Virginia

 
Virginia era bellísima y tenía plena conciencia del encanto de su cuerpo. Todos los días se encerraba en su cuarto y permanecía horas frente al espejo de su ropero.
Había enamorado a todos los hombres del pueblo, y hasta su padre y sus hermanos vivían atormentados por el deseo.
Virginia no era inocente de las pasiones que despertaba, tenía un extraño poder en su mirada que marcaba a fuego a todo aquel que la miraba. Así, había buscado las formas más sutiles de provocar el encuentro de las miradas, para guardar inocencia en el sufrimiento que desencadenaba. De esa forma, Virginia fue haciendo una red de enamorados, que marcados desde adentro, desembocaban en el dolor, el amor y en la muerte.
El amor por Virginia los conflictuaba completamente porque la creían inocente del aluvión de pasiones que se desataban y ninguno sospechaba el terrible poder que se había ocultado en su mirada.
Sus enamorados se cargaban de culpas ante la furia torrencial de esos sentimientos repentinos. Pero los casados, se arqueaban de remordimiento ante la presencia de ese amor silvestre que era absolutamente más poderoso que sus fuerzas para dominarlo.
Deambulaban por los bares como sonámbulos trasnochados y dormían sobre los bancos de las plazas, los fantasmas enamorados. El amor por Virginia se había convertido en una epidemia incontrolable que atacaba sin contemplaciones a los hombres del pueblo. Salvo las mujeres y los niños nadie estaba libre de contraer esta peste.
Daba pena ver a los ancianos del asilo delirar de amor en las calles el pueblo. Uno de ellos, todas las tardes se paraba frente a la ventana de Virginia e intentaba recitar "El Romance del Enamorado y la Muerte", pero ni bien llegaba al cuarto verso, se le quebraba la voz y se retiraba muy triste arrastrando los pies y dándole golpecitos a la pared con la mano derecha. Se les anudaba la garganta a los vecinos de Virginia cada vez que veían el espectáculo del viejo enamorado llevándose de a rastros el corazón desgarrado.
Toda esa tragedia la vivían por nada, porque inmediatamente que Virginia lograba encender el fuego en sus enamorados, los ignoraba con la frialdad de un témpano de hielo. Se consumían por el fuego que los devoraba, sin obtener la más mínima respuesta de la mujer que amaban. Se quebraban ante la furia de ese amor que en ningún momento los abandonaba.
Llegó el día en que no quedaba ningún hombre en el pueblo que no conociera el dolor de ese amor por Virginia, y las madres de los niños conocieron el pánico ante la imposibilidad de detener el crecimiento de sus hijos porque sabían la suerte que correrían, llegada la hora de enamorarse.
Pero una noche, en ese estado de placer que le provocaba la contemplación de su cuerpo desnudo, Virginia descubrió con horror las primeras plumas que asomaban en sus axilas. Una sombra negra le había cubierto todo el tórax indicando las plumas prontas a nacer. Su nariz se había tornado aguileña y se insinuaba de una manera espantosa en su cara. Sus ojos se habían desplazado hacia los costados a raíz de ese pronunciamiento nasal. Sus piernas se habían afinado de una manera asombrosa y los dedos de los pies se desarrollaron por más de un palmo del tamaño de la planta. Lo curioso era que las piernas, no tenían esa piel de gallina que le cubría todo el cuerpo con los plumones a punto de reventar. Más bien, unas escamas enormes y de formas irregulares bajaban desde las rodillas hasta la punta de los dedos, donde nacían unas uñas toscas de color marrón y sin filo de ninguna especie. El cuello se había estirado exageradamente y ahora veía su cuerpo a una distancia desproporcionada de su cabeza. Intentó gritar pero un aullido estridente salió de su garganta.
Por fin, antes que saliera el sol, pudo saltar la ventana y se encaminó hacia el pantano aleteando furiosa. Corría como una gallineta enloquecida, que se interna en el bañado aullando como despavorida, huyendo a toda prisa con ese grito salvaje, que se confunde con las carcajada de las brujas del monte.
Esa madrugada todos los hombres del pueblo despertaron de un sobresalto como quien sale de un letargo muy pesado, pero ninguno pudo recordar las pesadillas que sufrieron, y nadie se animó a preguntarles qué diablos les había pasado.
Sin embargo todos estuvieron de acuerdo en cercar el pantano y prohibieron con pena de muerte cazar gallinetas del agua.

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