están ofrecidas bajo la imagen de Jesús, materno cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

De las liturgias y actitudes asumidas por creyentes de las religiones aparentemente menos afines, surge un significado a la vez evidente y soterrado: trátese de árbol, animal, hombre o Dios, hay un altísimo vigor sacralizador en impregnarse, embeberse y arrastrar consigo la inmundicia de los demás, transmutándola.

20. Pentimento

Gustave Courbet. El hombre herido. Francia, 1845

¿Excretaba Adán, intemporal y perfecto, en el alborear del Paraíso? ¿Y la primera mujer, hecha, según Génesis 1:27, a imagen y semejanza de Dios? De acuerdo con lo visto, ciertos monjes y hasta algún médico del siglo XIX ven en el excremento un recuerdo de la falta original.

 

En todo caso, nosotros no descendemos de la pareja, inmortal, inocente, inmaculada, que habitaba el jardín eterno. Venimos de esa otra, condenada a emitir sustancias vergonzantes, como sudor y menstruo; prometida a mal, sufrimiento y muerte. Por medio de nuestras excreciones conocemos, desde un tiempo siempre demasiado temprano, que nuestro cuerpo no es todo delicia, como lo creímos en la xora que formamos una vez con nuestra madre. Precozmente nos enseñan que cargamos con una corporalidad susceptible de tomarse repugnante y alejamos de los demás. O impedimos el acceso a un nuevo y conmovedoramente deseado amor. No somos seres anhelados, adorables por el solo hecho de existir, babear, balbucir, sino cuerpos impuros, manchados, potencialmente asquerosos. ¿Cómo reponemos definitivamente de semejante enseñanza?

 

Más aun: sin contar lo orgánico, estamos contaminados en nuestro mismo centro, en una oscuridad primordial, anterior a cualquier malevolencia propia. Es alrededor de ese disenso radical, de esa disputa intrínseca e invisible que se ha construido el arte de la miseria, reverso necesario de monumentos, escarapelas, victorias.

 

Superficialmente puede creerse que la historia de la cultura es la de aquellos que están conformes con el orden del mundo, lo obedecen, se adaptan o se imponen. Para las miradas ligeras quedan fiestas oficiales, altos inmuebles, desbordantes emporios comerciales. Los verdaderos protagonistas somos todos, célebres y anónimos, que de modo más ocasional o más frecuente, habitamos suciedad, culpa, depresión, las cuales, generalmente, no cuentan más que con la mudez. Pero en el destierro de alegría, en la pequeña infamia, en mugre y descuido, tenemos signos potenciales con los que expresar el envés de la historia y, acaso, aportar sentido a nuestra vileza y a la de otros.

 

Con la experiencia, descubrimos que, a veces, nuestra felicidad es solitaria. El amante no recuerda aquel momento que, para mí, fue cúspide de alegría, suma de deleite. No sé a qué se refiere la amiga íntima que me habla de aquella tarde, confidencia, entendimiento completo. Paulatinamente, percibimos que, en ocasiones, la dicha compartida fue, sobre todo, víspera, expectativa, imagen, proyecto, sueño.

 

Suele ser el sentimiento angustiante de soledad, centrado en mi vida, el que me vincula con los demás, amigos perdidos, amantes con quienes rompí, rivales, enemigos, desconocidos. Emerge la convicción, sutil pero invencible, de la solidaridad que nos une desde nuestra mancha, tristeza, culpa y miedo, relacionando cada ser humano con su prójimo y con toda la humanidad, la que ya atravesó los umbrales de este mundo, la que está en él y la que habrá de venir. Hay infinitos modos de contemplar cara a cara, no ya nuestro cuerpo, sino nuestro fuero interno, no para sustraerlo a la suciedad y el dolor sino para trasponer éstos en abrazo, ritual, escritura, color. Una transmutación radical que nos devuelva capacidad de intercambiar más allá de desvíos, defunciones, ruindades e indiferencias.

 

Ese límite inferior, opacidad irreductible, esa Cosa que amenaza mi equilibrio, que resiste a la simbolización, constituye lo que es preciso captar a través de la urdimbre de los signos para que se transforme en otra, que comparto para vivificarme y, tal vez, vivificar a otros. Sentimiento de que tal ansiedad es sólo propia, porción maldita a mí sola destinada, inconfesable lugar de congoja que señala, al mismo tiempo, la extrema soledad de mi derrota. Lugar abominable del desconsuelo.

 

Me encuentro al borde de mí, en la proximidad temible de lo que podría abolirme por mi propia voluntad, la única que me queda. Y, sin embargo, ésa es la fuerza de interpelación que relaciona, en silenciosa certidum­bre, mi yo con todos los tú de la tierra y que constituye, por eso, fibra de muerte pero también de vida.

 

Nombrar la inmundicia, la externa pero sobre todo la interior, seguirle la pista, observar su potencial, nombrarla, metaforizarla, narrarla para no sucumbir a ella. Acaso, para aligerar a otro desde la cuesta de mi dolor. De esa capacidad dependen libertad y crecimiento interno. Esperanza de encontrar allí el brío inexplicable y fértil del perdón.

 

Pentimento

 

Pentimento que, en italiano, significa arrepentimiento. Así se designa técnicamente el hecho de que, bajo la imagen que un cuadro muestra, suelan yacer otra u otras. Esbozos, partes de un trabajo no terminado o composiciones completas, que el artista inhumó con nuevos colores. A veces aparecen cuando la capa visible se gasta o se vuelve transparente con la edad.

 

En 1895, Roentgen descubre la radiación X. Ésta se utiliza no sólo para estudiar la corporalidad sino también el arte. Más tarde, durante la primera gran guerra, Ledoux-Lebart, un médico francés que presta servicios en el frente y equipa su ambulancia con un dispositivo radiológico, atraviesa el país en razón de su trabajo. Cuando le es posible, visita museos y radiografía algunas obras. Los enfermeros que lo acompañan continúan su tarea. Tras la segunda gran guerra, los rayos X entran oficialmente en el universo del arte y, en Berlín, aparece el primer laboratorio de investigación radiográfica destinada a museos.

 

Como espíritus, las imágenes que el artista había pretendido esconder reaparecen, flotando nebulosas en sus refugios soterrados. La descripción científica del hecho recuerda la otra, poética, de La montaña mágica de Th. Mann. Hans Castorp expone su mano a los rayos del doctor Behrens y ve cómo su propia carne se transforma en niebla vaga, mientras de su anular cuelga, vacío y negro, el anillo de oro que heredara de su abuelo, objeto material y resistente con el cual el humano adorna un cuerpo destinado a desvanecerse.

 

Lo que primero se piensa al descubrir las representaciones ocultas es que el pintor, considerando que su obra no ha conseguido la meta estética que se proponía, pinta encima hasta obtener el grado de perfección que le es dado alcanzar. O que, como en el caso de numerosos iconos rusos suspendidos a la luz de cirios, el humo los ennegrece y los sacerdotes trazan una obra nueva sobre la antigua. Así, los rayos X revelan cuatro, cinco, seis piezas distintas, multiplicando su belleza en nuevas direcciones. O la radiografía deja al descubierto la biografía tumultuosa de la pintura, que ha sufrido violencias, atravesado incendios y abandonos.

Nicéforo Urbieta. Cárcel de lecumberri, México, 1976-1984 cir., detalle

Otras veces, la técnica abre panoramas insólitos. Recientemente, la actriz Erika Carlsson hace un trabajo fotográfico especializado sobre las paredes de Lecumberri, antigua cárcel de México, con reputación de ser capital del dolor. Debajo de la capa de blanqueado, surgen los frescos del pintor zapoteca Nicéforo Urbieta, torturado y, durante años, sepultado en vida a causa de sus ideas. Virgen Madre con su hijo en brazos rodeada de ángeles, Diosas de la Tierra con animales en su vientre, Diosas de grandes cuerpos, persistentes en la vida, emergen a través de la tapadera de limpieza, traspasando el viaje por la muerte que hizo el artista.

Los rayos X revelan otras inesperadas causas de pentimento: por motivos políticos, el pintor esconde un personaje. O, no queriendo arriesgar una posición oficial, prefiere enterrar sus experimentos y osadías estéticas. O aun, como en el caso de El hombre herido de Gustave Courbet (1845), el autorretrato lo muestra, muellemente tendido bajo un árbol. Todo parece indicar la paz de sueño o ensoñación, excepto la mancha roja que empapa su camisa del lado del corazón. Soterrada bajo la pintura, en el lugar del órgano trasvasado por la sangre, se encuentra una mujer, una amante, que el artista quiere ocultar.

No es sólo lo sucio, lo socialmente repugnante lo que escondemos e inhumamos. Son también aquellos espacios y personas a las cuales más nos entregamos, junto a las cuales somos más nosotros mismos. Amante adúltero u homosexual, amante extranjera de un xenófobo, amante negro de una racista, abren esa tierra de nadie, ese nadie mismo que cobija la misteriosa inmensidad que verdaderamente nos constituye. Sin embargo, a menudo, escogemos traicionar, mentir, negar ese ser, ese lugar, sórdido amueblado, apartamento de suburbio, donde se desplegó, múltiple, radiante, verdadera, nuestra identidad. Son nuestros pentimentí. Preferimos acostumbrado espacio social, reputación, instituciones que nos protegen, a cambio de nuestro entusiasmo y autenticidad.

O se trata de una cualidad: impulsión religiosa, talento artístico, pasión por una forma sin prestigio de creatividad, que pueden arriesgar nuestros bienes, llevamos lejos de nuestras costumbres, impedimos la normal integración a la sociedad, mostramos tal cual somos. Entonces elegimos familia tipo, salida de sábado, trabajo seguro, opinión común. Sólo poderosos rayos X traerían a luz aquel arrebato de despojarse, trabar amistad con linyeras, recoger un niño de la calle o jugarse el todo por el todo para hacer emerger personajes imaginarios a la escritura, al dibujo, al filme.

Es en un capítulo de La montaña mágica, significativamente titulado Súbita iluminación, que Hans Castorp descubre los rayos X y puede ver su propia, oculta estructura ósea y soñar la más profunda y escondida corporalidad de la mujer amada: el hueso que la estructura. Más tarde, durante una Noche de Brujas, en las que los pesados papeles sociales se levantan fugazmente, Hans Castorp habla a Claudia Chauchat del cuerpo que enrojece y palidece en su superficie, por temor y vergüenza de sí mismo: hecho de materia corruptible, prometido a la sensualidad, acaso a la enfermedad y seguramente a la muerte. Pero él es también una gran gloria adorable. Contemplarlo a través del los rayos X ayuda a comprender y a venerar el secreto de su amor y su devastación: ¡Oh encantadora belleza orgánica que no se compone de óleo ni de piedra, sino de materia viva y corruptible, plena del secreto febril de la vida y de la podredumbre!. ..Mira cómo se mueven los omóplatos bajo la piel sedosa de la espalda, y la columna que desciende hacia la lujuria doble y fresca de las nalgas, y las ramas de vasos y nervios que pasan del tronco a las axilas y cómo la estructura de los brazos corresponde a la de las piernas ¡Oh, las dulces regiones de la articulación interna del codo y de la corva, con su abundancia de delicadezas orgánicas bajo sus almohadas de carne!

Nominar, investigar, invocar, ir más allá de lo visible, palpable, conocido, y aun de lo repudiado puede ser, a veces, dar a luz lo más genuino, lo que ciertamente, lo que queremos para sentimos vivir.

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"Antes del asco - excremento, entre naturaleza y cultura" (Libro completo)

Hilia Moreira
hiliamoreira5@gmail.com

 

Digitalizado e incorporado a Letras Uruguay, por su editor, el día 13 de mayo de 2016. Twitter: echinope

o echinope@gmail.com  (Autorizado por la autora)
 

 

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