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El habla de las puertas

Jaime Monestier
monest99@adinet.com.uy 

 
 

La memoria auditiva es, de todas, la más fiel. Puedo olvidar un texto, o recordarlo y olvidar su autor. A lo sumo diré: “alguna vez leí ....”, o también, "....no recuerdo quién dijo...." Puedo  recordar y tararear o silbar una melodía, un cuarteto, preguntarme por el compositor y no dar con él; o quizás pueda aproximarme a su época: un italiano del renacimiento, un barroco. 

 

Con la vista nos sucede lo mismo: vemos un rostro por la calle y nos es familiar, pero no acertamos el nombre.

 

Con ciertos sonidos es diferente. Solo en la fantasía de Cervantes don Quijote pudo confundir el golpe de los mazos de Batán, o quizás quiso que el lector lo atribuyera a su desvarío.

 

Me llevaron, a pocos días de nacido, a la casa de mis abuelos maternos, en la avenida Agraciada, en un punto geométrico que hoy se ubicaría aproximadamente en el medio de la avenida que hoy circunvala el Palacio Legislativo. Ahí terminaba la calle Madrid y la casa se ubicaba a pocos metros de la esquina. Así continué, de la mano de mi madre, visitando aquella casona hasta el año 1932. Aún conservo su fotografía, en sepia, en un cartón con los bordes decorados en Art Nouveau. Todas las semanas, los jueves, mi madre me llevaba a aquella casa de altos con su patio en damero blanco y negro, al que se accedía por una larga escalera de mármol en dos tramos; la puerta cancel que los dividía tenía  vidrios esmerilados con cigüeñas, guardas florales y ánforas. Mi recuerdo guarda la perspectiva de un patio desmesurado, de límites lejanos. La claraboya que lo cubría e iluminaba podía desplazarse mediante un sistema de engranajes accionados por una manija con mango de madera: conserva mi memoria, nítidos, el rolar de la manija y la marcha chirriante de la claraboya sobre los rieles. Asístia con respeto a la ceremonia. Mi tío Américo, al que veía con fuerza sobrenatural, tomaba con ambas manos la manivela y la hacía rotar. Lentamente, la bóveda de vidrio comenzaba a moverse, a desplazarse y a dejar ver poco a poco una franja de cielo que se hacía poco a poco más y más ancha. Cuando aquella estructura de rectángulos y trapecios y vidrios traslúcidos desaparecía, entonces el techo de aquel  patio era el cielo abierto, azul, o gris, con palomas y gorriones que lo surcaban veloces. En medio de aquel espacio inmenso, en el centro del damero, se erguía un vaso borguese de mármol de Carrara donde una palma real alzaba sus abanicos verdes.

 

El primer sonido que viene a mi memoria es el de la puerta cancel que cerraba la mitad de la escalera, el golpe seco de la madera seguido de la vibración cantarina de los vidrios. Lo seguía el tilintear de una cadenilla con un perno para trabar el cerrojo. Fue por orden de mi abuelo que se recurrió a esa medida de seguridad. Se sospechó que un extraño había entrado y permanecido oculto en el salón comedor, posiblemente escondido bajo el pollerón de felpa que cubría la mesa. Nada faltó, pero la traba fue puesta. Nunca supe por qué habían sospechado la presencia del intruso; quizás nunca existió, o alguien mintió.  

 

El acceso para descender por la escalera era abierto, pero al nacer el primer nieto aquello se transformó en un peligro potencial. Los otros tres lados del foso estaban rodeados por una baranda de hierro con pasamano de madera; en previsión de desgracias el perímetro fue cerrado con un portón de dos hojas: una de ellas, la izquierda, se trababa con un pasador que caía en el orificio de una placa de bronce; la otra, con un cierre superior que al volcarse apresaba la primera. El sonido del pasador, al deslizarse y entrar en el orificio, y el del superior, que en forma de canaleta encastraba sobre la otra hoja, con su clac metálico, habitan en mi protomemoria y son tan inconfundibles y recordados como la voz de mi padre o el más familiar de los sonidos actuales de mi casa. Dos esferas de vidrio coronaban las columnillas sobre las que giraban las dos hojas del portillo. La memoria me traiciona, aunque hay un recuerdo, quizás una falsa memoria que me lleva a recordarlas azules.

 

Al patio se abría la puerta del comedor, de dos hojas, enorme, sin duda magnificada por la estatura de mis cinco o seis años, aunque no deseo corregirla ni imaginarla menor. Evoco aquel recinto con entorno de nobleza, por su oscuridad, su lustre, sus perfumes.  Reinaba en él una larga mesa de caoba, de patas labradas, oculta en su interior una tabla suplementaria para agrandarla en caso de muchos comensales, y cubierta siempre por la carpeta granate de borde rematado en una hilera de borlas. Presumo que aquella mesa pudo ser de dimensiones superiores a las normales, porque en su parte media tenía un par de  patas suplementarias más próximas que las que se ubicaban en las esquinas. Enfrentados, de pie en ambos extremos del salón, como custodios, el trinchante y el aparador, que evoco imponentes en su lustre y en el brillo de sus cristales biselados. En el trinchante copas, vasos, cristalería, y en el aparador mantelería, servilletas, y a la altura de mi cabeza, el cajón del pan, memoria olfativa que atesora el perfume del paraíso; allí anidaba, entre migas -hoy supongo que expuesto a  ratones y cucarachas-, el pan rondín, con su botón de masa en el vientre, que siempre llegaba próximo al mediodía, aún caliente y cubierto por una arpillera en el canasto del panadero.

 

Aquellas dos hojas de la puerta del comedor se abrían hacia adentro, y tenían un sonido agrio y disonante, ya que se trababan y estorbaban una a la otra. Nunca recuerdo haber visto abiertas las dos hojas, sino sólo la derecha. La otra permanecía cerrada con el pasador, y era, posiblemente, la que por un problema de herrajes dificultaba el deslizarse de la otra, como si quisiera impedirle que se abriera. Tras los cristales esmerilados con una guarda art nouveau, colgaban cortinillas con dibujos tejidos a ganchillo: dos angelitos soplando trompetas. Es probable, supongo, que ambas hojas fueran abiertas cuando las sirvientas lavaban el patio a cepillo o enceraban el piso del comedor.

 

Al patio de paredes verde malva pintadas al aceite, con juego de sofá y sillones de mimbre, además de la doble puerta del comedor, se abrían otras no menos recordadas. El escritorio, la sala y los dormitorios. Las voces de estas puertas se confunden en mi memoria: hay una diferencia de tono en la del escritorio, quizás por ubicarse esta pieza en la esquina  izquierda del  patio. Allí entré pocas veces, más bien la observé de lejos, razón de que su sonido tenga, al evocarlo, un eco pequeño. La recuerdo invariablemente cerrada, y en el interior de la habitación una mesa escritorio que yo, muchos años después, heredé y sobre la que cursé mis estudios de facultad. Sobre ese escritorio mi tío Julio leía incansablemente el diccionario, casi siempre en la misma posición: la mano izquierda sobre el libro abierto, la cabeza apoyada en la mano derecha, los dedos  tamborileando la calva. Aquella puerta tenía cierta adustez: era la del  estudio, allí donde se hacían cosas importantes, posiblemente los negocios de mi abuelo: tenía postigos grises, no tenía cortinillas y, no sé por qué, no recuerdo otro mueble que el escritorio; supongo que fue ahí donde vi alguna vez un armario ciego, con la parte superior ondulada y en su centro una gran perilla lustrada.

 

Nada diré de las puertas restantes, intercambiables sus crujidos y voces. En éstas influiría, sin duda, la diferente textura de los cuartos, sus paredes empapeladas, sus muebles: las diferentes cajas de resonancia.

 

La sala era, quizás, la habitación más amueblada. Una alfombra espesa, que cubría la totalidad del recinto, apagada los pasos; una piel de tigre tendida en medio imponía respeto con sus cabeza feroz, sus dientes y sus ojos de vidrio. Los sofás vestían fundas blancas, excepto los días de visita, y en las paredes había cuadros con naturalezas muertas, uno en particular me impresionaba con liebres, perdices muertas y una escopeta de caza. Y también el rameado del  empapelado, rojo sobre fondo gris. Una gran araña de caireles, al ser encendida, creaba la magia de una sala real, imperante en un ángulo un piano alto, negro y con candelabros. Quizás sea por eso, por aquel ámbito de sonidos ceremoniales, recinto para visitas escogidas, que guardo en secreto la voz de su puerta y de sus dos hojas lusdtradas, nunca golpeada, inconscientemente acompañada con respeto por la mano que la abría o cerraba.

 

El patio grande se comunicaba con el del fondo por un corredor ancho flanqueado por dos puertas: una la del comedor, y enfrentada a ésta la del cuarto de mi tío Julio, el lector. Ese corredor se abría al patio del fondo por una puerta de doble cancel, de la que recuerdo su arco superior, de clásico diseño arábigo, con largos pétalos alternados en vidrios azules y blancos. En uno de ellos había un orificio de bala, se decía que  escapada del revólver de mi tío Américo mientras lo manipulaba, aunque nunca escuché una explicación clara del episodio, siempre  relatado en voz baja.

 

Esa puerta que comunicaba y a la vez separaba los pospatios tenía vidrios grandes y esmerilados. Su sonido era escandaloso, por contagio, sin duda,  del ambiente familiar que imperaba en aquel patio trasero, abierto al cielo, al que daban el cuarto de familia, la despensa, la escalera al altillo y la puerta de bajada al corral. Era una puerta ruidosa, tembleque, que los que pasaban golpeaban sin el menor respeto.    

 

Los sucesivos dormitorios partían del frente y se alineaban a lo largo del predio. Respectivamente y por orden de pertenencia, el de mis abuelos, el de mi tía Emilia y el de mis tíos Américo y Julio, y finalmente el que todos llamaban "el último cuarto" o cuarto de familia.

 

Pocos entraban al cuarto de mis abuelos, el primero, con balcón a la calle: la cama alta y blanquísima, la cómoda, la palangana y jarra de loza, la jabonera. A esa puerta nunca se golpeaba, allí nadie entraba, nunca se abría sino desde el interior. Era un recinto sagrado.  

 

El clima del “último cuarto”, o cuarto de familia, era íntimo, de olores tibios e insinuantes. Entre aquellas paredes, presidido el lugar por la  caja fuerte de mi abuelo, con su pomela niquelada y sus cuatro diales o perillas numeradas para la combinación, se pasaba el invierno; todas las puertas cerradas, jugando mis tíos a las barajas, al balero o al dominó; allí se leía el diario, se desayunaba y se cenaba; allí mi tío Julio descifraba palabras cruzadas, se hablaba de política y de temas del día con los íntimos, con los familiares de visita, únicos que tenían acceso a él.

 

Y a ese cuarto daba la puerta de la cocina, el reino de Adelina, la vieja cocinera nieta de esclavos. Era una puerta más baja que las otras, gris, con pestillo de bronce, y su sonido, posiblemente por efecto de los azulejos blancos de la cocina –quizás por asociación con olores gratos-, era muy claro, un diminuto estampido, agudo,  con algo de voz de mujer. Próximas las ocho de la  noche, esa puerta se abría y aparecía asomada la figura delgada de Adelina, con su túnica gris y delantal incoloro, la mirada hacia arriba, indiferente e idéntica, y balbuceaba con su boca sin dientes aquellas  palabras rituálicas, sin duda dirigidas a mi abuela o a mi tía, reiteradas noche a noche y por décadas: “¿Echo el fideo en la sopa...?” Y la sopa llegaba en pocos minutos, bullente en la gran sopera blanca de hierro esmaltado.

 

He dejado para el final un rincón casi secreto, lindero con la cocina, estrecho, despreciable, relegado al fin de la casa, pequeño habitáculo desnudo de toda dignidad al que se iba a orinar o a defecar, con su puerta de persiana marrón y su única lámpara con filamento de tungsteno, de luz amarillenta y mínima, quizás por recato, para que no se viera bien lo que allí se hacía, lo escatológico mixturado con el pecado y lo sucio. Con el bidé aún no instalado entre nosotros, el agujero para evacuar se alzaba a no más de veinte centímetros del piso, y allí debía uno sentarse en una tabla sin  pintar, de agujero circular cuyo tacto áspero y sucio aún recuerdan mis nalgas. Deduzco que no había luz suficiente para leer, por lo que las estadías serían, necesariamente, fugaces. En mis narinas habita la memoria de un olor fuerte, penetrante, mezcla áspera de creolina y amoníaco.

 

De aquella pequeña celda maloliente lindera a la cocina se salía también al  patio del fondo. A aquel patio abierto,  otro reino, otro espacio a cielo abierto, convergía también la despensa. Sobre ésta había un misterioso altillo al que nunca subí. En aquella despensa con piso de baldosa roja y con estantes vacíos mi tío Américo tomaba sus baños turcos, encerrado en una enorme caja negra de la que asomaba su cabeza, el cuello rodeado por una toalla, pregnando el aire un fuerte olor a eucaliptus. También se abría a ese patio la puerta del "último cuarto", la escalera al altillo donde dormía Adelina, y debajo de ésta, que era de hierro, la pileta de lavar con azulejos azules y bomba de mano, de émbolo ruidoso, por la que salía un agua fría y deliciosa de un aljibe desconocido. También en un codo del patio, disimulada, la puerta gris de canto metálico que se abría al corral de abajo, al que se descendía por  larga escalera, con su galpón para raciones y herramientas, reino de las ponedoras y del perro Garufa, ladrador, blanco y negro y pequeño, que una noche entró al gallinero y mató quince gallinas. 

Es que yo era muy pequeño, inexplicable haber guardado hasta hoy esa valiosa colección sonora que de tanto en tanto repaso y añoro. Aquella casa fue mi paraíso, recordado inexplicablemente con más cariño que mi propia casa; es que, quizás, en espacios tan inmensos, sin tutelas ni custodios, envuelto por un amor unánime, sin vigilancias ni prohibiciones ni temores, tomé por primera vez contacto con la libertad.  

 

Jaime Monestier
monest99@adinet.com.uy 

 

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