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La señorita y la bestia
Adolfo Montiel Ballesteros

Brunelli tiene por costumbre trabajar en una dulce penumbra que posiblemente da al modelo una poética suavidad de tonos; por eso, cuando me presenta a la señorita Hilda Laponi, a quien hace el retrato, y beso a ésta la cuidada mano, no me doy cuenta de conocerla desde hace tiempo, de verla en el cine, en fiestas, en reuniones.

Entro del jardín dorado de sol, y necesito tiempo para que la retina se habitúe al cambio de luz.

Me siento en un rincón tratando de no incomodar al artista que labora y paso en revista el familiar estudio abovedado, con áticas columnas elegantes, que recuerda las características "botteghe" de los maestros florentinos del quinientos.

Observo: paisajes, figuras, dibujos, la bella obra múltiple de mi amigo, espiritual, complejo y fino, quien, como sus colegas del Renacimiento, es pintor, poeta y filósofo.

Me encuentro a gusto en esta quietud profunda y fecunda, junto a los libros cordiales que desbordan de las bibliotecas e inundan sillas y mesas, y con los ojos entrecerrados me deleito en admirar la modelo, que es también una bella cosa.

Es una interesante y extraña mujer rubia, y digo mujer, pese a cierto aire de colegiala que le resta de sus diez y ocho años salvados de un salto con el desarrollo audaz de sus senos duros y sus caderas bien , dibujadas.

Es pálida, con palidez de amarillo de Nápoles; su boca grande y húmeda tiene el color y el brillo de ciertas rojas lacas japonesas; pero lo que es realmente extraordinario son los ojos. Los ojos, toda una cosa con las cejas finas, las pestañas soñadoras, con el color de aguas transparentes y cambiantes de los iris.

Aquí reside el encanto misterioso de esta fémina que llamé extraña. Un no sé qué de sueño y de voluptuosidad vela sus ojos, vistos como tras una asordinada dulzura de azules o de violetas, y por ello, o quizá por qué razón fisiológica, esta mujer nos sorprende uno u otro día con sus ojos color de olivo, de límpido celeste, de azul violáceo, de verde dorado.

• • •

Brunelli me lo insinúa mientras se queja de los ojos traidores, engañándolo siempre, y para los cuales no encuentra la justa esfumatura en su paleta.

—No renuncio, declara mientras abandona los pinceles, sino que insisto estudiándole los ojos.

Y clava la mirada en la señorita en quien creo notar esa fulmínea turbación que oscurece la retina como si un humo tembloroso y fugaz subiera de un interno fuego.

Llega Candía, infaltable compañero de las reuniones del estudio, e instado a leer nos acomodamos en la chaise-longue, en las sillas, para escucharlo.

Brunelli está junto a Hilda; el lector cerca de la ventana; yo, más lejos, saboreo mi cigarrillo.

La voz del lector.

Un silencio atento.

La señorita, para compenetrarse más de la lírica que desenvuelve su gracia poética y rítmica, cierra los ojos.

Brunelli, con un acento cálido, bajo y suplicante, le ruega:

—Por caridad, míreme en los ojos...

• • •

Cuando ella se va, le digo al pintor:

—Esa mujer está enamorada de ti.

—No, me contesta convencido.

—Eres tú la víctima?

—Tampoco. Cuando ella quiere, doy libertad a la bestia que, por otra parte, es una bestia civilizada, apta a no excederse, a andar con tiento, apropiada para una señorita en busca de marido y para un hombre un tanto viejo, con mujer e hijos...

Yo no debía hacer con esta muchacha lo que hago, ni ella tampoco debía permitirlo, ya que, aunque sea en teoría, nada ignora, y sabe bien cuál resorte vulgar me mueve a acariciarle los brazos, los senos o las piernas, a aspirarle el olor de su cabello y de su cuerpo, a estrecharle la mano con un sensualismo ingenuo y vicioso...

Y cuando no lo hago, ella, como impensadamente, se me aproxima, y su mano cauta busca la mía.

Tú comprenderás, yo no quería conformarme con eso: estando solos, intenté hablarla, insinuarme, y me contestó con una frialdad y una sorpresa tan perfectas que a mí que, sin ser un don Juan, conozco bastante a las mujeres, me dejó helado y desorientado.

—Táctica errada.

—Sí, será preciso no hablar, me dije. Y, sin palabras, otra vez la abracé e intenté besarla.

No he visto nunca gesto más duro y despectivo, mirada de mujer más ofendida que la suya en aquel momento.

Pensé: la he hecho gruesa...

Al otro día, en un rincón de mi estudio lleno de gente, se me abandonaba lánguidamente en los brazos y reclinaba en mi hombro su cabeza enigmática.

—Hombre, querría el privilegio de las iniciativas ...

—Es un ser refinado, artificialmente vicioso, con un maravilloso control de sus nervios y de sus instintos.

Mientras sus favores no exceden de la epidermis, cuando a ello la impulsa cualquier inclinación —simpatía, atracción sensual, admiración— se deja deslizar por el plano inclinado, pero con la mano en el freno automático; con todos los nervios, menos uno, desmayados de voluptuosidad, y ese único sobreviviente a la divina fuerza de la naturaleza no falla, o hasta ahora no ha fallado nunca.

Cuando la boca perfumada y florida del precipicio se abre bajo sus plantas, ella frena y detiene el galope loco de los potros del instinto.

—Admirable animalito!

—Ante sus ojos estuve más de una vez por enamorarme, pero cuando sus mismos ojos fríos e indiferentes me revelan su naturaleza ordenada como una máquina, tiemblo por sus víctimas.

Estas mujeres son quienes hacen inventar a los hombres fantásticas conquistas.

Cuando descubrimos un amigo con el brazo en la cintura de una mujer, creemos en la aventura, y él, en general, no la niega.

No tiene el valor de declarar que abrazaba la bestia, la bestia con bozal y cinturón de castidad.

Porque cuando una mujer ama y se deja amar con el alma y con el cuerpo, y cumple su humana misión, dignifica la bestia y pone el halo del espíritu a la carne. Si el alma permanece ausente de esa función material que es el amor, entonces la bestia no tiene salvación...

• • •

(Más tarde).

—La señora Hilda Laponi de Ferrari.

—Nos conocemos, tengo el honor...

• • •

_?

—Le sacó el bozal a la bestia: ahora hay editor responsable.

Y es mi amante, sonríe Brunelli.

Adolfo Montiel Ballesteros - Selección de cuentos
Biblioteca Artigas - Volumen 138
Colección de Clásicos Uruguayos - año 1970

Digitalizado por el editor de Letras-Uruguay

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