El sótano

 
Lo más raro de aquella casa, era la ausencia de puertas, el único acceso que tenía era una extraña ventana, que, sobresalía de una de las paredes laterales, como un pico de botella. Un pasador de bronce hacía juego con unas pomelas enormes en los postigos. A juzgar por la madera podrida de los postigos y una población de líquenes adheridos a los mismos, todo hacía pensar, que la ventana hacía siglos que no se abría.
La necesidad de un refugio era tan imperiosa en aquel momento, que a nadie le llamó la atención que la tranca de la ventana estuviese del lado exterior de la casa. Al mover el pasador, éste cedió sin dificultad, pero la ventana crujió como si estuviera pegada al marco y se abrió como desgarrándose de par en par.
Entramos con la alegría de haber sorteado los peligros de la intemperie. En realidad ignorábamos dónde acabábamos de meternos, y esa noche dormimos como piedras.
Cuando despertamos, la ventana se había corrido hacia el techo y ahora parecía una chimenea interminable que apenas dejaba entrar algo de luz en el extremo. La habitación en que nos encontrábamos, era una cámara redonda con piso de tierra. Lejísimos, casi diminuta, brillaba en el medio del techo, la ventana por la que habíamos entrado. A los costados de esa habitación, habían otras dos cámaras, también redondas pero mucho más pequeñas. Para entrar en ellas había que agacharse, desde ahí, se comunicaban unas galerías angostísimas, con escaleras en curva y una red de pasadizos que se comunicaban entre sí por unos puentes colgantes. Sabíamos el riesgo que corríamos al separarnos, pero la única forma de escalar hasta la ventana, era internarnos en esas galerías, y así lo hicimos. La luz se filtraba entre las grietas y tanto venía de abajo como de arriba, de manera que era muy difícil saber si ascendíamos o descendíamos, en la búsqueda de la ventana perdida.
A esa altura, yo ya había perdido la esperanza de encontrar la salida y me eché rendido de andar errante. En el suelo, descubrí una calavera con el cráneo más bien achatado hacia atrás y las mandíbulas desmesuradamente hacia adelante. También encontré flechas, vasijas de barro e instrumentos de caza trabajados en piedra. En uno de los rincones más oscuros, tropecé con una Venus tallada en piedra, tenía cierta posición fetal y el vientre, los senos y las nalgas exageradamente desproporcionados. No sé cuánto tiempo estuve contemplando esa pieza, que me resultó maravillosa. En realidad ya ni me acordaba de la ventana. Y no me importaba en lo más mínimo saber donde diablos me había metido. Por el contrario, me empezaba a gustar la idea de morir atrapado en esa caverna y formar parte de los restos de esa cultura.
Fue en ese instante, que descubrí unos dibujos en la pared que me resultaron conocidos, eran unas siluetas humanas que corrían un mamut y al otro costado, un animal parecido a un toro o a un bisonte, coloreado con distintos tonos de rojo y negro que se fueron haciendo cada vez más luminosas hasta dibujarse cristalina, bellísima, la ventana abierta por donde habíamos entrado.
Afuera todos mi compañeros me gritaban: "Vamos hombre, salta de una vez esa ventana!".

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