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El sauzal
Adolfo Montiel Ballesteros

Verde, suave de húmeda frescura vegetal, en la uniforme extensión de los campos amarillos se abre, como un oasis, la mancha sedante de los sauces que costean unos doscientos metros el Guaviyú Chico.

El arroyito transparente que no tiene en sus márgenes otra cosa que algún junco raquítico y ese pasto duro y lustroso que crece en montones de penacho, parece que descansara y tuviese ganas de terminar su viaje cuando llega al sauzal.

Y si el arroyo siente la dulzura de la sombra y el arrullo de la greguería de los pájaros y hasta el perfume o la gracia de alguna flor silvestre, -madreselvas, camalotes, achiras,- qué pensaremos de Cirilo Laguna, quien a su decir conoció el arroyo pelado y triste y con sus manos laboriosas hundió en la tierra generosa, hacia más de cuarenta años, las estaquitas débiles de lo que fue después el lindo sauzal fresco y rumoroso?

Antes de hacer su rancho en las inmediaciones de la estancia del patrón, éste lo había aconsejado:

-Por qué no plantás algún sauce?.., pa sombra, p'atajarte el viento, medio pa cuidarte el rancho.

Y el sauce se le había vuelto sauzal.

Fue al monte y se trajo una carrada de ramas. La tierra era buena. Se entusiasmó con el trabajo, amplió el plantío y lo cuidó hasta ver "prendidos", echando hojas a los arbolitos.

Los vio levantarse, aventurar las primeras guías con las que jugaba el viento; vio agruesarse los troncos; más tarde tomar ese no sé qué de melancólico, de espiritual que poseen, como un alma, los sauces llorones.

En porfiada, subterránea brega, hundía en el terreno sus raíces el sauzal; análogamente lo hacía en el corazón del paisano.

Vago, como un sentimiento nebuloso, con el crecer de los árboles se le fue formando un amor hacia ellos y los quiso como a su mujer y a sus hijos.

Se venían casi hasta la puerta del rancho y eran su continua visión desde la aurora al anochecer.

La música del viento entre su follaje en estío o entre las desnudas ramas en invierno, tuvieron un eco en el alma del paisano. A veces, recordado en la noche, sentía su rumoreo, su canto, como hecho de amorosas palabras que se comprendían con la clave del instinto.

Cuando Laguna volvía de tropear, de trabajos que lo retuvieran algún tiempo ausente de su hogar, lo primero que debía aparecer desde la lejanía -como un perro fiel -era el sauzal amigo que, con sus verdes primaverales, con sus oros de otoño, con sus troncos huérfanos de hojas, le daba la bienvenida.

El sauzal era como un alargamiento del hogar tibio.

De lejos, al descubrirlo, lo envolvía en una mirada cariñosa y lo confundía en una sola cosa querida:

-Las casas!.

El ombú viejo, los cina-cinas despeinados, el nidito de hornero, unos sauces tristes, se identifican con los escuetos ranchos sin adorno, los complementan, llegándose a amarlos hondamente, como parte de ellos.

No tiene el criollo un amor refinado a la Natura, no es para él la comprensión estética de su belleza, pero es indudable que el continuo contacto con el campo, con el árbol, con el agua, les genera un cariño de cosa familiar, manera de manifestarse de ese oscuro y natural instinto que lleva al hombre casi primitivo a sentir un desnudo y puro panteísmo.

Meditativo, callado, en sus largos silencios cuando fabrica una trenza, al lonjear o sobar una guasca, en sus dilatadas horas de mate amargo, debe sufrir la influencia de su inmediata visión y concebir la idea de que tienen algo de sagrado la sombra del árbol, la tibieza del sol, la providencia de la lluvia.

Luego, la tristeza fatalista del criollo es propicia a una íntima concordancia con la melancolía lánguida de los sauces llorones.

Cirilo, aunque no se lo explicara, amaba el sauzal, a cuya sombra solía pescar, donde el patrón -ahora muerto- festejaba con asados con cuero las fiestas de familia, y mientras el vino les desataba las lenguas les hacia recordar "aquellos tiempos", entre los cuales venía trenzado el de la plantación de los gajos de sauce que ahora los cobijaba con su protección cordial.

El paisano lamentaba no poder ser dueño de aquello para conservarlo como una reliquia.

Aunque sin ningún derecho, escudado en el respeto que le tenía Marcelino, el hijo mayor del patrón, quien ahora regenteaba la estancia, iba a protestar cuando cortaban un sauce.

-Lo hacen como pa toriarme, renegaba.

-No, Cirilo, había necesidad.

-No pueden dir al monte? 

-Después pa que se v'andar con güeltas; pa qué sirven los sauces?

Y el criollo:

-Aunque sea pa lindo. En la estancia quedaban comentando:

-El viejo Cirilo está ideoso.

Marcelino heredó solamente plata y campos, no buenas costumbres; era jugador y ayudó a su familia, que en la ciudad gastaba sin tasa, a dilapidar el capital.

Hipotecó el campo, vendió el ganado sin reponerlo y una vez se le presentó un comprador de sauces, para no sé qué industria.

Era un inesperado negocio. Vendió a ojos cerrados.

Después tuvo un escrúpulo. Algo, en la conciencia, le recordó:

-Si tu padre viviese...

Pensó en Cirilo, medio loco, tan encariñado con el montecito. Iba a tener que explicarle, que disculparse.

Haciéndose fuerte se animaba:

-Al fin y al cabo, eso no es del viejo maniático. Eran débiles y sin arraigo sus conceptos...

Quien había trabajado era aquel Cirilo ideoso, él quien ayudara a sostener la estancia, quien plantara el bosque de Sauces y quien, con un derecho de padre, amaba campo y casas y árboles.

Marcelino sabía que, para contestar las protestas del pobre paisano, las palabras se le iban a venir a la boca muy disciplinadas, pero también era consciente que le iba a temblar el corazón, pues a medida que pasaba el tiempo el remordimiento de sus acciones apagaba arrestos y altiveces.

Empezó a temer ese minuto de frente a frente con el acusador.

En una de esas, laguna no dejaba cortar los árboles y el asunto se complicaría desagradablemente, llegando quizá a cuestión de fuerza.

-Es capaz de peliar, el viejo!

Dio la casualidad que Cirilo se fuese en esos días con una tropa para Fray Bentos. 

Entonces fue fácil la traición.

El comprador tenía prisa; trajo muchos obreros y pronto de la arboleda no quedaron más que los troncos trozados a ras del suelo cual si hubiese pasado sobre la tierra un cataclismo devastador.

Cómo quedó triste el arroyito mezquino!

El campo amarillo avanzó conquistador hacia aquella desolación.

El rancho, más feo, más pobre, se dijera había crecido.

Y los pájaros, sin nido, andaban piando inquietos, como sin rumbo, perdidos, desesperados.

Cuando a los veinte días de su partida, apurando el caballo, apareció Cirilo, desde donde estaba habituado a descubrir el sauzal, miró...

Moría la tarde.

En la grandiosidad del escenario de los campos la hora espesaba sus tules crepusculares, por eso se engañó un momento.

Se alzó sobre los estribos, detuvo el caballo y sus ojos, habituados a dominar distancias, adivinaron!

Venía con uno de los hijos.

Su sorpresa se condensó en esa extraña interjección campera, norteña, de asombro y de pregunta:

-Gúe!?

E imponía el rostro empalidecido, con una mueca desesperada.

Habían avanzado otra vez.

Los hería, brutal, la realidad!

El muchacho, respetuoso, cohibido, callaba.

Cirilo no pudo contener la indignación y con el rebenque amenazador, apuntando hacia la estancia, con un sollozo de rabia, gritó:

-No tienen ley pa nada!... hijos de una gran puta!!

Adolfo Montiel Ballesteros - Selección de cuentos
Biblioteca Artigas
Colección de Clásicos Uruguayos - año 1970

Digitalizado por el editor de Letras-Uruguay

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