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El buen mozo diablo
Adolfo Montiel Ballesteros

El dependiente nuevo del almacén de Benedito era barbero y guitarrista; su patrón y medio pariente le sacaba jugo a todas sus habilidades en su afiebrado apuro de hacer dinero.

Los domingos se organizaba una peluquería al aire libre y la mano blanca del mozo pueblero que echaba abajo marañas de melenas, tusaba ásperas cerdas o destroncaba barbas duras, sabía después correr acariciante sobre las cuerdas de la guitarra que le respondía con sus seis armoniosas voces sonoras.

El barberito cantaba también, y lindo.

Mozo despierto y vivaracho sabía modular un estilo, entonar una décima épica, dormirse en una vidalita, y cuando el auditorio se componía sólo de hombres cantaba en extranjero arrevesado, con voces de ventrílocuo, diálogos picarescos, donde cargaba la mano para ser festejado con un estruendo de carcajadas por el auditorio jubiloso.

Cantaba imitando hasta a don Benedito en aquellos cómicos falsetes en que chapurreaba la castilla.


Los gauchos coreaban las gracias y lo hacían beber rebosantes vasos de caña, insistiendo:

—Tomi-algo, amigo... Yo le quiero pagar... Si no aceta, mi ofende!

Pronto se volvió el Benjamín del pago. Fue invitado de las estancias y no quedó casa o rancho donde no se hiciera sentir.

En lo de Argüeyo lo tuvieron diariamente.

Y él, allí, donde había tres muchachas, iba con gusto.

Don Demetrio, el dueño de casa, era muy criollo, muy amigo de la guitarra y de los cantos, pero mosqueaba un poco porque Marcelina, la más gurisa de las muchachas, no terminaba nunca de despedirse del gringuito barbero.

—Y las otras, Julia y Fausta, andan siempre tristonas, cuestionando con la más borrega...

Después las cosas cambiaron.

Marcela se encerraba, se ponía uña y carne con Fausta, y Julia, emperifollada, alegre, no acababa sus canciones y tarareos mientras acentuaba su diligencia en los quehaceres domésticos.

El viejo Argüeyo observaba:

—Estas son diabluras del gringuito: mi anda alborotando las chiquilinas.

Continuaba llamándolas con el tierno diminutivo aunque la más chica ya había entrado en los diez y siete y la mayor superase los veintidós.

—. . . ¡Pero, —seguía el paisano el hilo de su discurso,— que no se refale!.. .

El sentenciado hacía rato se había "refalau" y con "cáida".

Noviaba con las tres.

Y con su pasta de bonhomía, su don simpático, su afabilidad, se había cautivado hasta la amistad de los perros.

—Perdido, Vigilante, Singüeso!

Qué! No precisaba ni nombrarlos; con sólo castañetear los dedos ya andaban los canes arrastrándose, saltándole, haciéndole exageradas fiestas.

Esto explicaba la facilidad con la cual se venía de noche a contarle sus penas "de más cerquita", como le había prometido a Marcelina...

Y vaya si se arrimaba!

Se sucedió otro acto de la comedia.

Ahora era Julia quien lo iba a buscar.

Entonces Argüeyo, olfateando algo, queriéndole sonsacar de mentira a verdad a su cielo, a quien veía tan "caidita", le indagaba zorruno, alargando insinuante las frases:

—¿Qué tiene la-hija?... ¿qué li ha pasauo?... Vamu a ver... cuentelé a su tata viejo... ¿Li han hecho un engaña pichanga comu a los gurise?... Cuentelé a su tata, pues, q el v-arreglar todo...

.. .No consiguiendo sino que la muchacha escapara llorando.

Pasaba de una a otra la alegría, cual si el amor necesitase hundir sus garras de presa destrozando dos almas para que una tercera fuese feliz, y en la vida opaca de la estanzuela florecía un sueño, mientras hervían recelos, rabias, odios comprimidos.

La casa otrora tranquila se volvía un infierno y los mismos momentos dulces en que la madre enferma, eternamente sentada en un sillón de ruedas,— las muchachas, el padre y algún amigo, rodeaban al picaflor que cantaba, eran amargados de aprensiones o de tristezas.

El era refinadamente artista en su hipocresía de hombre que juega con muchas cartas y si bien las novias estaban a punto de venderse cada vez que la alusión de un verso encendía la esperanza de la preferida del momento, se dominaban las desilusionadas porque el amor siempre tiene una última promesa...

A veces alguna se levantaba inopinadamente e iba a esconder sus lágrimas.

Pero a momentos olvidaban penas y dolores porque la música y la voz mentirosa los alzaba a un plano de un goce superior al de todas sus miserias.

El estilo del desterrado, el compuesto de amor del triste que recuerda el pasado bien, arrancaban emocionados suspiros unánimes, dando al cantor un prestigio sobrenatural de creador de poesía y de sentimiento.

Entonces todos lo amaban.

Hasta el viejo desconfiado, que solucionaba la angustia de su tormento reprochándose:

—Yo me debo estar volviendo medio cegatón hasta pu adentro. No compriendo nada, ni al gringuito azucarau ni a mi gente.

El mozo ignoraba quizá que de su figura arrogante y fuerte, de la regordeta mano blanca temblando sobre las cuerdas de la vihuela, de sus ondeados cabellos que caían sobre la frente amplia cuando acentuaba con la cabeza y todo el cuerpo que se encorvaba un ritmo profundo, emanaba una seducción, donde la poesía, rústica y honda, —tal para aquellas almas,— ejercía un preponderante celestinaje.

Don Demetrio Argüeyo, más fácil, como es lógico suponer, a independizarse del sortilegio, se devanaba los sesos en deducciones, proyectos y planos...

Dado que del interrogar a sus hijas no sacaba algún resultado, y pese a que el procedimiento le repugnaba, se decidió a espiar.

—Hijuna gran!... Si habían sido bandidos!

No habían enseñado a su perro de mayor confianza, al Singüeso, a hacer de chasque? No lo había descubierto él una siesta, con una esquela en la boca trotando para el boliche?

—Singüeso! Singüeso!

No quería venir el perro bandido.

—Es alarife com'un cristiano, no pudo él menos que elogiarlo.

El can ágil y elegante con algo de danés y de galgo, corto el pelo lustroso y amarillo hasta parecer pintado y barnizado, estaba como en expectativa mirando al patrón viejo con sus ojos claros y limpios.

El amo enristró el arreador.

—Venga, ajo!, lo mando.

El Singüeso se tiró al suelo, se arrastró y él tuvo que cruzarlo de revés y derecha, con dos azotes de romperle las costillas, para que el mensajero dejara caer la misiva y huyese aullando, doblándose de dolor, con el rabo entre las piernas.

—Alcagüete, ganchero!... Sabés lo qui hacés y sabés qui hacés mal, sí!

Argüeyo alzó el papelito y al tranco de su caballo, que, sin él notarlo, giró sobre sí mismo volviendo hacia las casas, trató de descifrar su contenido.

¡Qué diablos! no entendía nada.

Sabía formar su nombre, escribir números y algunas palabras con grandes letras de imprenta de las cuales siempre se había de comer alguna. Conocía los números, las cifras, pero no pasaba de ahí.

—Q. .. Q.. . debe decir: querido.. . dejuro... Sí, y es pal gringuito barbero. No precisa mucho cacume pa colegirlo.

Más que leer la J de Julia la presintió, por la manera de ésta, pizpireta y alegre a la hora del almuerzo.

No había duda.

Cuando alzó la cabeza estaba bajo la sombra de sus ombúes.

Miró.

Tenía enfrente a la muchacha, con cara de asustada, esperando quién sabe qué catástrofe, habiendo visto el retorno imprevisto y lamentable de su emisario, el Singüeso.

El padre, cual si quisiera cerciorarse de una verdad por demás evidente, la llamó en voz alta por el nombre:

—Julia!

—Señor...

—Arrimesé, pues; agarre su carta.

Su mirada dura no pudo menos que volverse tierna como su acento:

—Digamé, m'hija, es usté, no... la qui anda noviando con el barberito?

La interrogada bajó los ojos.

El le previno ambiguamente:

—Tenga cuidau, eh...

De un tirón de las riendas dio vuelta su pingo y salió al galope en dirección al boliche, que ahí cerquita lindaba con su campo.

Llegó como un rayo al almacén, desmontó ágil y alzándose sobre los hombros el poncho, quebrándose sobre la frente el ala del chambergo, entró.

Entró sin quitarse el revólver y el cuchillo en la habitual costumbre de los paisanos al llegar a un comercio y, sin saludar, lo que sorprendió sobremanera, invitó:

—Vamu a ver, mocito, don Fidel salga p'ajuera que lo tengo qui hablar!

Una sensación de pasmo corrió por la concurrencia.

A Benedito se le trabó la lengua:

—Ma... ma... ma...

Al dependiente debe haberle vivoreado, como una centella, un calambre frío por las pantorrillas; se quedó blanco, cual si se hubiese vaciado de sangre, revolvió los ojos limosneando una frase, un aliento, un consejo y de miedo de parecer asustado, levantó el ala móvil del mostrador, intentó hablar —sin éxito— y salió, automático, siguiendo al paisano.

La clientela ya reaccionaba.

Benedito, las lágrimas en los ojos, en las palabras, con su vocecita aflautada, completó la frase que no quería decir "mama" como lo echaba en cara un gaucho.

—Ma.. . qué sucede?.. .

Y luego suplicó, ansioso:

—No los dequen solo!

Alguien iba a ir hacia afuera.

Un indio grandote cerró con su corpachón la puerta:

—Loj-hombre si arreglan entr'ello.. . Argüeyo no le v'a pegar di atrás.

....................

Discutieron.

Fidel está desarmau.

Ya salían.

Se previnieron inútilmente.

El gringuito barbero volvía moviendo la cabeza en un gesto de quien recién termina de tragar una cosa que se le había atravesado en el garguero.

Argüeyo le había echado en cara, tajeante:

—Ya sé qui anda noviando con m'hija Julia.. . ¡Asina no si hace, sabe! Ella tiene padre.. . ¡Hay que ser más derecho!

Y le previno como en una amenaza:

—Tenga cuidau, eh!

Se explicaba que, tras tan lacónico diálogo, los pacificadores no tuvieran tiempo ni de asistir a su desarrollo.

Argüeyo, pasada la calentura, volvió adentro e invitó a una partida de casín.

La atención del juego alejó el incidente.

Las chuscadas y dicharachos rodaban y rebotaban como las bolas de marfil y el "chiquilín" amarillo que a momentos barría la "leña" o se iban "pa su cueva", como el peludo, entre el comentario jaranero de la paisanada.

Benedito, apuntaba y, como juzgando un golpe, entraba a tallar:

—Ma. .. ma.

El gaucho socarrón le repetía su judiada:

—Mama!.. . Ahi no-más el italiano salió llamando a la mama.. .

... Hasta el punto que el comerciante debió protestar:

—Ma. . . quiere decarse de coder!

Corría el tiempo y el gaucho, tranquilizado, dejaba, como él decía, "madurar los eventos".

Los amores con Julia solucionarían todas las cuestiones, hasta aquel sordo descontento que minaba su casa.

Pero el mocito venía, cantaba, reía, se iba y no se resolvía a nada. No pedía la muchacha, respetando la tradición del novio oficial que hace sus visitas, trae el anillo de compromiso y fija un plazo, aunque sea largo, para realizar el casorio.

El criollo, contando seguro con la natural finalidad de las relaciones, hacía la vista gorda con alguna tardanza en las visitas del barbero y con las interminables despedidas.

Pero, amigo, o él había visto mal, —estaría mismo medio cegatón?— o era Marcelina la que estaba prendida, como saguaipé al queso, con el dependiente.

Otra vez, ahora no se engañaba, lo encontró de mano dada con Fausta.

—Canejo! v-i-a tener que pegarle otro sofrenón!

Las muchachas se hacían una guerra cruel y terrible, queriendo arrebatarse la "simpatía" que se había transformado de novio en amante colectivo.

El las satisfacía, las conformaba, atenuando los celos, fingiendo enojos, repitiendo promesas, dulces engaños.

Con su exuberancia juvenil y meridional repartía pródigamente besos y caricias y se explicaba que anduviese "chupau" como un alguacil.

Como un hueso entre perros hambrientos, ellas se lo disputaban.

Y las dentelladas, los tarascones eran aquellos "choques", chismes y "desageraciones" que se acumulaban, cambiándose continuamente las alianzas que complotaban contra la favorita.

A ésta, a aquélla, le daba por ir a lavar sola, mientras las otras le sacaban lonjas.

A veces no podían evitarse las palabras, los gritos, los lloros.

Y aquel mar turbio de ansias y pasiones se revolvía a los pies del padre inquieto e iba a sacudir y atormentar a la vieja madre inválida.


 

—Es el demonio en casa! lamentaba Argüeyo, yo

no sé que v-i-a tener qui hacer...

Fidelito mimado, adorado, cultivaba sus caprichos y cuando la frescura de Marcelina, o la pasividad cariciosa de la indolente Julia lo hastiaban, buscaba el fuego y la nerviosidad de Fausta, llama viva con sus ojos negros, su boca encendida y sus cabellos crespos, donde él quemaba el exceso de su vitalidad.

Si lo hubieran dejado hablar, —y era tan ladino que se hubiese desempeñado como un "dotor"—, él hubiese justificado aquella triple actividad, cuyo mérito esencial era el de hacer frente, y saliendo airoso, aunque medio aplastado,— a las tres dulces enemigas.

Pero aquello había de tener su fin.

Casi simultáneamente a una misteriosa enfermedad de Julia, que andaba haciendo viajes al rancho de una médica del pago, empezó a notarse la pesadez de Marcelina, que se descomponía del estómago, perdía el apetito y, dato infalible, se le empezó a llenar la cara de "paños".

La muchacha se confió con la madre y ésta buscaba la coyuntura de enterar a su marido cuando, en una angarilla improvisada, una extraña procesión de paisanos trajo a Julia inerte, desangrada, víctima de los torpes manejos de la curandera.

Argüeyo conoció la novedad de su muchacha menor aún anonadado por la pérdida de su otra hija. (Y gracias que Fausta debía ser machorra!). Amarillo, de repente atordillado, cual si las canas que temerían ser manchadas no hubieran podido esperar más y lo hubiesen atropellado de golpe; más aviejado en la sombra de sus ropas de luto, de las zapatillas a la camisa, oyó la confidencia de su patron lisiada y, después de sorprenderse:

—Ah!... yo había desconfiau.. . pero no quería, no podía crer!

.. . prometió solemnemente: —Ahura v-i-a dentrar yo... V-i-arreglar todo y prontito, eh!. .. El hombre debe ser hombre... Yo tamién juí mozo, hice mis diabluras, pero todo tiene su fin... '

Este se ha encarnizau a embromarnos, pero le va salir la torta un pan.

Y se fue al patio, a pensar, pues ahora no era el caso de montar a caballo e ir a media rienda al almacén a dejar todo en nada.

El Singüeso se le arrimó moviendo la cola y él, rabioso, le dio un puntapié acompañado de una frase despectiva:

—Juera m!...

El perro se quejó y, porque por allá adentro sintió el lloro de las mujeres, las empezó a acompañar con sus aullidos lamentables, dando el tono del triste concierto a los otros canes.

Cavilaba Argueyo.

¿Iría a hablarle a Benedito? Se podría contener si lo agarraba solo al Fidel, al buen mozo diablo?

Ahora sí se tenía desconfianza y no quería hacer una barbaridad.

—Pa eso siempre hay tiempo.

Cual si hiciera un resumen del pasado se acordaba de las tardes en que el guitarrero hacía galas de sus habilidades, de los "rendivuses" de las muchachas, del día de la esquela del Singüeso, de la finadita asustada y del naco del sinvergüenza cuando lo sacó para afuera en el boliche:

—Sé qui anda noviando con m'hija Julia... Tenga cuidau, eh!

—Perdulario!... Le hubiese encajau un mangazo nel medio 'e las aspas, derecho viejo.

No iba a ir otra vez así:

—Sé qui anda noviando con m'hija Marcela...

Ahora...

—Marcelina! —reclamó de pronto— venga p'acá!

Pálida, desencajada, se le acercó la paisanita.

—Tata... y temblaban las lágrimas entre las dos sílabas de la expresión familiar y cariñosa.

El se enterneció:

—Pobrecita, m'hija... Yo sé qui ust'es güeña... Digamé, él, el mocito, viene de noche?

—Hable, m'hija, hable q'es pa su bien... digalé a su tata que tiene qui aclarar todo.. . Qué le v-i-hacer a usté?!... Viene el hombre?

—Sí, señor... venía...

—Y ahura?

—No sé, mi había dicho 'e venir...

—Es muy ladino, eh? ...

—Pero, tata!... preveía ella los peligros que pudieran amenazarlo.

—No tenga miedo, m'hijita. Todo v'a salir como con la mano.

—Si usté quiere, yo m'encargo.. .

—No! Usté no es ninguna güerfanita, ni abandonada nel callejón que no tenga quien le saque la cara!

—Pero, tata, usté se puede cegar.

—Pierda cuidau, que yo v-i-a ver bien, como los gato, hasta en la escuridá.

—Dejeló pa mañana, si le parece.

—Pa mañana se deja pa cruzar los arroyos crecidos ... Vaya no-más... que su padre es viejo y curtido y sabe lo qui hace.



 

Su proyecto era simple: caería el pájaro y quedaría encerrado en la jaula... El no quería cuestiones:

—Prosiar al ñudo y sacarse del pescuezo l'armada 'el lazo...

Iría a ver a don Ivandro Martínez, el juez, que era su amigo, se campearían dos vecinos para testigos y allí no más se iba a casar, "a las güeñas..." y sonreía entre su amargura...

—Vamu a tener un nieto...

Y le volvía, como una garra estrujándole el pecho, el recuerdo de la otra novia, de la hija muerta.

En la cocina, en cuclillas al lado del fogón, junto a su único empleado y hombre de confianza, un negro viejo que se había criado con él, mateaban.

La familia dormía.

Se habían extinguido las luces de las cuatro o cinco poblaciones que se divisaban a lo lejos: lo de Carballo, la escuela, la estancia del alemán Werner, el almacén de Benedito.

La noche extática, llena de estrellas, lucía una especie de neblina luminosa que daba la ilusión de la claridad.

Un silencio ancho ponía sordina al hervor de pequeños rumores campesinos, palpitar de la entraña del campo, que se esperaba iniciara el crescendo de su sinfonía.

Alguna comadreja se estiraba al olor de las gallinas que cacarearon sus temores entre la esponja azul del ombú calmo.

Los zorros anunciaban sus salidas entre los cerros de piedra.

Las lechuzas pasábanse santoiseñas de graznidos, en competencia con los teruteros que se plagiaban sus mensajes.

Y los perros, con una tenacidad monótona y triste, desenredada en ecos opacos, golpeaban ladridos acompasados.

El fogón, con su braserío semi-sofocado por la ceniza, ponía en medio de la cocina una mancha anaranjada.

Los dos hombres perdidos entre el agua turbia de la sombra, sigilosos, callados como dos espectros, se adivinaban al alcanzarse el mate.

Unos teruteros desdoblaron las dos sílabas de sus alertas.

Ladraron enfurecidos los perros; se sintieron hacer sus atropelladas...

Y ya se calmaron como por encanto.

Era evidente el arribo de un conocido.

—Ese Singüeso!, amenazó Argüeyo, olvidando la complicidad de los otros canes.

Sintiéronse unos pasos firmes, despreocupados.

Una sombra avanzaba rápida, decidida.

El hombre marchaba por tierra conquistada.

Como Pedro por su casa...

El negro se incorporó a medias, cual si se preparase para saltar; luego preguntó:

—Lo paro?... Qui has pensau?

—Vamu a dejarlo, mandó el patrón.

Fidel pasaba frente a ellos.

Cuando el viejo, sacando la cabeza por la puerta de la cocina, se estiró para observarlo, ya se había abierto y cerrado —engulléndolo— una puerta donde lo esperaban.

Oh!, exclamó entre indignado y sorprendido el gaucho... y se corrigió:

—Me habré equivocau!

Ordenó al peón:

—Ensíllame el malacara, sin hacer ruido.

Una luz, como una guiñada, se encendió y se extinguió en el cuarto de Marcela.

Chillaron los goznes de una ventana que se abría.

La enamorada impaciente se debía asomar.

Entonces a don Demetrio, que precisaba bien esos movimientos, se le perfiló una duda imprevista, ofensiva como un insulto.

No pudo contener su indignación:

—Pueblero y gringo! Hijunagran!

Se rai de mí... Me ere un consentido!...

Ha tomau mi casa por quilombo!

Pero nu-hay que cegarse... trató de serenarse él mismo. Y con agilidad y cautela de gato se pegó a la sombra más intensa de los muros y rodeó la casa.

La muchacha, que esperaba ansiosa, contuvo un grito de espanto cuando él se le aproximó:

—Qui hace m'hija?

—Tata, qué susto!... No podía dormir por la calor.

—Y el hombre?

—No sé...

—No sentiste ruido? Chumbar de los perros?

—No, señor...

—Me mentís?

Ella, intuyendo un peligro, suplicó:

—Tata, no li-haga nada... si viene.

—Ah, no está ahi?

—No.

—M'hija, nu engañe a su padre!

El diálogo se mantenía a media voz y el viejo, en quien la ofensa de la actitud del buen mozo diablo punzaba como una herida con fiebre, se había llenado de solemnidad, haciendo densa de significación la última frase cual si repitiera un evangelio.

Al padre no se engaña.

La hija, cohibida, acentuando más en su falta el tradicional respeto al genitor, influenciada por sus ideas, por su estado, por el misterio latente de la noche, tuvo necesidad de salir de lo real y de lo tangible para concretar su veracidad.

—Tata, le juro por el alma...

La muchacha ahogó el discurso. Un respeto religioso le impidió no incomodar la sombra santa.

A su invocación podía aparecerse.

Pero su frase —como en su alma— debe haberse completado en la del padre.

Pareció los hubiese helado un soplo de más allá.

Un ente impalpable, blanco, espectral, el ánima de la pobre Julia, había cruzado entre ellos.

Marcela se santiguó y empezó a gemir bajo, cual si no fuera a terminar nunca de llorar su pena eterna.

Argüeyo estuvo un segundo indeciso; quizá temía que la emoción le volviese temblantes las palabras, destilando lágrimas... Por fin le recomendó:

—Vaya pa dentro, m'hijita, acuestesé... Salga de hai que le puede hacer mal el relente 'e la noche... Cuidesé, m'hijita.

Y, con precauciones para que no lo sintieran, se volvió a la cocina.

Encontró al negro, que le anunció:

—Ta ensillau.

—Mirá, desensíllalo.

—Güe!

—Cambié d'idea... Ensillá el moro tuyo que me vas-hacer un mandau...

—Güeno...

Don Demetrio quedó solo de nuevo.

Como un autómata, se cebó un mate frío y lo escupió.

La dilatada posición en cuclillas le acalambró las piernas.

Le quemaban los ojos y le dolía la cabeza cual si se le fuera a abrir.

Se quitó el sombrero e intentó fijar, ordenar sus ideas.

—Es fierísimo todu-esto... Mal'ación!, muy mal 'ación! Se juega ansí, entonce?... No, no, mi amigo.,. El mocito llega, s'enamora di una, li hace los bajo... Se la consigue —esto se le hacía cuesta arriba, aún monologándoselo— dispués la tira pa un lau; agarra lá-utra pal estropajo... dispués lá-utra, como tigre cebau en la majada.. . Vea la Julia, la pobrecita... Ella me juró por su alma...

Un escalofrío le anunciaba la visita de su hija... Entraba: transparente, desangrada y triste, con la desolación enorme de la madre a quien se le ha robado la gracia divina de sentir el hijo...

Ella lo miraba con sus ojos sin brillo y le pedía que no le pegase al Singüeso:

—Es un animal; qué sabe lo qui hace?

Y le historió la paciencia que había tenido para amaestrarlo en hacer de chasque.

Después se acercó más, atizó el fuego, le quiso cebar un mate.

El le previno:

—Ta la yerba vieja, m'hija.

El ánima le ponía una cuarta a sus pensamientos:

—... No ve lo qui hace aura, tata... Es malo, eh?...

—Sí, voy viendo.. . Hay que darle una lición...

Un trafoguero empezó a soplarle a la cara un humo que parecía de mata-ojo; entonces él se hizo a un lado, hacia la silueta blanca que cedía como una niebla helada...

Estiró una mano —quizá para constatar la real existencia de la aparición— y tocó una cosa dura y fría.

Con las mandíbulas agarrotadas de terror, sintió la necesidad de hablar, de liberarse de la pesadilla, , y se le ocurrió preguntar:

—Sos vos, Sigifredo?

Silencio.

Se repuso.

Alzó aquello que había tocado. Era una barreta.

La empuñó con ambas manos.

Entraba su peón, que anunció, lacónico:

—Ta.



 

El negro se acomodó en cuclillas, removió el fuego, lo sopló paciente reflejando en el bronce oscuro de su cara el resplandor de las brasas.

Acomodó la caldera y preguntó:

—Lu-ensillo? Querés matiar?

El repitió su advertencia:

—Ta la yerba vieja.

El moreno vaciaba el mate y se alternaron sucesivamente el olor de la yerba recocida y mojada y el más áspero y agradable de la yerba nueva.

Argüeyo reveló la novedad.

—Tuvo Julia, sabés... Su ánima anda penando.. . Yo mi asusté un poco... Y nu es pa menos.. . Mi-habló del Singüeso y... y... del mocito... Yo quería preguntarle: qué querés qui haga? pero se mi atravesaban otras idea y no las tenía todas conmigo, no sé... La custión jué que mi arrimé un poco y cuando quise acordar tenía la barreta entre las manos y ella si había ido.. . y vos llegaste.

El oyente, por todo comentario, cual si aquello fuese la cosa más normal del mundo, pronunció un lento:

—Ah!... y programó: tenemo que prenderle un cabito 'e vela.

Se ensimismaron los hombres en sus pensamientos.

El patrón rompió el silencio:

—Hará mas di hora que vino?

El interrogado, seguro de que entendía la pregunta:

—Carculo que más de dos.

—Dormirá?

—Dejuro.

—Sabes que ya nu es con Marcelina... —Ah!

Don Demetrio se incorporó ágil. Encendió el yesquero y con la barreta casi sobre el hombro, como un fusil, salió.

El peón ni siquiera le preguntó: qué vas a hacer?

—Pa qué?, monologó... Por si acaso no sabe lo qui hace...

El viejo pensaba saltar la ventana que el mozo, confiado hasta el exceso, seguro la habría dejado abierta.

Desde que entraba como en la casa de él!

Argüeyo apretó nervioso y con rabia su arma feroz; raspándole en pinchazos sucesivos, como un alambre espinado, una idea le pasó y le repasó por el cerebro:

—Comu es el cojudo 'e la manada!... Cojudo 'e la manada! Cojudo 'e la manada!

—No te digo!

Había dejado la puerta apenas arrimada.

El se descalzó y al entrar sopló la yesca. Por suerte, que si no los pisa.

Los amantes habían improvisado cama en el suelo.

Destapados, las piernas fuera del colchón, descansaban rendidos de sus juegos de amor.

Fausta, arrollada, lo que hacía resaltar la línea de la cadera y el muslo, apretaba entre sus piernas una mano de él.

Desnudo, despatarrado obscenamente, el gringuito barbero roncaba sonoramente, boca arriba.

De afuera, el negro, que se había venido por si fuera necesario dar una manito, sintió el golpe seco de la barreta que apagó los bríos del gallito y en seguida el chillido agudo y demente de la amante que embistió furibunda, como una fiera.

El padre le tiró un manotón a la garganta:

—Callesé, la grandísima yegua!

Ella saltó hacia la puerta y pasó como un torbellino delante del peón que la vio perderse en la noche, a los gritos.

Ladraron unánimes los perros, se alborotaron las gallinas y Marcelina, recordada de sobresalto, comenzó a llamar a su padre:

—¡Tata! ¡Tata! ¡Tata!


 

Argüeyo, aún descalzo, fue a buscar un puñado de libras que entregó a Sigifredo:

—No te digo nada... Rumbiá pal lau del Brasil, pa San Pedrito.. . Y se dieron la mano.
 


 

—¡Tata! ¡Tata!, lo alcanzaron los llamados de Marcelina.

El fue por un poncho y la vino a buscar.

—Venga, hija; acompáñela a su madre. La muchacha no se animaba a hacerle una pregunta concreta. Por fin atrevió un:

—Qué fue?... Fausta?... Le pegó, tata?

—Le andaba jugando sucio, m'hija.

—Y?... y él?!

—El?

—Sí!

—Ah, él...

—Sí, tata, le hizo algo? Estaba con ella?

Eludía la respuesta:

—Era un mocito diablo, m'hija.

—Entonce juyó?, se esperanzaba la angustiada.

El la miró con una ternura y un cansancio que a poco lo hace revelar la verdad.

Después, cual si no quisiera agregar una mentira más a su falta, aprobó, ambiguo:

—Juyó.

La hizo acostarse junto a la madre que suspiraba en la penumbra de la habitación:

—Se ahuga uno!. . . Qué noche!

—Has visto cómo lloraban los perros? Qué augurio es ése?

—Vay'a saber.

—Lloran como si hubiese un muerto!. ..

El paisano se sintió erizar todo.

Habían apagado la humosa vela de sebo.

Los canes redoblaban sus aullidos.

Argüeyo, en su lecho, daba vueltas para un lado y otro, sin encontrar acomodo, sin una pizca de sueño.

Veía al negro galopando acompasado por los callejones; abriendo porteras, atravesando campos, montes y cañadas...

—Aura debe dir por el cerro Travieso... Hay mucha piedra, pero el moro es güeno y duro 'e vasos... Aura...

Fausta seguía corriendo descalza, la cabellera al aire...

—Gritará tuavía?... Y pande ha rumbiau? Caray! si es pal lau de la comisaría me ha embro-mau... Le hubiese encajau a ella también... A ella?... Es m'hija. Sí, es m'hija, pero quién la manda ser tan cabra...

La enferma ya había repetido, tres, cuatro veces, bajo, como un susurro:

—Y Fausta? Y m'hija? Y Fausta?

—Deje dormir, pues, protestó él, con energía insólita.

Marcelina se puso a llorar despacito, despacito, gimiendo sentida y por eso parecía su llanto más desolado...

Su pena se expandía, se filtraba en las almas, como en la tierra las lloviznas lentas, lentas y largas...

Los suspiros de la madre parecían también un sollozo.

Y esos perros, esos perros que escarbaban el suelo, chumbaban a las sombras y gimoteaban como cristianos!

Todos presentían la muerte.

El muerto!

El gaucho no podía más.

—Qué hay, m'hija?

—No sé, tata, no sé...

—Cómo no sé y dele a jeremiar!, cortó él, áspero.

—No sé, tata... mi ha dentrau una tristeza, una ansia... M'estau mordiendo, no quería llorar, pero no puedo, tata, no puedo más!

La enferma la consolaba entre su llanto.

El se tiró de la cama y rodeando la casa se detuvo frente a la boca sombría de la cocina.

Miró las estrellas mortecinas, altas.

—Será lá-una.

Entró, se sentó junto al fogón y como por instinto removió el montón de tizones. Algún amarillo duro conservaba aún un poco de fuego.

Pensó en el mate y, cosa rara en él, no sintió deseos de matear.

.................

Hacía esfuerzos por mantener abiertos los ojos que se le cerraban y estaban como encandilados de visiones: Sigifredo galopaba incansable; Fausta huía, en el aire, sin tocar el pasto plateado de rocío y el mocito ahí estaba, abierto de piernas, irreconocible con la cabeza rota y el rostro deformado... Después vino la sombra blanca y fría de la finadita y él sintió su mirada dulce en la cual sin embargo temía adivinar un reproche.

—Perdón, m'hijita... Uno es jombre!...

Luego le pareció que Julia le encargó:

—Priéndale un cabito 'e vela, tata.

—Sí, m'hija.

Y debió haberlo hacho.

Los canes enmudecieron.

El Singüeso, deshecho, aburrido de aullar al misterio, entró despacito a la cocina y se arrimó al patrón a lamerle las manos.

El suspiró.

Viéndolo vencido de cansancio, el sueño aprovechó para doblarlo como una cosa marchita que se repliega sobre sí misma.

El sol ya estaba alto cuando un ladrar de los perros despertó a don Demetrio, que se alzó acalambrado, dolorido de su violenta posición.

Un tape, peón del almacén de Benedito, espantaba los canes:

—Ya! disgraciaus! Juera, perros!, y preguntaba a gritos:

—No me lu han visto a don Fidel?

El gaucho lo miró como si no entendiera la interrogación.

El mensajero repitió y completó su recado:

—Manda decir mi patrón, el bolichero don Benedito, si no me lu ha visto a don Fidel?

—El gringuito barbero?

—Sí, señor...

Absorbieron al gaucho sus pensamientos y sus reflexiones:

—Caray! v-i-a tener que dir a decirle algo al comisario...

En una d'esas mi agarran.

¿Nu habrá ido Fausta ya?

Corrían los minutos y el indiecito, cansado de esperar una respuesta, medio echado sobre su petizo lo miraba, lo miraba, hasta que se resolvió, despacito, a dar vuelta su cabalgadura y alejarse, no sin antes, para llevar la conciencia tranquila de haber cumplido con su deber, volver a preguntar y esta vez a gritos, como si se las viera con un sordo:

—Nu me lu ha visto a don Fidelito?

Cual si necesitase una prueba concreta de la tragedia, que no reconstruía sino entre vaguedades de niebla, se acercó con precaución a la pieza de Fausta y miró, miró con lástima al pobre mozo.

Lo miró con lástima como si no hubiese sido él quien lo asesinara o cual si el hecho obedeciera a un mandato ineludible, a una fatalidad.

Buscó algo en torno al difunto.

—Y la vela?

No la había encendido él, anoche?

Antes de ir por una, en cristiano deber, sacó de su bolsillo un pañuelo y tapó el rostro del difunto sobre el cual zumbaban las moscas verdes.

Dentro se sintieron unos gritos horribles, unos alaridos de dolor y llegó a sus oídos el reclamo:

—¡Demetrio! ¡Demetrio! de su patrona.

El corrió, con su cabeza siempre llena de vaguedad.

En la semiluz de la habitación descubrió a su mujer que, en el lecho, trataba de contener a Marcela que se retorcía de dolor y chillaba atenazada por las ansias del parto.

—Pronto, viejo, and'á buscar la partera!

El salió como loco.

Enfrenó el malacara, lo saltó en pelo y animándolo, taloneándolo, lo incitó a la carrera.

No estaba lejos el rancho de la comadrona.

El la previno de golpe, como si le saliese una sola frase de la boca:

—La hija sale de cuidau, corra, Doña!

—Y ¿cómo?, preguntó la parda, pesada y vejancona.

—Monte en mi caballo q'es una oveja.

Ella titubeó, aún chupando su mate dulce.

El se lo tomó de la mano, arrimó un cajón y la alzó con un esfuerzo que lo hizo gemir de ansia.

La paisana, ya a horcajadas, con las faldas revueltas, al aire las pantorrillas amorcilladas, rió, pero, decidida, cerró piernas y partió al trote largo.

El trató de correrle un poco al lado y, como si dudara de no llegar a tiempo, quizá temiendo que el comisario saliese a cortarle el paso, le recomendó:

—Si es machito, doña Nora, si es varón, que le pongan Fidelito!

Aquello lo conmovió.

Le nació en el alma, y se la llenó toda como una burbuja dulce y dolorosa, una especie de ola de ternura.

Fidelito! El nieto!

Y ya le pareció verlo tocando la guitarra, cantando, ladino, buen mozo y diablo...

Engañando muchachas.. .

—¡Qué diantre!

Adolfo Montiel Ballesteros - Selección de cuentos
Biblioteca Artigas - Volumen 138
Colección de Clásicos Uruguayos - año 1970

Digitalizado por el editor de Letras-Uruguay

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