Una ley inexorable
Jaime Monestier

Nunca olvidaré aquel diálogo, cuando pregunté a mi padre qué era la muerte y adónde íbamos luego de pasar por ella. Su respuesta fue lacónica: No lo sé, eso debes averiguarlo tú, aunque no creo que puedas, y agregó: Para mí no es un problema, y si averiguas porqué, tampoco lo será para ti.

Más tarde supe que aquello último tenía un sentido más profundo de lo que entonces, siendo yo un niño, me pareció. El fue un notable matemático y su respuesta, en consecuencia, abstracta y conceptual. "Problema: Proposición dirigida a averiguar el modo de obtener un resultado cuando ciertos datos son conocidos". Su intención fue decirme: Nunca tendrás datos conocidos que te permitan hallar el resultado.

Mis estudios de metafísica, a los que luego dediqué largas y decepcionantes horas robadas a mi predilección por el arte, me llevaron a mantener viva aquella pregunta y a considerarla durante años como un enigma irresoluble; aunque, por supuesto, supe convivir con él en buenos términos. Muchos años después las investigaciones genéticas me dieron el atisbo de una posible solución, un sustento casi racional a ciertas ideas primarias que extraje de pequeña experiencias, de observaciones y deducciones, de estudios y consultas. Lentamente fue ganándome una hipótesis -entonces no la llamé teoría- que si bien no podía dejar de sentir hacia ella cierta predilección fideísta, también se sustentaba en argumentos que admitían un incipiente  desarrollo lógico.

Fue a partir  de los hechos que paso a relatar que llegué a mi actual convicción. Lo que en un tiempo sentí como un enigma es hoy una certeza:  existe una ley inexorable que responde a aquella pregunta formulada entonces a mi padre. De ella sé solamente el enunciado, no su operatividad; la ciencia, algún día, estoy seguro, la develará.

Era precisamente en la rememoración de aquellas inquietudes de mi infancia que me entretenía una mañana de soleada primavera, mientras me dirigía hacia la colorida terraza de un café con sombrillas, en una recoleta plaza arbolada. Ante cualquier expectativa siempre me he  dicho -tengo cierta tendencia a la ansiedad- que la felicidad consiste en vivir sin miedos ni esperanzas; sin embargo no dejaba de anhelar que alguien me aguardara allí con impaciencia.

Fue en la madrugada del día anterior que nos encontramos en el cruce de dos avenidas, en el punto céntrico de un espacio inmenso y desierto, tanto que la coincidencia de dos personas, allí y a esa hora -lo pensé-, no podía ser casual. Nos cruzamos muy próximos, nos miramos y en el mismo instante nos detuvimos como si hubiésemos concurrido a una cita previamente convenida: es que ambos experimentamos simultáneamente la intensa y sobrecogedora sensación del déjà vu, de que nos conocíamos, que habíamos coincidido allí  para encontrarnos.

Lo que cuento sucedió hace ya tiempo en el centro de Buenos Aires, ciudad millonaria en almas, y si lo narro es porque vino a confirmar aquella convicción, a eliminar toda posibilidad de azar. En una aldea es posible que dos personas se crucen a diario; ya no lo es que eso suceda en una ciudad tumultuosa, de muchedumbres cambiantes, de ríos de gente que fluyen en el cauce de grandes avenidas, y menos aún -es simplemente inimaginable- que esa coincidencia se reitere durante décadas y en diferentes ciudades y países. Allí, aún de noche, en el centro del cruce de 9 de Julio y Córdoba, nos encontramos y supimos que nos conocíamos; sí, de eso estábamos seguros, pero no sabíamos de dónde.

Caminaba entonces ahora hacia la cita concertada la madrugada del día anterior, de prisa y entre balbuceos de asombro, cuando nos detuvimos uno frente al otro en el estrecho sendero que cortaba un cantero de flores: Perdóneme, estoy seguro de que nos conocemos, que nos vimos hace poco.

Sí, creo que sí; es asombroso.

Si, realmente; creo que debemos hablarlo, porque la verdad es que no recuerdo....

Yo tampoco.

A tientas buscamos nombres, vínculos comunes, infructuosamente:

Si usted está de acuerdo nos reunimos mañana para seguir pesquisando el pasado, y me reí. 

Conversamos poca cosa más, ambos teníamos compromisos y acordamos la cita. Y hacia ella iba con intención de buscar juntos una explicación a las miradas intercambiadas, a la compulsión  del saludo, a los inútiles esfuerzos de la memoria tras un recuerdo inexistente, y de ser posible, a desentrañar el sentido de todo aquello, extraviarnos en un laberinto de conjeturas. Aunque para mí, estaba seguro, aquel azaroso encuentro encuadraba perfectamente en mi hipótesis, que ya no era tal, sino una consistente convicción a la búsqueda de pruebas.

La vi desde lejos aguardándome en la terraza del café, el rostro en sombra bajo un gran sombrero de paja y sorbiendo un refresco. También me divisó y se iluminó en un saludo riente y de mano alzada; algo hubo en su figura, en su regocijo y en los colores encendidos del entorno que lo asocié con la deliciosa paleta de Renoir. Subí la escalinata, nos besamos amistosamente, me senté a su lado y pedí al camarero un café con cognac. Siempre hay un preámbulo de generalidades, de presentaciones -intercambiamos brevemente nuestras actividades y preferencias: era restauradora igual que yo, y apasionada por la pintura-,  de obvias fórmulas protocolares, yo un hombre ya mayor, ella poco más que una adolescente. Y la conversación inició sus tanteos, con pausas prolongadas, en la investigación del tema que nos había convocado:

Es por demás extraño lo que nos sucedió, nos detuvimos al instante -dije-, como si nos reconociéramos sin conocernos, dos viejos amigos que se vieran por primera vez, creo que tendríamos que averiguar el motivo, al menos intentarlo.

Y su respuesta:

Sí, la verdad es que no sé porqué nos detuvimos, porqué  nos ha sucedido esto.

Y nos lanzamos a investigar sin  éxito las posibilidades, relaciones comunes, sitios visitados, viajes, eventos culturales, exposiciones. Ambos teníamos muy buena memoria y no hubo dudas: nunca nos habíamos visto; no hacía mucho de su regreso de Estados Unidos, donde había vivido varios años. 

El varón tiene una ancestral y salvaje tendencia a la autoridad; quizás la vanidad sea su residuo, galas de una fuerza e inteligencia no superiores, aunque sí  dominantes. No temí ser aburrido y expuse mi teoría, quizá en un impropio tono doctoral y didáctico impostado por mi convicción:

Cuando un hombre muere, su conciencia -aún no ha sido acuñado otro vocablo más explícito-, continúa, por operación de leyes aún no decodificadas, en alguno de sus hijos, hermanos o parientes, una suerte de sucursal -dije, y me reí-, apenas un punto en la red consanguínea generada por el código genético, destinada a diversificarse en el espacio y en el tiempo en un infinito proceso fractal; y es por los senderos de esa red que la conciencia deberá transitar y viajar eternamente, hasta un fin desconocido, quizás el de la especie humana. No hay interrupción sino continuación en quien puede estar llorando junto a nuestro cuerpo, hijo, padre, madre, tío o sobrino, pero también en otro que esté viajando en  las antípodas y que no se ha enterado de nuestra muerte: en la meseta del Tibet, en un andamio en Nueva York, bebiendo ron en la Habana, entrando en una cámara de gas en Estados Unidos o en una iglesia anglicana del brazo de su prometida,  o bien a punto de ser acribillado a balazos en una villa de Buenos Aires, en fin, en cualquier parte; alcanza  para ello con que los códigos de su ADN y sus claves aún ignoradas así lo determinen.

Intenté ser obvio y sin quererlo fui casi paternal;  le hablé como a una niña: 

¿No has visto cómo se seca la hoja de un árbol? Sin embargo el árbol no muere y otra hoja la sustituye, así como un árbol nuevo nace de la semilla del viejo y brota y crece en su lugar, junto al viejo tronco. En nuestro caso -al parecer sólo un encuentro casual-, no dudo de que algo hubo en nuestro pasado, un nexo común que nos vincula y que nos mantendrá unidos en el futuro aunque no volvamos a vernos: ese fue el motivo del reconocimiento, fruto de una suerte de memoria genética, aunque parezca inexplicable, lo reconozco.

Se rió con ganas, con una gracia impregnada de incredulidad; recién contestó al recobrar el aliento:

Quisiera saber qué tiene que ver eso con que dos personas desconocidas se crucen en la avenida 9 de Julio un domingo de madrugada.

Y al decir esto quedó en suspenso, con un divertimento azul brillándole en los ojos, el apunte de una sonrisa tímida en las comisuras, esperando que yo prosiguiera mi desvarío. Pero de pronto se puso seria, casi adusta -es graciosa la seriedad y aún la cólera de los ángeles- y habló sin mirarme, el rostro vuelto hacia el inmenso gomero que cubría la terraza:

No creo en lo que dice, o mejor, no deseo creerlo. Es cruel, es atroz. Según usted la conciencia no tiene fin y transita de uno a otro, de generación en generación, indefinidamente, desde siempre y hasta la consumación del tiempo. De padres a hijos, de hijos a nietos, de hermanos a hermanos, a tíos, a abuelos, a sobrinos o aun a remotos consanguineos ignorados en una red infinita y eterna. Al parecer operaría como una ruleta fatídica con suertes imprevisibles, como la de continuar la vida en un ser cruel o estúpido o ignorante o enfermo, rico o pobre, miserable o sabio. ¿Qué valor da usted al alma en todo esto? ¿Dónde la ubica? Esa ley horrenda torna innecesaria la existencia de Dios, ya que la transferencia opera como un mecanismo de relojería. Nada tendría Dios que hacer sino contemplar y divertirse viendo cómo actúa esa ley fatídica similar a la gravedad, la conciencia goteando de un pariente a otro con la inexorabilidad y puntualidad de una clepsidra.

Había dejado de beber su refresco y trataba de disimular  una ira en la que  trasparecía el rechazo y el terror. Su hermosa cólera le hizo aplastar el cigarrilo en el cenicero con gesto violento, casi masculino. Creí necesario refutarla con cortesía, no era la primera vez que oía ese argumento; además, su belleza y la rápida comprensión de mi hipótesis la tornaban  aún más seductora. No niego que detrás de mi exposición no anidara el deseo de una aproximación a su cuerpo esbelto, a sus senos juveniles, que percibí atractivos desde mi desamparo otoñal:

Creo, dije con cierta indiferencia, que aun cuando sólo puedo concebirlo como una elaboración cultural, Dios seguirá siendo prescindible como lo ha sido hasta ahora; es harto dificultoso elogiar la obra y agradecer los dones de una entidad cuya existencia carece de consecuencias visibles; su amor es imperceptible y tan ignorado como su quehacer en el mundo, a juzgar por el hambre, la injusticia y el dolor universal: "Amaro e noia la vita, altro mai nulla, e fango è il mondo," petulé citando a Leopardi. Al fin de cuentas su existencia es tan hipostática como mi teoría; es igualmente horrible que nuestra salvación o condena dependan de una voluntad cuyos designios nos son desconocidos. En cambio es consolador pensar que si pudiéramos remontarnos a una edad imaginaria, hallaríamos inevitablemente entre tú y yo un eslabón común, un nexo genético que nos une. Lo que llamamos parentesco no es otra cosa,  sin duda, que un campo gravitacional, aunque desconozcamos el alcance, las fórmulas y los mecanismos que lo rigen. De cualquier manera, agregué, no tiene mayor importancia;  hay una conciencia unitaria -la conciencia de la especie- y en cierta medida ambos somos parte de ella, y también consanguineos en grado indeterminable. Por alguna razón algo falló, mutó o interfirió en el cumplimiento de esa ley desconocida; quizás la estocástica, las ciencias del azar, tuvieron algo que ver con eso, lo que hizo que nos reconociéramos; aunque confieso que ese detalle escapa a mi comprensión.

Calló un instante y me miró, los ojos abiertos y claros en sonriente curiosidad: ¿Y no hay modo de escapar a eso tan horrible?

Dio a su pregunta un tono desprecupado, casi frívolo, pero la ironía no logró apagar la  angustia. Fui cauto y evité lo que pudo ser una ininteligible y tediosa disertación:

Si, el budismo, el taoísmo, el zen, sostienen que hay un medio de vadear la corriente, pero ese es otro tema.

Se levantó, tomó su bolso y dijo que iba a hablar por teléfono. Quedé esperando. Sobre la mesa, en la premura, dejó una caja de cigarrillos, un encendedor y un par de lentes negros. Supe que no volvería.

 

Años después viajé a Italia por una subasta de obras de arte. La vi en el  Palazzo della Signoria, durante la celebración del  Mayo Florentino. Me encontraba en la Capilla, absorto en la observación de algunos detalles que en años anteriores me habían pasado desapercibidos, particularmente en La Sagrada Familia, fresco de Mariano da Pescia ante el que -se dice- Savonarola oró su última noche. La vi entrar del brazo de un caballero de bastón, algo macilento, aquejado de leve y distinguida renguera. Aquel porte risueño y juvenil que me detuvo años atrás en la avenida 9 de Julio había cedido lugar a un aplomo señero, a cierta majestad antigua y florentina, acorde con el recogimiento a que inducen las estancias del Palazzo.

Nuevamente sentí -presumo que ella también- el llamado de aquel pasado compartido e inasible. Se alzó en puntas de pies, algo dijo al oído de su acompañante, presumible esposo, y vino hacia mí. Me tendió la mano y luego de un breve saludo, como si todo hubiera sucedido el día anterior, reanudó el diálogo interrumpido con la misma gracia de entonces:

Tuve que irme, discúlpeme la descortesía, no toleré aquello, además no hubiera sabido explicarle lo que sentí, y sin más me tomó del brazo, me condujo hacia quien efectivamente era su marido e hizo las presentaciones. Recorrimos juntos la Sala de Audiencias y contemplamos los solemnes frescos de Salviati; pero me sentí súbitamente molesto, la seguridad de un fuerte vínculo en nuestros respectivos pasados se me hizo intolerable: aduje obligaciones inmediatas y me despedí. Al día siguiente viajé a Londres y traté de olvidar aquella segunda y extraña coincidencia, que obedecía -mi seguridad se confundía ya con la fe de un cuáquero- a una ley biogenética tan cierta como desconocida.

En años siguientes nos vimos dos veces -casualidades que ya participaron de cierta connotación milagrosa-, en los aeropuertos de Lima y de El Cairo. Sólo pudimos intercambiar saludos  fugaces, unas pocas y asombradas palabras en desencontrados cambios de vuelo.

El 11 de mayo de l970 -fecha inolvidable-, en un oscuro tugurio de un extraviado callejón del barrio Dorrego, en Buenos Aires, murió casi centenario Modesto Aiello, último de una rama de primos en grado lejano con quien había tenido un trato poco menos que decadarial. Nuestro último encuentro, en una escribanía, había ocurrido siete años atrás con motivo de la venta de un inmueble en el que nos correspondía -esotéricas leyes sucesorias- una insignificante participación. Amelia, la viuda, amiga de mi madre, me llamó para comunicarme el fallecimiento y pedirme que la acompañara. Pude excusarme, mi salud había comenzado a deteriorarse y exigía reposo, pero accedí.  Al atardecer emprendí viaje hacia el velatorio sin tener seguridad de dar con él; pero pregunté en las inmediaciones por la muerte de un anciano de ebriedad famosa y me orientaron sin dudar un instante.

La casilla era de madera, en sus fondos algunas dependencias de ladrillo de adobe; en una de ellas, techo de zinc,  se hallaba el féretro y el remedo de las obligadas pompas obituarias. Fatigado, recosté mi espalda en el muro encalado y permanecí de pie, dispuesto a esperar la llegada de la  que había reclamado mi presencia. No demoró mucho, pronto oí que un automóvil suntuoso se detenía en la puerta, inconfundible el ronroneo silencioso del motor y el lento y siseado rodar de los neumáticos sobre la calle de tierra. Al cabo de un instante sonó el clac apagado de las puertas y pronto una mano ajada y senil -amarillenta hoja de otoño- apartó la cortina gris que amparaba la entrada. La lamparilla que pendía sobre el féretro alumbró primero el rostro terroso de Amelia, envejecido y funeral, los ojos anochecidos por el duelo y por el rimel excesivo. Tomada de su brazo ella entró después, elegante en su negro abrigo de nutria, ya con algunas canas en su cabeza de diosa: ¿No la conocés? -hizo ademán de presentármela-, es Elvira, una sobrina nieta de Modesto, que en paz descanse, la quería mucho.

 

Sí, algo oscuro e inexplicable nos unió desde el principio, cuando nos cruzamos aquella madrugada, hace casi treinta años, en 9 de Julio y Córdoba. Yo iba sola y algo me conmovió  cuando lo vi: un pariente, alguien querido, no sé, fue muy raro, nos reconocimos sin saber quiénes éramos. Quedamos en vernos al día siguiente en un café de La Recoleta, y allí me expuso aquello que me pareció terrible. Con los años he ido entendiéndolo; quizás tenga cierto sentido decir  que acabo de morir y que aquí estoy,  viendo junto a mí eso que fue hasta hace un instante mi propio cuerpo, ya viejo, que habité hasta que me fuminó un infarto: no serían dos conciencias que cohabitan, sino una sola e indivisible. Después de aquel encuentro nos cruzamos varias veces, como si nos convocáramos; recuerdo el encuentro  en Florencia, en el Palazzo Vecchio, yo iba con Arturo, el pobre ya estaba enfermo. Después en aeropuertos, en Lima, en El Cairo. En Lyon viajamos en el mismo tren y no me vio, y en otra ocasión, en Viena, nos saludamos de lejos, él que llegaba al andén, yo en la ventanila de un tren que partía. ¿Cómo podíamos saber que años después volveríamos a encontrarnos en Dorrego, cuando murió tío Modesto? 

Me llamó cuando se sintió morir: No te vayas, quédate conmigo hasta el final. Y eso que alcanzó a decirme, tomándome la mano, con una sonrisa que ya no le pertenecía: "En ti me lloraré, con tus lágrimas." 

Jaime Monestier
Publicado en "Sexteto & Tres Piezas Breves", El Galeón, ISBN 9974-553-43-1, Mdeo., 2003.

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