La hija
Jaime Monestier

Esta historia me la contó el sereno, una noche, en la casa del partido. De tan lejos llegó, comenzó diciendo, que no recordaba de dónde. Yo después averigüé que según Borges, que no la escribió pero que solía contarla, vino del Sur. Era hombre de hazañas, con muescas en el lomo del cuchillo, una por  muerte, tantas que iban del gavilán a las vecindades de la punta.

Alquiló una pieza y salió a buscar mujer. Encontró la de su apetencia en un boliche de las afueras, en los bordes del campo. La vio desde el camino, lavando copas detrás del mostrador. Entró y se acodó, la boina gastada sobre los ojos, la boca feroz, tajo de labios finos bajo los largos bigotes. Pidió una, y de la faja negra sacó hojilla y tabaquera. Ella siguió lavando, pareció obviarle la presencia.

Hasta ese momento la historia no tenía mayor interés, un varón en busca de hembra, poca cosa. Pero comenzó a tenerla cuando el malevo no se dirigió a ella, más bien volteó la cabeza y vio al padre -al parecer lo conocía de antes- jugando naipe con un parroquiano en una de las mesas.  

El viejo era chico y medio ciego, posiblemente diabetes o glaucoma, -ahora pienso que Borges lo recordaba por eso- y contaba y apartaba los maíces a tientas, con la punta de los dedos; para ver las figuras colocaba las cartas sobre los ojos, talmente como si quisiera esconderse. Era bajo, tanto que el borde de la mesa le llegaba al pecho.

El hombre de la boina lió el cigarro con cierta morosidad, lo caló en la oreja y se acercó a la mesa. Creo que no fue familiaridad, más bien advertencia el que le colocara la mano sobre el hombro; el viejo no tuvo tiempo de alzar la cabeza cuando le llegó la voz desde lo alto.

"Vengo de lejos y preciso mujer, le compro la hija".

Hubo silencio y el asombro hizo voltear algunas caras. Una silla se movió y apartó, sonaron espuelas sobre el entablado del piso y se oyó un saludo extemporáneo: "Hasta mañana", y salió a la calle.

Era media tarde y el sol todavía jugaba en la plaza con el mujererío y los chiquilines.

De tanto en tanto alguien pasaba, se asomaba a la puerta y miraba.

Repitió: "Dije que le compro la hija".

El viejo bajó las cartas despacio, muy despacio, como si tuviera miedo de hacer ruido al posarlas sobre la mesa. Las manos le temblaban un poco, no se sabrá si por miedo o por vejez. Y tan despacio como había bajado las cartas comenzó a alzar la cabeza y a abrir los ojos, nublados como dos lunas opacas, blancas, la boca abierta casi hasta el bostezo.

Nada respondió, y con lentitud inverosímil empezó a levantarse. No llegó a enderezarse totalmente, la mucha edad podía más, así que permaneció encorvado, una mano en la mesa y la otra en el brazo del hombre.

"Quiere comprarme la hija."

"Así es, pues."

El matón respondió arrogante, echado hacia atrás, con cierto aire de alivio al haber tomado decisión. Sin dejar de sostener al viejo echó con la mano libre la boina sobre la nuca y dio un par de golpes con el taco sobre las tablas, como afirmando, impaciente.

El padre comenzó a moverse hacia el mostrador, y la hija -baja, apenas asomaban la cabeza crespa y los hombros- a moverse hacia la punta, hasta que se encontraron y ocultaron tras de la máquina de hacer café, alta y niquelada. Allí comenzaron a hablar, en voz tan baja que nada se oía. De tanto en tanto la máquina soltaba pequeños chorros  de vapor, lo que hacía aún más difícil percibir algo, salvo algún sí, algún no. Entre tanto el hombre se había sentado, la boina sobre la rodilla, y para entretenerse, o quizás por pensar en otra cosa, empezó a contar los maíces sobre la mesa, los tantos del viejo. Al rato no quedó nadie, todos se fueron desgranando, uno tras otro hacia el camino, en previsión de que hubiera alguna diferencia.

Pensó que la cosa demoraba y sintió el cuchillo en la cintura; recordó las muescas, la cantidad exacta, casi no había sitio para otra. Cuando terminó de contar los tantos del viejo, empezó con los del otro jugador, ya preocupado por aquella conversación interminable tras de la máquina del café. De a ratos echaba un reojo malquisto hacia el padre, del que solo asomaban los pantalones y las alpargatas negras, encorvado como era su natural, e inclinado hacia la hija; y de ésta nada, escondida en el cuchicheo tras de la máquina niquelada.

"Se hace largo", y volvió a zumbarle el cuchillo y las muescas, la mano ya templando en dirección al cabo blanco.

Colgado de la estantería, -polvo, telas de araña y botellas ennegrecidas- un viejo reloj de péndulo, sobre el cristal estarcida una lira de plata, tangía de tanto en tanto, posiblemente cada media hora, algunas campanadas roncas, repiques de tos metálica que iban apuntando el caminar de las horas. El olor, que tampoco desentonaba, a vino derramado, a humedad, a mugre vieja, pregnaba el local ya oscurecido por la noche que iba entrando de a poco,  tan larga se había hecho la prosa.

Porque el padre y la hija seguían allí, de tanto en tanto alguna risa, un suspiro, pero ni una palabra que al llegar conservara toda las letras,  desgastadas en el aire y reducidas a un susurro insignificante. El hombre comenzó a aburrirse y olvidó el cuchillo; en cambio empezó a gustar de una cierta sueñera, pesadez en los párpados gruesos, los labios tironeando hacia el bostezo. De ahí a la tristeza,  que ya comenzaba a puntearlo, había poco trecho, pero sin saber por qué le pareció impropio. Se rascó la cabeza, los pelos quedaron revueltos y algo parados, y pensó en ir hasta el mostrador; pero tuvo temor de que pudiera interpretarse como debilidad, falta de coraje para aguantar.

Ya era noche cerrada cuando la conversación comenzó a planear sobre pausas cada vez más largas, dejando caer alguna palabra entera: "tu madre", "me parece",  "si usted lo dice", y pareció apagarse. Con todo siguió todavía un trote breve, quizás algún recado, hasta que el padre se dio vuelta y comenzó a alejarse, a caminar tan lentamente como parecía hacerlo todo, hacia la puerta. A ella llegó de lomo duro y mirando al piso, y sin decir palabra  salió a la vereda y comenzó a cruzar el camino a pasos cortitos. El frote de las alpagatas sobre el pedregullo se fue apagando y la noche quedó quieta. 

Recién entonces se oyó a la mujer moverse tras del mostrador y caminar sobre el maderado del piso. Fueron latidos más que pasos. Hondos, enormes. En la oscuridad  -es probable que el hombre fuera también un poco miope, no era joven- se sintió un corrimiento de mesas y acomodo de sillas. Como en otras circunstancias de apremio, sintió el inconfundible calor en el pecho  y echó mano. Los pasos  fueron después hacia la pared y oyó girar la llave de la luz. Del techo colgaba largo cable con una lamparilla amarillenta, sucia, que quedó encendida, y bajo de ella la mujer, ahora entera.  El hombre bajó los brazos, olvidó por segunda vez el cuchillo y dio un paso atrás; amedrentado, no se atrevió a pisar la sombra redonda que el cuerpo desbordaba sobre el piso de tablas, inmensa hasta cubrir las mesas, las sillas, el mostrador.

Por primera vez en su vida rehuyó,  bajó los brazos y desvió la cara habitualmente feroz hacia el reloj, que en ese instante preciso largó algunas toses cortas. 

Con la misma lentitud del viejo se volvió hacia la mesa,  y con aire de pensar en otra cosa apiló los naipes, juntó los maíces en un solo montón.  La boina en la mano y mirando la bombilla encendida para darse confianza, pasó junto a la mujer y se encaminó hacia la puerta. El paso era irregular, como aguantando la prisa. Recién al pisar la vereda, en tanto las manos encasquetaban la boina sobre la frente, le afloraron algunas trazas de coraje. Tosió, escupió, y la voz le sonó a lata, como al reloj:

"Buenas noches".

Jaime Monestier
Publicado en "El Cuento Uruguayo", compilación de Lauro Marauda y Jorge Morón, Ediciones La Gotera, Montevideo, 2003, ISBN. 9974-7689-0-X

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