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La carreta
Adolfo Montiel Ballesteros

¡Hooop, boy!. . . hoop!

No tuvo necesidad de más el viejo Severo para que los bueyes dóciles cesaran su paso cansino, enmudeciendo como por encanto el rechinar agudo de los ejes y no restando del movimiento anterior otra seña que un crujir de maderas, claramente percibido en el ancho silencio de la mañana.

Desde las tres de la madrugada se quejaban los ejes y a cada barquinazo, provocado por las piedras, por las zanjas del camino, resonaba la vieja carreta. Y desde aquella hora, nuestro hombre, en su rutinaria costumbre, gritaba, incitando a las bestias:

—Picazo! Sargento! Blanquito!. . . Capincho, güey! Y la picana larga y cimbreante vibraba amenazadora y más que pincharlos los tocaba, acariciándoles el lomo.

Cuando por el sol, asaz caliente, cesó la marcha, serían las nueve. Se había hecho una buena jornada, y se necesitaba, ya que debían llegar al otro día al Salto con la carga de lana, una de las últimas, cuyo volumen hacía venir tan incómodamente a su familia, indispensable acompañante de sus viajes.

No bien detenido el vehículo, salta de sobre las hinchadas bolsas sucias, hediondas a grasa ovina, el indiecito hijo del carrero.

—Desuño? tata.

—Vos desensillame el "Por si pega". 

Así se llamaba el caballo. Su estampa disimulaba sus méritos... La frase: no facilites animal de poca figura, era como creada para el "Por si pega". El nombrecito le venía de una "agachada" de Severo en unas carreras, en que, al correrse una penca de mancarrones en la cual tomaba parte el suyo, amenazó con socarronería:

—Cuidao, eh! Cuidao con éste por si pega! Y el matungo ganó la carrera entre las risas del paisanaje.

—Cola y luz, al "Por si pega"...

—Al "Por si pega", toda la vida! Y desde entonces quedó bautizado.

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Bajan también de la carreta la mujer de Severo y su hija Sista, que integran la trashumante familia.

La china ayuda a desatar los bueyes, aflojando en vueltas y vueltas los largos y sobados maneadores de cuero, mientras la chiquilina suelta el tiento que aseguraba el "muchacho", poste que en la parte trasera del carromato mantiene su equilibrio.

Después, del cajón de abajo de aquél, saca la gurisa los trebejos del mate y de hacer la comida y unos trozos de leña; tras la búsqueda de charamuscas y de unas piedras para sostener la caldera, —con las rodillas en tierra,— enciende el fuego y sopla, sopla, hasta que un humo blanco azulado se levanta espeso, incierto, lento.

Al "Por si pega" lo han dejado suelto; para "a mano" el matungo.

Los bueyes, cansados, dan unos pasos curioseando con los grandes ojos cándidos y vagos; uno se rasca contra un palo del alambrado, otro no se mueve, rumiando; los de más allá comienzan a ramonear la gramilla que por debajo de los alambres del cerco avanza, suavizando la reseca tierra del callejón.

La familia, en cuclillas, rodea el improvisado fogón.

Se empieza el mate, apenas precedido de algunas frases:

No vayas a quemar la yerba, muchacha.

Y un grito al hijo, quien, con la picana, anda a golpes con las lagartijas veloces, que en sus carreras vertiginosas rayan una fugaz línea verde al huir en busca de sus cuevas, de una rendija donde guarecerse . . .

Vení p'acá, gurí! and'á romperme la picana, mal domao!

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Lleva Severo como veinticinco años de aquella vida dura e inalterable. Ha hecho miles de leguas transportando mercaderías de los pueblos, devolviéndoles esto en frutos, en grano, en carbón, en leña. Le son comunes los caminos de Tacuarembó, de Rivera, del Salto. Todos están sembrados de sus recuerdos; y su mujer, compañera de sus andanzas, que apenas lo dejó una vez al nacer el gurí, asiente a lo que pudiera llamarse sus esquemas de evocación cuando, en sus marchas, el divisar un arroyo, una casa, el encontrar un pasajero, reviven en el hombre escenas del pasado:

—Ahí, en Quiebra Yugos, sacamos la diligencia de Carballo, te acordá0s?

—Llevaba la muda 'e tordillos.. .

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—La estancia 'e don Chico Machado. Cuando se casó la hija, le trujimos los muebles.. .

—Aquí peludiamos en el 900, ante 'e la guerra, 'e la última.. . Hizo un invierno fiero.

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Ahora al paisano lo están trabajando preocupantes ideas. Los tiempos que corren son malos. Las cargas escasean porque los estancieros, con carros tirados con mulas o caballos, hacen los viajes con mayor rapidez .. . Hasta ha oído mentar los "automóviles grandes" que van a efectuar los recorridos en horas.

Sentencia:

—D'esta hecha, nos van-hacer comer gambetas, o

"como en la Fonda 'e la Vitoria 
raíces te mandó memoria..."

Van sus ojos a la carreta, que hace tantos años hiciera pintar de verde, poniéndole, con letras muy dibujadas, un cariñoso nombre: "LA ORIENTALA".

El pintor le había dicho que se escribía Oriental, pero él se le rió:

—Así lo escrebirán ustedes en el pueblo.. .
[
Y ahora, así, con novedades siempre, le seguían llevando la contra a la gente campera.

Miraba la carretera en construcción, rosada, limpia y pareja como una cancha de correr carreras, con los mojones de piedra pulidos, amarillentos, terminados en cúspide...

Ahí, en ese camino tan liso, tan lindo, comenzaban las armas del enemigo.

—Ta muy bien arreglar el callejón, ponerle calzada a los pasos, empedrar las zanjas, pero, pa qué?. . . Dejuro que no es pa la carreta: pu-ahi se van a venir los carros rápidos, los automóviles, los que nos van a quitar el puchero.

Recordaba que un día, viniendo por el camino de Cañas, después de entrar en un terraplén, los de la cuadrilla se pusieron a gritarle y el gringo capataz se vino corriendo a decirle que el peso de la carreta echaba a perder el trabajo recién hecho.

El detuvo la marcha y le preguntó:

—Y aura, pa qué lo hacen?.. . Pucha! ... no quedrán que uno vaya po-el aire!

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A la distancia, con el ruido característico de los gritos del mayoral y el tintinear del cencerro, se aproximaba una diligencia. Severo concretó en una frase sus ideas:

—Otros. Estos, como yo, tamién van a ir a descular hormigas... Va linda la cosa!
Pasó la diligencia, después un carruaje, gente a caballo.. .

Comieron, durmieron la siesta. Tomaron mate otra vez y al caer la tarde uncieron los bueyes e iniciaron otra etapa.

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De pronto el ambiente tomó esa semi-luz extraña del sol nublado, bajo la cual las cosas adquieren una especie de morbidez.

Una quietud, una calma pesada aplastaba todo; luego, mientras el cielo encapotado se volvía gris violeta sombrío, empezó a soplar un viento bajo y tibio que agitaba los pastizales y traía rotos los gritos de los teruteros escandalosos, que presentían la tormenta.

Arreció el viento, trayendo humedades de lluvias lejanas, olor sensual y denso de tierra y hierbas mojadas.

Con los aletazos ciegos del ventarrón, se levantaban, espantadas, grandes nubes de polvo.

Retumbaban los truenos sordamente, igual al disparar de una tropa asustada, en la noche.

El cielo, ya negro, era acuchillado por el huidizo zigzagueo de los relámpagos.

Los observó Severo:

—Quebraos de arriba pa bajo: agua segura... Parece que se cai el mundo!

—Vamos a parar?, indagó la mujer.

—No, mientras esté duro el camino se sigue.. . Alcanzame el poncho.

Taparon bien las bolsas de lana.

Ya las primeras gotas gruesas, que ni bien caían las devoraba la tierra sedienta, tamborileaban sobre el zinc del techo convexo del vehículo.

Antes de una hora de andar hubieron de cesar la marcha.

En la sombra de la noche ya entrada, bajo la lluvia copiosa, dieron nuevamente libertad a los bueyes, pero esta vez no total, pues los animales, castigados por el agua, podían sentirse tentados de huirle.

Continuó el diluvio. El callejón se hizo todo un matete, un barrial líquido y pegajoso, simulando un negro río donde se chapoteaba pesadamente.

Entraba el otoño, y era muy fácil que aquella cinta de fango no secase en muchos días.

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El paisano viejo llegó muy retardado al destino y hubo de oír rezongos y maldiciones a sus bueyes, al tiempo y al gobierno, que nunca terminaba de arreglar los caminos.

—Ya sabemos pa qué, criticó el carrero.

El otro creyó que hacía alusiones políticas, y sonrió.

************

Por primera vez volvía a sus pagos de Carumbé, sin carga.

Pese a sus suposiciones el camino había mejorado: las cuadrillas hicieron desagües y arreglaron los sitios más feos. Sin embargo, era preciso ser baqueano para evitar celados peligros de pozos y baches.

De nuevo lo alcanzaba la diligencia, la amiga de sus buenos tiempos. El mayoral era un antiguo conocido.
—Oh, Severo, cómo es eso, vas de vacío?
—Así es, don Rosas, no había carga.
—No había? o no te han querido dar esos hijos de la que los lambió.

—Por qué?

—Es una güeña noticia: han hecho todos una sociedá; ponen los fletes y los pasajes tiraos.. . Mañana salen del Salto los camiones, los que te van a hacer competencia a vos.. . prontito no más te van a alcanzar.
—Ah, sí!


Efectivamente, al otro día, temprano, cuando él enfrentaba a una tapera en Talas, sintió el resollar poderoso de la máquina.

—No partirse po-el medio!

Siguió, despacio, picaneando sus bueyes; el auto se comía el camino, y hacía vibrar, alegre, su bocina. El lo miró: era el de carga.

—Pa estos arreglan los callejones!

Lo cegó un interior rebullir de indignación. Ese odio innato a lo nuevo, que se va haciendo agrio y áspero en los viejos amargados por su mala suerte, le sugería malas ideas.. .

—Trabaje el pobre pa esto.. .

La rabia se le transformaba en amenaza:

—Ahí no más te v-i-hacer saltar, ajo! 

Ya llegaba el camión.

Severo miró la carreta que sólo traía a su familia...

El pensamiento de la realidad le hizo perder todo escrúpulo; cuando el automóvil lo iba a enfrentar le hundió la picana a uno de los bueyes, haciéndolo girar rápidamente hacia la pesada máquina:

—Vira, Sargento, güey!

Se retorció el pobre animal y la carreta, rechinando se fue sobre el auto. El chauffeur adivinó el peligro: dueño de sí, sonriente, se cargó sobre el volante, feliz de poder evitar el choque, gracias a su habilidad y a su sangre fría... Pero él ignoraba la emboscada de un pozo traidor, que entraba en la cuenta de Severo.

Una de las ruedas delanteras de la máquina se hundió entre el barro, y las otras patinaron, giraron en locos remolinos desesperados levantando chorros de lodo en impecables parábolas.

Se inclinó más el vehículo; el motor cesó de funcionar.

En el pescante del camión venían tres hombres; uno bajó de un salto a mirar; los otros, al descender, cambiaban pareceres:

—Vea qué desgracia.. .

—No lo habrá hecho adrede?, ese bárbaro.

—Quien sabe.. .

—Tóquele la bocina, que pare, que venga a ayudar .. . Hay que pedirle que traiga los bueyes.

Sonó la bocina, gritaron los hombres y como si nada: Severo continuaba tranquilamente, moviendo la picana al ritmo de la marcha.

No había sacado distancia como para no oír y con esa conclusión uno de los individuos gritó enfadado:

—Carrerooo!. . . Carrerooo! párese, le digo!

Entonces él miró para atrás y retrucó, también amoscado:

—Mande a sus hijos, compañero. Ya, por el callejón, venía corriendo uno de los tipos:

—Por qué no para!? No siente, usted?.. . No ha visto que por su culpa ha sucedido el accidente!

La carreta continuaba, azuzados los bueyes por el muchacho, y Severo, deteniendo su "Por si pega", afirmada la picana en el suelo, como una lanza, dejó acercarse a su contrincante, quien, a medida que se aproximaba gritando, más se enardecía:

—Usted se debía haber ofrecido sin necesidad que se lo pidieran; no vio lo que pasó?. . . Nosotros lo llamamos y se hace el zonzo!

—No sentí, amigo.

—Qué no va a sentir!. . . Ahora va a ir con una yunta de bueyes a ayudarnos.

—No, compañero, le dice el paisano con una fría sonrisa:

—Mis güeyes no sirven pa eso.

—Entonces usted tiene delito, gaucho bandido! Ha atravesado de gusto su carreta cascarrienta en el camino! Canalla!

—Epa, desbocao, a ver lo que dice!

—Qué no le voy a decir, amenaza el otro, y echa mano al revólver; el carrero empuña la picana.

Con la sola intención de intimidar al paisano, el del arma le apunta, pero el indio, más listo, temeroso de que lo "madrugue", le hace saltar el revólver al aplicarle un terrible picanazo. Aunque el clavo de la picana es pequeño, el golpe ha sido de consecuencias dolorosísimas porque el herido cae al suelo semi desmayado.

La escena se desarrolla fulmínea. Cuando los compañeros del caído se dieron cuenta del combate, corrieron increpando a Severo y descargándole sus revólveres.

El carrero da vuelta el caballo y se aleja impasible.

Esa misma tarde lo alcanza la policía a la que los del camión dieron cuenta del hecho, luego de inflarlo convenientemente.

El gaucho bandido había provocado la caída del automóvil, el cual aun estaba en el camino con una rueda rota, y a la demanda de socorro había respondido insolentándose e hiriendo a uno de ellos.

************

Detuvieron al paisano y lo envolvieron en la complicadísima malla de la justicia, de la cual se pudo desenredar después de un año, cuando se gastaron los pesos conseguidos por su mujer al vender la carreta casi inservible y los bueyes, que las apremiantes necesidades del preso y de ellos la obligaron a sacrificar.

La hija, en edad, había hecho rancho por ahí. El gurí, de peón de carrero, seguía el oficio del padre. Y la patrona, la pobre china, estaba "pa lo que saliese", en el almacén de Cianelli, en Carumbé, donde había vendido el destartalado vehículo.

De favor, lo traían ahora en la diligencia.

Con la libertad no había recuperado la alegría. El indio melancólico se oscurecía en cavilaciones; sentía como si algo se le atravesara en la garganta. . .

Cuando haciendo sonar su bocina chillona y levantando nubes amarillentas de polvo cruzó un camión, el mayoral le dijo:

—Vos siquiera se la hiciste lindo.. .

El paisano recuerda sus meses de cárcel, su familia, piensa en el futuro.. . y contesta con ese torcer de cabeza y ese abrir de ojos tan expresivo donde están trenzados en duda terrible un sí y un no.

Viene cansado ya que ayuda en las postas a desprender y a atar los caballos, haciéndose servicial para ganar aquel pedazo de dura tabla en que va hacia su recuerdo.

Van entre los cerros pedregosos de Arerungué. Las colinas de un gris rojizo, ferruginoso, dan una sensación de sed angustiosa. Por allá abajo la visión se suaviza entre las praderas verdes, donde ondula la línea azul del monte. Por las laderas de las cuchillas suben y bajan, como largas víboras ocre-violeta, los cercos de piedra mora.

Ahora se ven, a lo lejos, los frondosos ombúes del almacén.

Llegan al destino. Él aun quiere ayudar. El mayoral lo aparta:

—No, deja, deja; ahí viene tu patrona. Ella viene llevándose el delantal a los ojos. 
Al abrazarlo:

—Cómo lo habrás pasao!

Han rodeado las casas de piedra. Pregunta por los hijos:

—Están güenos: Sista vive ahí no más.. . El gurí, —hecho un mozo,— llega mañana de Tambores. . . Lo que son las cosas: en la carreta d'él tiene los güeyes nuestros.

Es fama que los hombres que tienen sangre indígena son muy duros para llorar, sin embargo, hay una sordina de sollozo en la voz del indio cuando pronuncia:

—Blanquito.. . Picazo. . . Sargento. . . Capincho...

¡Cómo iba a olvidarlos!

Tras unos pasos sus ojos descubrieron la carreta vieja: en el suelo, sin las ruedas, descascarándose su pintura verde, donde mal se podía leer "LA ORIENTALA", como él mandara poner...

En la ventanilla de adelante cantaba, prosopopéyico, un gallito joven; dentro cacareaba una gallina. . .

—La carreta nuestra, Severo!

El intenta sonreír y hace una mueca dolorosa. Se detiene rígido como si tuviese las piernas ligadas.

Ahí están un tiempo en un indescriptible silencio trágico.

Cuando la paisana, ahogada de emoción, tartamudea un ruego, que tiene algo de entraña maternal, el criollo vencido, en un impulso irresistible, se ha quitado el sombrero y le grita a la mujer, temblorosa:

—Dejemé, le digo!

Adolfo Montiel Ballesteros - Selección de cuentos
Biblioteca Artigas
Colección de Clásicos Uruguayos - año 1970

Digitalizado por el editor de Letras-Uruguay

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