La creciente

 
Esa noche nadie se acordó de la vieja Tuta. Habían salido con el río mordiéndoles los talones y apenas tuvieron tiempo de ganarle a la creciente. Hacía días que el río se había puesto colorado y por las madrugadas se lo oía clarito, embravecido. Ahora, el río se empezaba a meter a chorros adentro de los ranchos, y tenían que salir disparando.
Cuando pasaron las lluvias, el río permaneció inmóvil. Recobró su calma y al atardecer se ponía tan manso que parecía un lago.
Los pescadores, bajaban todas las tardes a esperar que las aguas se fueran de sus casas. Pero regresaban tristes ante el silencio del río.
Odiaban los vagones del ferrocarril adonde provisoriamente los habían instalado.
Un día, los primeros ranchos amanecieron fuera del agua. Don Gómez, fue el único que los vio saliendo del río, y corrió a la estación a llevar la noticia. Esa misma mañana la gente juntó sus cosas y empezó a abandonar los vagones. Todo el día fue un trajinar de vecinos haciendo mudanza. La gente corría de un lado para el otro y llenaron de ruidos las calles del pueblo.
Sólo faltaba que el río se fuera del último rancho. Parecía que se había encariñado en ese bajo, y ahora le costaba tener que abandonar el único techo que le quedaba. Pero al otro día el río se había marchado. Y como un caballo desgarbado, quedó recostado al paisaje, aquel rancho mojado.
Los niños, bajaron corriendo para buscar algún pez encerrado en esas cuatro paredes, pero como una vieja del agua, atrapada en la red, encontraron a la Tuta, envuelta en el barro.

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