La vigilia

 
Estuvimos mucho tiempo en la casa de Esperanza, aguardando la llegada del mesías, menos mal que nadie nos vino a molestar por el calefactor que habíamos robado en la finca de Jesús Arbiza. Era imperdonable la ausencia del mesías en aquella época, él había sido el de la idea de hacer vísperas para su regreso y hacía siglos que nos tenía abandonados. En la casa de Esperanza, las hormigas habían terminado con el piano de cola y sólo quedaba el esqueleto de aquel instrumento destruido, las polillas se habían devorado las cortinas y unos lamparones enormes dejaban entrar cristalina la luz de la luna en el salón donde nos habíamos instalado. Las ratas se paseaban por los tirantes del techo y bajaban en carrera hasta un mueble desvencijado que guardaba papeles, libros y retratos.
Eugenia había logrado darle cuerda al reloj de pie con el único propósito de hacernos gozar del latir del aparato, porque ni bien el péndulo del reloj se puso en movimiento le arrancó las agujas y en ningún momento de la vigilia supimos la hora en que vivíamos. Recuerdo la gracia que nos provocó a todos, escuchar las doce campanadas del reloj justo a la salida del sol. El pulso del tiempo se había convertido en una presencia muy cálida para todos nosotros. Era como el eco de la realidad, que habíamos renunciado y creaba un clima de nostalgia ideal para una vigilia. Ese desfasaje del reloj con la realidad del tiempo revelaba de una forma casi perfecta el significado más hondo de nuestra vigilia.
Yo tenía miedo por la legada del invierno, pero los meses de julio y agosto fueron de un sol impresionante y unos atardeceres maravillosos. Las noches eran muy frías y de un azul muy intenso. Una luna llena, las recorría de punta a punta. Fueron muy pocas las noches que no contemplamos la magia de aquel brillo abundante que se derramaba sobre los techos de nuestros vecinos. Una de esas noches, sentimos aullar un lobo y Margarita nos suplicó que cerráramos los ojos y escucháramos ese aullido. Yo ignoraba el dolor penetrante que expresan los lobos aullando y confieso que sentí un miedo atroz a medida que el aullido se internaba en lo más recóndito de nosotros mismos. Margarita estuvo horas explicando la angustia de las bestias y nos advirtió reiteradamente: "Es mil veces más horrorosa la carcajada de los hombres, que el aullido de las fieras".
Julián era el único que no bebía alcohol, pero esa noche se emborrachó a causa del aullido del lobo y durmió en el suelo abrazado con Elena. Al amanecer despertó completamente entumecido. El frío se había metido en su cuerpo y se murió sonriendo con los ojos abiertos.
Al atardecer lo enterramos en el jardín. Elena, nos había enseñado a rezar con expresión corporal y danzamos llenos de dolor alrededor de su tumba. Esa noche, volvimos a sentir al lobo pero ninguno se animó a romper aquel silencio que junto al aullido del animal se había convertido en el mejor homenaje a nuestro amigo. Nadie durmió y el amanecer se insinuó temprano como una herida abierta al costado de la noche. Jaime, que era el primero en levantarse todos los días, nos llamo a desayunar y sirvió chocolate hirviendo, con rodajas de manzana. Después, nos comunicó que había llegado el mesías y estaba en el living arreglando el piano. Corrimos a esa pieza y en lugar del piano encontramos al mesías tocando un armonio perfectamente restaurado.
"Ya estoy con ustedes" - nos dijo el mesías sin levantar en ningún momento la vista del teclado. Mientras tanto ejecutaba con maestría La Cumparsita en aquel instrumento de acordes solemnes y prolongados. Inmediatamente después que terminó, nos invitó a sentarnos en el suelo y nos convidó con las hierbas amargas. Más tarde, destapó un frasco con sangre de cordero y nos marcó la ropa con unos signos extraños. Después, sacó de un morral un curvo vivo y lo estranguló haciendo girar su cuerpo mientras le sujetaba el cuello con las dos manos. Finalmente, cuando el animal dejó de sacudirse como una masa de nervios y músculos incontrolables, lo envolvió con vendas de lienzo y lo volvió a guardar con sumo cuidado. Antes de culminar el oficio volvió a abrir su morral, esta vez con mucho más reverencia que antes. Pero en lugar del curvo vendado, salió volando una paloma blanca que se posó sobre nosotros y nos irradió con una luz amarillenta.
Jaime, estalló de alegría, se levanto con torpeza del suelo y besó los labios del mesías en un gesto evidente de reconocimiento, después le dijo con euforia:
"Ahora, todos van a poder reconocerte!"
Pero el mesías los miró con profunda tristeza, sacudió la cabeza en silencio, levanto la mirada hacia el cielo y comenzó a aullar de aquella forma lenta y desgarradora que ninguno de nosotros ignoraba y sin embargo sólo Julián había reconocido.

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de Sótanos

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio