Invocación de Amelia

Jaime Monestier

"Quantum lenta solent inter viburna cupressi"

VIRGILIO, Egloga I.

Viejo, ya sabés, cualquier cosa a la orden, y a cualquier hora, una noche de éstas voy a tomar un café contigo.

Lo envolvió en un abrazo blando y se fue. Gracias a Dios era el último, por fin estaba solo, un corto paseo le haría bien, y recordó una vez más aquella cita de Virgilio que un cura salesiano le enseñara en su juventud, "...como entre las flexibles mimbreras los cipreses..." Sintió un regocijo culto, algo arrogante aunque compatible con su tristeza. Se juzgó un poco fatuo, movió la cabeza pensativo y se internó entre las tumbas: "ah...la soledad, los cipreses..."

La enfermedad de Amelia fue corta y fulminante, un rayo que la calcinó en pocos días, tan atroz que más pareció una maldición o un castigo. No quiso que la velaran, se lo pidió crispada y entre dientes en el último instante de la última noche. El cuerpo quedó en depósito en la empresa de pompas fúnebres en espera del entierro, a las once del día siguiente. Volver a su casa le dio cierta calma; quería acostarse, repasar esos días vividos en el infierno, pensar en ella, en su futuro arropado en tinieblas. Quizás pueda dormir algo, pensó; pero no, al llegar los vio de lejos, allí estaban esperándolo en la vereda. Eran diez o más compañeros de la papelera y algunos del Rotary. Les agradeció pero se mantuvo firme, quería estar solo: se verían al día siguiente, en el cementerio. Algunos se despidieron con fría cortesía, otros se negaron a abandonarlo:

No, querido, no, cómo te vamos a dejar así, no digas pavadas, para que están los amigos.

Bueno, pasen; pero por favor, compréndanme, quiero estar solo, descansar un poco.

Invadieron la casa; él se encerró en el dormitorio y se tiró sobre la colcha de brocato. Recordó el retintín: siempre le pedía que antes de acostarse se quitara los zapatos; le pareció que iba a escuchar el reproche en su vocecita ronca y sintió el impulso de descalzarse, pero se quedó quieto, no sin cierto atisbo de culpa que lo obligó a volver la cara hacia la otra almohada. Sintió la presencia casi física, el aroma en el aire y en la ropa, los objetos del coqueto ritual previo al sueño, el tocador con la colección de estuches, peines, cepillos, cremas y perfumes. Sobre la mesa de luz las gafas, el libro sin terminar y el diminuto frasco de perfume íntimo; y abajo, asomados como hocicos de conejo, los pompones de las chinelas rosadas. Sobre la silla un revoltijo de ropa interior, medias de dormir y el camisón, abandonados en la precipitación de la fuga al sanatorio. Todo aquello le pareció también definitivamente muerto, lo mismo que el neceser de uñas, el alhajero con anillos, collares, clips y caravanas; pero se sonrió, se le ocurrió que toda aquella bisutería no se había enterado y esperaba a que ella entrara como siempre, con paso rápido, para la última ojeada al espejo o para buscar la pinza de las cejas, elegir o cambiar unos pendientes, el collar, una pulsera. No pensaba, simplemente miraba y sentía la presencia ausente, el eco de una voz que ya no oía, el hueco de su cuerpo inasible. La melancolía comenzó a arrullarlo, se le nubló la vista y logró detener el llanto con una carraspera fuerte. Una gozosa desdicha lo invadió. "¡Dónde estás, Amelia, dónde te has metido...!", y se le soltó un sollozo acompañado de agradable conmiseración.

Llegaban voces desde el comedor. Alguien contaba un chiste entre risas sofocadas, otro hojeaba un diario, un objeto cayó al suelo, quizás una cuchara, hubo chistidos pidiendo silencio:

Pará, animal, no ves que quiere dormir...

Oyó el sonido del banco de la cocina y en seguida el vozarrón de Anselmo Ruiz, el gerente de ventas:

Che, alguien sabe dónde guarda la yerba...

No, no era como ellos; a él lo habían engendrado un mal día de invierno, de tormenta y viento norte, hijo único nacido bajo el signo del desamparo. No se les ocurre pensar que si quiero estar solo, lo mejor que pueden hacer es irse. Acamparon para toda la noche y mañana me los tengo que fumar en el cementerio; cuánto mejor sería que estuviéramos solos vos y yo, Amelia. Pero no, no hay que apartarse de las ortodoxias: qué vas a hacer, viejo, bancátelos, es la vendetta, no hice velatorio y los privé de la rutina del cajón, las coronas, las luces, el álbum y los chiches obituarios; y mañana se me pegan como estampilla, no me escapo, todos pensando lo mismo, "suerte que no me tocó a mí."

El sueño le hizo visitas breves, apenas unos instantes, y de inmediato la lucidez sobresaltada, el apremio y la sensación de inminencia. Entonces volvía a los objetos que la evocaban y a repasar sus lecturas preferidas, Vargas Llosa, García Márquez, Borges, Cortázar, su amor por los tangos y los imperdibles conciertos, Vivaldi, Beethoven, Mozart; y sus graciosas y terminantes sentencias: "Lizt me trae dolor de cabeza", "Brahms me da dispepsia..." Nunca más, nunca más. Así transcurrió la noche interminable, la cara vuelta hacia la otra almohada, velando la ausencia.

Se levantó y salió del dormitorio, quedaban unos pocos. Algunos se habían ido, uno sólo le pidió excusas por las molestias y se despidió, pero la mayoría lo acompañó al cementerio. Allí lo esperaban nuevos saludos, palabras ininteligibles entredichas en un abrazo, al oído, con los ojos bajos y gesto transido, y manos, manos que lo tomaban del brazo, que lo palmeaban, también miradas que lo bañaban con chorros de lástima, angustiadas complicidades, lágrimas, sollozos volcados sobre la oreja, suspiros en plena cara.

Esperaron el cuerpo de Amelia y marcharon en peregrinación hacia la tumba de los Montes, sus parientes políticos. El pequeño y apretado tumulto se detuvo y esperó a que los operarios removieran la lápida de mármol negro. Durante el descenso del cajón hubo un silencio temeroso, sólo alguna tos nerviosa: el acmé de la desgracia, la despedida final, el nevermore: Adiós Amelia, te fuiste qué horrible qué desgracia lo dejaste solo pobre pobre pobre... La tapa volvió a su sitio y el clac solitario y cantarino puso punto final. Ya está. Todos permanecieron en silencio por unos instantes, las cabezas en un adecuado ángulo de congoja. Las tres cuñadas viudas lloraron y se sonaron la nariz, una anciana emitió un pequeño graznido y alguien la sostuvo, dos señoras gruesas se persignaron, fruncieron la boca y parecieron orar, los que estaban a su lado lo vichaban por el rabillo del ojo para ver si lloraba, hubo algunas ojeadas furtivas al reloj.

Pensaban acompañarlo hasta la salida, pero lo evitó con una jugada maestra: se acercó al grupo más próximo y les dijo algo inesperado, insólito: una carcajada histérica con los ojos abiertos y la lengua afuera no los hubiera asombrado tanto:

Prefiero que se vayan, quiero quedarme un rato solo, caminar, adiós, muchas gracias a todos.

Hubo un instante de asombro dolorido, "Mirá mirá, quiere caminar dentro del cementerio, vaya con el raro este", , casi una ofensa. Pero se repusieron de inmediato y comenzaron nuevamente, uno tras otro, los abrazos azorados; y él quedó ahí, al lado de la tumba, enfrentado al camino. Esperó inmóvil, un estafermo pasando revista a los autos en su desfile hacia la salida, en cada ventanilla una mirada apenada, "...pobre, quedarse así, solo..." y una mano sacudida por un adiós triste.

Vagó por los senderos angostos sin alejarse mucho, quizás un inconsciente deseo de no dejarla sola; pero se descubrió en la trampa y sonrió. Cuando los hombres de overol descendieron el ataúd asido con aquellas gruesas correas pensó que Amelia ya no estaba, que se había ido no sabía dónde: aunque sí lo sabía, a ninguna parte. Todo eso tan ridículo, "dónde estás, mi amor, te fuiste...": estar, no tiene sentido. Después que te morís no sos, no estás, ser o estar es lo mismo, no hay más y punto.

Mientras caminaba por los senderos leía inscripciones, dedicatorias, epitafios: "Mercedes Oreglia de Iparrabehere. Tus sobrinos que te quieren", "María de las Flores Milano de Martínez. Tus hijos Walter, Wellington, Wanderer y Washington te llevaremos siempre en el corazón." "Juan Francisco Rivero. Tus nietitos que no te olvidarán." Miró la fecha, 1960, los nietitos ahora tienen más de cincuenta y están peleando el mango armados a guerra, y del abuelito y de la guita un carajo.

Se entretuvo un rato más, recordó los atardeceres de La Floresta, las caminatas y los comentarios a los nombres de las casas:

¡Mirá esa...Marerjufraal, qué horrible, parece nombre de bruja!

Clarísimo, querido: María, Ernesto, Julio, Francisco y Alberto

Qué imaginativo, por eso puso cinco enanitos de yeso en el jardín.

Quince años de casados, y ahora a convivir con el hueco doliente, en la cocina, en la mesa, en el jardín; la cama inmensa, la fría depresión de su cuerpo en el colchón, la almohada de plumas y el pozo perfumado de su cabeza, sí, guardaría la almohada, la escondería. En cada lugar el silencio y la coacción del recuerdo. "Me mudaré o no", siempre había vivido en Pocitos, tenía tiempo para pensarlo; se le ocurrió que si se mudaba los recuerdos de Amelia volarían, se perderían, sería un desaire, un desprecio. Alzó la cabeza, por entre la severidad de los cipreces asomaba el contorno luminoso de las nubes; y la memoria fugó a las rutinas cotidianas, a las preguntas obvias, esas hoquedades silenciosas que ahora ahondarían los rincones de la casa. ¿Te parece que lloverá? ¿Está fresco? ¿Qué me pongo? Los comentarios inesperados: La flaca esa, la mujer de tu gerente, mira igual que un ornitorrinco. ¿Y cómo mira un ornitorrinco? Como ella. La comida invariablemente incomible, quemada, cruda, sin sal: Ay querido...me puse a hablar por teléfono y se me pasó un poquito, qué te parece si salimos y comemos algo por ahí.

La primera noche no pudo dormir: televisión, revistas y semanarios atrasados, las planillas de los seguros. Terminó pensando en un viaje, pero fue inútil: se vistió, salió y caminó hasta la rambla, bajó a la playa. Entonces, súbitamente, quizás el pasaje de una estrella fugaz o el bisbiseo del agua y cierta autoconmiseración complaciente lo llevaron a pensar que Amelia estaba en algún lado, que continuaba viva bajo una forma diferente; hasta se le ocurrió que se había mudado a su propio cuerpo, que lo habitaba y hablaba junto con él y miraba por sus ojos, alma, espíritu, fantasma, qué sé yo, verdad que no sé, pensó que le gustaría conversarlo con alguien. Sí, en algún lugar del universo o fuera de él, con Dios o sin Dios, tanto da, porque nada se crea, nada se destruye, todo se transforma, dónde carajo te me has metido, Amelia, y me dejaste así, hecho una braga. El corazón aceleró la marcha y al mismo ritmo los mecanismos de la memoria comenzaron a dispararle recuerdos: el cine, los copetines con amigos, los paseos al Chuy, las termas, el viaje a Bahía, los previsibles regalos de fin de año, los cumpleaños, los parientes de Salto, tan ricos y tan insufribles...Ah, y cuando nos conocimos, qué increíble.

Una tarde fría y de llovizna pertinaz, impermeable blanco en el atardecer gris, la halló esperando el ómnibus, el ceño fruncido de apretado mal humor. Al cabo de unos minutos lo enfrentó:

¿Qué mira? ¿Nunca vio una mujer?

Tan linda como usted, nunca.

Miró el reloj y pareció dudar:

Bueno, tengo tiempo, usted tampoco está mal, vamos a tomar un café, puede ser que así se me pase la rabia.

Fue el comienzo de todo. Entraron a un bar, ella caminó hacia una mesa junto a la ventana, se sentó antes que él, cruzó los brazos y lo miró con cierta hosquedad impostada:

Me llamo Amelia Montes, soy soltera, tengo veinticinco años, vivo sola y me gusta leer, la música y el juego, mi familia vive en Salto, ahora dígame quién es usted.

Quiso fingir una imperturbable naturalidad, pero sólo atinó a llamar al mozo con un chistido excesivo; enredado, sonrió con azorada insignificancia.

Disculpe, no quise faltarle, mire que mi intención...

Ella permaneció seria, pero la burla comenzó a treparle a los ojos y a la boca, no pudo contenerse y terminó llorando de risa, las palmas golpeteando la mesa:

Así son ustedes, no están programados para lo inesperado, bueno, hombre, dígame por lo menos cómo se llama.

2

Hacia fin de año el directorio de la empresa papelera organizaba dos fiestas, la primera un almuerzo para el personal "de cuello azul". Concurrían unos pocos miembros del directorio para entregar a quienes se jubilaban plaquetas o medallas de recordación y agradecimiento. El gerente general cerraba el acto con una breve alocución de homenaje a los fallecidos; refería los logros de la empresa, sus metas, exaltaba la fidelidad de los funcionarios: el éxito no era sino el fruto del esfuerzo de todos. Luego se retiraban y la fiesta continuaba con abundante whisky, vino, cerveza, refrescos, sandwiches y saladitos, hasta languidecer hacia las cinco de la tarde, hora en que la revancha por un año de agobio triunfaba con una borrachera ecuménica, las camisas por fuera de los pantalones y desaforada cantarola.

La otra, más reducida e íntima, se celebraba entre Navidad y fin de año. Una fina cena era ofrecida por el directorio en pleno a los selectos funcionarios "de cuello blanco" y a sus esposas, casi todos ellos, a esa altura del año, acosados por empujes de úlcera, asma, insomnio, estrés, hemorroides, eczemas y otras formas compensatorias con que el cuerpo somatiza responsabilidades, terrores e incertidumbres. Antes de la cena, en una salita reservada, los funcionarios de jerarquía eran discretamente convocados para recibir el sobre, eufemismo de pago extraordinario con cargo a cuenta en negro, benevolencia que se recibía invariablemente con una sonrisa beatífica y un giro de agradecimiento no siempre ingenioso.

Uno de los secretarios del directorio puso énfasis en la invitación:

No deje de ir, Suárez, sobrepóngase, yo podría entregarle el sobre y asunto concluido; pero no se quede en su casa, venga, van a estar las esposas, claro, y usted va a sentirse solo, pero haga un esfuerzo; piense que los directores van a considerar su presencia como un gesto de adhesión a la empresa. Mire que Rossi se jubila en marzo y exportaciones queda vacante, tenga en cuenta que se menciona su nombre.

No le pareció mal. Se había habituado al dolor, que ocultaba en una grata penumbra interior, cada día más profunda la horambre afectiva, pero también más rica en recuerdos, en detalles íntimos y minuciosas nostalgias.

Una noche lo visitaron dos amigos y le reprocharon que hubiera colgado cuatro retratos de Amelia, en el comedor, en el living, en el dormitorio y en el escritorio, y además el mismo, en traje de novia:

Mirá viejo, así no vas a salir más de la historia; murió, es una fatalidad, una desgracia horrible, pero pensá, no vas a llevar luto toda la vida.

El otro, bebido el tercer whisky y luego de chasquear la lengua se atrevió a más:

Van a hacer seis meses que se fue, creeme que lo siento, sabés cómo te queremos; pero si conocieras a Valeria, la nueva secretaria del presidente... ¡aflojá, loco, te lo decimos por tu bien!

Recordó esa conversación, Amelia sabría disculparlo, estuviera donde estuviera; no, no iría solo, iría con ella, con su recuerdo. La sentaría a su lado, le hablaría, hasta imaginó que si estuviera le daría de comer en la boca como solía hacerlo por gracia como precio por las reconciliaciones. Y cuando se dijo esto sintió el soplo de un fastidio, celos quizás, como si lo hubiera abandonado para irse con otro: "Qué imbécil, tengo que ir, voy a ir". Tenía un traje gris torcaza casi nuevo y una corbata lila sin usar, su último regalo de cumpleaños. Iría, sí, pero con su recuerdo, como una novia.

Al final de la cena, después de los postres y antes de los brindis, el gerente -calvo, ojos color acero y gesto de serena malicia- se puso de pie con solemnidad eclesial, acarició lenta y morosamente las solapas del saco, alzó la copa en ademán de saludo y pidió silencio. En tono pausado, casi académico, hizo breves consideraciones sobre el aumento de la producción, la culminación de la segunda etapa en el plan de plantación de tres millones de árboles, el notable incremento de las exportaciones y la próxima inauguración de una planta experimental de reciclaje; técnicos suecos llegarían en pocos meses. Con entonación calma, casi pastoral -por supuesto que con el sano propósito de sembrar alarma y sensación de riesgo- exhortó a redoblar esfuerzos ante el rumor de la llegada de una empresa competidora; se tenía conocimiento de cierto patrocinio político poco tranquilizador. Era lo único que por ahora podía informar: "Debemos extremar al máximo los esfuerzos para incrementar el nivel de excelencia, sólo así seguiremos en punta." Al acallarse los disciplinados aplausos, cerró la palabra el presidente, siempre escuchado con respeto cultual y temeroso acecho, diminuta deidad depositaria de sus pequeños destinos. Era una reliquia esquelética que se incorporó con dificultad, se quitó los lentes, los dejó sobre una pequeña hoja de papel y alzó la copa de Pommery; su cara de anguila se arrugó, se estiró en una sonrisa pequeña y habló, casi inaudible y con leve acento inglés:

Con profunda satisfacción alzo esta copa y saludo y brindo por este magnífico equipo de colaboradores, que nos acompaña en esta marcha de progreso hacia un futuro sin fronteras. En el papel, queridos amigos, está escrita la historia del mundo en todos los idiomas. Ustedes han hecho con su trabajo la historia de esta empresa, y harán su porvenir también, y por consiguiente el porvenir de ustedes mismos, mis amigos, y de sus queridas esposas e hijos.

No hubo quien no sintiera en la espalda el repeluz de una paternal advertencia. En medio de los aplausos sintió un pequeño toque en el hombro; se dio vuelta pero no había nadie, sólo pasaba un mozo con una bandeja de platos. También creyó oír una risa contenida. No hizo caso, se había equivocado.

Terminada la cena se formaron pequeños grupos: proyectos de paseos para las licencias, anécdotas graciosas, problemas puntuales en algunos sectores de la empresa fueron los temas frecuentados. En un rincón, apartadas de las señoras jóvenes, las esposas de los mayores de la firma continuaban sentadas: la salud de sus respectivos esposos, proyectos de viajes o recuerdos comunes animaban la charla reposada. Era consigna enseñada y aprendida que en esas ocasiones no debía hablarse de nadie en particular, y de la empresa menos, sólo temas intrascendentes, salud, modas, viajes y afines. Logró conversar distendido con dos compañeros que habían concurrido sin sus esposas. El tema de las mujeres surgió de inmediato. Uno de ellos, contador, había llegado el día anterior de un viaje a Suecia y contaba anécdotas, una tras otra:

Escuchen, todo lo que oigan decir de las suecas es poco. El viejo Dalbono no sé cómo se las arreglaba, pero cada día tenía una distinta. Parábamos en el mismo hotel, una noche se sintió mal y me llamó; lo encontré en la cama con una guacha divina; tenía la cara color vino, la nariz le sangraba como una canilla y los ojos parecían de yeso. Llamé al médico, tenía 25 de presión, por poco la queda. Y miralo allá, hablando con el presidente. Ni sospecha el gringo la ficha que tiene de vice.

Aparentaba escuchar atento, -Amelia, Amelia, nunca más, nunca más- cuando sintió nuevamente un toque en el hombro. Se dio vuelta, un mozo lo miraba y sonreía obsequioso. Los guantes blancos le ofrecieron una bandeja de plata con un sobre gris:

¿Señor Suárez?

Si.

Un señor preguntó por usted, me dijo que se lo entregara, no dijo quién era.

Gracias.

Se apartó, lo abrió y extrajo una tarjeta: "Helvecio Gordon. Psicólogo"; leyó con dificultad la letra pequeña, en tinta verde y con caligrafía estrecha y angulosa: "Lo saluda y le agradece se sirva llamarlo mañana hora 10", al pie la dirección y el teléfono: un desconocido, la guardó y volvió a reunirse con el grupo.

Esa noche durmió poco y con pesadillas; se despertó temprano, dolor en las sienes y opresión en el pecho, un vago recuerdo erótico, -vaya, pero si estoy mojado-, y hubo un latigazo de culpable infidelidad. Pensó en Héctor Barrios, el contador que había viajado a Suecia con el vicepresidente: buen punto para su carrera; pero el raconto de sus aventuras le había dejado trazas de envidia: "quizás soñé con la historia de la sueca." Evaluó una incursión en la vida disipada, podía significarle una doble cuota de alivio y olvido, pero ¿cómo hacerlo sin traicionar el recuerdo? Amelia habitaba cada objeto, cada rincón, cada una de las rutinas del día. Vio sobre la mesa de noche la tarjeta del psicólogo. ¿Quién era? ¿qué quería? ¿cómo había averiguado su presencia allí? Volvió a dormirse. Cuando se despertó fue al baño y se miró al espejo: tenía los ojos hinchados, había llorado.

3

Llamó y acordó la entrevista para última hora de la tarde; pese a haber insistido se negó a darle cualquier explicación por teléfono.

Fue puntual, era una pequeña casa en Belvedere próxima al viaducto. Abrió la puerta un hombre bajo, grueso, de escaso pelo rubio, casi albino. Vestía pantalón jean y una camisa colorada, remangada:

Señor Suárez, ¿verdad?, pase, y caminó hacia el fondo por un corredor estrecho. Lo siguió hasta una pieza de dimensiones insignificantes. No tenía ventanas ni luz, "esto parece un placard". El hombre gordo le señaló una silla baja: "Tome asiento", dio un paso a un costado, se empinó en puntas de pies y se estrechó para poder pasar entre el borde de una mesa, que por lo pequeña parecía de cocina, y una estantería con libros; se sentó frente a él y encendió una lámpara de opalina verde. De brazos cruzados, la luz los iluminó cubiertos de pecas y vello blanquecino; un rubí desmesurado rutilaba en el dedo mayor de la mano izquierda; por entre el resplandor verdoso, el rostro lampiño y de ceño fruncido lo observaba. Carirredondo, de nariz curva y amenazante y labios gruesos, mirada azul bajo cejas blancas, lucía un aura luciferina difícil de enfrentar. Sin embargo la sonrisa parecía disuadír suspicacias:

Por supuesto que usted es el señor Suárez; confieso que lo imaginé tal cual es.

Lo felicito, usted dirá cual es el motivo de esta cita, que intuyo urgente.

Sí, mi nombre es Helvecio Gordon, soy psicólogo diplomado en la Argentina, pero también parapsicólogo y espiritista de la escuela kardeciana. Viví diez años en París y después en Lyon, allí fui discípulo y luego ayudante de Albert Colling, autor de obras importantes y famoso medium. Señor Suárez, todo lo que sé de usted me fue revelado por medios que no puedo confiarle: podrá creerlo o no, eso me tiene sin cuidado; pero sé que tiene cuarenta y ocho años, que trabaja en una fábrica de papel, que enviudó hace ocho meses de la señora Amelia Montes y que esa pérdida lo ha afectado mucho. Goza de buena salud, aunque hay un pequeño problema de hipertensión, nada grave. También sé otras cosas que no viene al caso decirle, que usted ya las sabe y que además no interesan.

Disculpe, sí, me interesan, cuáles.

Detalles, dejemos eso; como le dije, mi profesión tiene su ética. En parapsicología y particularmente en espiritismo, no se averigua sólo lo que se quiere; más bien uno se entera de muchas cosas, digamos, que nos llegan imprevistamente; usted dirá si prosigo o no.

Guardó silencio, la interrupción del discurso y la pregunta lo sorprendieron más que todo lo anterior. Observó que Gordon se sentaba en un banco de cocina y que usaba la pared como respaldo; recién entonces tomó conciencia de que la habitación era tan pequeña que apenas daba lugar para dos personas. Los rincones y el piso estaban ocultos bajo libros y papeles. Volvió a encontrarse con la mirada de Gordon, que esta vez le pareció algo desamparada. Alzó la vista y quedó perplejo: una cruz le emergía de la cabeza, justo sobre la coronilla; pero de inmediato se dio cuenta de que colgaba de la pared:

Me interesa, continúe; a pesar de que aún no sé el motivo de la cita. Por ahora estoy algo asombrado, nada más.

Señor Suárez, le adelanto esto: deseo ayudarlo, luego le diré cómo. El espiritismo es una ciencia empírica, y Kardec, su fundador, un científico. No afirmó nada que no hubiera experimentado y comprobado. Fue un positivista, no olvide que fue contemporáneo de Darwin y de Augusto Comte, y no en balde unió el espiritismo a la idea de progreso ¿Sabe lo que dijo?

No.

Que el espiritismo será científico o no será nada; además contó con la adhesión de talentos como George Sand, Balzac, Camilo Flammarion, Conan Doyle y muchos otros.

Entre azorado e indignado, su espíritu renitente fue asaltado por la idea de que estaba frente a un mercachifle; toda aquella perorata terminaría en un asunto de pesos, en un timo, en una estafa. Le vio aspecto de carnicero y lamentó haber venido; una oleada de mal humor lo encrespó:

Perdóneme, señor, o doctor, no sé cómo llamarlo.

Me dicen profesor.

Bueno, está bien. Le agradezco su interés por mi persona, ignoro el motivo; me imagino que no será para que me convierta al espiritismo, más bien pienso que usted va a proponerme algo.

La perspectiva de tener que hablar de Amelia con un extraño lo alertó, un sentimiento con puntas de celos lo puso en guardia, pero se arriesgó a continuar:

Es cierto que paso por un momento difícil, pero usted debe comprender que circunstancias como ésta, en que soy citado para hablar de estas cosas con un desconocido, no son comunes. Le adelanto que soy agnóstico y que a los efectos prácticos y para no entrar en matices, digo que soy ateo.

Helvecio Gordon oía impasible, echado hacia atrás, las manos cruzadas sobre el vientre, la boca distendida en un apunte burlón; lo observaba con una mirada perdida y lenta, por no decir estólida, y le recordó esos budas de yeso que venden en las santerías, el gesto congelado en una mueca de indiferencia:

Continúe, señor Suárez, me interesa, tiene usted el aura con muy poca energía.

Nada más, sólo le pido brevedad en su exposición, tengo prisa.

De pronto se sintió ahogado y quiso huir. Apoyó una mano sobre la mesa, se incorporó y apartó la silla. El espiritista lo contuvo con un ademán breve:

No se vaya, usted va a hablar con Amelia.

¡Qué está diciendo!

Usted va a conversar con su esposa, podrá verla, quiero ayudarlo.

Ya en su casa repasó los hechos. El primer impulso fue golpearle la cara, pero Helvecio Gordon levantó las manos y lo contuvo con gesto pacificador. Escuchar en boca de aquel ser rarísimo, espíritu nigromante engarzado en un cuerpo de carnicero el nombre de Amelia, había operado como mordiente de un expectante asombro, un conjuro que lo suspendió y obligó a sentarse nuevamente. Tuvo un fuerte mareo y sintió la presión de un aro en torno a la cabeza, como si llevara puesto un sombrero chico. Suspiró hondo para serenarse y esperó, por cierto que con una contenida exasperación. Entonces el parapsicólogo comenzó una larga exposición sobre la teoría espiritista. El espíritu se encuentra ligado al cuerpo por otro intermedio, o periespíritu, formado por una materia sutil, ectoplasmática, que sigue al espíritu cuando abandona el cuerpo. Esta energía incorpórea es la que puede llegar a hacerse visible por intermediación de una persona dotada de mediumnidad.

Lo de periespíritu le hizo gracia, lo de ectoplasmático le sonó a sustancia química, y lo de mediumnidad le produjo un breve sofoco: "Qué vergüenza, qué ridículo". Buscó la ira, quería enrostrarle su ciencia de chafalonía, pero no la halló: tan poderosa y seductora fue la envolvente hipótesis que logró sobrevivir al ridículo. Contra su voluntad, la posibilidad de un encuentro con Amelia comenzó a abrirse paso y a transformarse en hambre de presencia, en fogarada de esperanza: hablarle, estrechar algo que intuyó como un vacío vaporoso; ella se reiría como antes y él juraría serle eterna y abyectamente fiel.

Mientras se extraviaba en esas hipotéticas escenas, diálogos, renovadas declaraciones de amor, reproches por su abandono y otras gracias, a las que ella respondería con mohínes o con alguna de sus salvajes humoradas, Helvecio Gordon ya había dejado atrás la clasificación ternaria de los espíritus en "imperfectos", "buenos" y "puros", y se internaba en los postulados de reencarnación y evolución espiritual:

No sé si usted percibe, señor Suárez, que no tiene sentido pensar que todo termina con la muerte física / sí, ella reiría y él le reprocharía / porque usted lo ignora, señor Suárez, pero la idea de reencarnación ya era aceptada por Pitágoras, más aun, es muy anterior a él / que no intentara besarlo, aunque... ¿sería posible acercar los labios a aquella nube graciosa, palparle los senos como antes? / y como le digo, de experiencia en experiencia el espíritu y el periespíritu varían como la piel, pero no así el alma que / ¿acaso sentiré algo? ¿el perfume, podrá ser? ¿y si le sobrevenía una erección y ella lo notaba? "¡Bueno bueno, Suárez ya está a la orden, siempre listo, a ver, a ver, venga con mami..." / transmigra de vida en vida, de experiencia en experiencia hacia la perfección, y Dios, aunque usted dice ser ateo -lo que es una forma de ignorancia- / ah, si fuera posible abrazar aquella nube, Amelia, Amelia, ese lunar escondido en la colita..."

El psicólogo dio un golpe sobre la mesa, lo despertó y hundió en sus ojos los suyos inmóviles y alconados:

Señor Suárez, esto es, en esencia, el fundamento científico de lo que voy a proponerle. Debo decirle que mi intervención es totalmente honoraria, nuestro código ético nos impide cobrar, ni siquiera recibir obsequios o gratificaciones. "Qué cosa, no puedo concentrarme, qué habrá estado diciendo este tipo..." Pero también estoy obligado a informarle que aquí en el Uruguay, con el mayor respeto hacia mis hermanos, no existen mediums capacitados para convocar ultrafanos, o como se dice vulgarmente, apariciones o visiones. Solamente los hay parlantes, yo soy uno de ellos, capaces de decodificar mensajes, eso es tarea relativamente frecuente.

¿Cómo decodificar mensajes? ¿Qué significa eso?

Le explico, una vez contactado el espíritu se establece un código de comunicación, por golpes o sonidos convencionales. Conocida la clave, la decodificación es sencilla. Para ilustrarlo y para que comprenda la importancia de todo esto, le diré la tarea en la que estoy empeñado: el científico ruso Kiril Pavlovsky, de la Universidad Lomonosov, fallecido hace cuarenta años, me está dictando el último capítulo de su obra "Refutación marxista leninista del Postulado III de los Cuadernos de Liria Ulianova", obra que dejó inconclusa.

Se lo dicta en ruso, por supuesto...

Si, pero colabora otro espíritu que es bilingüe.

El hecho de que deseara ayudarlo en forma gratuita lo impresionó. Al cabo de una hora de conversación ya estaba formulando preguntas que significaban una aceptación tácita de la vida ultraterrena y de la posibilidad de comunicarse: "Tendré que viajar, ya no tengo dudas, aunque exista una posibilidad en un millón."

El medium dio por terminada la entrevista; ya en la vereda se empeñó en acompañarlo hasta el auto. Iba a abrir la puerta cuando lo tomó del brazo:

Lo siento, usted quedó con el aura alterada, la tiene muy opaca, las defensas muy bajas. No me sorprendería que algunos elementales lo molestaran esta noche: compre unas varillas de incienso, el de sándalo es preferible, y encienda algunas antes de dormir. Usted no me cree, ya lo sé, pero hágalo, es por su bien.

Ya sentado al volante y con el motor en marcha, se acercó y se acodó en la ventanilla. Le prometió que trataría de conectarse con Amelia; de lograrlo, lo que no siempre era posible, la interrogaría sobre su disposición a manifestarse. En cuanto tuviera noticias lo llamaría por teléfono. Le puso una mano en el hombro y con un pedido de reserva total esperó a que partiera.

4

Como jefe de exportaciones –fue ascendido al cargo a pocos meses del anuncio- debió acompañar al contador Barrios a una importante licitación. Aún no había llegado el representante del ministerio; conversaba con el representante de otra firma cuando sonó su celular:

¿Señor Suárez? Habla Helvecio Gordon, tengo noticias para usted, lo espero hoy a las siete.

De acuerdo, y cortó.

Suscrita el acta de ofertas, se retiraron en compañía de los representantes de las otras empresas. No pudo ocultar su ansiedad e intentó despedirse de Barrios al salir del ascensor:

Tengo que irme.

Te acompaño, no te veo bien, ¿te pasa algo?

No, nada; un poco cansado; debía disimular y habló de la licitación: Estuvimos por debajo de Brasil.

Y de Chile, nada menos; bueno, confidencialmente, viejo, ya estaba todo cocinado. Pero decime, a mí no me engañás, cuando te llamaron por el celular te pusiste nervioso, diste un salto, contame, seguro que tenés una mina.

No, nada de eso, era mi médico para avisarme que ya tiene los resultados de los análisis, todo normal.

Y cómo va tu vida, ¿siempre igual, pensando en Amelia?

Correspondía una respuesta evasiva:

Más o menos.

Perdoname que me meta, un psicólogo podría ayudarte.

Sintió un pícaro regocijo; esta vez no tendría necesidad de mentir:

Bueno, la verdad es que estoy viendo a uno.

Ah, por fin, te decidiste. Mirá, cuando estés mejor salimos juntos, tengo una mina que tiene una amiga sensacional, vos la conocés.

¿A la amiga?

¡No, a la mina! Es la hija de Lucas Reyes, el veterano que se jubiló hace dos años, el jefe de personal.

Sí, cómo no, me acuerdo, un hombre muy bien, muy correcto, muy buen funcionario.

Bueno, sí, muy correcto, te digo, vos hacés cada comentario...El caso es que la hija, mirá, no vi nada igual, es un monumento; cuando me llama por teléfono te juro que tengo que sentarme, porque nada más que de oírle la voz, te juro....Bueno, como te digo, tiene una amiga que es contadora.

Pero decime, Barrios, ¿y tu mujer?

Pareció sobresaltarse: ¿Mi mujer? Ah, muy bien, ¿viste que entró segunda en el torneo de golf?

Transido por la esperanza de un reencuentro, con ultrafano o sin él, compró un ramo de jazmines que al llegar puso sobre la mesa de luz, junto al retrato de Amelia.

Fue puntual; Gordon lo recibió en short y remera verde. De lejos le llegó una nubarrada de esencias mefíticas, como si se hubiera bañado con una pestilente colonia de farmacia. Vio que se encaminaba hacia el placard; hacía mucho calor y arriesgó algo que sonó a ruego:

Por favor, podríamos sentarnos por aquí.

No, lo siento. El escritorio es muy pequeño pero me llegan mejor las vibraciones. Ahí no se me escapa nada. Claro que se carga mucho y periódicamente tengo que limpiarlo. Cuando recibo personas especiales debo salir y caminar un rato, las descargas son muy fuertes.

Se preguntó quién era en realidad este Helvecio Gordon, al que se había entregado como un cordero en la primera entrevista. ¿Cómo había hecho para ubicarlo, enterarse de su viudez, de su trabajo en la firma, del almuerzo con los directores? ¿No sería un detective o un espía de esa firma fantasma que mencionó el gerente general? ¿Cómo sabía tanto de su vida? Y ahora le largaría la gran noticia: se había conectado con Amelia y el encuentro ya estaba concertado; algo así como: nos encontramos en el bar o en la puerta del cine, una especie de agencia sentimental con el otro mundo, un chateo con los muertos. Se proclamó racionalista impenitente y sintió que estaba profanando el recuerdo de Amelia: "ridículo, ridículo, este tipo parece un payaso de circo, o mejor un almacenero, sí, eso, despacha yerba, azúcar y mortadela", no, nada creería de lo que le dijera, y convino en que aquel hombre en pos del cual marchaba hacia el tabuco con olor a incienso era un delirante ya que no un timador, desde que no cobraba nada, vaya a saberse con qué historia le venía, o posiblemente estaba loco, un obseso paranoico. Además tenía el mismo discurso de los vendedores, bien podía ser un vendedor de libros, de electrodomésticos, el promotor de una mutualista de cuarta, cualquier cosa, hasta un posible vendedor de rifas.

Pero antes de entrar a la pieza la cabeza del psicólogo giró como un periscopio y lo enfrentó. Era más bajo que él y sin embargo le pareció enorme; lo miró cejijunto, los ojos color aguamarina relampagueando bajo las cejas albinas. Tuvo un tris de miedo y le pareció ver plumas en torno del rostro alechuzado:

Sé que usted está pensando mal de mí, señor Suárez. Convengo en que tendría derecho a hacerlo si yo fuera un comerciante o un mercachifle como tantos. Pero le pido que me respete, en primer término, y que espere a escucharme, en segundo. No se preocupe, no me ofendo, esto me pasa a menudo con quienes intento ayudar. Nuestro código ético nos impide ofendernos, debemos comprender: es nuestro karma.

Bueno, disculpe, y se sintió desnudo y rezongado como un niño al que sorprenden robando dulce; enrojeció hasta las orejas y la culpa lo abofeteó: Disculpe.

Helvecio Gordon entró, se empinó, hundió la barriga y se deslizó entre el escritorio y el anaquel. Ya calzado en la silla encendió la opalina verde, apartó de un manotazo un montón de papeles y lo invitó a sentarse. Calculó más de treinta y cinco grados, poco menos que en la planta de secado de la empresa:

Quisiera quitarme el saco.

Hágalo.

Con dificultad apartó la silla, se entreparó, y quizás por los nervios que le provocó el haber sido descubierto en falta, culminó la convulsa operación de despojarse con una involuntaria trompada en la pared. Se frotó la mano dolorida:

¿Se ha hecho daño, señor Suárez?

No, dígame.

Bien, la noticia que tengo para usted es que luego de varios intentos, primero solo, y después con la ayuda de un colega, me he contactado con su esposa.

Eso qué quiere decir.

Escritura automática, es una de nuestras técnicas. Pero no se preocupe, no se lo explicaré. En nuestra última entrevista, mientras intentaba ilustrarlo sobre el espiritismo científico usted se autocomplacía en un diálogo imaginario con su esposa.

Nuevamente había leído su pensamiento. Quedó perplejo, aquel hombre poseía facultades poco comunes. Cierta vez leyó que algunos servicios de inteligencia estudian la telepatía como medio de comunicación; también los rusos habían hecho experiencias durante la guerra con un alto porcentaje de aciertos. Sí, debía admitir que existía un área de conocimientos que él ignoraba. "Bueno, pero de ahí a que yo acepte la existencia de los espíritus, de que pueda conversar con ellos, de verlos, o mejor, de verla... Vaya, es mucho pedir. Sin embargo, ¿por qué mi corazón late tan fuerte? Ay, Amelia, mi Amelia...:"

Nuevamente disculpe, lo escucho.

Seré breve, dijo autoritario, y su voz salió apretada por la cólera, empuada de mal humor, al tiempo que él se sintió escudriñado, atrapado.

El domingo de noche obtuve contacto.

¿Y cómo sabe que es ella?

Pese a la pregunta, dictada por su inamovible racionalismo, había resuelto creer todo, acorazarse con una fe de converso y seguirle el juego con respeto irreprochable.

Muy sencillo, me dijo que hoy concurriría usted a una licitación con un señor Barrios, hasta me indicó la hora...¿es cierto?

Sí.

La voz le salió raspada, ardor en los ojos prendidos en los del parapsicólogo. El sudor le corría por los sobacos y la frente; todo el cuerpo en traspiración y escozor. Apretado entre la silla y la mesa, pegado a la pared, sintió que el cinto comenzaba a estrecharlo como una boa y el pantalón a estrujarle las entrepiernas en lo que le pareció el inicio de una erección inverosímil:

Pero hay algo más, y para que no tenga usted dudas...

Qué.

Bueno, sabrá disculpar, me dijo que usted tiene un lunar en el pubis y una verruga en la nalga izquierda.

¡Carajo!, y golpeó la mesa con el puño, tan violento que la luz de la lámpara titiló. Era tarde para corregir el exabrupto:

Discúlpeme, ha dicho algo demasiado fuerte.

No tiene importancia, discúlpeme usted, no tuve más remedio que decírselo para terminar con sus dudas y titubeos. Señor Suárez: ella consintió en la entrevista, pero no será aquí, por las razones que le expliqué. Deberá viajar, como usted mismo lo dedujo para sí en nuestra entrevista anterior, no sé si lo recuerda, fue cuando le dije que no hay en nuestro país mediums capaces de inducir ultrafanos: su esposa lo verá en Barcelona. Le diré, para que no lo tome de sorpresa, que el fenómeno se procesa a partir de una formación ectoplasmática.

Y eso qué es.

Se trata del periespíritu, ya se lo expliqué días pasados cuando usted se entretenía perpetrando diálogos imaginarios con su esposa. Es algo parecido a una sustancia efímera que el espíritu utiliza para hacerse visible, pero no es material: se la ha registrado con cámara Kirlian y no posee aura magnética.

Y ella le dijo que me vería en Barcelona.

En Barcelona; si se resuelve le daré una carta de presentación para la señora Dinorah Barrientos; es cantante, pero además muy conocida por sus poderes parapsicológicos y mediúmnicos, casi sobrenaturales; y digo casi porque nada hay en todo esto que no sea natural.

Sí, y qué más le dijo.

Poca cosa más, aparte de darme el consentimiento para manifestarse.

Sintió que iba a decir un sinsentido, una estupidez, "¿cómo puedo preguntar semejante cosa?", pero la dijo:

Y ella cómo está.

Supongo que ni bien ni mal, es algo diferente, aunque si lo supiera no se lo diría; tiene tiempo para pensar lo del viaje, avíseme lo que decida.

Con las maniobras y dificultades habituales, Gordon, los labios apretados y la mirada baja y hosca, se levantó y salió. Fue tras él como un perro manso. Sin volver la cabeza ni saludarlo abrió la puerta, esperó a que saliera y la cerró a sus espaldas con un portazo.

Quedó parado en la vereda, humillado e insignificante, acurrucado en sus dudas, miedos y tinieblas interiores. De pronto se dio cuenta de que no veía nada; es que se había tapado el rostro con las manos y lloraba sin tino, sin saber porqué. Sintió frío, corrió hacia el coche.

5

Una tarde -apenas un mes de casados- fueron a Carrasco. El proyecto era cenar y luego ir al casino. Amelia tenía pasión por el juego, particularmente por la ruleta y su cielo de martingalas y esperanzas. Pocas eran las que no conocía, y no menos las que inventaba según un esotérico y azaroso sistema sujeto a estrictos rituales. Antes de salir abría la Biblia a ojos cerrados y a partir de allí sumaba los capítulos y versículos de la página, luego hacía lo mismo con los pares y los impares, restaba unos de otros, y sobre esa primera base se internaba en una selva de raíces cuadradas, cuando no echaba mano algunas veces a las tablas de logaritmos, que sin duda no sabía manejar y que posiblemente usaba como reservorio de cifras. Todo quedaba finalmente reducido a un minúsculo papelito con unos cuantos números, que doblado siempre el mismo número de veces guardaba en su cartera. Antes de entrar al casino recitaba una especie de jaculatoria de palabrotas y maldiciones propias de un lumpen traicionado, y las más de las veces, al salir de madrugada, hacía trizas el papel de las chances y cábalas y lo arrojaba al viento, repitiendo ahora con convicción y despecho aquel lenguaje de carrero, sin exorcizar por ello la mala suerte.

El chaparrón de su locuacidad sin punto ni coma cuando un tema la encendía, y la gesticulación infatigable que lo acompañaba, salpicado de gracias y ademanes, contrastaba con la parquedad casi monacal de él, en invariable escucha taciturna. Las discusiones se prolongaban sin tiempo hasta que algo los obligaba a cambiar de tema. Esa tarde, a raíz de la muerte de uno de sus familiares en Salto, Amelia habló de la posibilidad de vida en el más allá:

Dime una cosa, Suárez: está probado que el pensamiento puede trasmitirse.

Sí, por teléfono.

No, tonto, telepáticamente, y si se trasmite de una persona a otra es porque hay algo material que va de uno a otro ¿verdad? Es lo mismo que un control remoto: oprimes el botón y cambias el canal, algo ha viajado de uno a otro aparatito, ¿no es así?, y esa orden es energía, o materia, o lo que sea. Entonces me pregunto, ¿adónde van nuestros pensamientos?

Bueno, no necesariamente hay que concluir que es materia. A nosotros nos sucede a menudo cuando debemos elegir algo, una película, un plato especial, un color, cualquier cosa. Nos ponemos de acuerdo sin hablar, nos adivinamos, llámale sincronismo o como sea; puede ser como un sonido que no se oye, una onda o una frecuencia; cuando niño había en mi casa un silbato silencioso para los perros de caza: sólo ellos lo oían.

¿Y eso que tiene que ver?

Bueno, en realidad nada, o poco, pero es parecido, es un problema de frecuencias.

...y si Lavoisier dijo que nada se crea y nada se destruye, y el pensamiento es energía, materia, o no sé qué, ¿puedes decirme qué pasa con él? ¿qué pasa después que morimos?

Entonces él atacaba con el florete del humor, salvaje y artero:

Bueno, sí, es cierto: todo se transforma, puede ser que tus pensamientos pasen a ser ondas radiales o culebrones de televisión.

Suárez, eres un perfecto idiota. Cuando me muera volveré para mortificarte, entonces te acordarás de mí.

Será un placer.

En ese momento cruzaban avenida Arocena ovillados en la polémica. Algo enorme apareció detrás de ellos y no lo vieron. Tampoco los vio el conductor del ómnibus, que aunque tarde pudo maniobrar, no sin golpear a Amelia con el extremo del paragolpes.

Ya en el sanatorio y bajo los efectos de un fuerte sedante, ella lo besó y le habló al oído con un hilo de voz.

¿Viste? ¿Dónde estará ahora la puteada que le echaste al conductor?

En poder de la madre, naturalmente, por control remoto.

6

El domingo siguiente volvió a lo de Gordon y halló la puerta abierta:

¡Adelante, señor Suárez!

El placard de las consultas estaba cerrado. Pasó frente al baño y a la cocina y se encaminó hacia la única pieza: el dormitorio. Lo encontró en short, en medio de una humarada de incienso, tirado en una yacija de sábanas revueltas y con un paño mojado sobre la frente. El olor a sándalo era tan penetrante que le ardieron las narinas:

Y qué le sucede, una gripe.

Lo de siempre, ya le dije, esto no es ganga; trabajé toda la semana en la traducción del libro de Pavlovsky, y el trance mediúmnico, cuando se prolonga mucho, me trae estados febriles intermitentes, erupciones y dolor de cabeza, una especie de falso paludismo. Esta vez ha sido particularmente intenso, la entidad traductora estaba muy susceptible. Aunque le aclaro, no estoy enfermo: son simples somatizaciones. Si no comiera tanto ni tomara vino el efecto sería mucho menor. Pero vayamos a lo suyo, dígame qué ha decidido.

Ir, puedo viajar en quince días, qué tengo que hacer.

Bien, vayamos por partes: primero y principal, la señora Dinorah Barrientos ya está esperándolo, sabe que va a ir, su esposa se lo dijo. Sé que esto lo decepciona un poco pero usted salió de aquí ya programado para ir, aunque no se dio cuenta. Es que cuando creyó decidirse solo halló el motivo, la justificación del viaje, porque su esposa supo desde el principio que usted iría.

Bueno, elegí ir; si mi elección fue libre o no, eso no me interesa, es un problema sin consecuencias prácticas. Resolví ir, el porqué no viene al caso.

Tiene razón, dejemos eso. Aquí tengo pronta la carta para la señora Barrientos. En el sobre puse la dirección y el teléfono; no bien llegar usted la llama desde el aeropuerto y acuerda la cita.

Y cuánto debo pagar a esta señora.

Nada, absolutamente nada. Ella no cobra, aunque si lo desea puede tener una atención; no estará demás, está pasando por una situación difícil.

Parece que los espíritus no la ayudan mucho.

Cuídese de hacer esos comentarios.

Se despidió con pesar. Helvecio Gordon había mostrado en todo momento una eficiencia sin claudicaciones, una actitud respetuosa. Intentó explicarse y pedirle disculpas por su desconfianza, pero no las aceptó y se negó a tocar el tema:

Comprendo su escepticismo, quizás el viaje determine un cambio en su vida, como lo fue para mí tomar contacto con el espiritismo; cuando vuelva, llámeme.

Con dificultad se incorporó en la cama, y pese a sus protestas lo acompañó hasta la puerta.

Me siento mal, esos elementales, íncubos de mierda, y perdóneme, no me han dejado en paz en toda la noche.

No sabía de qué hablaba, pero se sintió conmovido e intentó despedirse con un abrazo; Helvecio Gordon interpuso la mano:

No se arriesgue; no le podría contagiar la fiebre ni el dolor de cabeza, pero sí otras cosas, delo por hecho, gracias.

Observó que tenía una mancha roja en el cuello, bajo la oreja, y se la señaló con el dedo:

Se ha golpeado.

No, nada de eso, adiós.

Movió la cabeza con aire pensativo y cerró la puerta, apuntado apenas un gesto de picardía y el atisbo de una sonrisa.

7

Quince días después descendía en el aeropuerto de Barcelona. Llamó desde un teléfono público y Dinorah Barrientos lo atendió de inmediato. El diálogo fue breve, le impresionó el imperio de su voz cálida, de marcado acento andaluz:

Me encuentra usted sentada al lado del teléfono, señor Suárez, hace más de quince minutos que espero su llamada. Me alegra mucho que haya llegado bien. Escúcheme, que habla usted muy fuerte, serénese un poquitín, vaya al hotel, tome un buen baño y trate de dormir, descanse. Coma poco, beba mucha agua, no coma carne ni picantes, no beba alcohol hasta que nos veamos. Usted tiene mi dirección, lo espero mañana por la tarde, hacia las siete.

Bien, ¿alguna otra indicación?

Pues no, ninguna, señor Suárez, y esté tranquilo; su voz se siente muy nerviosa, serénese.

Fue directamente al hotel, tomó un calmante, se acostó y se durmió en pocos minutos. Se despertó a media noche, hacía mucho que no lo visitaba un estado de serenidad tan profundo. La certidumbre de que vería a Amelia se le había colado, quizás a fuerza de desearlo tanto, que se sentía como en vísperas de una cita; hasta por momentos sentía que ella, de alguna manera, estaba a su lado desde que bajó del avión. Quizás lo había esperado, como Dinorah Barrientos. Y volvió a dormirse.

Al día siguiente desayunó con fruta y café con tostadas, no almorzó y permaneció gran parte del tiempo recostado; no salió de la habitación, aunque en ningún momento se sintió sólo.

La casa estaba al fondo de un callejón cerrado, un estret carreró, próximo a la Avenida Conde del Asalto, tras del Montjuich. Bajó del taxi y caminó, y el ritornello de una oscilante incertidumbre comenzó nuevamente a desmedrarle el ánimo. Se detuvo y observó el edificio. Era casi vetusto, con algo de castillo pequeño. Había sobrevivido a la demolición del entorno gracias a que su estilo mostraba una fuerte influencia de Gaudí, al punto de ser creencia general que los planos habían sido supervisados por el maestro. La fachada en piedra labrada remataba en un hastial coronado por una hilera de formas antorchadas -posiblemente cristal- de colores abigarrados; pequeñas ojivas y otros detalles en los dinteles y en los antepechos de los balcones, ceñidos éstos por complicadas volutas de hierro acintado, evocaban la voluntad caprichosa y barroca de La Pedrera y de La Casa Batlló. La medium ocupaba la planta alta, y hacia ella se encaminó Suárez exactamente a las siete, la cabeza pululante y desmandada, trepando por unos escalones de piedras tan gastados que contaban la edad centenaria del castillete. La escalera trazaba un arco espiralado, que partiendo del frente conducía a una amplia terraza cercada por un barandal de hierros y maderas torneadas.

Con paso tímido se acercó a la puerta. Adornaba los batientes de roble una complicada taracea de bronce, desplegada en hojas, flores y ramajes en torno a dos simétricos caduceos. Alzó la cabeza y vio en la ojiva del dintel un vitral de colores; en su centro, un triángulo azul encerraba un ojo radiante. No vio ni llamador ni timbre, por lo que golpeó con el puño. Recordó el consejo de Amelia y contó hasta veinte antes de llamar por segunda vez. Imaginó que estaba llamando a su puerta y sonrió; ella vendría a abrirle, y como siempre, sabia en mohínes -"adelante, caballero"-, lo saludaría con gracias y ceremonias impredecibles.

Se reprochó esa tontería y trató de sosegarse, pero serenidad y certeza huyeron por las hendijas de nuevas y renovadas dudas. Puteó entre dientes y se infligió una severa reconvención. Aquella fuerza esperanzada que lo había arrastrado a Barcelona no lo obligaba a admitir la menor posibilidad de que algo de lo prometido por Helvecio Gordon pudiera suceder. La muerte, punto final y cabo de la vida, no dejaba resquicio a la esperanza. La imagen del cementerio le llegó lenta, y recordó: "...quantum lenta solent inter viburna cupressi..."

Cuando pensaba golpear por tercera vez sintió pasos y la puerta se abrió. A la luz rojiza del atardecer lo enfrentó una anciana enjuta. Era casi calva, con unos pocos mechones amarillentos caídos sobre los hombros. No podía ser Dinorah. Intentó atisbar hacia el interior, pero la lobreguez era total; sólo entrevió, lejos, un espejo que reflejaba el rectángulo de luz de la calle, la espalda de la anciana y su propia imagen:

Buenas tardes, tengo cita con la señora Dinorah.

Sí, ya sé, usted es el señor Suárez, dice que pase, sígame.

Se apartó, recogió de una mesa oculta tras de la puerta una palmatoria encendida y cerró con estruendo. Se dio vuelta y caminó hacia el fondo, inclinada y con paso arrastrado, como si tuviera que vencer cierta resistencia. Sin volverse habló con cerrado acento catalán:

Nos tienen de luz cortada, pero así se está mejor, como antes, en los buenos tiempos en que no había tanto progreso, tanta muerte y tanta desgracia.

La siguió a través de un patio y luego a todo lo largo de un corredor impregnado de intolerable olor a orín de gato. Pensó que iba tras de la vieja -la espalda encorvada recortada en negro sobre el resplandor de la candela- como un condenado al suplicio. Cruzaron un salón de ecos profundos, que adivinó vacío. De tanto en tanto, mientras avanzaban, la llama titilaba a punto de extinguirse; por invisibles aberturas se colaban filos de aire y olores inesperados, sopa, suciedad, humedad, incienso. Llegaron finalmente a un espacio abierto y subieron tres escalones hasta detenerse ante dos altos batientes de roble con pestillos y fallebas de bronce; a cada lado, próximos al techo, dos fanales derramaban un resplandor rojizo.

Inesperadamente la voz de la vieja saltó cascada como un graznido: Señoraaa...

El grito fue ensordecedor, inesperado para tanta edad.

Presintió algo extraño, pero logró desechar la aprensión. No obstante las sienes le palpitaron y un repentino dolor de cabeza comenzó a atormentarlo. Recordó el malestar de Gordon, sus elementales y sus íncubos. La vieja se volvió inclinada y brujil y le susurró, los ojos entornados, en un catalán hermético que parecía aserrar las sílabas:

¡Escolty, ha de parlarli alt, que la senyora és una mica sorda!" .

Del interior llegó una voz rotunda y clara, con color de campanada e impostación operática:

¡Adelante, señor Suárez!

La anciana se apartó y con sigilo de monja entreabrió uno de los batientes, tan estrecho el espacio que apenas pudo deslizarse de costado. Se halló ante una oscuridad total. El portazo a sus espaldas hizo oscilar, alta, la luz de unos flameros laterales que parecían pender de muros invisibles, el resto tinieblas. Los resplandores movedizos no alcanzaban a iluminar plenamente la bóveda, que entrevió gótica y de largas nervaduras, ni a alumbrar la honda profundidad del recinto. El fuerte olor a incienso y unas franjas claras -podían ser columnas- que cortaban de trecho en trecho los paños laterales, denunciaban el interior de una capilla.

La voz de contralto le llegó nuevamente:

Pase usted, señor Suárez, adelante, estamos esperándolo.

Pequeños relumbres, simétricamente ubicados, parecían espejear flotantes sobre el suelo: era la luz de las antorchas que se reflejaba en las olambrillas del losado. Avanzó procurando evitarlas, actitud que en cualquier otro hubiera juzgado superstición. Luego de algunos pasos entró en una zona de incierta penumbra. Pronto adivinó a su frente, en plano más elevado, posiblemente cerrando una tarima, el brillo de una balaustrada. Bajo su peso las maderas de las gradas emitieron crujidos que cayeron en el socavón del silencio. Lo golpeó un vértigo repentino y se apoyó en una de las esferas -fría, quizás cristal o mármol- que remataba el balaustre más próximo. Algunos reflejos temblones y el blancor del teclado le permitieron delinear un piano de cola, y sobre él, encendida y tenue, una única vela en un candelabro de varios brazos. Su llama pequeña amenazaba rendirse ante las sombras, y el piano, de tapa abierta y curva como el lomo de un animal enorme, también parecía oscilar titilante. Los ojos comenzaron a habituarse y a hurgar la oscuridad a la búsqueda de otras certezas; más lejos y algo alejado del piano adivinó un sillón con almohadones, y arrellanado en ellos el volumen desbordado e inmóvil de una mujer. Más lejos, contra el fondo semicircular del recinto, el contorno de algunas figuras sentadas, las cabezas inclinadas en ángulo de recogimiento. Aterido y traspirando a la vez, el corazón a los bandazos en la garganta, la razón resbalándole ya hacia un pozo soturno y casi al borde del miedo, rezó para sí, oración de un ateo, una y otra vez el nombre de Amelia.

Dinorah Barrientos se alzó de entre los almohadones, avanzó y le tendió las manos. Se movía con agilidad impensable dado que al hacerlo debía desplazar el ingente volumen de su cuerpo. Su altura lo obligó a levantar la cabeza, y al saludarla se alarmó ante el sonido de su propia voz, estridente:

Encantado de conocerla, señora, soy Suárez, pero ella le secreteó junto al oído:

Sí, ya lo sé, venga por aquí, ¿ha tenido usted buen viaje?, y le señaló una silla que no había visto, ubicada junto al sillón con almohadones.

Sí, sí, pero le confieso que estoy un poco intranquilo.

Bien, le pido que hable más bajo, no soy sorda, no haga caso, la casera siempre dice lo mismo; serénese y no se inquiete, hay que temer a los vivos y no a los muertos; en realidad, los muertos somos nosotros, ¿recuerda el Evangelio, señor Suárez?

Vestía un talar oscuro, imposible distinguir si azul o negro; las manos de blancura resplandeciente parecían flotar y acariciar la penumbra en lento movimiento animal. El rostro atezado clareaba entre la cabellera suelta y larga; no usaba pendientes ni anillos, sólo un largo collar de perlas daba vueltas a su cuello bajo la amplia papada y caía sobre la majestad voluminosa de los senos. En silencio, dio hacia atrás unos pasos casi danzados, y se inclinó en un ademán cortesano que acompañó con un gracioso mohín de cabeza.

Pese a la estatura su figura enorme tenía un atractivo aire de fauno andrógino, ojos de profundo negror bajo cejas espesas, lo que daba a su expresión una franqueza excesiva, un inefable toque de locura. Pero lo que fascinaba era la cadencia de su voz cantábile, de resonancia broncínea, rotunda sin dejar de ser suave y con modulaciones de caricia. Se sintió amilanado ante aquella fuerza; imaginó que era mujer de pasiones tormentosas y la idea de copular con ella -le cruzó la mente como un relámpago- lo amedrentó. Luego de la reverencia se dio vuelta, se alejó y deslizó detrás del piano, y un momento después emergió en puntas de pies, en la mano el brillo de una copa de agua:

Bébala, señor Suárez, que sin duda ha sido bendecida por el alma de quien va a llegar.

Alguien tosió en el fondo, quizás una mujer. La medium volvió la cabeza e impuso silencio con un suave chistido. Permaneció en silencio mientras él bebía; pero al bajar la copa se encontró con el clavo de una mirada tan penetrante que lo forzó a desviar la vista. Sintió que aquellos ojos de ónice, de inmovilidad casi despectiva, lo hurgaban con impiedad; nada podía escapar a ellos, ni aún los más íntimos secretos, esos que todos invariablemente guardamos por celo o por vergüenza:

Señor Suárez, usted ha venido a ver a Amelia, su esposa, y la verá. No sé si hablará o no con ella. He invitado a unos amigos para que nos ayuden. Estos trabajos nunca se hacen solos, son fruto de la suma de muchos deseos, de mucho dolor y de mucha pasión, sólo Dios los autoriza. Antes de llamarla debemos permanecer en silencio un tiempo más o menos prolongado hasta que yo lo indique, la música favorece la llegada. Puede rezar si gusta hacerlo, aunque veo que usted es ateo, o repetir el nombre de su esposa: haga lo que guste menos ruido. El silencio debe ser total. Ante cualquier cosa extraña que oiga o vea no haga usted nada sin que yo se lo indique: no vaya a cometer la imprudencia de hablar, gritar o ponerse de pie; podría echar a perder el trabajo de muchos días y acarrearse males incalculables. Si siente algún malestar reprímalo, y si es intolerable avíseme, hay un médico entre nosotros. Dicho esto reiteró la inclinación cortesana, retrocedió luego a su nido de almohadones y allí se sentó, los ojos ahora cerrados, las manos cruzadas sobre el pecho, tal como se solía antes disponer las de los muertos.

Pudo observarla a la luz mínima que titilaba sobre el piano. A poco notó que el amplio seno comenzaba a agitarse, la cabeza caída hacia atrás, la boca entreabierta, la punta de la lengua apenas apoyada en el filo de los dientes blanquísimos, y las lágrimas a verterle en la pasión de una mater dolorosa. No, no era correcto observarla; bajó la cabeza, "Amelia, Amelia, Amelia...." Pero a la sola mención del nombre un oleaje de amor sin destino, incontenible, le cerró la garganta y le arrimó, como deja la espuma la sal en la orilla, una súbita calma. La memoria huyó hacia sus largos tuneles y -quizás instintiva defensa- comenzó por su cuenta un inventario regresivo de sus contactos con la muerte.

El más reciente, a menos de un mes, Agostini, el jefe de cómputos, en un accidente de tránsito; Gotardi, el contador que tras un minucioso fraude se disparó un tiro en la sien ante el despacho del presidente; Walter, el hijo del gerente de ventas, que patinando en el living de su apartamento rompió una ventana y cayó de un décimo piso. Y así continuó hasta su primer registro, nítido, negro sobre blanco: el fallecimiento del padre de Eloy, su compañero de clase, leucemia. Habían ido con el maestro; recordaba el calofrío que corrió por sus piernas al ver el ataúd por la puerta entornada. No lo resistió, corrió y esperó en la vereda.

Pero cuando se disponía a cerrar el inventario, el alma enviscada y husmeando nuevamente hacia el recuerdo de Amelia, vio que Dinorah emergía de entre los almohadones, los ojos cerrados, y se deslizaba con movimientos de gata acechante en dirección al piano. Le pareció más alta, una Fata Morgana gorda e ingrávida en un mar de sombras. De pie junto a la banqueta, se alzó como una sacerdotisa de manos convocantes, una sagrada arúspice en el instante del sacrificio. Con extremada lentitud se sentó y posó las manos sobre el teclado en ademán de caricia. Los primeros arpegios lo sobresaltaron como un estrépito de vidrios rotos; pero cuando las notas preludiales comenzaron a emerger de entre los dedos y a levitar en el espacio insonoro, la sensación de inminencia volvió a traspasarlo.

El canto de Dinorah se elevó a mezza voce, dulce y doloroso. Había en él languidez, conjuro e invocación. Para mayor sorpresa reconoció el aria:

"Io ti seguii come iride di pace/ lungo le vie del cielo/ io ti seguii come un'amica face/ della notte nel velo / e ti sentii nella luce, nell'aria,/ nel profumo dei fiori / e fu piena la stanza solitaria / di te, dei tuoi splendori..."

Sintió el rostro helado, temió un infarto, un colapso. Era un aria de Paolo Tosti que le llegaba desde la infancia en la voz grave de su madre; solía cantarla con misteriosa e inexplicable unción, invariablemente en ausencia de su padre. La angustia comenzó a dilacerarle el alma, a estrangularlo, y tuvo que reprimirse para no llorar a gritos. Pero la voz de Dinorah comenzó a apagarse en un pianísimo, igual que la de una madre cuando el niño se ha dormido. Pudo distinguirla reclinada e inmóvil sobre el teclado, y a su lado, a poca distancia de la banqueta, emergente de la nada, como si hubiera estado escuchando el canto dolido, algo que semejaba un flotante pañuelo de seda. Suspendida en el aire y con pulsátiles movimientos de medusa, una luz tenue -le pareció una mantilla impalpable sobre una cabeza invisible-, emitía intermitentes resplandores ambarinos. Maquinalmente comenzó a repetir el nombre de Amelia, a llamarla en silencio -"Amelia, Amelia, Amelia..."-, sin saber si lo hacía como demanda de auxilio o exorcismo. Acuciado por la ya intolerable sensación de inminencia sintió que ella estaba allí, ella y su perfume, ella y la intacta claridad de su piel.

Los ojos atados a aquella forma difusa percibieron no obstante, en su visión lateral, que Dinorah se alzaba de la banqueta con movimientos torpes y que se lanzaba a caminar tartaleante, los brazos en alto, hasta desaparecer en las tinieblas del fondo.

Fue en ese momento que, casi inaudible, una voz susurró desde un sitio impreciso: Amelia ha llegado.

Con la mirada prendida de aquella materia sin forma volvió a sentir que allí, de alguna manera, ella se ocultaba; le pujaron las ansias de llamarla, y sin darse cuenta extendió los brazos y comenzó a levantarse, las manos tendidas hacia el envoltorio de luz. Pero recordó las admoniciones de Dinorah, y con el corazón redoblante, las sienes palpitándole, logró aflojar las piernas y asirse al asiento. No, nada debía hacer sin que la medium lo indicara, pero cómo dominarse si allí, a pocos pasos, ella lo estaba apelando con su aleteo gesticulante, quizás un saludo, un adiós. Sólo se atrevió, porque no pudo evitarlo, a llamarla en secreto, apenas con el aliento:

Amelia, soy yo, Suárez...

De pronto, lo inesperado: la gasa iridiscente se elevó instantánea, pareció estirarse, manar de sí y desplegarse como una bandera. Un sedoso y prolongado frufrú rasgó el silencio, la única vela titiló y el resplandor descendió y se posó, casi flotante, con un golpe similar al que produce algo blando al caer sobre el suelo. Entonces comenzó a modelarse una forma difusa que –para él fue evidente- remedaba el contorno y la silueta majestuosa de Amelia. Sí, ella estaba allí, frente a él, a pocos metros, ni vestida ni desnuda, recreada en luz y sólo envuelta en una difusa túnica de perfumes, de fulgores y de sombras. Los pensamientos huyeron y sin darse cuenta se puso de pie, los ojos dilatados en un terror asombrado, la sonrisa gélida, el corazón a punto de colapsar. Una ola de ternura lo arrasó y le estrujó las entrañas, al tiempo que la autoconmiseración volvió a arrojarlo en la silla como a un guiñapo, sollozante y deleitoso de su propia lástima.

Amelia no lo miraba. De perfil, la cabeza erguida, imprecisa y envuelta en resplandores, parecía observar un punto incierto del recinto. El se pasó los dedos temblones sobre las mejillas mojadas y sólo atinó, casi en un estertor, a ofrecerle sus hilachas de voz:

¡Amelia, soy Suárez, estoy aquí!

Imperturbable, arropada en el sigilo que solamente había alterado el trémolo de su llegada, aquel fulgor viviente comenzó a deslizar su llama empañada en dirección al fondo, arrastrando tras de sí, como cola de novia, la lumbre de un largo y ondulante flabelo. Contorneó el piano, pasó frente a él, filtró en el resplandor de su silueta la banqueta y el extremo del teclado y se internó en el fondo. El, oscilante entre el amor y el espanto, esperó. A poco le llegaron de las tinieblas el movimiento de una silla y los pasos de alguien que se levantaba y avanzaba. Una figura alta, apenas matizada por el resplandor, emergió y se aproximó a Amelia, audible apenas el bisbiseo de una voz masculina:

Amelia, mi amor.

Entonces la imagen reverberante alzó los brazos en un saludo ligero y los abrió tendidos en el ademán de un abrazo. Luego se dio vuelta, se alejó, y él la siguió hasta que se detuvieron, muy próximos, en un extremo del recinto. Enfrentados, vio que él gesticulaba con cuidada lentitud y que de alguna manera parecían entenderse.

No supo cuánto tiempo duró; congelado por la perplejidad, vio que él movía sus manos experientes, sólo visible el blancor de los puños de la camisa, morosos y lentos en la oscuridad. Ella, en su transparencia fulgente, dejaba hacer y parecía remedar la actitud de escucha, la cabeza neblinosa algo inclinada en la gracia de un gesto que él conocía por entrañable y querido.

Pero de pronto un rayo de rabia pareció partirle el pecho y algo se quebró: el amor estalló de angustia, de celos, de rencor, y el corazón alobado se lanzó a galopar amenazante y vengador, uñas arriba, arrancándole un grito de odio y de guerra:

¡Amelia!

El rugido hizo añicos el silencio; saltó de la silla y corrió para vengar ese ultraje que se le infería desde más allá de la muerte. En la agitación barboteante de injurias golpeó y volcó el taburete que cayó de canto con el estampido de un tiro. Alguien dijo "¡Dios mío!" y hubo un lamento tañido en la voz de Dinorah.

Amelia dio un paso hacia atrás, volvió hacia él la cabeza sin rostro, y ardiendo en un último resplandor joyante desapareció sumida en su propia luz.

Cruzado por ráfagas de miedo y de rabia se acercó al hombre, le atenazó los brazos y lo arrastró hacia la luz titilante del candelabro. Entonces pudo entrever el rostro de Héctor Barrios paralizado por el azoramiento y la vergüenza. Creyó verle un agujero en medio de la cara, lo tomó de las solapas y lo acercó más: es que la refringencia de sus propias lagrimas le agrandaba los ojos dilatados y la boca entreabierta:

Perdoname, hermano, quiero explicarte...

Lo miró sin verlo, no pudo hablar y su alma desmantelada capituló. Por un instante la ira pareció reanimarlo y alzó la mano en ademán de golpear, pero quedó rígida, inválida; entonces aspiró hondo y se derrumbó como un saco vacío. Entre varios lo alzaron y recostaron en el diván de Dinorah.

 

 

Era noche cerrada. Barrios lo tomó del brazo para ayudarlo a bajar la escalera:

Te lo pido por favor, viejo, vamos a mi hotel. Ahí tomamos algo fuerte y charlamos; tengo que explicarte, vas a entender.

Suárez asintió en silencio. Llamaron un taxi y subieron sin cambiar palabra; tampoco hablaron durante el viaje. A su lado se hallaba, increíblemente en la misma persona, un amigo y un amante de Amelia; no sabía en qué condiciones, ni cuándo ni por cuánto tiempo, pero descubrió, no sin vergüenza, que no sentía pizca de odio: apenas una extraña y erótica curiosidad. Lo miró de reojo y buscó viejas raíces de enemistad, pero sólo halló indicios de un admirativo afecto. De tal entidad había sido la conmoción, -no estaba totalmente seguro, tanto extravían los laberintos del amor- que Amelia y su historia habían quedado relegadas a un recuerdo atenuado. Con temperamento analítico, bien que castigado por evidencias impensadas, reconoció que la supervivencia después de la muerte no le despertaba el menor asombro. Aceptaba el dato de la experiencia y no quedaba lugar sino para la rectificación. Cruzó su firmamento, fugaz, un recuerdo agradecido para Helvecio Gordon.

Llegaron al Hotel del Angel y subieron al quinto piso; la suite daba a la calle. Barrios sirvió dos whiskys, sacaron sillas a la terraza y se sentaron. Se abrió un empecinado silencio al que al cabo de estirados minutos y con tono culposo dio fin el contador:

Mirá, viejo, todo empezó hace tres años, en la cena de "los sobres". Nos cruzamos en el corredor que va a los servicios y le hice un saludo respetuoso, pero contra todo lo previsto ella se detuvo y me tomó del brazo; entre sonriente y misteriosa me habló en secreto y lo que me dijo me heló la sangre:

Escuche, hace tiempo que lo observo, ¿y sabe una cosa? usted no está del todo mal, llámeme mañana por la mañana, a las nueve, quiero decirle algo. Porque te lo juro, así empezó todo.

Soportó el gravamen de cada palabra. Con esfuerzo sobrellevó impasible el torniscón de los celos: tenía que saberlo todo y decidió someterlo a un interrogatorio sin tregua:

Y fueron a un hotel... Le pareció indecoroso decir queco, mueble, telo u otra palabra ordinaria.

No, al principio fue en tu casa, a mediodía, cuando estabas en la planta.

Y qué pasó.

Bueno, viejo, pasó lo que tenía que pasar, qué querés que te diga.

Y estuvieron así mucho tiempo.

Cómo así.

Sí, quiero decir si convivieron años.

Hasta el final, hasta que murió.

Y dónde se veían.

Por decoro, Barrios también evitó términos inconvenientes:

Los últimos dos años íbamos a veces a alguna casa de citas, a algún hotel, pero casi siempre al departamento del vice.

Pero yo nunca noté nada, nada.

Y bueno, viejo, que querés: la peluquería, las modistas, las amigas, la Asociación Cristiana, los conciertos no pueden contarse como una película, tus cenas del Rotary, los cursos de ikebana, las visitas, yó qué sé.

Pero ella me quería, me lo demostró un millón de veces.

Sí, es cierto, te adoraba, se pasaba hablando de ti.

Y decime, Helvecio Gordon.

Bueno, todo lo planeamos juntos, hice que te mandara la tarjeta la noche de la cena. Es un medium de cuarta, sin mayores poderes, es vendedor de caramelos y galletitas. Fue todo combinado, yo quería ayudarte, viejo, me dabas pena, no podías seguir así. Ella misma me lo pidió alguna vez, como si presintiera: Mirá, Barrios, si algún día me pasa algo, cuidame a Suárez, a mi flojito divino.

Y tú la querías.

Mucho, era la primera después de mi mujer.

¡Cómo la primera!

Sí, las otras son relaciones superficiales, adventicias; en cambio Amelia, qué mujer...¡perdoname, hermano!

Había dejado de lado todo escrúpulo. Un nuevo interés se le había despertado, como si estuviera escuchando un chisme de oficina; la curiosidad sexual lo llevaba a raspar hasta el final. Se asombró de no sentir rastros de celos ni de odio; era algo inexplicable en aquellas circunstancias, curiosidad, sólo curiosidad y una difusa excitación que desde el principio lo había apresado, hasta provocarle una erección incipiente:

Pero Gordon estableció contacto con Amelia; él me dio datos que sólo ella podía conocer, algunos detalles íntimos de mi cuerpo.

No, eso se lo dije yo, perdoname otra vez. Amelia me contaba todo, en la cama no hay secretos, y mi interés era liberarte. Fue una mujer extraordinaria, pero todo tiene límite, no es la mujer inolvidable; inolvidables son todas, algunas por maravillosas, otras por insufribles.

Barrios entró y volvió con otro whisky. Bebió un trago largo y encendió un cigarrillo. Hubo un silencio espeso, una copa colmada de desesperanza que él bebió sin derramar una gota. Los sentimientos cambiaron de signo; el agradecimiento hacia el amigo comenzó a ganarlo, a emocionarlo, a llenarlo de goce.

Y decime una cosa: cómo supiste que yo vendría, cómo sabías que ella aparecería y cómo estás tan tranquilo después de lo que pasó.

Bueno, yo hablaba con Gordon todos los días y me pasó la fecha de tu viaje, estaba cantado que vendrías. El tiene una sociedad con Dinorah, una verdadera maestra, una gran medium, la conozco desde hace años. En cuanto a que esté tranquilo, mirá, no lo estoy tanto; te confieso que quedé un poco nervioso. Ahora sí, te lo digo, yo sabía que vendría, lo sabía porque todas vuelven.

¡Cómo todas!

Mirá, voy a ser sincero, ya se me murieron tres y las tres volvieron, a la primera la hice venir para putearla, por chorra.

El silencio había descendido con la noche, lento, sobre la ciudad dormida. Sin ponerse de acuerdo, ambos alzaron la vista. Una luna de acero asomaba tras del Montjuich y pintaba los techos de blanco tiza. De pronto sintieron que no estaban solos, ambos se volvieron a la vez hacia la habitación vacía: sólo el brillo del espejo, al fondo.

Barrios habló y su voz quiso ser persuasiva.

Mirá, viejo, los recuerdos son una peste que puede matarte, el dolor es la peor de las plagas, hay que terminar con él a cualquier precio.

Sacó del bolsillo dos pasajes de avión y se abanicó.

No sé si sabés que estamos haciendo negocio con los gallegos: les vendimos madera y les compramos máquinas de secado. Aproveché el viaje para ultimar detalles pero el vice me avisó que llega recién el domingo, así que tenemos cinco días libres; mañana vos y yo nos vamos a París, ¿qué tal?

No respondió; lentamente alzó la cabeza, ni una estrella, ni una nube, sólo una luna de demencial blancura en el cielo desierto. Se levantó, entró a la habitación y volvió con la botella de whisky.

Jaime Monestier
Sexteto & Tres Piezas Breves (cuentos) 

Ed. El Galeón, 2003, ISBN: 9974-553-43-1), 139 pgs.

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