Martín

 
Esa mañana Martín despertó liviano y con ganas de volar. Un cielo sin nubes se dibujaba luminoso en la ventana de su dormitorio. Se levantó, abrió los postigos y el cielo entró como una masa caliente que lo abrazó y formó una sola cosa con él. Martín dejó que el cielo entrara en su cuerpo y que sus pulmones se llenaran de ese cielo azul, que volvía a salir por su boca con sabor a naranja.
De pronto, inclinó la cabeza hacia atrás, acompañó con los pies el impulso y su cuerpo se empezó a elevar lento y majestuoso, hasta salir por la ventana y tomar altura en el cielo.
Todo el barrio salió a la calle a verlo volar. Volaba sin esfuerzo, guardando ritmo en sus movimientos. Era como si nadara al compás de las corrientes de aire. Resultaba maravilloso verlo con su ropa de dormir, volando en el cielo.
Sin embargo su padre lo miraba furioso desde la vereda y echaba una espuma verde por la boca. Su madre, lo miraba fingiendo indiferencia y para calmar a su marido, movía la cabeza asintiendo la cólera de su esposo. "Es un inútil que no sirve para nada" - gritaba el viejo como un perro rabioso. 
Martín volaba ajeno a todo lo que sucedía abajo. Su cabeza estaba erguida hacia arriba de manera que era imposible que mirara hacia el suelo. Cuando empezó a descender, se hizo un silencio tan grande que se llegó a escuchar la respiración agitada del viejo. Martín bajó como las gaviotas, carreteando el descenso con los brazos en alto. Fue una operación delicada, de una armonía increíble, sólo la furia de su padre no le permitió apreciar toda la belleza de ese descenso. Martín estaba como en éxtasis, creo que ni se daba cuenta que todo el barrio se encontraba en la calle. Tenía la mirada infinitamente lejos, pero no era una mirada distraída ni aburrida, más bien era la expresión de una alegría muy honda, casi indescriptible. Insinuaba una sonrisa que revelaba una felicidad venida muy de adentro, terriblemente auténtica.
En ese estado se encontraba Martín, cuando recibió el primer cintazo, que silbó en el aire y le cruzó la espalda. Se arqueó de dolor y cayó de rodillas, haciéndose blanco de un sinfín de latigazos y trompadas. Era tal la brutalidad de este hombre que sólo dejó de golpearlo cuando Martín se desvaneció y tomó aspecto de muerto.
La gente se había amontonado en círculo a mirar la paliza. Permanecían callados, culpables de haber presenciado tanta violencia. Nadie se había animado a abrir la boca y algunos se retiraban huidizos y avergonzados como arrepentidos de su silencio.
Finalmente se terminaron de dispersar cuando el padre de Martín los encaró, con los ojos desorbitados y la frente bañada en sudor y les grito: "¡Váyanse!". Enseguida agregó mirando a su hijo:
"Este no vuela nunca más".
Y se refregó las manos como satisfecho. Después entró en su casa, bebió una jarra de vino y se encerró a dormir la siesta.
Su madre, tomó una palangana con agua y sal y lavó las heridas de Martín. Este respiraba con dificultad y abría la boca como si le faltara el aire. Cuando se hizo la noche, Martín no había despertado. Su madre lo arrastró hasta el roble y se echó al suelo para darle calor. Martín hervía de fiebre y dejaba escapar un quejido doloroso.
Al otro día, cuando el padre despertó, encontró a su mujer abrazada a la ropa de dormir de su hijo. Tenía la cara desencajada y la mirada perdida en el cielo. Reía alucinadamente feliz y repetía: "El no era de este mundo". "El no era de este mundo". Y reía, amargamente reía.

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