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La dote
Adolfo Montiel Ballesteros

Don Ángel Carotti sabía muy bien que al señor Montanaro no lo ahorcaban por un centenar de miles de liras más o menos, así que, cuando en los prolegómenos del negocio surgió el desacuerdo, optó por fingir desprendimiento y fue a golpearle la espalda al amigo:

—Eh, eh, es una vergüenza... por una pequeñez...

—Mi palabra es mi palabra.

—Nos arreglaremos... no hacerse mala sangre.

—Ni una lira más.


—Vaya, vaya, tacaño.. . Como si fuera tirar el dinero casar una hija.

—Es que...

—Nada. Mañana se festeja el arreglo con un paseíto en automóvil. Roberto les dirá esta noche a qué hora vendremos.

El señor Montanaro fue adentro a comunicarle a su esposa:

—El asunto está resuelto.

La señora le sopló a Melina:

—La cuestión se ha definido.

Y la interesada, entre sollozos, le hizo la confidencia a su sirvienta:

—Uy, uy, uy, soy una desgraciada.

En casa Carotti sucedía algo por el estilo, pero allá corrió la noticia entre sonrisas y satisfacciones.

Roberto, saludable, con sus treinta y cinco años y su corpachón paquidérmico, se congratulaba:

—La Montanarita y los trescientos cincuenta mil: dos buenos bocados!

Y hacía chasquear la lengua cual si saborease el doble exquisito manjar.

Esa noche, agotados los recursos de su elegancia, encosmeticado y perfumado, fue a visitar la "futura".

Luego de los cumplidos de práctica y el acuerdo de la hora para el paseo, que se realizaría a Acireale, la conversación náufraga sólo encontró salvación en los proyectos comestibles del otro día:

—Telefonearemos encargando una buena tallarinada y pollos...

—Y si comiéramos abajo?

—El vino es bueno!

Apasionó la discusión de los sabrosos temas, mientras la novia luchaba por disimular los bostezos.

Cuando se fue Roberto, los señores Montanaro abrieron la boca en sorprendida admiración ante el ruidoso y sentido suspiro de Melina.

—Oh, no estás conforme!?

—Cómo voy a estarlo!

—Y qué pretendes?... Tus padres intentan asegurarte el porvenir, te buscan un marido digno, un hombre serio, bueno, trabajador, en la flor de la edad...

—Por lo menos me hubieran consultado.

—Para que salieras con alguno de tus romanticismos.

—No es fino, no es distinguido, no es... y rompió a llorar, ahogada.

—Extraordinario!

—Sí, sí... somos una cosa... no tenemos alma... no tenemos sentimientos... y... y... ni siquiera ideas... eh?

—Ah! Exclamó el padre escandalizado:

Queremos hacer la señorita moderna? Bravo! Bravísimo!

Tu madre no se casó así? Tu hermana Victoria no se casó así? Carmelita no se casará así?

En mi tiempo no eran así las mujeres...

Señoritas modernas! Señoritas modernas!.. .

Los viejos ceremoniosos, la muchacha pálida y triste, el novio jubiloso, tan fresco y rozagante ya en la mañana, mostrando los dientes de bestia de presa, riendo en carcajadas agresivas.

Iban en el automóvil.

Roberto, con su apretón de manos, le había roto los dedos de muñeca a Melina.

Se dijo algo sobre la melancolía de la novia, y él la envolvió en una mirada de confianza:

—Cosa pasajera... Le susurró un secreto al suegro y al estallar en una carcajada exclamó:

—De eso me encargo yo!

Ella se ruborizaba mortificada.

Los "abuelos" reían con el novio...

El auto volaba junto a los huertos de limoneros y de olivos, entre los cuales aparecían las polvorientas casas viejas.

A la derecha, a través de los troncos giraba una límpida visión de mar, a momentos dilatada en grandiosidad estupenda.

A la izquierda el cuadro saltaba del suave idilio al tormento obsesor de la tragedia.

Quizá por el contraste de la cercanía resaltaba más la profunda serenidad marina y esta dantesca aguafuerte de pesadilla.

Había también allí un mar, un revuelto, encrespado mar pétreo.

Montañas abruptas, desordenadas crestas de lava, se cabalgaban, se esquivaban, se cortaban formando cavernas deformes y negras.

Y como para hacer más sombría la visión, los follajes se velaban en una bruma cenicienta, entre la cual se erizaban las espinosas palmetas de los higos de tuna, con su aspecto de flora primitiva.

El cielo, —en esa parte,— se manchaba de nubes opacas que a momentos se restregaban en el lomo nevado del Etna humeante.

La mirada dolorida huye del paisaje estéril, buscando el bálsamo del mar sedante que, en su calma, da idea de un mórbido terciopelo capaz de curar las heridas de la tierra martirizada.

Ya Aci Castello distrae el pensamiento con su caserío pintoresco y de alta explanada, al borde de la cual, sobre su plinto de basalto negro, apuñala el cielo impasible el legendario castillo guerrero.

Se reproduce después la visión y surge Acci Trezza con el ambiente patriarcal de sus pescadores fumando la pipa junto a las barquitas multicolores, componiendo las redes de la pesca, gritando vigorosas evocaciones de "I Malavoglia" que esculpiera Verga...

Carretera.

Montaña, tunas, limoneros, olivos...

Acireale.

Un retorcimiento de barroco.

Se presiente una paz burguesa y bien alimentada.

Iglesias, conventos, iglesias, y la cómica impasibilidad de los bustos de las celebridades lugareñas...

Entraron al Duomo, blanco, frío, como una tumba nueva.

Pasearon. Fueron a almorzar.

El aire marino había excitado el apetito.

Se comió bien, se bebió mejor.

Ante la obstinada melancolía de la muchacha, el novio agotaba reiteradas ofensivas.

Como iban a dar un último retoque al inconcluído asunto, estipulando el contrato matrimonial, don Ángel Carotti, con una percepción increíble, aconsejó a los jóvenes:

—Den ustedes una vueltita para hacer la digestión y espérennos en el Belvedere.

Melina hubiese llorado; estaba saturada de vulgaridad, de ordinariez.

Su alma sensible, su espíritu fino, sentíanse repugnados de la venta, de la comida, con algo de brutal, rindiéndole el novio más materialista, ofendiéndola con sus miradas sensuales y sus frases procaces.

Cuán otra cosa había soñado en sus largas horas del convento!

Con tanta ingenua ilusión había puesto alas a su fantasía!

Para esto!

Qué ansias tenía de gritar, de protestar su rebelión contra aquel enano sentido de sus semejantes, reduciendo a tan mísera cosa la majestad espiritual del Amor!

El la tomó del brazo, y ella se erizó de horror. Resultaba más delicada, más sutil, junto al enorme Roberto.

Llegaron al jardín cercano.

Con la primavera iniciada, los árboles frondosos que en el camino central tejen una fresca bóveda, daban ideas de cariciosos y acogedores.

Callados, iban bajo el follaje.

Ella con su sorda animadversión; él, impermeable a cualquier fineza, seguro de sí, satisfecho.

Al fondo, como una decoración fantástica, se abría la comba del cielo y el mar, azules, con un ritmo de mística primitiva en la rósea y plateada silueta de las Calabrias, esfumadas en la lejanía.

Una simplicidad grandiosa, serenidad divina, éxtasis de la Naturaleza.

Ahora no le hacía mal el brazo dominador y caliente del hombre que tenía al lado.

Sus mismas frases, como si se tamizaran en las gasas del aire, no sonaban tan ásperas ni eran tan bastas.

Influía sobre él aquel azul?

Influía sobre ella?

Cuando llegaron a la balaustrada surgió a sus ojos el paisaje pintoresco, la costa violeta oscura del mar, los limoneros aun cargados de frutos claros, la gracia de los senderos serpenteantes, los follajes tiernos, las casitas blancas, amarillas, rosadas de Santa María della Scala.

Ella recordó, observó el paisaje: el maravilloso color, la trágica oleada de lava negra... En el conjunto descubrió un pensamiento, una inefable sensación de belleza y resolvió:

—Yo soy el mar, el cielo; él la tierra ruda y oscura.

Y lo miró con una ternura femenina de la cual no parecía capaz.

Era bello, fuerte, sano!

Por qué le habré tenido antipatía; odio, casi?

El... otro desconocido... será lo mismo...

El sonreía, mientras ella era agitada por su problema.

Alto, bien plantado:

—Un hermoso hombre!

Fuerzas primordiales, vagos sueños, hasta tiernas ideas de bebés rosados, de niños rubios, la asaltaron ...

Lo miró en los ojos.

El fuerte se turbó, en contraste con la femenina fragilidad tan serena en su amorosa sumisión.

Temblorosa, sintió la mano masculina en su cintura.

El prometía:

—Te haré muy feliz, mi chiquita...

Ya, en la insignificancia de aquellas frases, ella lo era.

Caminaron, callados.

Cuando estuvieron tras un macizo de follaje, él le tomó la cabeza y la besó en la boca.

Después volvieron a contemplar el espectáculo del cielo, del mar, del paisaje. Conversaban como amigos.

Dos gritos simultáneos los reclamaron: —Melina! —Roberto!

Los viejos, congestionados, venían delante; las señoras, alteradas, guardando distancia, los seguían. —Vamos. —Vamos.

No se habían podido arreglar.

Adolfo Montiel Ballesteros - Selección de cuentos
Biblioteca Artigas - Volumen 138
Colección de Clásicos Uruguayos - año 1970

Digitalizado por el editor de Letras-Uruguay

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