Epiceno

Jaime Monestier

Poscia li piè di retro, insieme attorti

diventaron lo membro che l'uom cela,

e'l misero del suo n'avea due porti.

DANTE, Inferno, XXV, 115/117

2 de abril

Me desperté a media mañana, el sol ya alto, por primera vez nítido el perfil del otoño. Desde aquí, desde la cama, puedo verlo; débil, ilumina pero no calienta mis piernas; porque debo nombrarlas, en último término son el tema de estas notas. Magras y pálidas, aparentan la perfección del mármol; las he destapado y están ahí, expuestas y avergonzadas como implorando perdón, pero ahí seguirán hasta que me rinda al deseo que a veces me asalta, el de amputarlas.

Hoy es viernes, día indeseable por estar ya contaminado por las estúpidas alegrías del fin de semana; pronto llegará Carmen con sus trapos, plumeros y aspiradora, y esta tarde los dedos de Ruth ejecutarán en mi cuerpo su rutina de frotaciones y masajes. Emilia se ocupa de tareas menores, me viste y con alguna dificultad también ayuda a pasar a la silla esto que queda de mí. Es cierto que la gimnasia me ha ayudado; mis manos y brazos han adquirido una fuerza bíblica –bueno, quizás sea una exageración- pero esto de cargar y llevar las piernas a todos lados, dos sacos de arena, ha segregado una especie de humor ácido y agresivo que ha terminado por excoriar mis pensamientos y emociones, esa es la verdad.

Por supuesto que quienes me visitan o me ven cuando me ayudan a bajar del automóvil aparentan indiferencia, pero los sé a todos pegoteados de lástima, esa lamentable excrecencia del miedo. Sí, por supuesto, son mis amigas, mis amigos, pero nunca podrán sentir más que eso pasajero, innoble, olvidable, tan alejado de la compasión, la pasión compartida. Porque esa naturalidad no es sino una penosa prótesis; cuando me hablan no me miran, me apena esa simulación de avizorar lejanías, entrecerrar los ojos, afectar un pensar profundo, todo tan obvio e impostado; bueno, formas sutiles de hipocresía, de ocultar la piedad, "la jodida piedad" de Onetti. Aclaro que no siempre me divierte, a veces es torpe y me molesta, les adivino el deseo urgente de despedirse, que por supuesto comparto. Otros utilizan subterfugios, como Ana, la manicura, que se deleita contándome indecencias, historias que cree eróticas y que me ruborizan, pero no por su elemental sicalipsis sino por su inferioridad. Es natural que la aliente en sus abusos de confianza, aunque sólo por obviar el tedio. Los pocos que sienten algo de afecto no intentan disimular que me saben diferente, no esconden los síntomas de la tristeza misericorde que les asoma como hierba raquítica por entre los intersticios de las palabras, en las inflexiones de la voz o en el parpadeo de la mirada pungida; aunque también allí adivino la soterrada alegría de no ser como yo, lo sé, ese regocijo secreto, ese alivio arropado de acentos compasivos.

En mí, en cambio, mucho más profunda y hendida entre cada una de mis palabras y mis gestos habita no la idea más o menos somera y obvia de mi invalidez, sino la impotencia inferiorizante, independiente de la fuerza adquirida por mis brazos y del poder de mi inteligencia, porque sí, siempre he sido de inteligencia superior. Es que se trata de una inferioridad pregnante, una hiedra que me aprisiona e invalida, que si bien me ha generado esa perspicacia implacable de leer en cada gesto y en cada mirada las entonaciones más sutiles, también es linfa maligna que corre y tiñe –lo sé, sería una tontería ignorarlo- cada uno de mis actos, ideas y sentimientos. Todo esto es, soy consciente, un elemento perverso, pero lo como y lo bebo, es mi pan y mi vino.

12 de abril

Es claro que el abogado, el viejo abogado de papá, ha dicho que ganaré el pleito, indemnizaciones, daños y perjuicios y demás; pero cómo no va a decirlo: es su oficio. Cambiaré mis bolsas de arena por dinero contante y podré comprar un automóvil especial, quizás otra casa, otros muebles; dijeron a mamá que hay camas mecánicas, se aprieta un botón y sale una plataforma, te dejas rodar y empujas la carga, ella la levanta y la estiba, la acomoda; con unos botones se regula la altura, la inclinación de las piernas y del cuerpo, con otros se enciende y apaga la luz de la cabecera; se puede conectar radio, ordenador, televisor, teléfono. Hay algunos modelos que dan vuelta el cuerpo, lo ponen de costado, lo miman, quizás hasta me masturben. Hoy sólo dispongo de una silla eléctrica –me da gracia-, es el último modelo y se maneja con una botonera, con ella voy donde quiero, bueno, digamos donde puedo. Pero la odio, es el monumento tecnológico a mi inutilidad.

11 de mayo

(Nota: aclaro que estas fechas no deben tomarse muy en cuenta)

No hice nada para que viniera, y pese a que nos enredamos en un pleito con todas sus desdichas no ha dejado de llamar hasta obtener permiso de visita, como a los presos. Ya ha venido varias veces, la primera poco después de que mi abogado presentara la demanda. Dudé ante la insistencia, pensé que quizás quería convencerme de que la retirara. Al principio mamá –siempre mamá- se enfureció, y lo confieso, yo también incurrí en una especie de odio obligatorio; pero de pronto me pregunté por qué debía actuar como todos, aborrecer a quien te daña, vaya vulgaridad; no digo amar, tampoco por aquello de la mejilla, tan sentimental, tan estúpido, pero al menos no caer en esa simpleza. Me pregunté cómo sería y comencé a imaginar un rostro, cabello, estatura, piernas, manos, cuerpo, cintura, la cola, la voz, y lo confieso, llegué a sentir cierta ansiedad. Los inteligentes somos contradictorios, es que la inteligencia interroga, es activa, cuestiona, ama la verdad tanto como la duda, prefiere lo lúdico y juega con la incertidumbre, y como nos sabemos diferentes nos tornamos selectivos; entonces me interrogué seriamente sobre si sería capaz de abrirme, de cambiar, de amar o al menos desear a quien había provocado mi naufragio. Pensarlo me dio risa, era el argumento perfecto para un culebrón y me divirtió mucho, sobre todo cuando mamá me contó que –le dijo- no quería hablar conmigo del accidente: no, no, sólo conocerme, por eso cuando vino por primera vez habló de algo así como de "encender una llamita, o al menos intentarlo."

Estaba durmiendo y mamá me despertó. Bueno, ese es otro problema: es mi madre y no la quiero, porque es cierto, no la quiero, y me pregunto porqué he dejado de quererla. Su presencia me parece agresiva, es así y está bien dicho: cuando entra al cuarto y su voz resuena -quizás mis sentidos están más sensibles desde el accidente- como graznada, nasal, áspera, parece que perforara ese vaso de soledad que se crea al caer la tarde, ese silencio diáfano: es como si estallara, lo hace añicos.

Una vez –yo tenía catorce o quince años- me llevaron al velatorio de tío Ernesto. La sala mortuoria parecía un teatro, había mucha gente; era gerente de banco y es sabido que los que trabajan con dinero tienen muchos conocidos y pocos amigos; mi tío estaba ahí, quieto, solo entre la gente, inmóvil en medio de aquella turbulencia de rumores y murmullos. Nadie me lo dijo entonces, pero más tarde me enteré de que se había dado un tiro en el corazón. Recuerdo que al salir para el cementerio mi padre y mi madre hablaron en secreto con otro matrimonio, cuchichearon algo sobre estafas, desfalcos, dólares, traspaso de fondos, qué sé yo qué historias. Conmigo había sido muy bueno: de él recibí una bicicleta, mi primera raqueta de tenis, zapatillas, libros, relojes y también ropa, vaqueros, pijamas, camisolas, bueno, regalos sin fin. Cuando cumplí diez añós me abrió una caja de ahorros y todos los meses me hacía pequeños depósitos. Un día, para mi cumpleaños, me invitó a ir de compras para que eligiera lo que quisiera y lo enloquecí, terminamos peleados y agotados. Tengo un retrato que le tomé en el jardín de casa, está con Jazmín, su pequinés azabache. Entonces entré a la sala y lo vi ahí, como si presidiera desde el féretro, acostado, pálido y aburrido, con una fatiga infinita en el perfil afilado, pidiendo a gritos que lo enterraran de una vez, solísimo, tanto que su callar era más fuerte que el ruido, que los chistes en voz baja, porque había risas contenidas y chismes innobles: todo lo apagaba con aquella soledad que su cuerpo había instalado en la sala y que nos dominaba, como echándonos. Es cierto lo que dice Wilde, los muertos carecen del menor "savoir faire", sin embargo él supo mantener cierta majestad, un digno fastidio. Entonces se me ocurrió pensar que sus manos cruzadas sobre el pecho no firmarían más, ya no saludarían, no abrirían más puertas, no volverían más páginas ni moverían papeles, ni teclearían ni encenderían la luz, nunca más atajarían el sol a los ojos, no retirarían más los lentes ni sus dedos apresarían el entrecejo con aquel pausado ademán de tedio y de fatiga. Me pregunté para quién habría sido su último saludo, la última palabra dicha a Julio, su joven amante. Ahora estaba ahí, como un espejo que nada reflejara, vacío y límpido. Por eso me acordé de él, porque siento que mis piernas son las que generan esa soledad que mamá quiebra todas las tardes, una piedra que cayera sobre el agua inmóvil, cuando entra con su andar cóncavo, la cabeza reclinada sobre el hombro, el pelo lacio y esa voz acornetada de gallineta loca:

Ahí está, dice que quiere hablar contigo.

Y usted que le dijo –porque desde el accidente le digo de usted.

Que se fuera, pero insiste.

Tráigame la caja de herramientas de papá, después dígale que suba.

Me miró estupefacta, las cejas circunflejas sobre los ojos redonditos y negros como de muñeco de historieta, abiertos en una perplejidad sin inteligencia. Me puse a tararear y a mirar por la ventana y esperé. Es una caja de metal negra, pesada, y la subió a los tropezones, tambaleante, apenas pudo arrastrarla y empujarla con el pie bajo la cama.

20 de mayo

Esta historia del diario tiene su explicación. Me cansa escribir y prefiero narrar poco a poco, en miniseries. Es una versión falsa de hechos ciertos, aunque también –en parte- una versión cierta de hechos falsos. Algún día se entenderá. No se tomen en cuenta las fechas ni el orden de los sucesos. Sólo puedo contar lo que sucede o me sucede, y no exactamente, sino con adulteraciones e invenciones. ¿Qué diferencia hay entre realidad y ficción?, ambas dan, en su credibilidad, sumas iguales. Porque lo de "basado en una historia real", eso de novelas y películas, es simplemente tonto: sólo pensar e interpretar es real. La obra de arte, dice Joyce, sólo vive cuando el ojo de un artista la contempla, ¿y hay mayor realidad que ella?

Entró con cara de susto, los ojos grandes, muy grandes detrás de los lentes de miope. El rostro no era hermoso, sí armonioso, trasmitía cierta paz pese a que el marcado arco de las cejas decía de un aire curioso, inquisitivo. Me llamó la atención la cabellera negra y los reflejos azulados de sus rizos sobre las orejas, que adiviné pequeñas, la raya al medio, las dos grandes ondas combas y simétricas sobre las sienes, "en bandeau", como decían los abuelos. Adiviné bajo la ropa el cuerpecito flacucho y lánguido, la piel muy blanca, la cola redondita, ¿y aquello? ¿el vello y lo demás? No supe responderme. Entonces -tanto cabe en una fracción de segundo-, como el reflejo movedizo de un espejo cruzó mi memoria un desfile inconexo de imágenes, restos de recuerdos del accidente.

Lo primero, un lindo rostro pálido apenas visible tras el parabrisas de un Toyota blanco avanzando hacia mí. Yo venía de hacer el amor, no importa, es un dato, un detalle. No había bebido, sólo unos porritos, antes y después, naturalmente. Fue en el Buceo, en la curva famosa. Era noche y volvía a casa, recuerdo que dije, en voz alta, riéndome y ahuecando la voz: "Ahora al dar la vuelta te espera la garganta oscura que te come que te come que te come..." Y lo dije por cábala, porque esa curva me hace acordar a una boca, a una cueva, sobre todo de noche, parecida a la del tren fantasma al que mi padre me llevaba, hace tanto, tanto, bueno, no lo digo. Y sí, di la vuelta y el Toyota venía por la otra mano, y justo en ese momento el gatito blanco que se cruza; le salvé la vida, un capricho. El impacto incendió una gran luz azul, todo ardió, y mi último recuerdo es flotar, flotar, ni un dolor. Digo bien, fue así, inventé una frase: "una gran luz azul ardió y quedé flotando en ella hasta hundirme en silencio." Ya lo sé, es cursi, son palabras y se las dije. Nunca nos habíamos visto, o a lo mejor sí, cuántas veces nos habremos cruzado por la calle, en los coches, en la rambla, en Punta del Este, tomando a pocos metros de distancia una cocacola, hojeado revistas. Pero esos meses siguientes se han roto, parecen una cortina que sólo dejara pasar fragmentos, listones de recuerdos cortados, tiempo en retazos. Es mirar a través de un envarillado, tal como el que había en casa de abuela; me acercaba despacito y vichaba a tía Sofía o a tío Agustín cuando se bañaban juntos y hacían el amor con la puerta entreabierta, pero veía los cuerpos recortados, de tan juntas que estaban las varillas. Con esos meses me pasa lo mismo, el tiempo vuelve trozado, en tramos de vivencias, en secuencias que debo recomponer como si me faltaran piezas. Una que me agrada, quizás por eso la retengo, el rostro imberbe de un médico, nunca supe el nombre ni lo pregunté, jovencito, recuerdo sus manos largas palpándome las costillas, el vientre, el pecho. No sentía nada, no sé si sus manos estaban frías o tibias, no lo sé, pero recuerdo que tenían el dorso cubierto por un fino vello rubio, ah, y las uñas, rosadas, largas. Era verano y sólo tenía la túnica y el pantalón, yo hacía como que no oía bien, entonces se inclinaba para hablarme y le podía ver el torso desnudo, hasta el ombligo. También recuerdo su voz secreta junto a mi oído, su aliento dulce y su perfume, seco y floral, sí, también lo recuerdo.

La primera vez que vino fue un domingo, día muerto y hueco, serían las cinco. Porque hay algo que tiñe los domingos de soledad desesperada, pienso que hay un deseo inconsciente de paseos, de solaz, de alegría compartida, y eso duele. Los ojos tras los anteojos me buscaron el odio, la desesperación, algún rastro de miseria; no encontraron nada, curiosidad, sólo curiosidad, porque amo -lo he recuperado- espiar el alma ajena. Me había matado la mitad del cuerpo, sólo porque no vio el gatito y yo sí. Si lo hubiera visto lo habríamos esquivado de común acuerdo y nada habría pasado. Venía por su mano, pero yo dije que no, que venía mal y no había testigos, era tarde, muy tarde. Volcó y ni un rasguño, yo en cambio hice un trompo; es inexplicable que su auto haya quedado abollado como si viniera contramano; aunque no, se explica: fue por el gatito y mi maniobra por salvarlo. Tampoco hubo huellas en el pavimento, unas pocas y confusas, no tuvimos tiempo de frenar.

No quería sentarse e insistí:

En la cama, sí, ahí, a los pies, no te preocupes, no siento nada, la verdad es que no creí que fueras tan joven.

Me pareció percibir un breve estremecimiento de alivio.

Yo tampoco, te imaginé mayor, no sé qué decirte, hacés bien en haber puesto un abogado, papá te va a indemnizar.

Y bueno, eso lo dirá el juez, ¿puede pagar?, porque creo que no va a ser poco.

Sí, seguro, tenemos dinero, estamos bien.

Bueno, me encanta que hayas venido, pero no hablemos más de eso, no tenés la culpa, yo tampoco.

Alguien la tendrá, bueno, vamos a dejarlo así; vine a saludarte, quería conocerte, no me atreví a ir al sanatorio. Fui varias veces a la policía, al juzgado, todo eso, claro, con papá y con el abogado. Pero no quiero hablar del accidente, lo que quería era conocerte, encender una llamita.

Noté de pronto que los labios -los vi rojos, boca pequeña y túrgida-, le temblaban un poco, me parecieron una flor inocente que se abría sólo para hablarme y decirme cosas, lo de la llamita me encantó. Porque sentía dentro de mí –allá en lo hondo, por supuesto- la lava hirviente de siempre, y lo que dijo fue como un copo de nieve que intentara enfriarla. Recordé lo que había escrito antes, lo del elemento perverso. Me reí sin querer y me miró con una gotita de asombro. Estaba ahí, a los pies de la cama, las manos sin anillos cruzadas sobre la rodilla, los dedos blanquísimos, la pierna delgada y rotunda cruzada sobre la otra. Había cierta impavidez en los ojos, distraídos por momentos, las cejas levantadas, dos arcos perfectos que se movían como alas en vuelo lento, porque lento también era el hablar, suave, la voz levemente ronca, pautada por la articulación que sólo da una educación esmerada. Es algo que he aprendido, la educación puede medirse con bastante aproximación si se presta atención a la modulación y a la pronunciación. Los incultos hablan a medias, en registro uniforme, el tono que decae al final del período, frases hechas, palabras mutiladas, incapacidad para emitir ciertos sonidos, como la sh de short, o la s de rose, modismos efímeros, muletillas y vulgaridades; noté que se expresaba sin vacilaciones, palabras exactas en períodos de pausada cadencia, cortos, sencillos y nunca vulgares. Tengo el hábito de escuchar, eso me permite observar. Los parlanchines son distraídos, los que monopolizan el discurso suelen no ser buenos observadores. Aquello era, sin duda, una educación inglesa; después supe que hablaba el inglés como el castellano. Al entrar me pareció expectante, con cierto desasosiego, como un animalito que avanzara con cautela por temor a la trampa o al depredador, y adiviné una tensión emotiva a punto de soltarse; lo sospeché ya al entrar, porque lo hizo con un paso que se esmeraba en ser natural y calmo. Y no me equivoqué, los ojos le brillaron y como al descuido pasó los dedos por la mejilla; no enjugó ninguna lágrima, por supuesto, pero supe que había presentido la sombra que planearía sobre la conversación, dolorosa, la del accidente, aun cuando corriera por carriles paralelos, intrascendentes. Hubo, lo sentí, un atisbo de sollozo, eso que cierra la garganta y que cunde como un dolor frío por el pecho, que hace irreprimible el gesto y agita y corta la respiración; pero desvió la vista hacia la ventana y apenas se notó. Era una manera de expresarse: había venido a verme y no deseaba hablar de lo ocurrido; no quería agobiarme, pero quizás antes de entrar había planeado celebrar la liturgia del llanto, le agradecí íntimamente que no lo hiciera. Así lo sentí, un fino cumplido, y ese gesto de la mano sobre la mejilla lo sentí en la mía, sus dedos, la caricia. Porque con frecuencia, sin darnos cuenta, remedamos en nuestro cuerpo lo que deseamos hacer en el otro.

Deseché toda idea preconcebida; meses oyendo las maldiciones de mamá me habían inmunizado contra sentimientos inferiores. Le miré la ropa, toda de marca, camisa ablusada de seda azul, pantalón de medida muy ajustado en tela jean, calzado italiano; pero bueno, observar esos detalles fue apenas un segundo, en realidad yo quería recorrer los otros senderos, los secretos, y eso me llevaría tiempo. Concluí que debía ahogar mis complejos e inferioridades, dejarme fluir, manar, eso era lo adecuado, ¿pero dónde estaba el afecto? , y de inmediato me pregunté, ¿por qué no? Confieso que tuve sentimientos encontrados y las imágenes comenzaron a pajarearme, a revolotearme hacia eso, hacia eso que no digo, y cuando me dijo que jugaba al tenis imaginé su cuerpo corriendo, saltando, ágil, elástico, las piernas firmes y suaves a la vez, fuertes y delgadas, el cabello libre y negro bajo la vincha, pegoteado en sudor, la lengua roja resintiendo una y otra vez los labios mojados: sin duda que el deseo me revoleó tras de los ojos. Quedó en silencio, apenas por unos segundos la mirada sombreada de compunción, las manos cruzadas sobre el muslo. Yo había jugado tenis, pero nunca me interesó, sí la natación. A los quince años gané algunas medallas y una vez me llevaron a competir en mariposa a Buenos Aires, por supuesto que gané, eso fue todo. Pero me gusta la playa, me sigue gustando aún ahora que encallé aquí en la cama para siempre, pese a que el médico dice que con salvavidas podría hacer pileta: lamentable, ridículo. Entonces pasé a imaginar el cuerpo en la ducha, el sudor salado del sobaco bajo el agua recia, los brazos ágiles, las manos frotando aquella piel que adiviné llena de breves resplandores, las piernas, el sexo, nuevamente los sobacos, ahora aromados. La impaciencia comenzó a reconcomerme y tuve impulsos de apurar un acercamiento, sí, fue increíble, porque de pronto, en plena orgía de ansiedades me cayó encima la evidencia intolerable de que mi cuerpo yacía ante él como una vaca muerta, inútil bolsa de huesos, carne y excremento, sepulcro vivo que en un tiempo fue deseado, y vaya si lo fue. Porque fui insaciable en el amor, y cuando pensé esto me miré las manos, virtuosas en la caricia, tan eróticas, porque siempre tuve el sexo en la yema de los dedos, ardiente, como la pequeña llama de una palmatoria. De pronto hubo otro silencio que sentí común, e imprevistamente, como surge del piano la primera nota de un concierto, desde los pies de la cama me llegó su perfume, una mezcla ambigua, notorio el sándalo, apenas trazas de tabaco, y quizás, me pareció, -mi olfato es muy fino- un embrujado toque de canela.

Llamé a mamá y le pedí té; quería observar cómo tomaba el té. Ver cómo una persona sostiene el platillo, cómo su mano mueve la cucharilla, lleva la taza a la boca y aspira el aroma, es un ritual que autoriza una fina pesquisa de costumbres y que permite suponer otros comportamientos, conductas íntimas. Entró con las tazas en una bandeja, en los ojos cavados la mirada halconada de siempre -el odio la trastorna-, los movimientos lentos, torpes, la voz sibilante en tono menor. Al moverse no rodea los objetos, más bien planea en torno a ellos, los ojos foscos y soslayados, un temblor imperceptible en los párpados viejos, rastreando en zig zag de un lugar a otro como si buscara algo con qué golpear. El resentimiento la sigue como perro manso, tanto que cuando se va queda flotante y exige una alusión:

Debés perdonarla, tenés que entenderla.

Sí, por supuesto, hay que esperar, ya pasará.

Era una promesa elíptica de volver. Esa vez no demoró en irse; mi despedida fue deliberadamente parca, aunque sazonada con una pizca de cortedad y atenuada por alguna gracia.

No sé como hacés para jugar al tenis siendo miope.

Es que uso gafas especiales, irrompibles, las compré en Suecia y veo bastante bien, además soy muy intuitivo, bueno, no soy brillante, me gusta y nada más, en general pierdo.

¿Siempre?

Di a la pregunta una resonancia ambigua, un eco de picardía, me especializo en matices, en puntos de suspenso, en graduar las sugerencias.

No, no siempre.

Se rió y quedaron flotando entre las palabras unas tenues incertidumbre. Puso su mano sobre la mía y se inclinó, entonces le vi bajo el blusón azul una cadenilla y una cruz pequeña.

10 de julio

Estas notas llevan un atraso notorio; para remediarlo altero las fechas y el orden de los acontecimientos. Es que estoy incurriendo en recuerdos y eso no es bueno. Me despierto de la siesta -siempre la he dormido, lo único bueno que me enseñó mi madre- y en vez de pensar qué debo hacer, qué tarea, o simplemente llamarla y pedirle que me alcance el cuaderno de notas y las lapiceras, prefiero recordar, deambular por los túneles de mi detestable panteón interior. Es gracioso eso de que el pasado no existe, vaya si existe: soy mi pasado, es por él que existo, el futuro es una mera elaboración cultural; y en cuanto al presente, bueno, se me ocurre definirlo como el pasado en estado naciente. Eso no está nada mal.

Ahora viene casi todas las semanas –insisto, me divierte contar en tiempo presente lo acontecido hace meses- y no son pocas las veces que llega el padre, toca timbre y debe irse de prisa. Pero después de aquella tarde en que descubrí su perfume, demoró veintidós días en volver. Llegó con una campera muy bonita, gris, la madre se la había traído de Nueva York, y unas zapatillas de tenis que le hacían -me pareció- los pies aún más pequeños. Miré sus ojos y vi en ellos algo distinto de la primera vez, quizás el color, otros reflejos, ámbar, otoño, no sé. Los párpados un poquito hinchados, posiblemente sueño, daban a su expresión un gesto indefinible, un toque de arrepentimiento, aunque también había una sombra de intensidad en los labios apretados. Hubo un miraje de mal humor en el saludo, no tenía sentido, pensé que era algo que arrastraba de otro lado, jirones de alguna neblina que traía consigo: vendría de darse con algo medio heavy, de hacer el amor, de discutir con alguien, de perder en el tenis, todo podía ser. Yo por mi parte me había descubierto interiormente inane, el alma estrapajada y sin predisposición para recibir a nadie. Pensé que los torbellinos que le atribuia también podían ser sombras que yo proyectaba, espejo deforme que alteraba la imagen. El caso es que llegó a las seis, yo había ido al baño y allí lo de siempre, las maniobras de mi madre, su ayuda dolorida frente a mis traslados de la silla eléctrica al water, del water al bidé y del bidé a la silla, más los forcejeos con la ropa y mis movimientos de artrópodo más todo lo demás, lento y repulsivo, por favor. Pero entró y no bien se sentó en la cama apoyó su mano sobre mi pierna, algo más arriba de la rodilla. Es que se había sentado más cerca. No dije nada y sonreí, porque contrariamente a lo esperado me pareció –solo me pareció- sentir cierta calidez en su graciosa mirada de animalito malhumorado.

¿Sentís mi mano?

Apenas, muy poco, puede decirse que nada, un pájaro, quizás menos.

Durante la siesta había soñado que entraba a la habitación con un manojo de flores apretadas contra el pecho, y no sé por qué razón yo le decía: "Son rubias"; entonces se acercaba y las colocaba sobre mis piernas como sobre una lápida. Y ahora estaba ahí, muy cerca, tan diferente de un sueño donde las presencias son ingrávidas y las distancias y los tiempos tan imprecisos, y en vez de flores el peso levísimo de su mano, apenas eso, o quizás lo imaginaba. Nuevamente miré las mías tan blancas, las yemas, que bien sé lo que son las yemas de mis dedos, y en gesto involuntario llevé mis manos a la boca. El silencio comenzó a invadirnos, al principio duro, indeseable, pero de pronto y sin mirarnos aquello se transformó en la celebración de un pacto, de una complicidad. Recordé a Solyman, el gato de tía Luisa que pasaba horas junto a Cristina, la enorme gata roja, ambos quietos, inmóviles, como dormidos; había algo entre ellos, un acuerdo, un abrazo mudo de garras y bigotes que los estrechaba y soldaba. Eran un solo instinto visceral, dos mitades de un solo celo, de una sola entraña, ah, cómo los envidio. Cuando levanté la vista y la fijé en su entrecejo –creo un poco en el tercer ojo, Lobsang Rampa y todo eso- el silencio cobró cuerpo y se hizo más denso, pero a la vez más claro, porque comenzamos a mirarnos, y ahí estaba aquella luz, la llamita que deseaba encender; alcé las cejas deliberadamente para que viera mis ojos grandes color café, y a su vez para penetrar los suyos, algo entornados tras los lentes, largos y con dos puntos de luz casi violeta bajo los párpados vagos. Entonces sentí su mano, que vi cerrada y tensa de violencia sobre mi muslo en contraste con el rostro apacible. Hasta que comenzó a inclinarse en un lentísimo, amoroso ocaso, y pude ver su cabellera negra, las sortijas del pelo caer y bajar lentas, casi azules, sobre las sienes, entrever por un instante la curva de las cejas bajo la frente purísima, la boca entreabierta antes de posarse allí, sobre mi invisible rosa rubia. La llama del aliento me lamió a través del cobertor, cerré los ojos, alcé la mano y las yemas de mis dedos avanzaron ciegas.

30 de julio

Cuando mi médico, el doctor Morassi, me dio de alta, vaya eufemismo -si es que puede darse de alta a un cuerpo del que penden dos tentáculos inertes-, quedamos en que volvería a visitarlo cada seis meses. Verdad es que no había vuelto, para qué; mi organismo es sano, funciona a la perfección con la sola excepción de mis frecuentes infecciones urinarias; pero en fin, antibióticos y a otra cosa, porque lo de las piernas no es una deficiencia orgánica, llegué a esa conclusión. ¿Las piernas son órganos? Sí, de locomoción. ¿Qué diferencia entre el hígado, el corazón y las piernas? El corazón cumple su función, irriga, es el portador del fuego, el encargado de mantener en movimiento la sangre, y ésta la vida y todo lo demás, ya se sabe. Pero me pregunto si puede decirse que la paraplejia es una enfermedad. ¿Acaso estoy enfermo? No, sólo padezco una disfunción motora, al menos en parte, porque podría apoyarme en las manos y arrastrarme como un tren, o remedar la marcha de los gorilas, solemnes y lentos como reyes. Pero aún así mi invalidez no puede definirse como enfermedad: sólo una lesión. He ahí la diferencia. Puedo comer de todo, beber un buen vino, licor, whisky, vodka, emborracharme, hacer el amor a mi manera, fumarme mis porros, esnifar unas rayitas de vez en cuando, porque tengo quién me las suministra; ah, si mamá supiera quién es, qué gracioso, qué gracioso.

Cuando le dije que quería ver mis radiografías apartó el sillón, se echó hacia atrás, se quitó muy lentamente las gafas, sacó un pañuelo del bolsillo y se dedicó a limpiarlas con empeño inútil. Es hombre mayor, alto y corvo, observa alrededor con mirada desteñida, como acorralado; pero sus grandes ojos separados disuaden todo mal talante, resignados a atender, se me ocurre, gracias a la práctica de una ejercitada paciencia. Su mirada es turbia, sí, pero sus ojos taciturnos tienen color de atardecer, y me encantan sus manos, dedos blancos, larguísimos, dedos como para abrirse y cerrarse sobre el cuello de un violoncelo. Bueno, su silencio me turbó, pensé que algo sucedía. No dije nada y esperé, sólo hice girar mi silla eléctrica y lo enfrenté. Entonces percibí por primera vez su rostro combo, increíblemente ancho, como los de esos niños que tienen malformaciones por accidentes en el nacimiento, forceps y esos instrumentos:

Doctor, qué sucede, sólo deseo ver mis radiografías, ¿sí?, quiero saber dónde fue mi lesión, sea buenito.

Era la primera vez que lo pedía; en realidad, nunca había tenido curiosidad por ver mi esqueleto y la foto de mi desdicha.

Bueno, sí, disculpe, deformación profesional, además de traumatólogo soy psiquiatra; es decir, bueno, soy psiquiatra, y además...Sí, dígame, para qué desea ver las radiografías, recuerdo que usted nunca quiso, por supuesto, tiene derecho, cómo no, lo recuerdo, la tercera lumbar, aunque no se vio claro, nunca se vio claro, pero su paraplejia sólo puede tener esa causa y es inoperable; y dígame, su mamá, como está...Bueno, voy a pedir que las traigan, llamo al archivo, cómo no.

Se inclinó, oprimió un botón y se repantigó, las manos sobre el vientre, sin mirarme -confieso que eso me molestó-, hasta que sus ojos se perdieron en un Guernica sobre la pared lateral y, ya lejos, definitivamente ausente, comenzó a sisear bajito. Sólo despertó cuando la enfermera golpeó la puerta, entonces brincó y corrió a abrir.

Su discurso siempre había sido bastante incoherente, como si preocupaciones intrusas lo asaltaran en medio de la conversación, lo que obligaba a reordenar sus frases y ponerlas en derecho. No estuvo claro si pretendió negarme las placas; antes de entregármelas volvió a mirarlas, sacudió la cabeza como asintiendo y las volvió al sobre. Salí de la clínica con mis fotos espeleológicas, de frente y de perfil mi médula prontuariada. Esa tarde vino Ruth, la flaca con nervudas manos de hierro -pero qué dulces y graciosas cuando se ponen pícaras-, y se las mostré. Largo rato se entretuvo observándolas en el contraluz de la ventana. Me llamó la atención su curiosidad profesional, tan ajena a mí, el dueño y usufructuario de mis ardidas médulas, de mi maltratada lumbar tres. Me pidió una luz más potente y pedí a mamá que subiera la lámpara del escritorio de papá; entonces siguió mirándolas en silencio:

Bueno, me las llevo.

Cuando se iba algo cayó de su bolso y se agachó para recogerlo. Al levantarse señaló con el dedo bajo la cama:

¿Y eso?

Nada, una caja de herramientas.

10 de setiembre

(No puedo soportar este peso, me agobia, creo que no continuaré este diario, o presiento que en cualquier momento lo incineraré; mi propósito de alterar las fechas para ordenar más bellamente el relato ha terminado por barajarme los recuerdos).

Cuando entró estaba peinándome. Lo hizo como siempre, sin llamar, los ojos boreales y entornados, el rictus de desamparo colgando de su entrecejo anudado. Quizás Dios le haya abierto una cuenta corriente a computarse en méritos, indulgencias y goces paradisíacos, porque son desconocidos los tortuosos designios de las deidades en casos como el presente, en el que la titular de la cuenta llega con el desayuno, se acerca a la cama y dispara a quemarropa, la voz encharcada de amargura y asco:

¡Qué sería de ti si no estuviera acá para hacerte de sirvienta!

Y ya no habló más, porque comenzó la liturgia de la mesita, la servilleta, el plato y la taza, el azúcar, la leche, el café, las tostadas, mermelada, bueno, lo de siempre.

La miré mientras masticaba sus jaculatorias e imaginé sus ojos de pájaro abiertos y prendidos de un punto incierto, la boca amuecada, la baba, todo, de ser posible un charco de orines alrededor mojando el cabo del hacha. Sí, Raskolnikov sabía lo que hacía.

Fue en el instante de beber el primer y regocijante sorbo de café con leche, cálido, dulce, de paladear el sabor a infancia y a escuela empastados en la miga untuosa y en el suave salado de la manteca, que decidí hacerlo: introducir en mi vida, profundamente, hasta la empuñadura, la hoja fría de la diferencia y ultimar el tedio y la rutina para siempre. Vivir es simbolizar, representar, lo mismo que pensar, hablar, escribir, hacer. La creación es siempre imitación, y Dios una sublime y superior obra de arte.

24 de diciembre

Esta es una fecha ficta, por supuesto, ¿qué día es hoy? Adivínese. Decidí que sería ayer, Nochebuena, el día de la sorpresa; sabía que vendría, que me traería un regalo fino, seguramente caro, a pesar de que siempre, bueno, desde el accidente, he planteado un problema insoluble a quienes desean obsequiarme: ¿Qué?, ropa, cigarrillos, objetos de decoración, perfumes, artículos deportivos, calzado, juegos, entretenimientos: nada me sirve. Al elegir un obsequio se tiene en cuenta, normalmente, la relación del obsequiado con los demás, aun aquellos que son de uso personal: un detalle, algo para lucir en una reunión, una joya, un adorno, perfumes. Libros, sí, me gusta que me regalen libros, pero hace tiempo que he perdido la afición a la lectura. He llegado a la conclusión de que toda la literatura es un solo libro en el que el hombre repite sin fin su propia historia, y yo ya la conozco, la mía, horrible: sí, ontogenia y filogenia es lo mismo. Así que no preciso nada, todo me sobra.

Pero por ahora nada referiré del encuentro de Nochebuena, que fue fictamente ayer; prefiero narrar algunos sucesos colaterales que hace tiempo han comenzado a ocurrir en casa y de los que doy cuenta. A mamá le ha desaparecido el televisor de su dormitorio. Hace días –no digo cuántos- me despertó temprano. Entró con cara de espanto, los brazos en alto, el rostro tajeado por esos arcos duros y profundos al costado de la boca, costuras del miedo, de verdad que remedan las rayas que se pintan los aborígenes; además, cuando grita o ríe se le pone la boca cuadrada y se le agrandan los ojos, ríe con expresión de terror:

El televisor, el televisor, desapareció, me lo robaron, toda la casa cerrada y no está, anoche vi la comedia y esta mañana no está, qué está pasando, voy a llamar a la policía, y por ahí siguió.

Vino un agente, revisó la casa, me hizo preguntas, no sé nada, ella tampoco, todo cerrado, las cerraduras bien, etcétera. Cuando el agente me miró le hice una guiñada pícara, se despidió sin dejar de mirarme, dijo que volvería y se fue.

Más extraño fue lo de los zapatos. Los ancianos aprecian las rutinas, los hábitos; la repetición rituálica y cotidiana enlentece el tiempo, alarga el presente y parece inhibir el futuro en lo que tiene de imprevisible amenaza. Son defensas inconscientes contra el tiempo, contra el acontecer súbito e imprevisto. Ella se despierta, Julia le lleva el desayuno a la cama, la taza de té -la que era de mi abuela- con unas gotas de leche apenas nuageux y una pizca de azúcar, tostadas con mantequilla y el pote azul con mermelada; cuando lo termina carraspea, tose dos o tres veces, se acomoda el pelo, voltea las mantas hacia la derecha, gira el cuerpo, sin mirar tantea con los pies, se calza las chinelas grises con pompón amarillo, se levanta, se despega el camisón y va al baño: de lejos pronto pueden oirse las sonoras extrusiones, que alternan con canturreos de "La Gran Vía" o "La Rosa del Azafrán", sus zarzuelas favoritas. Pero esa mañana –tampoco diré cuándo- los pies se le volvieron ciegos y no dieron con las chinelas. Supongo que se inclinó, se agachó y miró bajo la cama, nada, no hay chinelas; buscó otras, tampoco, fue hacia la ropera por zapatos, no hay, abrió el cajón de la cómoda para buscar medias, nada, bueno, los pies sin qué ponerse. Vaya situación. Nuevamente entró a mi cuarto como un vendaval, los brazos flacos salidos de las mangas caídas como los de un candelabro, frunces de pellejos en los codos, el huracán del pelo gríseo y revuelto a punto de volársele de la calavera, a los gritos:

Los zapatos, mis chinelas, no tengo medias, hay ladrones, no sé por donde entran, estaba todo cerrado, bueno, lo mismo del televisor. La disuadí de llamar a la policía, no le iban a creer:

Mamá, van a pensar que tomó demasiado vermut.

Esta vez le vi un pequeño temblor en la mano derecha y eso me hizo sentir mal. Pensé hasta en darle un beso, qué gracioso.

25 de diciembre

La fecha es arbitraria, sólo un juego, hasta innecesario. Este asiento del diario lo hago hoy, es decir ayer, Nochebuena, o sea que estoy caminando hacia mi pasado, hacia mi nacimiento, mi simiente. ¿Quién podrá negarme la libertad de vivir en el orden que quiero? Narrar es poner en orden las ideas y los hechos, no cronológico, por supuesto, sino lógico: soy Cronos y tengo el derecho de cronologizar. Algún día se probará que a menudo, algo que vemos como causa es en realidad un efecto, una consecuencia: Dios y el hombre, he ahí un buen ejemplo de esta confusión.

Comenzaré por decir que entró como siempre, alegre, la sonrisa en paz y remedando un paso de baile, las manos cruzadas a la espalda ocultando el regalo. Noté que había cambiado la montura de los lentes, los cristales me parecieron más gruesos; los ojos todavía más azules, siempre con esa gota de reflejo violáceo, tan dulce, y la boca perfecta, el morderse la punta de la lengua para ocluir la risa secreta, sin voz, como reprimiéndose. Se inclinó para besarme y vi que no traía la cadenilla al cuello; el perfume era distinto, seco y dulce a la vez, aunque algo agresivo, pensé en almizcle y un fondo frutal que asocié al azahar del limón:

No lo conozco, pero es francés...¿"Colère"?

No, no te digo, es un secreto, me lo vas a copiar.

Los pequeños bucles –negrísimos- caídos sobre las sienes lucían espléndidos, pensé que era de ellos que me había llegado aquel aroma de embrujo. Entonces retiró las manos de tras de la espalda y me lo dio:

Espero que no lo hayas leído.

Era la "Breve historia del tiempo", de Stephen Hawking, otro parapléjico:

Bueno, la verdad que no va mucho contigo, con tus gustos.

No lo leí, pero sé de qué se trata. Maneja conceptos que desde el accidente me son afines. No hay nada como la inmovilidad para comprender que el tiempo es el espacio conjugado por el movimiento.

(Anoto como en las crónicas parlamentarias: risas, porque estaba repitiendo algo que había leído no hacía mucho en un libro de física de papá).

Me encanta sorprender, impactar, y gocé de sus ojos abiertos, asombrados. Resolví que era el momento de jugar a Papá Noel.

Esa mañana -bueno, ayer- me desperté temprano y con esfuerzo logré correrme hacia el borde de la cama, asomarme, estirar el brazo y llegar a la caja de herramientas; allí estaba el regalo. Hace años papá lo ocultó en ese lugar insólito, y desde que murió se ha seguido guardando en el mismo sitio, no sé si por respeto fetichista o por rutina. Lo tomé y deslicé debajo de mi cuerpo, bajo mis nalgas. Reconozco que me molestaba un poco, pero bueno, placentero sacrificio.

Habíamos quedado mirándonos. Entonces, deliberadamente comencé a bajar la voz, a enlentecer las palabras, hasta callar y crear un espacio, una burbuja de silencio que nos estrechó y envolvió. Hubo complicidad, acuerdo, un pacto sellado sin palabras ni gestos, dos promesas sigilosas que se enlazaron y estrecharon en una mirada única, como aquel celo entrañable de garras y bigotes de los gatos de tía Luisa. Bajé la vista, como invitando, y la fijé sobre el edredón a la altura de mi sexo, mientras mi mano derecha serpenteaba prudente y silenciosa apresando el obsequio. Atónitos primero y risueños después, los ojos violáceos más abiertos que nunca vieron cómo se elevaba la manta en una lenta y enhiesta protuberancia erótica. Con gesto incrédulo, los labios rojos entreabiertos, la lengua asomada apenas y esbozada una sonrisa divertida, ya tentada la risa ante lo inverosímil, comenzó a inclinarse con ceremoniosa devoción. Nuevamente pude contemplar el ocaso de la frente tersa bajo los bucles oscilantes, el resplandor de la sonrisa ávida. Entonces dije casi sin voz:

Tersa es tu piel, blanca como la harina tu cintura y de ébano la guirnalda de tus guedejas.

Estiré mi mano libre y las acaricié, nunca toqué pelo más fino, aún queda sándalo en mis dedos. Un súbito fulgor de memoria iluminó y calcinó mi diversión; masticando la ira volví a verme atisbando la imagen de mi padre por la hendija entreabierta, la luz de la lámpara sobre el informe médico y su mano elevando muy lentamente el arma para encañonarla en la sien.

Cuidado con el gatito blanco, susurré.

Un estampido siempre sorprende, aún al que aprieta el gatillo. Ensordecido, vi cómo volaban algunas plumas del edredón. Me sorprendió verlo saltar y caer hacia atrás, aunque no entraré en detalles, por supuesto, el rostro destrozado, la sangre, todo tan patético.

Debo confesar que en medio del llanto –lo lamento, no pude evitarlo- me sobrevino un sorpresivo ataque de risa. Después me levanté muy despacio y comencé los rituales apropiados a la inmolación.

El comisario Noriega se inclinó sobre el escritorio, acercó la cara al espejo convexo y comenzó a estrujarse un lobanillo en la punta de la nariz:

Bueno, Saldívar, usted es un racionalista impenitente, sólo admite la evidencia, dígame cómo pudo esa figurita esmirriada salir de la cama, ducharse, perfumarse, pintarse las uñas, subir la silla de ruedas al tercer piso, trepar la escalera hasta la azotea, desnudarse, doblar la ropa con tanta prolijidad que hasta parece planchada, arrojar la silla a la calle, subirse al pretil y finalmente tirarse al mejor estilo olímpico, que hasta las plantas de los pies dejaron huellas en el parapeto.

Le diré lo que pienso. Lo del forense es cierto, no había lesión en la tercera lumbar. Bueno, la madre llegará de Buenos Aires de un momento a otro y quizás pueda explicarnos algo; mi hipótesis –reconozco que es insólita- es que ella le tenía prohibido levantarse.

Bien, con paraplejia o no, caso cerrado; el cuerpo ya está en la morgue. Un dato curioso, en este cuaderno escribía algo así como un diario de notas, y fíjese, la última anotación tiene más de un año. Lo llevo para echarle un vistazo.

Escuche, Noriega, por si las moscas yo hablaría también con esa personita que dicen que lo visitaba tan asiduamente. Tengo sus datos, vi el expediente del siniestro en la Compañía de Seguros.

Jaime Monestier
Sexteto & Tres Piezas Breves (cuentos) 

Ed. El Galeón, 2003, ISBN: 9974-553-43-1), 139 pgs.

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