La pregunta
Jaime Monestier

Isabelino llegó a pie; vivía lejos, seis quilómetros o más. El casamiento de la sobrina cerraba la cuenta, no quedaban más solteros en la familia. Cinco hermanos, todos casados y con hijos. Había nietos, sí, y un montón de sobrinos nietos, chicos todavía, la mayor de diez y seis.

La fiesta era en la casa grande, a la orilla del pueblo. Eran las siete, el sol todavía alto, y el calor apretaba. De lejos oyó el griterío de los gurises y de las mujeres, todos afuera, a la sombra del parral hojoso.

Llegó y corrieron a abrazarlo. Ya de lejos había visto tres mesas largas tendidas bajo el zarzo, y el patio grande, el del fondo, despejado para el baile. El aljibe de piedra pulida por los años brillaba en el medio, hasta la roldana, como si la hubieran lustrado.

Los hermanos viejos habían hecho rueda en el patio del fondo, a un costado, bajo la higuera protectora. Parecía que se hubieran puesto de acuerdo, todos de traje negro. Máximo, el mayor, jubilado de Vialidad, presidía con parquedad serena, autoritaria y aceptada por todos. Aníbal, el segundo, padre de la novia, era el dueño de casa; cinco hectáreas de frutales y dos de viña le habían permitido criar bien una familia numerosa. Mejor hacerlo en casa, había dicho a su consuegro cuando se habló de la boda, es más grande y con fondo hasta por demás, mucho mejor que en el club, siempre con mucha gente y griterío, y con borrachos si viene al caso; y estuvieron de acuerdo. Ernesto, el tercero, el más rico, tenía campo en Cerro Largo y mucho ganado; era el único viudo; su mujer, Ernesta, muerta hacía dos años. Algunas mujeres decían que ahora estaba amancebado con una confitera de Melo, y otras, mal pensadas, que hacía rato que venía sirviendo a Herminia, una morena que trabajaba en la casa de hacía muchos años, todavía en vida de la finada. Lo cierto es que había puesto casa en Melo y allí vivía cuando no estaba en la estancia. Le seguía Serafín, empleado del Correo y ya próximo a jubilarse, vecino - casa por medio- con el padre del novio. Y cerraba la cuenta Isabelino, el menor, con café y bar frente a la plaza; se sabía que su principal ingreso venía del juego, monte pesado y siete y medio, pero nadie lo tocaba: era consuegro con el comisario.

Llegó, y después de haber saludado a cuñadas, primos, sobrinos, amistades, nietos y demás, se acercó a la rueda. Era el único que no estaba de negro, un pantalón de pana gris y saco azul. Para llegar hasta sus hermanos debió dar vuelta a la casa; el espacio grande de la cochera y el patio del aljibe se habían hecho pista de baile y ya estaban arracimando las parejas; un ruido infernal, salsa, cumbia, y algún valsecito, tango o milonga de tanto en tanto.

La noche era apacible, y la mayoría había optado por la cerveza, algunos por el vino tinto y unos pocos por el whisky. Máximo, el mayor, parecía presidir desde un extremo de la rueda. La cabellera blanca y cierta autoridad serena en la mirada le otorgaban el reposo y la majestad que suelen tener –raramente- algunos hombres de campo. Su hablar era parco y sentencioso, normalmente recibido en silencio; hubiera sido mal visto que alguien lo contradijera. Las mejillas normalmente arreboladas -el sol, la moderada bebida- se le encendían más cuando algo lo molestaba, pero jamás alzaba la voz: sabía escuchar atentamente y responder con la cortesía pausada de una sentencia. Era casi analfabeto y de habla rural. Lo mismo que sus hermanos, había nacido en el seno de una familia en la que la tradición era mucho más fuerte que la cultura diversificante. Y así, a una alfabetización deficiente suelen sumársele otras condicionantes de aculturización. El hablar alto, exigido por el campo abierto y sus distancias, desatiende la dicción; la articulación se simplifica, se omiten o deforman las vocales, y la entonación se torna normalmente brusca y sincopada. Pero en el caso de Máximo, si bien esas deficiencias eran notorias, su hablar pausado y la presencia reposada subrayaban la autoridad del mayorazgo.

Isabelino saludó a sus hermanos uno por uno, y a Máximo el primero. El beso era costumbre arraigada en la familia, y recorrió la rueda ofreciendo su mejilla en un ritual que celebraba la fraternidad consanguínea. Llegar tarde, último en este caso, no era grato, sobre todo para Isabelino. Cada vez que esta situación se daba, percibía en el silencio con que se le recibía una sombra de ajenidad; no sabía si por ser el menor, si por comerciante –"bolichero", le había dicho una vez Ernesto con cierto desdén-, o por alguna razón que no alcanzaba a percibir: a lo mejor el viejo problema, la duda que lo acompañaba desde la infancia, aquella pregunta que nunca había formulado. Se hizo hombre con ella en la garganta y creció con ella; a lo mejor, la boda de la última sobrina soltera podía ser una oportunidad para aclarar el punto de una vez por todas; no sé si me animaré, pensaba, vamos a ver cómo viene la cosa.

Cuando terminó de saludar, la rueda se abrió para hacerle sitio; un sobrino le acercó una silla, se desabrochó el saco y por un momento le pareció que todos lo miraban.

Buena pinta tiene Isabelino, comentó Ernesto, se nota que está echando buenas, y una oleada de buen humor recorrió la fila. El mal momento había pasado y la conversación siguió su curso. Los temas eran los de siempre, los problemas del campo, el precio del trigo y de la fruta, las raciones, el ganado, el clima, el granizo en invierno y la seca en verano. De política no se hablaba, y si se tocaba era con cierta parquedad, cada palabra pesada y medida; tres hermanos blancos, Máximo, Aníbal y Ernesto, y los otros dos, Serafín e Isabelino, colorados. Las diferencias nacieron de pequeños, la madre blanca y el padre colorado. Por qué razón algunos adhirieron a una u otra divisa, nunca fue punto planteado ni discutido; jamás hubo discordia, ni esa diferencia motivo de reyerta. Cada uno sabía cómo votaban los demás; no hacía falta comentario. Cuando hubo una situación de crisis, como lo fue la dictadura, allí hubo unanimidad: el orden y la disciplina eran necesarios, menos mal que vinieron a poner orden con tanto comunista alborotador, y todos estuvieron de acuerdo. Más tarde, con los años, comenzaron a aparecer divergencias y nadie habló más, sobre todo a partir de aquella vez, cuando Serafín, un poco encopado, habló en rueda de familia, de "esos milicos de mierda." El silencio de todos sonó a castigo, y la relación con Serafín se nubló por unos meses. Más tarde, en una rueda de velorio -había muerto la suegra de Serafín-, alguien mentó las elecciones y el triunfo del partido colorado. Máximo miró a todos, uno por uno, y dijo: de ese punto no hay que hablar; ahora se fueron los militares y volvieron los colorados, después van a venir los blancos, y uno es blanco o colorado como es rico o pobre, es cosa de uno y de nadie más, así que de eso no se habla más, la familia es lo principal, eso puede traer difiriencias, porque nadie sabe bien porqué es blanco o colorado, y a nadie le interesa lo que piensan los demás. Era una buena razón, ninguno hubiera podido explicarlo. De tanto en tanto alguien hacía referencia a Aparicio o a José Batlle y Ordóñez; el comentario era recibido en silencio respetuoso y la conversación rápidamente volaba hacia otros pagos.

El sopor de la noche apretaba bajo el parral y hacía traspirar a los bailarines. Máximo pidió que apagaran el equipo; había contratado a dos guitarreros cantores como regalo de bodas. Ambos medio viejos y con poca voz, se internaron en un contrapunto interminable. La gente joven lo soportó un rato; pronto algunos se escabulleron huyeron hacia el monte de frutales o se ocultaron –quizás en parejas- entgre las filas de la viña, pero otros se rebelaron y el padre del novio parlamentó con Máximo: pronto volvieron las cumbias.

Tampoco tenían tregua las señoras encargadas de la cocina y los dos mozos contratados en el club social, que correteaban entre la gente; sándwiches, empanadas, alfajores, lechón al horno, algún saladito; circulaban sin pausa en un ir y venir de bandejas con platos y vasos. Corría abundante la cerveza y el vino, más algún whisky casi clandestino, de preferencia reservado a los mayores. Sólo Isabelino quiso prolongar en la fiesta –quizás hubo algo de protesta, un deseo de distinguirse- el espíritu del boliche: fue a la cocina y se hizo servir una grapa doble en un vaso de whisky.

Los hermanos nunca estaban solos. Isabelino, ahora desde la puerta de la cocina, el vaso de grapa en la mano, vigilaba, esperaba el momento. Siempre se hallaba presente algún cuñado o cuñada aportando el humor, el chiste equívoco, el doble sentido, recibido invariablemente a carcajadas y con alguna palabra medio gruesa; sólo la sonrisa imperturbable de Máximo, sobrio y contenido, trataba de serenar las mejillas, algo estiradas de más por la risa del vino.

La rueda era casi un círculo, la palabra iba de un punto a otro, lenta y morosa. Se estaba hablando de los novios y de la hora en que se retirarían.

Parece que no tienen mucho apuro, apuntó la malicia de Ernesto.

Yo también los veo tranquilos, anotó Serafín.

Pero vieron que comenzaban a despedirse, y que luego de saludar a unas tías viejas se encaminaban hacia la rueda de los mayores.

Al acercarse comenzaron a menudear las bromas:

No se cansen...

Pórtense bien...

Que venga pronto el gurí...

Lo decían con esa libertad moderada y medida que dan los años, cuando ya hay una cierta familiaridad con la idea del fin, una valoración más ajustada de lo que debe y no debe decirse y cierta baquía que nace de la reiteración y la costumbre.

Antes, cuando los casamientos de cierto fasto eran frecuentes, se producía, al irse los novios, una sensación general de soledad; los invitados –con excepción de los jóvenes- eran atacados por las ganas de irse. Una cierta tristeza contagiosa caía sobre los padres de los novios, y todo parecía sumirse por unos instantes en una desolada quietud. Pero pronto los invitados echaban mano a las botellas, sobornaban a los mozos de servicio y caminaban con convicción hacia tranquilas borracheras: es que, quizás inconscientemente, comenzaban a celebrar aquel desprendimiento, al fin de cuentas destinado a formar otro núcleo en la familia.

Fue en ese momento, recién partidos los novios, que Isabelino, apartado y desde un rincón próximo a la puerta de la cocina, vio que sus cuatro hermanos habían quedado solos.

Como un reflejo cruzó su mente la idea de que habían pasado cincuenta años desde aquello, de aquel despojo, aquella marginación que lo había marcado para siempre, cincuenta años que vivía con la maldita espina bajo la uña. Consideró que el momento era adecuado, quién sabe cuánto tiempo pasaría sin que se diera una ocasión como aquella para lavar la vergüenza, para saber las razón de aquel desaire, desenterrar del silencio la razón del ultraje.

Y se lanzó a caminar, medio desbalanceado por los nervios, con paso largo y distraído, pero tan poco natural que los hermanos lo vieron venir y creyeron que estaba borracho. Avanzó con el vaso de grapa en la mano, la boca en rictus de desprecio, el hombro derecho levantado a lo guapo y echado hacia adelante, en gesto que quiso ser tranquilo, pero que le salió altanero y bravucón, el rostro inmóvil, una ceja medio alzada y la mirada clavada en el hermano mayor, como inquiriendo por adelantado: sin darse cuenta, iba con el mismo aire de quien está dispuesto a batirse a cuchilladas. Los cuatro estaban sentados, festejando aún la partida de los novios, el vaso en alto, un brindis tras otro; se había sumado ahora el padre del novio –recién llegado de despedirlos en la carretera- y todavía con un nudo en la garganta. Entonces lo vieron venir, talmente una amenaza; todos creyeron que Isabelino, sabido de mala bebida, había perdido el juicio. Leudaba más la sospecha el que se le supiera pendenciero y adicto al juego. Hasta se decía que había sido él quien, en una reyerta, a la salida de un monte con plata fuerte, había dado un puntazo al Cono Estévez.

Pero la consanguinidad, la convivencia desde la niñez, otorgan cierta inmunidad; difícil que haya muerte entre quienes crecieron juntos y se respetan; por eso, muy pronto se dieron cuenta de que, en realidad, Isabelino no estaba enojado, sino más bien con un miedo que le maneaba las patas y lo hacía caminar tartaleando, tal como si avanzara de espaldas. Se acercó lento, entró al círculo y se paró en medio, enfrentado directamente a su hermano mayor, al que clavó los ojos, ya medio húmedos, bien abiertos y claros bajo las cejas espesas. La voz le salió torcida, a tropezones, pero no por borracho, sino porque iba a decir algo que guardaba de cincuenta años atrás, un secreto sagrado y doloroso del que iba a desprenderse, a librarse de él:

Máximo, usté es el mayor.

Demoró en responder el interpelado:

Sí, y qué pasa, Isabelino.

Quiero hacerle una pregunta, de muchos años, de siempre, por un decir.

Está borracho, pensó Máximo, y echó un reojo veloz a los otros hermanos:

Tomaste mucho.

No señor, una grapa nomás, es mi palabra.

El mayor era de silencios largos, las respuestas encofradas en un callar que se suponía destinado a buscar el decir más adecuado, aunque también -es posible- parte de ese esencial callar del campo. Nunca había visto a su hermano menor con ese porte, de pie ante él, interrogándolo como a un igual; no se dio cuenta de que temblaba de miedo, azarado por una incertidumbre de medio siglo. Por fin -dudó demasiado, pudo caber en su largo silencio cierta crueldad o prepotencia- lo autorizó.

Diga pues.

Isabelino se encrespó con el permiso, y poco menos que se cuadró, el pecho alzado; hasta le creció el coraje, y abriendo el saco enganchó los pulgares en el cinto:

Es algo muy viejo, usté es el mayor y entonces tenía casi veinte años y yo un gurí chiquito, Tata y Mama nunca me dieron razón de por qué fue aquello, usté tiene que saberlo, se lo pregunto ahora que estamos todos.

Máximo lo miró ya algo fastidiado, y por un segundo lo vio chico, pendejo maltratado e ignorado desde siempre; qué era eso de venir a interrogarlo delante de los otros. Se inclinó, depositó con sigilo el vaso en el suelo -hasta pudo parecer un ademán de defensa, como si presintiera peligro-, se recostó en la silla y cruzó los brazos:

Pues diga entonces, diga de una vez.

Isabelino carraspeó y se le nublaron los ojos, de golpe se sintió vencido y el silencio del medio siglo a solas con la duda pareció acogotarlo. Los demás se pusieron de pie; sólo Máximo permaneció sentado: era el juez, con autoridad consciente, y esperó. Todos se acercaron, y cuando Isabelino sintió aquel montón de manos posadas sobre su espalda, se le abrieron las compuertas del alma y rompió a llorar; entre hipos y casi sin poder hilar la voz, logró arrear y juntar de a poco las palabras, enhebrarlas en lo que iba a ser el epitafio de su angustia, la maldita espina arrancada de bajo la uña:

Usté sabe, Máximo, dígame por qué fue.

Por qué fue qué, carajo, diga de una vez, pues.

Entonces aspiró hondo y lo soltó de un tirón:

Por qué fue que nunca me hicieron tomar la primera cumunión.

Los amigos y parientes, -primos, cuñadas y sobrinos- que en ese momento bailaban bajo el parral un tango desolado, vieron aquel grupo arracimado en torno a Isabelino, ya a punto de desplomarse, y se acercaron. Los hermanos lo abrazaban, lo contenían, lo alentaban. Finalmente se miraron, y entre todos comenzaron a encaminarlo hacia la casa; iba con la cabeza caída hacia atrás, los ojos cegados por los lagrimones y largando gritos, como rabieta de niño chico.

Máximo, imperturbable y repantigado en su silla, siguió al grupo con la vista hasta que entraron a la cocina. Y ahí quedó callado, como ronceando una idea; de pronto se volvió hacia el padre del novio, único que había quedado a su lado:

Digo yo, a mi ver, usté que opina don Cirilo, una grapa no puede haberle hecho tanto daño...

Jaime Monestier
Publicado en La Letra Breve No.21 setiembre 2006

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