El viejo y el perro

 
Juan Carlos tenía un perro lanudo que amaba como a un hijo. Su mujer lo bañaba con jabón de coco todos los días. Los domingos, bajaban hasta la plaza acompañados del perro lustroso que se echaba obediente a los pies de sus amos.
Una tarde, Juan Carlos notó que el perro no ladraba como antes. Ahora, cuando pasaban los carros, el perro salía corriendo, encorvaba el espinazo y levantaba la cola como los gatos. Entonces el viejo Juan Carlos, llamó al animal y lo molió a palos. Cuanto más se ensañaba con el pobre perro, más extraño era su comportamiento. En una de esas palizas, el perro preso de la desesperación, se subió a un árbol y ahí estuvo por más de dos días en las ramas.
En otra oportunidad, el viejo despertó a la madrugada con unos pasos impresionantes en el techo de la casa, casi se muere de furia cuando descubre a la luz de la luna a su perro lanudo, avanzar agazapado por la cornisa.
No tenía otra alternativa. Se lamentaba el viejo mientras guardaba la escopeta de dos caños. Después se recostó al aljibe del patio de su casa y lloró amargamente mientras salía el sol. Lloró tanto que se le hicieron unos surcos en las mejillas por donde corrían las lágrimas. Al mediodía, su mujer volvió a insistir que se calmara, que entrara a comer y se acostara. Después agregó: "No vale la pena afligirse tanto, después de todo el Sultán era un perro muy raro". Entonces el viejo se quedó iracundo con aquella frase, la miró rabioso y se abalanzó sobre su mujer y le mordió la espalda. Cuando llegaron los vecinos alarmados por los gritos de la mujer, el viejo estaba en cuatro patas con los ojos como dos brasas. Aullaba desconsolado y mostraba los dientes a todo aquel que se le acercaba. El comisario tuvo que hacer venir al personal de la perrera y cuando se lo llevaron, con el chaleco de fuerza hasta las orejas, gemía igual que un perro herido de muerte.

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